La tierra estaba blanda por las lluvias de la primavera y Dunk cavó la fosa sin dificultad. Eligió la falda occidental de una colina, porque al viejo siempre le había gustado ver ponerse el sol. “Otro día que se va”, solía suspirar. “A saber qué nos deparará el de mañana, ¿eh, Dunk?”

Pues bien, uno les había deparado lluvias que los habían calado hasta los huesos, el siguiente viento a rachas y húmedo, y el tercero frío. Amanecido el cuarto, el viejo ya no tenía fuerzas para montar. Ahora estaba muerto. Hacía pocos días aún cantaba a caballo la vieja tonada de la doncella de Puerto Gaviota, sólo que cambiaba el nombre de la ciudad por Vado Ceniza. “Voy a Vado Ceniza, a ver a mi bella dama, vaya, vaya, vaya”, recordaba Dunk, cavando con tristeza.

Cuando el agujero le pareció bastante hondo, tomó en brazos el cadáver del viejo y lo llevó al borde. Había sido un hombre bajo y delgado, y ahora que ya no llevaba cota de malla, yelmo ni cincho para la espada, pesaba igual que un saco de hojas secas. Dunk poseía una estatura descomunal para su edad. A sus dieciséis o diecisiete años —nadie sabía de cierto cuántos— su cuerpo larguirucho y poco grácil alcanzaba ya los cinco codos, y eso que aún no robustecía. El viejo había dedicado muchos elogios a su fortaleza. Siempre había sido pródigo en ellos. Nada más tenía que dar. Dunk lo depositó en la fosa y aguardó un poco antes de cubrirla. El aire volvía a oler a lluvia. Habría que echar tierra antes de que cayeran las primeras gotas, pero no era fácil sepultar aquel rostro viejo y cansado. “Debería estar un septón para dedicarle unas oraciones, pero sólo me tiene a mí.” El viejo le había transmitido toda su ciencia sobre espadas, escudos y lanzas, pero no había sido buen profesor de palabras.

—Le dejaría la espada, pero se oxidaría —dijo Dunk al fin, como quien pide perdón—. Yo creo que los dioses le darán otra. Ojalá no hubiera muerto, ser —enmudeció unos instantes sin saber qué añadir; no conocía ninguna oración entera, pues el viejo no había sido hombre de oraciones—. Fue un caballero cabal y jamás me golpeó sin merecimiento —logró decir al cabo—, salvo aquella vez en Poza de la Doncella. Ya le dije que el pastel de la viuda se lo comió el mozo de la posada, no yo. En fin, ya no importa. Vaya con los dioses, ser.

Echó tierra con el pie. Después llenó la fosa de manera metódica, sin mirar lo que yacía al fondo. “Tuvo una larga vida”, pensó. “Seguro que estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta. ¿Cuántos pueden presumir de lo mismo?” Al menos había visto otra primavera.

Cerca del crepúsculo dio de comer a los caballos. Eran tres: el jamelgo de Dunk, el palafrén del viejo y Trueno, su caballo de batalla, un corcel zaino reservado para los torneos y la guerra. Trueno había perdido la rapidez y fuerza de antaño, pero conservaba el coraje, el brillo en la mirada y era la posesión más valiosa de Dunk. “Si vendiera a Trueno y al viejo Castaño, con sus sillas y bridas, me darían suficiente plata para…” Frunció el entrecejo. Sólo conocía una vida, la de caballero errante: cabalgar de castillo en castillo, servir a tal o cual señor, luchar en sus batallas, comer en sus salones y, terminada la guerra, proseguir el viaje. De vez en cuando también había torneos, si bien con menor frecuencia. Dunk sabía que en los inviernos crudos algunos caballeros errantes se dedicaban al robo. No había sido el caso del viejo.

“Podría buscarme a otro caballero errante que necesitara a un escudero para cuidarle las bestias y limpiarle la cota”, pensó, “o ir a alguna ciudad, Lannisport o Desembarco del Rey, y unirme a la Guardia de la Ciudad. También podría…”

Había dejado amontonadas las pertenencias del viejo al pie de un roble. El monedero de tela contenía tres piezas de plata, diecinueve peniques de cobre y un granate mellado. La mayor parte de las riquezas terrenales del viejo había sido gastada en caballos y armas, como era la norma entre caballeros errantes. Ahora Dunk era dueño de varias cosas: una cota de malla a la que había quitado mil veces la herrumbre, un morrión de hierro con barra nasal ancha y una muesca en la sien izquierda, un cincho de cuero agrietado, una espada larga con funda de madera y cuero, una daga, una navaja de afeitar, una piedra de afilar, grebas, gola, una lanza de seis codos —de fresno, con punta de duro hierro— y un escudo de roble con ribete mellado de metal y las armas de Arlan del Árbol de la Moneda: un cáliz con alas, plata sobre marrón.

Contempló el escudo y levantó el cinturón. Después volvió a mirar el escudo. El cincho se había confeccionado para las caderas estrechas del viejo y a Dunk le quedaba tan pequeño como la cota. Ató la funda a una cuerda de cáñamo, se la pasó por la cintura y desenvainó la espada.

La hoja era recta, muy pesada: buen acero forjado en el castillo. La guarnición era de cuero blando sobre madera y el pomo una piedra negra pulida. Era una espada sencilla, pero que se amoldaba bien a la mano. Dunk conocía su filo por haberlo aguzado muchas noches con piedra de afilar y hule, antes de acostarse. “La empuño con la misma facilidad que él”, rumió, “y en Vado Ceniza se celebra un torneo”.

El trote de Paso Quedo era más ágil que el del viejo Castaño. Aun así, cuando divisó la posada, una estructura alta de madera y adobe, Dunk ya estaba cansado y dolorido. La cálida luz amarilla que se derramaba por las ventanas era tan acogedora que fue incapaz de pasar de largo. “Tengo tres monedas de plata”, se dijo. “Bastante para una buena cena y toda la cerveza que me venga en gana.”

Mientras desmontaba vio llegar del río a un niño desnudo que empezó a secarse con una capa marrón de tela basta.

—¿Eres el mozo de cuadra? —preguntó Dunk. Enclenque, paliducho y con barro hasta los tobillos, el chico no aparentaba más de ocho o nueve años. Lo más raro era que no tenía pelo—. Me gustaría que me cepillen el palafrén y les pongan avena a los tres. ¿Te encargas tú?

El niño miró a Dunk con descaro.

—Sólo si quiero.

Dunk frunció el entrecejo.

—No me hables así, que soy un caballero. No me obligues a demostrártelo.

—No lo pareces.

—¿Son todos iguales?

—No, pero tú no lo pareces. Llevas una cuerda por cinturón.

—Lo importante es que la funda aguante. Vamos, llévate los caballos. Si me los cuidas bien te daré una moneda de cobre, y si no un golpe en la oreja.

Dio media vuelta, sin importarle la reacción del mozo, y abrió la puerta con un hombro.

Lo previsible a aquella hora era encontrar la posada llena, pero en el comedor casi no había nadie. En una de las mesas roncaba un joven señor con buen manto de damasco, sobre un charco de vino. Por lo demás, ni un alma. Dunk miró la sala sin saber qué hacer hasta que salió de la cocina una mujer baja, rechoncha y de tez blanca.

—Siéntese donde guste —le dijo—. ¿Qué le sirvo, cerveza o comida?

—Las dos cosas.

Escogió una silla al lado de la ventana, lejos del joven dormido.

—Hay cordero asado con hierbas, que está muy rico, y mi hijo cazó unos cuantos patos. ¿Qué se le antoja?

Hacía más de medio año que Dunk no comía en una posada.

—Las dos cosas.

Ella rio.

—Espacio no le falta —llenó una jarra de cerveza y la llevó a la mesa de su nuevo cliente—. ¿También quiere una habitación?

—No —Dunk soñaba con dormir bajo techo, en un blando colchón de paja, pero había que administrar las monedas con prudencia. Se conformaría con el suelo—. En cuanto tenga comida y cerveza en el estómago seguiré el viaje hacia Vado Ceniza. ¿Cuánto falta?

—A caballo, un día. Cuando llegue al molino quemado y vea que el camino se bifurca, vaya hacia el norte. ¿Y sus caballos? ¿Se los cuida mi niño o volvió a escaparse?

—No, ya me los cuida —dijo Dunk—. Veo poca clientela.

—Medio pueblo se fue a ver el torneo. Los míos también querían, pero se los prohibí. Cuando muera les dejaré la posada, pero el niño prefiere estar de vago con la soldadesca, y la niña… Cada vez que mira pasar a un caballero sólo ríe como tonta y suspira. ¡Le juro que no entiendo! Son como los demás hombres, y no sé de ninguna justa que haya cambiado el precio de los huevos —lanzó a Dunk una mirada curiosa; la espada y el escudo eran indicio de algo que al mismo tiempo desmentían el cinturón de cuerda y la túnica de tela basta—. ¿También va al torneo?

Antes de contestar, Dunk tomó un trago de cerveza. Era de color tostado, algo pastosa al paladar, tal como le gustaba.

—Sí —dijo—. Quiero ser paladín.

—¿De veras? —preguntó la posadera con educación.

Al fondo, el joven señor levantó la cabeza del charco de vino. Tenía el pelo enmarañado, la cara con mal color y la incipiente barba más rubia que el cabello. Después de pasarse la mano por la boca, miró a Dunk.

—Acabo de soñar con usted —dijo y lo señaló con una mano temblorosa—. No se acerque a mí, ¿eh? Manténgase bien lejos.

Dunk lo miró con semblante perplejo.

—¿Mi señor?

La posadera se agachó para decirle algo.

—No le haga caso. Se pasa el día bebiendo y hablando de sus sueños. Voy por la comida.

Y se alejó.

—¿Comida? —el joven señor pronunció la palabra como si le diera asco; después se levantó con dificultad, con una mano apoyada en la mesa—. Estoy a punto de vomitar —declaró; tenía la parte delantera de la túnica cubierta de manchas viejas de vino—.Quería una puta, pero no queda ninguna. Todas se fueron a Vado Ceniza. Que los dioses me asistan. Necesito vino.

Salió del comedor con pasos vacilantes. Dunk lo oyó subir por la escalera con una canción en los labios.

“Qué triste espectáculo”, pensó. “Pero ¿por qué creyó reconocerme?”, meditó entre tragos de cerveza.

El cordero era de los mejores que había probado, pero el pato lo superaba, cocinado con cerezas, limón y menos grasa de lo habitual. La posadera trajo chícharos con mantequilla y un pan de avena aún caliente. “Ser caballero es esto”, se dijo Dunk, chupando los huesos con ahínco: “Buena comida, cerveza a pedir de boca y nadie que te lance coscorrones”. Pidió tres jarras más: una para el resto de la cena, otra para digerir y la cuarta porque nadie se lo impedía. Cuando estuvo satisfecho pagó una moneda de plata a la posadera y aún recibió un puñado de las de cobre.

Al salir de la posada descubrió que era de noche. Tenía la barriga llena y el monedero un poco más liviano, aunque se dirigió al establo con una sensación de bienestar. Escuchó un relincho.

—Tranquilo —dijo una voz de niño.

Dunk apretó el paso con el entrecejo fruncido.

Encontró al mozo a lomos de Trueno, con la armadura del viejo puesta. La cota de malla le llegaba por debajo de los pies y había tenido que inclinar el yelmo hacia atrás para que no le tapara los ojos. Estaba muy concentrado. Y muy ridículo. Dunk se quedó riendo a la puerta del establo.

El niño levantó la cabeza, se ruborizó y saltó a tierra.

—¡Ser, yo no quería…!

—Ladrón —dijo Dunk, intentando poner voz seria—. Quítate la armadura y da gracias de que Trueno no te haya pegado una coz en esa cabeza de chorlito. Es un caballo de batalla, no un poni para niños.

El mozo se quitó el yelmo y lo tiró por la paja.

—Yo sabría montarlo tan bien como tú —dijo en el colmo del atrevimiento.

—Cierra la boca, que no quiero insolencias. Y quítate también la cota de malla. ¿Qué te proponías?

—¿Cómo quieres que lo diga con la boca cerrada?

El niño se quitó la cota con cierta dificultad y la dejó caer.

—Ábrela, pero sólo para contestar —dijo Dunk—. Ahora recoge la cota, quítale el polvo y devuélvela al lugar de donde la tomaste. Lo mismo para el morrión. ¿Cumpliste mis instrucciones? ¿Les diste de comer a los caballos y cepillaste a Paso Quedo?

—Sí —contestó el muchacho, sacudiendo la cota para desprender la paja—. Te diriges a Vado Ceniza, ¿verdad? Llévame contigo.

Ya se lo había advertido la posadera.

—¿Y qué diría tu madre?

—¿Mi madre? —el niño arrugó la cara—. Nada, porque está muerta.

Dunk se sorprendió. ¿Entonces no era hijo de la posadera? Quizá lo tuviera como aprendiz. La cerveza le había enturbiado un poco el entendimiento.

—¿Eres huérfano? —preguntó.

—¿Y tú? —replicó el niño.

—Lo fui —reconoció Dunk.

“Hasta que el viejo me tomó a su cargo.”

—Si me llevas contigo sería tu escudero.

—No me hace falta.

—Todos los caballeros necesitan escuderos —dijo el niño—, y tú tienes aspecto de necesitarlo más que ninguno.

Dunk levantó la mano en actitud amenazadora.

—Y tú, de necesitar un buen golpe en la oreja. Lléname un saco de avena. Salgo para Vado Ceniza… yo solo.

El niño disimulaba bien su miedo, si es que lo tenía. Permaneció unos instantes con los brazos cruzados y encarándolo, pero justo cuando Dunk estaba a punto de dejarlo por necio, dio media vuelta y salió en busca de la avena.

Para Dunk resultó un alivio. “Lástima”, pensó, “pero aquí en la posada vive bien, mejor que sirviendo a un caballero errante. No le haría ningún favor si me lo llevo”. Aun así permaneció sensible a la desilusión del niño. Al montar en Paso Quedo y tomar la rienda de Trueno, pensó que tal vez un penique lo alegraría.

—Ten, muchacho, por tu ayuda.

Le tiró la moneda con una sonrisa, pero el mozo no hizo el ademán de recogerla. Cayó al suelo entre sus pies descalzos y ahí se quedó.

“En cuanto me marche la tomará”, se dijo Dunk. Hizo dar media vuelta al palafrén y se alejó de la posada, seguido por los otros dos caballos. La luna iluminaba los árboles y el cielo despejado relucía de estrellas. Al avanzar por el camino Dunk sintió a sus espaldas la mirada del niño, hosco y silencioso.

Mientras se extendían las sombras vespertinas, Dunk tiró de las riendas al borde del gran prado de Vado Ceniza. Ya había sesenta pabellones: pequeños, grandes, de lona, de lino, de seda… Si en algo coincidían era en sus colores vivos y en los largos estandartes sujetos al poste central, que ofrecían un espectáculo cromático superior al de un prado de flores silvestres: rojos intensos, amarillos luminosos, matices infinitos de verde y azul, negros, grises, morados…

Algunos de los caballeros habían sido compañeros del viejo. A otros Dunk los conocía por historias que se contaban en los mesones y alrededor de las hogueras. Nunca había aprendido la magia de la lectura y la escritura, pero el viejo había puesto todo de su parte para inculcarle nociones de heráldica en forma de largos sermones cuando iban a caballo. Los ruiseñores pertenecían a lord Caron de las Marcas, tan buen arpista como justador. El ciervo coronado identificaba a ser Lyonel Baratheon, la Tormenta que Ríe. Dunk reconoció el cazador de los Tarly, el relámpago morado de la casa de Dondarrion y la manzana roja de los Fossoway. El león de Lannister rugía en oro sobre gules y la tortuga marina de los Estermont nadaba, verde oscuro, en campo de sinople. La tienda marrón sobre la que ondeaba un caballo rojo sólo podía alojar a ser Otho Bracken, merecedor del apodo de Bestia de Bracken por haber matado a lord Quentyn Blackwood tres años atrás, durante un torneo en Desembarco del Rey. Se decía que el golpe de ser Otho con el hacha roma había sido tan fuerte, que había hundido la visera del yelmo de lord Blackwood y le había destrozado la cabeza. Dunk también vio algunos estandartes de los Blackwood. Estaban en el límite occidental del prado, lo más lejos posible de ser Otho. Marbrand, Mallister, Cargyll, Westerling, Swann, Mullendore, Hightower, Florent, Frey, Penrose, Stokeworth, Darry, Parren, Wylde… Parecía que todas las casas nobles del norte y el sur hubieran enviado a Vado Ceniza a uno o más caballeros para ver a la bella dama y justar en su honor.

Por gratos que aquellos pabellones fueran a la vista, Dunk era consciente de que no estaban destinados a él. Pasaría la noche con el único abrigo de una capa raída de lana. Los grandes del reino y los caballeros cenarían capones y lechones, mientras que él se conformaría con un tasajo de buey correoso. Bien sabía que el hecho de acampar en aquel prado multicolor lo sometería a mudos desdenes y burlas abiertas. Quizá unos pocos lo trataran con consideración, pero en cierto modo eso era peor.

Para un caballero errante el orgullo era una cuestión capital, pues sin él valía tan poco como un mercenario. “Debo ganarme un puesto entre esta gente. Si combato bien es posible que algún señor me tome a su servicio; entonces cabalgaré en noble compañía, cenaré a diario carne fresca en una sala del castillo y plantaré mi propia tienda en los torneos. Lo primero, sin embargo, es destacar.” No tuvo más remedio que dar la espalda al campo de justas y volver al bosque con sus caballos.

Por los alrededores del prado, a unos mil pasos de la ciudad y el castillo, encontró el recodo de un riachuelo donde el agua era profunda. Estaba bordeado de un juncar muy poblado, a la sombra de un olmo de gran copa. Ningún estandarte era más verde que aquella hierba primaveral, mullida al tacto. El lugar era hermoso y aún no había sido reclamado por nadie. “Será mi pabellón”, se dijo Dunk, “un pabellón con techo de hojas y más verde que los estandartes de los Tyrell y los Estermont”.

Lo primero eran los caballos. Una vez atendidas sus necesidades, Dunk se desnudó y se metió en el agua para quitarse el polvo del camino. “Cualquier caballero que se precie debe ser tan limpio como pío”, solía decir el viejo, que insistía en que se bañaran de pies a cabeza cada cambio de luna, tanto si olían mal como si no. Dunk juró hacerlo porque ya era caballero.

Se sentó desnudo al pie del olmo para secarse y disfrutar de la calidez primaveral que le acariciaba la piel. Contempló el vuelo perezoso de una libélula por los juncos. “¿Por qué las llamarán dragones?”,* se preguntó. “No se parecen en nada.” No es que Dunk hubiera visto algún dragón, pero el viejo sí. Dunk lo había oído contar cincuenta veces la misma historia, aquélla de cuando era niño y su padre lo había acompañado a Desembarco del Rey, donde vieron al último dragón, un año antes de que muriera. Era una hembra de color verde, pequeña y debilitada, con las alas atrofiadas. Todos sus huevos se habían echado a perder. “Hay gente que dice que la envenenó el rey Aegon”, contaba el viejo. “Deben de referirse al tercero, no el padre del rey Daeron, sino aquel al que llamaban Veneno de Dragón o Aegon el Funesto. Vio al dragón de su tío devorar a su propia madre y les tenía mucho miedo. Desde la muerte del último dragón los veranos se han acortado y los inviernos son más largos y crueles.”

Cuando el sol se ocultó en las copas de los árboles empezó a refrescar y llegó un momento en que a Dunk se le puso la piel de gallina. Sacudió la túnica y los pantalones contra el tronco del olmo para desempolvarlos lo mejor posible y volvió a ponérselos. La inscripción en el torneo, previa búsqueda del maestro de justas, podía esperar a la mañana siguiente. Sus esperanzas de participar dependían de que aprovechara la noche en otros menesteres.

No le hizo falta ver su reflejo en el agua para saber que no ofrecía un aspecto demasiado caballeresco. Se echó pues el escudo de ser Arlan a la espalda, a fin de dejar el emblema a la vista. Después maneó los caballos y dejó que pacieran bajo el olmo, mientras él caminaba hacia el escenario de las justas.

Como era costumbre, el prado surtía de tierras comunales a los habitantes de la villa de Vado Ceniza, situada en la otra orilla del río. El torneo la había transformado. De la noche a la mañana había surgido otra población, no de piedra, sino de seda, mayor que su hermana y más hermosa. Al borde del prado habían plantado sus puestos decenas de comerciantes que vendían toda clase de artículos: fieltro, fruta, cinturones, zapatos, pieles, piedras preciosas, halcones, objetos de metal, especias, plumas… Entre el público circulaban juglares, titiriteros y magos. También putas y ladrones, que aprovechaban para ejercer su profesión. Dunk vigilaba sus monedas.

A su nariz llegó el olor de las salchichas, que al freírse desprendían un humo espeso, y se le hizo agua la boca. Se gastó una moneda de cobre en una salchicha y un cuerno de cerveza. Mientras comía, presenció la lucha entre un caballero de madera pintada y un dragón del mismo material. No menos pintoresca resultaba la persona que movía los hilos del dragón, una joven alta, con la piel oscura y el cabello negro típicos de Dorne. Era delgada como una lanza, apenas con pecho, aunque a Dunk le gustó su cara y el movimiento de dedos con que hacía caracolear el dragón al otro extremo de los hilos. Si le hubiera sobrado una moneda se la habría arrojado, pero no era el caso.

Sus esperanzas de encontrar vendedores de armas y armaduras quedaron confirmadas. Vio a un tyroshi con barba azul en doble punta que ofrecía yelmos profusamente adornados, piezas prodigiosas de oro y plata con formas de pájaros y otros animales. También encontró a un espadero que pregonaba hojas de acero a bajo precio, y a otro que las comercializaba mucho más finas, pero Dunk ya tenía espada.

El hombre al que buscaba estaba al final de una hilera de puestos, sentado a una mesa en la que descansaban una cota de malla de excelente factura y un par de guanteletes que Dunk inspeccionó con detenimiento.

—Eres un buen artesano —dijo.

—El mejor.

El armero en cuestión superaba a duras penas los siete palmos. Empero, tenía el torso igual de ancho que Dunk, además de una barba negra, manos enormes y ni el menor asomo de humildad.

—Necesito una armadura para el torneo. Una buena cota de malla, gola, grebas y yelmo completo.

El morrión del viejo era de su talla, pero Dunk deseaba protegerse la cara con algo más que una simple barra nasal.

El armero lo miró de arriba abajo.

—Eres alto, pero he hecho armaduras para otros que lo eran todavía más —salió de detrás de la mesa—. Arrodíllate y te mediré los hombros, y ese cuello que parece un tronco de árbol —Dunk obedeció. El armero le pasó por los hombros una cinta de cuero con nudos, gruñó, usó la misma cinta para el cuello y volvió a gruñir—. Levanta el brazo. No, el derecho —gruñó por tercera vez—. Ya puedes levantarte —la parte interior de una pierna, el grosor de la pantorrilla y el tamaño de la cintura suscitaron nuevos gruñidos—. Es posible que te convengan algunas piezas que llevo en el carro —dijo al acabar—. Sin adornos, ¿eh? Ni oro ni plata. Sólo acero, sencillo pero del bueno. Yo hago yelmos que parecen yelmos, no cerdos alados ni frutas exóticas. Ahora bien, si recibes un lanzazo en la cara te serán de mayor utilidad los míos.

—No pido más —dijo Dunk—. ¿Cuánto pides?

—Ochocientas monedas, y te estoy haciendo un favor.

¡Ochocientas! Era más de lo esperado.

—Hum… Podría darte una armadura usada, hecha para un hombre más bajo… Un morrión, una cota de malla…

—Pate sólo vende lo que fabrica él mismo —declaró el armero —, aunque el metal podría aprovecharse. Si no está demasiado oxidado, me lo quedo y te armo por seiscientas.

Dunk tenía la posibilidad de rogar a Pate que le fiara, pero no se hacía ilusiones de la respuesta. Había pasado bastante tiempo en compañía del viejo para saber que los comerciantes recelaban sobremanera de los caballeros errantes, algunos de los cuales eran poco menos que ladrones.

—Te doy dos monedas de plata y mañana traigo la armadura y las que faltan.

El armero lo miró con atención.

—Con dos monedas te doy un día de plazo. Si no lo cumples, venderé la armadura a otra persona.

Dunk sacó las monedas de la bolsa y las depositó en la mano encallecida del mercader.

—Las tendrás todas. Vine al torneo para ser un paladín.

—Claro —Pate mordió una de las monedas—. Y supongo que los demás sólo vinieron a apoyarte.

Cuando emprendió el camino de regreso al olmo, la luna ya estaba muy por encima del horizonte. A sus espaldas, el prado de Vado Ceniza aparecía salpicado de antorchas. Se oían cantos y risas, pero Dunk no estaba de humor para festejos. Sólo se le ocurría una manera de conseguir el dinero para la armadura. Y si lo derrotaban…

—Sólo necesito una victoria —musitó—. ¡Tampoco es tanto!

Poco o mucho, el viejo jamás lo habría deseado. Ser Arlan no había participado en ninguna justa desde la de Bastión de Tormentas, donde había sido arrojado de su montura por el príncipe de Rocadragón, y de eso hacía ya muchos años. “Pocos hombres pueden presumir de haber quebrado siete lanzas contra el mejor caballero de los Siete Reinos”, decía. “¿Para qué insistir si jamás obtendría mayor gloria?”

Dunk había sospechado que el retiro del viejo guardaba más relación con su edad que con el príncipe de Rocadragón, pero nunca se había atrevido a decirlo. El viejo había conservado su orgullo hasta el final. “Soy rápido y fuerte”, pensó Dunk, obstinado. “Él mismo me lo decía. Que él no pudiera no significa que no pueda yo.”

Caminaba entre matojos, barruntando sus posibilidades de victoria, cuando entrevió una hoguera a través de la vegetación. ¿Qué sería? Desenvainó la espada sin pensárselo dos veces y avanzó por la hierba.

Emergió de allí profiriendo palabras malsonantes, pero frenó en seco al ver junto a la hoguera al niño de la posada.

—¿Tú? —bajó la espada—. ¿Qué haces aquí?

—Pescado a la brasa —dijo el crío, siempre lenguaraz—. ¿Se te antoja?

—Lo que te pregunto es cómo llegaste aquí. ¿Robaste un caballo?

—Subido al carro de un hombre que llevaba corderos al castillo para la despensa del señor de Vado Ceniza.

—Pues ve averiguando si sigue por aquí o búscate otro carro, porque yo no te quiero.

—No puedes obligarme —dijo el niño con impertinencia—. Ya estoy harto de la posada.

—Basta de insolencias —advirtió Dunk—. Lo que debería hacer es echarte a lomos de mi caballo y devolverte a casa ahora mismo.

—Te perderías el torneo —dijo el niño —, porque soy de Desembarco del Rey.

“Desembarco del Rey.” Dunk sospechó que le tomaba el pelo, pero aquel muchacho no podía saber que él también era nativo de la misma ciudad. “Seguro que es otro pobre diablo del Lecho de Pulgas. No me extraña nada que quisiera marcharse.”

Se sintió ridículo con la espada en la mano, delante de un huérfano de ocho años. La envainó con mala cara, para que el niño se diera cuenta de que no toleraría más desplantes. Pensó que debería propinarle unos azotes, pero le daba demasiada lástima. Echó un vistazo alrededor. La hoguera ardía con fuerza en su círculo de piedras. Los caballos habían sido cepillados y la ropa puesta a secar en el olmo, por encima del fuego.

—¿Qué hace mi ropa colgando?

—La lavé —contestó el niño—. También limpié los caballos, encendí el fuego y pesqué esto. Quería montar la tienda, pero no la encontré.

—Éste es mi pabellón.

Dunk levantó el brazo para señalar las ramas que los cubrían.

—Eso es un árbol —dijo el niño, impasible.

—A un caballero de verdad no le hace falta otro pabellón. Preferiría dormir con las estrellas como techo que en una tienda llena de humo.

—¿Y si llueve?

—Me protegerá el árbol.

—Traspasa.

Dunk rio.

—Es verdad. Te seré sincero: no tengo con qué pagar un pabellón. Y ya que estamos en esto, te aconsejo que gires el pescado o se chamuscará de un lado y quedará crudo del otro. No sirves para pinche.

—Si quisiera sí —dijo el niño.

Aun así giró el pescado.

—¿Qué pasó con tu pelo? —preguntó Dunk.

—Me lo raparon los maestres.

El niño se puso la capucha de su capa marrón, como si de repente se avergonzara.

Dunk había oído contar que era un remedio contra los piojos o determinadas enfermedades.

—¿Estás enfermo?

—No —dijo el niño—. ¿Cómo te llamas?

—Dunk.

El pobre muchacho se rio a carcajadas, como si fuera lo más divertido que hubiera oído en su vida.

—¿Dunk? —repitió—. ¿Ser Dunk? No es un nombre de caballero. ¿Es una abreviación de Duncan?

¿Una abreviación? Dunk no recordaba haber sido llamado de otra manera por el viejo ni guardaba demasiados recuerdos de su vida anterior.

—Sí —contestó—. Ser Duncan de… —No tenía apellido ni linaje. Ser Arlan lo había encontrado viviendo por los lupanares y callejones del Lecho de Pulgas, como un simple vago que no conocía a sus padres. ¿Qué contestar? “Ser Duncan del Lecho de Pulgas” no sonaba muy caballeresco. Podía ponerse del Árbol de la Moneda, pero ¿y si le preguntaban dónde quedaba eso? Dunk nunca había estado en Árbol de la Moneda ni sabía mucho de la población por boca del viejo. Frunció el entrecejo, guardó silencio y acabó por añadir—: Ser Duncan el Alto.

Lo de alto era indiscutible y sonaba imponente.

El renacuajo no dio muestras de compartir su opinión.

—Es la primera vez que oigo el nombre de ser Duncan el Alto.

—¿O sea que conoces a todos los caballeros de los Siete Reinos?

El niño lo miró con descaro.

—A los buenos sí.

—Yo no estoy por debajo de nadie. Al final del torneo quedarán convencidos. ¿Y tú, ladrón? ¿Te llamas de alguna manera?

El niño titubeó.

—Egg** —dijo al fin.

Dunk evitó reírse. “Es verdad que tiene una cabeza que parece un huevo. Los niños pequeños pueden ser muy crueles, igual que las personas mayores.”

—Egg —dijo—, debería darte una buena paliza y despacharte, pero la verdad es que no tengo pabellón ni escudero. Si juras cumplir mis órdenes te permitiré servirme lo que dure el torneo. Después veremos. Si decido que me convienen tus servicios, irás vestido y comido. Puede que la ropa que te dé sea muy tosca y la comida, tasajos de carne y pescado con alguna que otra pieza de caza cuando no haya guardias forestales rondando, pero hambre no pasarás. Además, prometo no pegarte si no te lo mereces.

Egg sonrió.

—Sí, mi señor.

—Ser —lo corrigió Dunk—. Sólo soy un caballero errante.

Se preguntó si el viejo lo estaría viendo desde las alturas. “Le enseñaré las artes de la batalla, ser, las que tú me enseñaste a mí. Parece que tiene madera y no se debe descartar que llegue a caballero.”

El pescado, cuando lo comieron, resultó un poco crudo por dentro y el mozo no había quitado todas las espinas, pero no dejaba de ser una exquisitez en comparación con la dureza del tasajo de buey.

Egg no tardó en caer dormido junto a las brasas. Dunk se tendió de espaldas, a poca distancia, con las manos en la nuca, contemplando el firmamento estrellado. A sus oídos llegaba la música del prado, a unos mil pasos de distancia. Las estrellas se contaban por millares. Vio caer una, trazando un rastro verde que brilló y desapareció.

“Las estrellas fugaces dan suerte al que las ve”, pensó, “pero a estas horas los demás caballeros se encuentran en sus pabellones, viendo seda en lugar de cielo. La suerte, por lo tanto, es toda mía”.

En la mañana lo despertó el canto de un gallo. Egg seguía acurrucado debajo de la peor de las dos mantas del viejo. “No aprovechó la noche para escapar. Por algo se empieza.”

Lo sacudió con el pie.

—Arriba, que hay trabajo —el niño se levantó con rapidez, frotándose los ojos—. Ayúdame a ensillar a Paso Quedo.

—¿Y el desayuno?

—Hay tasajo de buey, pero será para después.

—Preferiría comerme el caballo —dijo Egg—. Ser.

—Si no obedeces te comerás mi puño. Ve a buscar los cepillos. Están en la alforja. Ésa, sí.

Cepillaron juntos la gualdrapa del palafrén, le echaron al lomo la mejor silla de ser Arlan y ataron las correas. Dunk comprobó que, cuando Egg se concentraba, era buen trabajador.

—Calculo que estaré fuera todo el día —le dijo después de montar—. Tú quédate, arregla el campamento y cerciórate de que no merodee ningún otro ladrón.

—¿Me puedes dejar una espada para ahuyentarlos? —preguntó Egg.

Dunk reparó en que tenía los ojos azules y muy oscuros, casi violetas. Su calvicie hacía que parecieran enormes.

—No —contestó—. Bastará con un cuchillo. Y más vale que te encuentre aquí a mi regreso, ¿eh? Como me robes y huyas juro que te perseguiré. Con perros.

—No tienes —señaló Egg.

—Ya los conseguiré —dijo Dunk—. Sólo para ti.

Dirigió a Paso Quedo hacia el prado y salió al trote, confiado en que la amenaza persuadiera al muchacho. A excepción de la ropa que llevaba, la armadura de la alforja y el caballo que montaba, dejaba el resto de sus pertenencias en el campamento. “Fue una sandez fiarme tanto del niño”, pensó, “pero el viejo hizo lo mismo por mí. Debió de enviarlo la Madre para darme la oportunidad de saldar mi deuda.”

Al cruzar el prado oyó martillazos a la orilla del río. Eran carpinteros que montaban barreras y una tribuna de considerable altura. También se erigían nuevos pabellones, mientras los caballeros que ya estaban aposentados descansaban de la juerga nocturna o desayunaban. Dunk olió a humo y tocino.

Al norte del prado corría la Ría de los Mejillones, afluente del caudaloso Mander. La ciudad y el castillo estaban al otro lado del vado, de escasa profundidad. Durante sus viajes con el viejo, Dunk había visto varias villas de mercado. Vado Ceniza se contaba entre las más bellas. Las casas encaladas, con techumbre de paja, presentaban un aspecto acogedor. De pequeño siempre había tenido curiosidad por saber cómo se vivía en aquellos lugares: dormir siempre bajo techo, despertarse cada mañana entre los mismos muros… “Es posible que no tarde en descubrirlo. Y Egg también.” ¿Por qué no? Cosas más raras se veían a diario.

El castillo de Vado Ceniza era una construcción de piedra de forma triangular, dotada de torres redondas de cuarenta varas de altura en cada ángulo y un grueso recinto amurallado que las unía. En sus almenas había estandartes anaranjados con el blasón de su señor: un sol y un cheurón blancos. Varios alabarderos con librea anaranjada y blanca guardaban las puertas del castillo; observaban a la gente y parecían menos ocupados en mantenerla a distancia del portón que en cruzar bromas con alguna lechera de buen ver. Dunk tiró de las riendas delante del individuo bajo y con barba al que tomó por el capitán y preguntó por el maestro de justas.

—Al que buscas es a Plummer, el mayordomo. Sígueme.

Una vez en el patio de armas dejó a Paso Quedo en manos de un mozo de cuadra, se echó al hombro el escudo mellado de ser Arlan y siguió al capitán de la guardia desde el establo hasta una pequeña torre cobijada en un ángulo de la muralla. Los escalones que llevaban al camino de ronda eran muy empinados.

—¿Vienes a inscribir a tu señor para el torneo? —preguntó el capitán durante el ascenso.

—No, quiero inscribirme yo.

—¿De veras? —le pareció ver una sonrisa burlona en el rostro del capitán, pero no estaba seguro—. Es aquella puerta. Yo vuelvo a mi puesto.

Dunk abrió la puerta y encontró al mayordomo sentado a una mesa de caballete, escribiendo a pluma en un pergamino. Tenía el pelo blanco, con entradas, y una expresión muy seria.

—¿Sí? —dijo al levantar la cabeza—. ¿Qué quieres?

Dunk cerró la puerta.

—¿Eres Plummer, el mayordomo? Vengo por el torneo, a apuntarme en la lista.

Plummer apretó los labios.

—El torneo de mi señor está reservado a los caballeros. ¿Tú eres uno?

Dunk asintió con la cabeza, preguntándose si se le habrían puesto rojas las orejas.

—¿Y por ventura tienes nombre?

—Dunk —¿cómo se le ocurría?—. Ser Duncan. El Alto.

—¿Y de dónde vienes, ser Duncan el Alto?

—De todas partes. He sido escudero de ser Arlan del Árbol de la Moneda desde los cinco o seis años. Éste es su escudo —lo enseñó al mayordomo—. Veníamos al torneo, pero se resfrió y murió. Antes del último suspiro me armó caballero con su propia espada.

Dunk desenvainó el arma y la dejó sobre la castigada mesa de madera. El maestro de justas apenas la miró.

—No cabe duda de que es una espada, aunque debo decir que desconocía al tal Arlan del Árbol de la Moneda. ¿Eras pues su escudero?

—Siempre dijo que se proponía verme armado caballero. Antes de morir pidió su espada e hizo que me arrodillara. Después me tocó una vez en el hombro derecho, otra en el izquierdo y pronunció unas palabras. Cuando me levanté dijo que ya era caballero.

—Hum —el tal Plummer se rascó la nariz—. Es cierto que cualquier caballero tiene derecho a armar a otro, si bien lo habitual, antes de hacer los votos, es someterse a una vigilia y ser ungido por un septón. ¿Hubo algún testigo en la ceremonia?

—Sólo un zorzal en un espino. Lo oí cantar mientras mi viejo señor pronunciaba las palabras. Me exhortó a ser buen caballero, obedecer a los siete dioses, defender a los inocentes y los desvalidos, servir a mi señor con lealtad y defender el reino con todas mis fuerzas. Yo juré hacerlo.

—Estoy seguro de ello —sin poder evitarlo, Dunk se fijó en que Plummer no se dignaba llamarlo “ser”—. Tendré que consultarlo con lord Ashford. ¿Hay entre los presentes algún caballero de renombre que sea capaz de identificarte a ti o a tu difunto señor?

Dunk reflexionó.

—Creo haber visto un pabellón con el estandarte de la casa Dondarrion. Negro, con un relámpago amarillo.

—Sólo puede ser el de ser Manfred, miembro de la casa a la que te refieres.

—Hace tres años ser Arlan sirvió a su padre en Dorne. Es posible que ser Manfred me recuerde.

—Yo te aconsejaría que hablaras con él. Si responde por ti, tráelo mañana a la misma hora.

—Así lo haré, mi señor.

Dunk dio un paso hacia la puerta.

—Ser Duncan —lo llamó el mayordomo.

Dunk dio media vuelta.

—¿Estás consciente de que salir derrotado de un torneo significa entregar las armas, la armadura y el caballo al vencedor y pagar por su rescate?

—Sí, lo sé.

—¿Posees la suma necesaria para el rescate en cuestión?

Esta vez se sintió seguro de que tenía las orejas rojas.

—No la necesitaré —dijo, rezando por que fuera cierto.

“Sólo necesito una victoria. Si venzo en mi primera justa, tendré la armadura y el caballo del perdedor, o sus monedas, y podré superar una derrota.”

Bajó con lentitud por los escalones, reacio a dar el siguiente paso. Al llegar al patio interpeló a uno de los mozos de cuadra.

—Tengo que hablar con el caballerizo de lord Ashford.

—Ahora mismo le aviso.

El establo era frío y oscuro. Pasó al lado de un caballo gris, que se le encabritó. En cambio, Paso Quedo relinchó con suavidad y tocó con el morro la mano que le acercaba Dunk.

—Tú sí que eres buena —murmuró él.

El viejo siempre había dicho que a un caballero no le convenía encariñarse con ningún caballo, porque lo lógico era que se le murieran unos cuantos con la silla puesta, pero él había sido el primero en no seguir su propio consejo. Más de una vez Dunk lo había visto gastarse la última moneda de cobre en una manzana para el viejo Castaño o un poco de avena para Paso Quedo y Trueno. Ser Arlan había usado el palafrén como caballo de viaje, cabalgando miles de kilómetros sobre su lomo a lo largo y ancho de los Siete Reinos. Dunk tuvo la sensación de traicionar a un viejo amigo, pero no tenía elección. Castaño era demasiado viejo para valer gran cosa y a Trueno lo necesitaba para las justas.

El caballerizo se apersonó con cierta demora. Durante la espera, Dunk oyó trompetas en la muralla y una voz en el patio. La curiosidad lo hizo llevar a Paso Quedo hasta la puerta del establo para averiguar qué ocurría. Estaba llegando al castillo una gran comitiva de caballeros y arqueros a caballo, cien hombres o más a lomos de unas monturas superiores a cuantas hubiera visto Dunk. “Ha venido un gran señor.” Tomó por el brazo a un mozo de cuadra que pasaba corriendo.

—¿Quiénes son?

El muchacho lo miró con extrañeza.

—¿No ves los estandartes?

Se zafó de Dunk y prosiguió su carrera.

“Los estandartes…” Justo cuando Dunk volvía la cabeza, una ráfaga de viento levantó del asta el negro pendón de seda y fue como si el fiero dragón de tres cabezas de la casa Targaryen desplegara las alas y respirara fuego. El abanderado era un caballero alto, con oro engastado en la armadura blanca. Llevaba una capa blanca inmaculada que flotaba al viento. De blanco iban también otros dos jinetes. “Caballeros de la Guardia Real, con el estandarte del monarca.” Nada hubo de extraño en que lord Ashford y sus hijos salieran corriendo por las puertas del castillo, como lo hizo también la hermosa doncella, una joven baja y rubia, de cara redonda y sonrosada. “A mí no me parece tan hermosa”, pensó Dunk. La titiritera era más guapa.

—Chico, suelta ese penco y cuídame al caballo.

Era la voz de un caballero que acababa de desmontar frente al establo. Dunk se dio cuenta de que se dirigía a él.

—No soy mozo de cuadra, mi señor.

—¿Por falta de seso?

El autor de la pregunta llevaba una capa negra con ribete de raso granate, pero las vestiduras de debajo eran una llameante sinfonía de rojos, amarillos y dorados. Era un joven delgado y derecho como hoja de daga, aunque de estatura mediana, y rondaba la edad de Dunk. Su rostro, enmarcado por bucles muy rubios, era altivo y de facciones perfectamente dibujadas: frente alta, pómulos marcados, nariz recta y piel clara, sin la menor irregularidad. Sus ojos eran de color violeta oscuro.

—Si te superan los caballos, tráeme vino y una moza bien guapa.

—Es que… Le pido perdón, mi señor, pero tampoco soy criado. Tengo el honor de ser caballero.

—La caballería ha caído muy bajo —dijo el joven.

Justo entonces acudió corriendo uno de los mozos de cuadra, y el príncipe dio la espalda a Dunk para entregarle las riendas de su palafrén zaino, un animal espléndido. Aliviado, Dunk volvió a meterse en el establo a la espera de que apareciera el caballerizo. Bastante incómodo se sentía ya entre los nobles y sus pabellones. Hablar con príncipes no era lo suyo.

¿Y qué otra cosa podía ser aquel bello mozalbete sino un príncipe? Los Targaryen llevaban la sangre de la perdida Valyria, allende los mares; su rubísimo cabello y sus ojos violáceos los diferenciaban de la gente normal. Dunk sabía que el príncipe Baelor era mayor, pero acaso aquel joven fuera uno de sus hijos: Valarr, llamado con frecuencia “el Príncipe Joven” para diferenciarlo de su padre o Matarys, “el Príncipe aún más Joven”, como en cierta ocasión lo había llamado el bufón del anciano lord Swann. También había príncipes de menor rango, primos de Valarr y de Matarys. El buen rey Daeron había engendrado a cuatro hijos mayores de edad, tres de los cuales tenían a su vez descendencia. En vida de su padre el linaje de los reyes dragón había estado a punto de extinguirse, pero se comentaba que Daeron II y sus hijos lo habían afianzado por los siglos de los siglos.

—¡Eh, tú! Mandaste llamarme, ¿no? —el caballerizo de lord Ashford era rojo de cara, y aún lo parecía más por el color anaranjado de la librea. Era, además, brusco en el hablar—. ¿Qué pasa? No tengo tiempo para…

—Quiero vender este palafrén —lo interrumpió Dunk para evitar que se marchara—. Es buena yegua, de paso seguro…

—Ya te dije que no tengo tiempo —el caballerizo apenas se fijó en Paso Quedo—. Mi señor no necesita ninguno. Llévalo a la ciudad y puede que Henly te dé un par de monedas de plata.

Ya daba media vuelta.

—Gracias, señor —dijo Dunk antes de que se alejara—. Dime, ¿ha venido el rey?

El caballerizo se rio.

—¡Ni lo quieran los dioses! Bastante tenemos con esta invasión de príncipes. ¿De dónde saco establos para todas sus bestias? ¿Y forraje?

Se marchó, lanzando órdenes a los mozos. Cuando Dunk salió del establo, lord Ashford había entrado con sus huéspedes en el salón, pero en el patio quedaban dos de los caballeros de la Guardia Real. Llevaban armadura y capa blancas, y hablaban con el capitán. Dunk se detuvo a su lado.

—Disculpe que me presente. Soy ser Duncan el Alto.

—Es un placer, ser Duncan —contestó el más corpulento—. Yo soy ser Roland Crakehall y éste es mi hermano de guardia, ser Donnel de Valle Oscuro.

Los siete paladines de la Guardia Real eran los guerreros más temibles de toda la faz de los Siete Reinos, con la posible excepción del mismísimo príncipe heredero, Baelor Rompelanzas.

—¿Viene a inscribirse en el torneo? —preguntó Dunk con inquietud.

—No sería decoroso que justáramos contra aquellos a los que hemos jurado proteger —contestó ser Donnel, pelirrojo y barbirrojo.

—El príncipe Valarr tiene el honor de ser uno de los paladines de lady Ashford —explicó ser Roland—, y dos de sus primos tienen la intención de participar. Los demás sólo venimos como espectadores.

Aliviado, Dunk agradeció a los caballeros blancos su amabilidad y salió a caballo por la puerta del castillo antes de que a otro príncipe se le ocurriera abordarlo. “Tres infantes”, pensó, mientras guiaba el palafrén por las calles de la ciudad de Vado Ceniza. Valarr era el hijo mayor del príncipe Baelor, segundo en la línea sucesoria del Trono de Hierro; Dunk, sin embargo, ignoraba hasta qué punto había heredado la mítica destreza de su padre con la lanza y la espada. De los otros príncipes Targaryen sabía todavía menos. “Si me veo en el trance de justar contra un príncipe, ¿cómo reaccionaré? ¿Se me permitirá retar a alguien de tan alta cuna?” Desconocía la respuesta. El viejo le había dicho varias veces que era más duro de entendimiento que traspasar el muro de un castillo, y así se sentía en aquel momento.

Antes de conocer las intenciones de Dunk, Henly alabó el aspecto de Paso Quedo. Cuando supo que quería venderla, todo fueron defectos. Ofreció trescientas monedas de plata. Dunk dijo necesitar tres mil. Después de muchos regateos y reniegos, cerraron un trato por setecientas cincuenta monedas de plata. Como se trataba de una cantidad más próxima al precio de partida de Henly que al suyo, Dunk pensó que salía perdiendo, pero su adversario en la puja no quiso subir ni una moneda más y al final no hubo más remedio que ceder. El estira y afloja se repitió cuando Dunk advirtió que la silla no iba incluida en el precio, en tanto que Henly insistía en lo contrario.

Al fin se pusieron de acuerdo. Henly fue a buscar las monedas, momento que Dunk aprovechó para acariciarle la crin a Paso Quedo y darle ánimos.

—Te prometo que, si gano, volveré a buscarte.

Tenía la seguridad de que para entonces los defectos del palafrén habrían desaparecido y el precio para volver a comprarlo doblaría el de venta.

El tratante le dio tres dineros de oro y el resto en plata. Dunk mordió una de las monedas de oro y sonrió. Era la primera vez que probaba y tocaba ese rubio metal. Aquellas monedas recibían el nombre de “dragones” por llevar acuñado en una cara el dragón de tres cabezas de la casa Targaryen. La otra ostentaba la efigie del monarca. Dos de las monedas que le entregó Henly llevaban la del rey Daeron, mientras que la tercera, más antigua, mostraba a otra persona. El nombre estaba impreso debajo del perfil, aunque Dunk no alcanzó a leerlo. Sin embargo, sí se dio cuenta de que le habían raspado oro por los cantos. Se lo indicó a Henly con indignación y el tratante, aunque reacio, compensó la falta de peso con unas cuantas monedas de plata y un puñado de piezas de cobre. Dunk le devolvió una parte de estas últimas y señaló a Paso Quedo con la cabeza.

—Para ella —dijo—. Haz que esta noche le den avena. Ah, y una manzana.

Con el escudo en el brazo y al hombro el saco de la armadura vieja, recorrió a pie las calles soleadas de Vado Ceniza. Con tantas monedas en la bolsa se sentía raro, entre eufórico y nervioso. El viejo nunca le había confiado más que alguna moneda muy de vez en cuando. La suma que llevaba era suficiente para un año. “¿Y qué haría después de gastarla? ¿Vender a Trueno?” Era un camino que llevaba a la mendicidad o el robo. “Esta oportunidad no se repetirá. Debo arriesgar el todo por el todo.”

Cuando salió del agua en la orilla opuesta del río de los Mejillones —la meridional—, la mañana tocaba a su fin y el prado volvía a ser un hervidero de gente. Los vendedores de vino y salchichas no se daban abasto. Había un hombre con un oso amaestrado que bailaba al son que le marcaba un bardo. Los juglares ejecutaban sus malabarismos y los titiriteros asestaban los últimos mandobles de una nueva batalla.

Dunk se detuvo a presenciar la muerte del dragón de madera. Cuando el caballero articulado le cortó la cabeza, de la que brotó aserrín rojo, rio a mandíbula batiente y arrojó dos monedas de cobre a la muchacha.

—¡Una es por la noche anterior! —dijo.

La joven las cogió al vuelo y sonrió a Dunk con una dulzura desconocida.

“¿Me sonríe a mí o a las monedas?” Dunk nunca había estado con mujeres y lo ponían nervioso. Tres años antes, con la bolsa llena en pago por medio año de servicio al invidente aristócrata lord Florent, el viejo le había dicho que era el momento de llevarlo a un burdel y convertirlo en hombre. Lo había anunciado en un momento de borrachera, y al serenarse ya no se acordaba. Por un lado Dunk era demasiado vergonzoso para recordárselo y, por otro, no estaba muy seguro de desear los favores de una puta. Ya que no podía aspirar a una doncella de alta cuna, como los caballeros de verdad, al menos quería a una que le tuviera más cariño a él que a su dinero.

—¿Quieres que nos tomemos un cuerno de cerveza? —preguntó a la titiritera, que metía aserrín en el dragón—. ¿O una salchicha? Anoche me comí una y estaba buena. Me parece que son de cerdo.

—Se lo agradezco, señor, pero tenemos otra función.

La chica se levantó para acercarse a la ruda y gruesa dorniense que manipulaba al caballero. Dunk se sintió estúpido, pero no dejó de apreciar la forma de correr de la muchacha. “Joven guapa y alta. ¡Para besar a ésta no me haría falta ponerme de rodillas!” Besar sí sabía. Se lo había enseñado un año antes la muchacha de una taberna de Lannisport, pero era tan baja que para llegar a los labios de Dunk había necesitado sentarse en la mesa. El recuerdo hizo que le ardieran las orejas. ¡Qué mentecato! Había que pensar en justas, no en besos.

Los carpinteros de lord Ashford encalaban las barreras de madera, altas hasta la cintura, que separarían a los justadores. Dunk se entretuvo en observarlos. Se trazarían cinco pasillos de norte a sur, para que el sol no diera en los ojos de ningún caballero. En el lado este se había erigido una tribuna de tres pisos con un toldo naranja para proteger a los nobles de la lluvia y el sol. La mayoría se sentaría en bancos, pero en el centro de la plataforma había cuatro sillas de respaldo alto para lord Ashford, la hermosa doncella y los príncipes visitantes.

En el margen oriental del prado había un poste con un escudo donde probaban sus lanzas diez o doce caballeros. Dunk vio llegar el turno de la Bestia de Bracken, seguido a su vez por lord Caron de las Marcas. “Los dos tienen mejor montura que yo”, pensó con inquietud.

Los demás justadores se repartían por el prado y se entrenaban a pie con espadas de madera, entre los comentarios soeces de los escuderos. Dunk observó el enfrentamiento entre un joven bajo y fornido y un musculoso caballero, cuya rapidez y agilidad parecían dignas de un gato montés. Ambos llevaban pintada en el escudo la manzana roja de los Fossoway, pero el del más joven no tardó en quedar hecho trizas.

—Esta manzana aún no está madura —dijo el mayor al hender el escudo de su contrincante.

En el momento de la rendición, el Fossoway de menor edad estaba amoratado y cubierto de sangre. El otro, al parecer fresco como una rosa, se levantó la visera, miró alrededor y reparó en Dunk.

—¡Tú! —dijo—. Sí, tú, el grandulón. El caballero del cáliz alado. ¿Lo que llevas es una espada?

—Me pertenece por derecho —dijo Dunk a la defensiva—. Soy ser Duncan el Alto.

—Y yo ser Steffon Fossoway. ¿Aceptaría entrenar conmigo, ser Duncan? Me sería grato tener un nuevo contrincante. Ya vio que mi primo aún no está maduro.

—Adelante, ser Duncan —instó a Dunk el Fossoway vencido, mientras se retiraba el yelmo—. No niego que esté verde, pero mi buen primo ya está agusanado. Sáquele las semillas.

Dunk sacudió la cabeza. ¿Por qué aquellos señoritos lo mezclaban en sus riñas? Él no quería saber nada.

—Mil gracias, ser, pero debo ocuparme de ciertos asuntos.

Lo incomodaba llevar tantas monedas.

Cuanto antes pagara a Pate y dispusiera de su armadura, más feliz sería.

Ser Steffon le dirigió una mirada burlona.

—El caballero errante está ocupado —miró a ambos lados hasta divisar a otro posible oponente—. ¡Ser Grance, qué alegría verlo! Venga a entrenar conmigo. Me sé al dedillo todos los trucos que ha aprendido mi primo Raymun, y ser Duncan, por lo visto, debe volver a los caminos. Venga, venga.

Dunk se alejó ruborizado. Él no tenía demasiados trucos, ni buenos ni malos, y prefería no ser visto luchando antes del torneo. El viejo siempre decía que el conocimiento del enemigo facilitaba la victoria. Los caballeros como ser Steffon poseían el don de reconocer la debilidad de un contrincante a simple vista. Dunk era fuerte y rápido, y tenía la ventaja del peso y la estatura, pero no se engañaba tanto como para juzgarse a la altura de aquellos caballeros. Ser Arlan había puesto su empeño en educarlo, pero no era el mejor de los maestros, ya que ni siquiera de joven había pertenecido a la élite de los caballeros. Los miembros de ésta no erraban por el mundo ni morían al borde de un camino enfangado. “A mí no me pasará”, se juró Dunk. “Les demostraré que puedo ser algo más que un caballero errante.”

—¡Ser Duncan! —el menor de los Fossoway se apresuró a alcanzarlo—. Hice mal en impulsarlo a retar a mi primo. Me enfurecía su arrogancia, y al verlo tan alto pensé… En cualquier caso fue un error. No lleva armadura. Mi primo no habría vacilado en romperle una mano o una rodilla. Durante los entrenamientos hace lo posible por machacar a sus oponentes; de esa manera, si vuelven a enfrentarse en el torneo, los encuentra magullados y vulnerables.

—A usted no lo machacó.

—No, porque soy de la familia, aunque de una rama secundaria, como no se cansa de recordarme. Me llamo Raymun Fossoway.

—Encantado. ¿Participarán los dos en el torneo?

—Él sí, no lo dude. En cuanto a mí, bien quisiera, pero soy un simple escudero. Mi primo prometió armarme caballero, pero insiste en que me falta madurez —chato, cuadrado de rostro, con el pelo corto y lanudo, a Raymun lo redimía su encantadora sonrisa—. Adivino que vino a justar. ¿A quién se propone retar?

—Poco importa —dijo Dunk. Era la respuesta que esperaban todos: una respuesta falsa, porque sí importaba, y mucho—. No participaré hasta el tercer día.

—Cierto. Para entonces ya habrán caído algunos paladines —dijo Raymun—. Bien, pues que le sea propicio el Guerrero.

—Que lo sea también para usted.

“Si este hombre sólo es escudero, ¿qué derecho tengo yo a la caballería? Uno de los dos se está haciendo tonto.”

A cada paso que daba tintineaban las monedas de su bolsa, pero era consciente de que podía perderlas en un tris. Incluso las reglas del torneo jugaban contra él, al reducir casi a cero las probabilidades de que se enfrentara a un enemigo inexperto o débil.

Los torneos podían ajustarse a decenas de modalidades, al capricho del señor que los organizara. Algunos imitaban batallas entre equipos de caballeros; otros consistían en una lucha de todos contra todos donde la gloria recaía en el último que quedara en pie. Cuando se elegía la modalidad de combate individual, los emparejamientos podían decidirse por sorteo o al albedrío del maestro de justas.

Lord Ashford había convocado el torneo para celebrar el decimotercer aniversario de su hija. La hermosa doncella estaría sentada al lado de su padre como reina del Amor y la Belleza. La defenderían cinco paladines, cada uno con una prenda de la joven. Los demás participantes tendrían que retarlos, pero aquel que venciera a uno de los cinco ocuparía su lugar y se convertiría a su vez en paladín hasta ser vencido por otro. Al término de los tres días de torneo los cinco que quedaran decidirían si la doncella conservaba la corona del Amor y la Belleza o había que entregársela a otra muchacha.

Dunk miró con atención el palenque y las sillas vacías de la tribuna, mientras evaluaba sus posibilidades. Sólo necesitaba una victoria. Entonces presumiría de haber figurado entre los paladines del prado de Vado Ceniza, aunque sólo fuera por espacio de una hora. Pese a haber fallecido poco antes de los sesenta años, el viejo nunca había sido paladín. “Si los dioses son benévolos no será pedir demasiado.” Recordó las canciones que había oído, las que hablaban del ciego Symeon Ojos de Estrella, del noble Serwyn del Escudo Espejo, del príncipe Aemon, de ser Ryam Redwyne y de Florian el Bufón. Todos ellos habían vencido a enemigos mucho más temibles que cuantos pudieran enfrentarse con él. “Sí, pero eran grandes héroes, valientes de alta cuna, a excepción de Florian. ¿Y quién soy yo? ¿Dunk del Lecho de Pulgas o ser Duncan el Alto?”

Supuso que no tardaría en averiguarlo. Levantó el saco de la armadura y encaminó sus pasos a los puestos de los comerciantes, en busca de Pate.

Egg había trabajado duro en el campamento y Dunk quedó satisfecho. Había abrigado algún temor de que su escudero protagonizara una nueva huida.

—¿Conseguiste un buen precio por tu palafrén? —preguntó el niño.

—¿Cómo sabes que lo vendí?

—Saliste a caballo y vuelves a pie. Si fuera cosa de ladrones estarías mucho más enfadado.

—Me pagaron lo suficiente para esto —Dunk sacó su nueva armadura para mostrársela al muchacho—. Si pretendes llegar a caballero tendrás que aprender a diferenciar el buen acero del malo. Fíjate en éste: es de calidad. Esta malla es doble. Cada anillo cuelga de otros dos. Protege más que la simple. Y mira el yelmo: Pate lo hizo redondeado por arriba. ¿Ves la curva? Desvía las espadas o las hachas. Si fuera plano podrían hacer un corte —Dunk se colocó el yelmo en la cabeza—. ¿Cómo me queda?

—No hay visera —señaló Egg.

—Tiene agujeros de respiración. Las viseras son vulnerables —se lo había dicho Pate—. Si supieras la cantidad de caballeros que han recibido un flechazo en el ojo al levantarla para respirar, preferirías no tenerla —explicó a Dunk.

—Tampoco hay cimera —dijo Egg—. No tiene adornos.

Dunk se levantó el yelmo.

—La gente como yo no los necesitamos. ¿Te has fijado en cómo brilla el acero? Que siga brillando será cosa tuya. ¿Sabes limpiar una cota de malla?

—Sí, en un barril de arena —dijo el niño —, pero tú no tienes. ¿También compraste una tienda?

—No me pagaron tanto —“Este niño es demasiado atrevido para su propio bien. Tendré que enseñarle a palos a que no lo sea.” En el mismo momento de pensarlo, supo que no lo haría. Le gustaba la audacia. A él, en particular, le hacía falta una buena dosis. “Mi escudero es más valiente y más listo que yo”—. Hiciste un buen trabajo, Egg. Mañana por la mañana iremos juntos al prado para echar un vistazo al palenque. Compraremos avena para los caballos y para nosotros, pan recién hecho. Tampoco estaría mal un poco de queso. Vi un puesto donde vendían uno bastante bueno.

—No tendré que ir al castillo, ¿verdad?

—¿Por qué no? Tengo la esperanza de vivir algún día en uno.

El niño no hizo ningún comentario. “Quizá tenga miedo de entrar en la morada de un señor”, pensó Dunk. “Sería normal. Ya se le pasará.”

Siguió admirando su armadura y preguntándose cuánto tiempo la llevaría.

Ser Manfred era un hombre delgado y con cara de pocos amigos. Llevaba una sobreveste negra con el relámpago morado de la casa Dondarrion, pero a Dunk le habría bastado su cobriza y rebelde cabellera para reconocerlo.

—Ser Arlan sirvió a su señor padre en los tiempos en que éste y lord Caron obligaron al rey Buitre a salir por el fuego de las Montañas Rojas —dijo con una rodilla en el suelo—. Yo entonces era un niño, pero lo serví como escudero. Ser Arlan del Árbol de la Moneda.

Ser Manfred frunció el entrecejo.

—No, no lo conozco. Tampoco a ti, muchacho.

Dunk le enseñó el escudo del viejo.

—Su emblema, el cáliz con alas.

—Mi padre fue a las montañas con ochocientos caballeros y unos cuatro mil soldados de a pie. No se me puede pedir que los recuerde a todos ni a sus emblemas. No digo que no estuvieras con nosotros, pero…

Ser Manfred se encogió de hombros.

Por unos instantes, Dunk enmudeció. “El viejo fue herido por servir a su padre. ¿Cómo es posible que lo haya olvidado?”

—Sólo me dejarán participar si un noble o caballero responde por mí.

—¿Y a mí qué me importa eso? —dijo ser Manfred—. Ya te concedí demasiado tiempo.

Volver al castillo sin ser Manfred equivalía al desastre. Dunk miró el relámpago morado que llevaba ser Manfred en su gonela de lana negra.

—Me acuerdo de cuando su padre contó a sus hombres el origen del emblema de su familia —dijo—. Una noche de tormenta, cuando el primero de su linaje llevaba un mensaje por las marcas de Dorne, su caballo, muerto de un flechazo, se desplomó bajo él. Entonces salieron de la oscuridad dos dornienses con cota de malla y yelmos con cimera. En su caída, su antepasado había roto la espada, y al verlo se tuvo por perdido, pero justo cuando sus enemigos se disponían a abatirlo, un relámpago cayó de las alturas. Su color era púrpura encendido y golpeó de lleno el acero de las armaduras de los dornienses, muertos al instante. Gracias al mensaje, el rey de la tormenta obtuvo la victoria sobre Dorne, y en prueba de reconocimiento otorgó un señorío al mensajero. Éste fue el primer lord Dondarrion. Escogió como emblema un relámpago bifurcado de color morado, sobre campo de sable salpicado de estrellas.

Muy errado estaba Dunk si pretendía impresionar a ser Manfred con la historia.

—No hay mozo de cuadra al servicio de mi padre que en un momento u otro no oiga contar la historia. El hecho de saberla no te convierte en caballero. Márchate.

Dunk regresó al castillo de Ashford con un gran peso en el corazón, discurriendo qué decirle a Plummer para ser aceptado en el torneo. El hecho fue que no encontró al mayordomo en la sala de la torre. Un guardia le dijo que quizá estuviera en la gran sala.

—¿Lo espero aquí? —preguntó Dunk—. ¿Cuánto tardará?

—¿Qué sé yo? Haz lo que te parezca.

El salón no era tan grande como indicaba su nombre, pero Vado Ceniza era un castillo pequeño. Dunk entró por una puerta lateral y de inmediato reconoció al mayordomo. Estaba al fondo, en compañía de lord Ashford y diez o doce hombres. Fue hacia ellos, arrimado a una pared cubierta por tapices de lana que representaban frutas y flores.

—…fueran hijos tuyos no lo tomarías tan a la ligera —dijo alguien con enojo cuando se acercaba Dunk.

El pelo lacio del hombre en cuestión, así como su barba cuadrada, eran tan claros que la penumbra los volvía casi blancos. No obstante, cuando Dunk redujo la distancia, vio que en realidad eran de un color plateado con hebras rubias.

—No es la primera vez —contestó otra persona, a la que Dunk no vio debido a que la tapaba Plummer—. Fue mala idea ordenar a Daeron que participara en el torneo. No es lo suyo. Y lo mismo digo de Aerys y Rhaegel.

—Lo que quieres decir es que Daeron prefiere montar a una meretriz que a un caballo —dijo el del cabello plateado. Robusto y de gran presencia, el príncipe —otra cosa no podía ser— llevaba un peto de cuero con tachuelas de plata, y encima una capa negra y gruesa con ribetes de armiño. Sus mejillas estaban picadas de viruela, que la barba sólo ocultaba a medias—. Mira, hermano, no tengo necesidad de que me recuerdes las carencias de mi hijo. Sólo tiene dieciocho años. Aún es tiempo de que cambie. ¡Y a fe que cambiará o juro verlo muerto!

—No seas idiota. Daeron es como es, pero sigue siendo de tu sangre y la mía. Estoy seguro de que ser Roland los encontrará, a él y a Aegon.

—Sí, cuando se haya acabado el torneo.

—Queda Aerion, que maneja la lanza mejor que Daeron, si es el torneo lo que te preocupa.

Esta vez Dunk sí vio al tercer hombre. Estaba sentado en la silla más elevada, sosteniendo un fajo de pergaminos y con lord Ashford muy cerca del hombro. Sentado y todo, parecía llevarle una cabeza al otro, a juzgar por la longitud de las piernas, que sobresalían del asiento. Tenía el pelo muy corto, de color oscuro y con algunas canas. El afeitado de su fuerte mandíbula era impecable. Parecía haber sufrido más de una fractura de nariz. Pese a la sencillez de su atuendo —jubón verde, manto marrón y botas gastadas— transmitía aplomo, poder y seguridad.

Dunk pensó que aquellas palabras no estaban destinadas a sus oídos. “Es preferible que me vaya y vuelva más tarde, cuando hayan acabado”, decidió. Por desgracia era demasiado tarde, porque el príncipe de barba plateada acababa de fijarse en él.

—¿Quién eres y cómo se te ocurre interrumpirnos? —inquirió con dureza.

—Es el caballero al que esperaba nuestro buen mayordomo —dijo el hombre sentado, que sonreía a Dunk como si ya hubiera reparado desde tiempo atrás en su presencia—. En este caso, hermano, los intrusos somos tú y yo. Acércate —dijo a Dunk.

Éste obedeció con lentitud, sin saber qué hacer. De nada le sirvió mirar a Plummer, porque el adusto mayordomo —tan resuelto en la anterior entrevista— permaneció en silencio, mirando fijamente el enlosado.

—Nobles señores —dijo Dunk —, he solicitado el aval de ser Manfred para participar en el torneo, pero me lo negó. Asegura no conocerme, aunque yo juro que ser Arlan estuvo a su servicio. Tengo su espada y su escudo, y…

—No se es caballero por tener espada y escudo —declaró lord Ashford, alto, calvo, de cara redonda y roja—. Sé de ti por Plummer. Aunque aceptáramos que tus armas pertenecen al tal ser Arlan del Árbol de la Moneda, cabe la posibilidad de que lo hayas encontrado muerto y se las robaras. Mientras no dispongas de pruebas más sólidas, como un documento o…

—Yo sí me acuerdo de ser Arlan del Árbol de la Moneda —dijo con sosiego el hombre sentado—. Que yo sepa no ganó ningún torneo, pero tampoco hizo nada que lo avergonzara. Hace seis años, en Desembarco del Rey, en el combate cuerpo a cuerpo derribó a lord Stokeworth y al Bastardo de Harrenhal, y mucho antes, en Lannisport, descabalgó al mismísimo León Gris, que en aquel entonces no debía de serlo tanto.

—Sí, me lo contó muchas veces —dijo Dunk.

El hombre alto lo miró con atención.

—Recordarás entonces el nombre verdadero del León Gris.

Por unos instantes la mente de Dunk se quedó en blanco. “Le oí la historia al viejo más de mil veces. El león, el león, su nombre, su nombre, su nombre…” Se acordó en el último momento, cuando estaba al borde de la desesperación.

—¡Ser Damon Lannister! —exclamó—. ¡El León Gris! Ahora es señor de Roca Casterly.

—En efecto —dijo el hombre alto con placidez —, y entrará en liza mañana por la mañana.

Dio una sacudida al fajo de pergaminos que tenía en la mano.

—¿Cómo es posible que te acuerdes de un caballero insignificante y sin tierras que tuvo la suerte de derribar a Damon Lannister hace dieciséis años? —dijo, ceñudo, el príncipe de la barba plateada.

—Tengo por costumbre averiguar cuanto puedo de mis enemigos.

—¿Por qué te dignarías combatir contra un caballero errante?

—Fue hace nueve años, en Bastión de Tormentas, durante los festejos de lord Baratheon por el nacimiento de un nieto. El primer sorteo me emparejó con ser Arlan. Rompimos cuatro lanzas hasta que lo derribé.

—¡Siete! —precisó Dunk—. ¡Y fue contra el príncipe de Rocadragón!

Enseguida lamentó haberlo dicho. Le pareció oír la voz del viejo: “Dunk el necio, más duro de entendimiento que traspasar el muro de un castillo”.

—Así es —el príncipe de la nariz rota sonrió con dulzura—. Sé que mucho contar magnifica las historias. No tengas en menos a tu señor, pero me temo que las lanzas fueron cuatro.

Dunk agradeció la penumbra de la sala, consciente de que se le habían puesto rojas las orejas.

—Mi señor… —“No, eso tampoco está bien dicho”—. Excelencia… —cayó de rodillas y bajó la cabeza—. Tiene razón, fueron cuatro. No pretendía… Jamás se me… El viejo, ser Arlan, siempre me acusaba de ser más duro de entendimiento que traspasar el muro de un castillo, y más lento que un uro.

—E igual de fuerte, si no miente tu aspecto —dijo Baelor Rompelanzas—. En pie, que no dijiste nada malo.

Dunk obedeció, dudando entre mantener la cabeza gacha o mirar al príncipe a la cara. “Tengo delante a Baelor Targaryen, príncipe de Rocadragón, mano del rey y heredero del Trono de Hierro de Aegon el Conquistador.” Como simple caballero errante, ¿qué osaría decir a semejante personaje?

—Re… recuerdo que le devolvió su caballo y su armadura y no le pidió rescate alguno —balbuceó—. El viejo, ser Arlan… Me dijo que usted era la personificación de la caballería y que un día los Siete Reinos estarían a salvo en sus manos.

—Rezo por que no sea pronto —dijo el príncipe Baelor.

—No, claro —dijo Dunk, horrorizado. Estuvo a punto de añadir que no lo había dicho en el sentido de querer ver muerto al rey, pero se contuvo a tiempo—. Le pido perdón… excelencia.

Se acordó a destiempo de que el hombre robusto de barba plateada se había dirigido al príncipe Baelor como “hermano”. “También lleva la sangre del dragón, tonto de mí.” Sólo podía ser el príncipe Maekar, el menor de los cuatro vástagos del rey. El príncipe Aerys era un gran erudito, y el príncipe Rhaegel un loco cobarde y enfermizo. Parecía difícil que alguno de los dos cruzara medio reino para presenciar un torneo. Maekar, en cambio, tenía fama de temible guerrero por derecho propio, aunque siempre a la sombra de su hermano mayor.

—¿Deseas, pues, inscribirte en las justas? —preguntó el príncipe Baelor—. La decisión está en manos del maestro de justas, pero yo no veo ninguna razón para negártelo.

El mayordomo inclinó la cabeza.

Dunk trató de dar las gracias con palabras balbucientes, pero lo cortó el príncipe Maekar.

—Sí, ya vemos que eres un hombre agradecido, pero márchate de una vez.

—Deberás perdonar a mi noble hermano —dijo el príncipe Baelor—. Le extraña la tardanza de dos de sus hijos y teme por ellos.

—Las lluvias primaverales han engrosado muchos ríos —dijo Dunk—. Quizá se trate de un simple retraso.

—No vine a escuchar los consejos de un caballero errante —comunicó el príncipe Maekar a su hermano.

—Puedes marcharte —dijo el príncipe Baelor a Dunk con un tono bastante amable.

—Sí, mi señor.

Dunk hizo una reverencia y dio media vuelta. Cuando estaba a punto de salir, oyó que el príncipe lo llamaba.

—Otra cosa. ¿No eres descendiente de ser Arlan?

—Sí, mi señor… ¡Qué digo! No, no lo soy.

El príncipe señaló con la cabeza el maltrecho escudo que llevaba Dunk y el cáliz alado de su faz.

—La ley manda que sólo los hijos legítimos hereden las armas de un caballero. Tendrás que buscarte otro emblema, uno que sólo sea tuyo.

—Así lo haré —dijo Dunk—. De nuevo muchas gracias, excelencia. Le aseguro que combatiré con valentía.

“Para valentía”, decía el viejo a menudo, “la de Baelor Rompelanzas”.

 

 

Los marchantes de vino y salchichas obtenían ganancias rápidas y las meretrices se paseaban con descaro entre los puestos de venta y los pabellones. Las había bastante guapas, sobre todo una pelirroja. Dunk no evitó una mirada a sus pechos, que se bamboleaban bajo la tela suelta del vestido. Se acordó de las monedas que llevaba en la bolsa. “Si quisiera podría tenerla para mí. Le gustaría mucho el tintineo de mis monedas. Podría llevármela al campamento y yacer con ella toda la noche.” Nunca se había acostado con ninguna mujer y nada impedía que muriera en su primera justa. Los torneos eran peligrosos… pero también las putas, según le había advertido el viejo. “Podría robarme mientras duermo, ¿y entonces qué?” Cuando la pelirroja le lanzó una mirada por encima del hombro, Dunk sacudió la cabeza y se alejó.

Encontró a Egg entre los espectadores de las marionetas, cruzado de piernas en el suelo, escondiendo su calvicie con la capucha de la capa. Atribuyó el temor del niño a entrar en el castillo a una mezcla de timidez y vergüenza. “No se considera digno de alternar con nobles y damas, y menos con príncipes.” De pequeño, a él le había pasado lo mismo: más allá del sucio barrio del Lecho de Pulgas el mundo le parecía tan intimidatorio como fascinante. “Egg sólo necesita tiempo.” Por el momento juzgó más considerado darle unas monedas de cobre y dejar que se divirtiera en la feria que arrastrarlo al castillo contra su voluntad.

Las titiriteras representaban la historia de Florian y Jonquil. La gruesa dorniense manejaba a Florian, con su armadura multicolor, mientras la joven alta tiraba de los hilos de Jonquil.

—¡Tú no eres caballero! —decía al ritmo con que la marioneta abría y cerraba la boca—. Te conozco: eres Florian el Bufón.

—Tiene razón, señora —contestaba la otra marioneta, puesta de rodillas—. No ha habido bufón mayor ni caballero más valiente.

—¿Bufón y caballero a la vez? —decía Jonquil—. En mi vida oí tal cosa.

—Gentil señora —decía Florian —, en cuestión de mujeres todos los hombres son bufones y caballeros.

El espectáculo era una mezcla lograda de tristeza y fantasía. No faltaba el duelo final a espada ni un gigante muy bien pintado. A su término, la mujer gorda se paseó entre el público recogiendo monedas, mientras la chica guardaba los títeres. Dunk recogió a Egg y fue a verla.

—¿Sí, señor? —dijo ella, mirando de reojo y sonriendo a medias.

Pese a llevarle una cabeza, Dunk nunca había visto a una chica tan alta.

—Estuvo muy bien —dijo Egg, entusiasmado—. Me gusta mucho la manera de moverlos: Jonquil, el dragón… El año pasado vi unas marionetas, pero se movían a sacudidas. Las suyas no.

—Gracias —dijo la chica con educación.

—Sí, y hay que decir que tienen figuras muy bien talladas —intervino Dunk—; sobre todo el dragón, que es una bestia horrible. ¿También las fabrican?

La chica asintió con la cabeza.

—Las esculpe mi tío y yo las pinto.

—¿Podrías pintarme algo a mí? Te pagaría —se bajó el escudo del hombro para enseñárselo—. Necesito que me pinten algo por encima del cáliz.

La chica miró primero el escudo y después a su dueño.

—¿Qué desea que le pinten?

Dunk no se lo había planteado. ¿Qué escoger aparte del cáliz alado del viejo? Tenía la cabeza hueca. “Dunk el necio, más duro de entendimiento que traspasar el muro de un castillo”

—Pues… No estoy seguro —se dio cuenta, abatido, de que se le enrojecían las orejas—. Debo de parecerte tonto de remate.

La chica sonrió.

—Todos los hombres son bufones y caballeros.

—¿Qué colores tienen? —preguntó él con la esperanza de que le diera una idea.

—Con mezclas puedo conseguir el que quiera.

El marrón del viejo siempre le había parecido muy soso a Dunk.

—El campo debería tener el color de una puesta de sol —dijo de pronto—. Al viejo le gustaban. En cuanto al emblema…

—Un olmo —dijo Egg—. Un olmo grande como el del río, con el tronco marrón y las ramas verdes.

—Sí —dijo Dunk —, no estaría mal. Un olmo… pero con una estrella fugaz encima. ¿Podrías hacerlo?

La joven asintió.

—Deme el escudo y lo pintaré esta misma noche. Lo tendrá mañana a primera hora.

Dunk se lo tendió.

—Me llamo ser Duncan el Alto.

—Yo Tanselle —la chica rio—. De niña me llamaban la Giganta.

—No lo eres —dijo Dunk sin pensar—. Tienes la estatura perfecta para…

Al darse cuenta de lo que estaba a punto de decir, se puso como un tomate.

—¿Para qué? —preguntó Tanselle, ladeando la cabeza inquisitivamente.

—Para las marionetas —dijo él para salir del paso.

El primer día del torneo amaneció claro y soleado. Dunk compró comida para llenar todo un saco, lo cual les permitió desayunar huevos de oca, pan frito y tocino. No obstante, una vez preparada la comida, Dunk se halló sin apetito. Se notaba la barriga dura como una piedra, aun a sabiendas de que no era el día de su estreno como justador. El derecho a retar por primera vez a los paladines recaía en los caballeros de cuna más noble y mayor renombre, así como en los señores con tierras, sus hijos y los paladines de otros torneos.

Egg habló sin parar durante todo el desayuno, haciendo comentarios y previsiones sobre tal y cual caballero. “Aquello de que conocía a los mejores de los Siete Reinos no era broma”, pensó Dunk, atribulado. Encontraba humillante prestar tanta atención a las palabras de un huérfano mal alimentado. No obstante, si llegaba la hora de enfrentarse con alguno de esos caballeros, los conocimientos de Egg le serían de utilidad.

El prado era un hervidero de gente, todos decididos a hacerse de un buen lugar para observar. Los codazos de Dunk nada tenían que envidiar a los ajenos. Además, contaba con la ventaja de su estatura. Avanzó hasta subirse a un montículo, a cinco pasos de la valla. Cuando Egg se quejó de que sólo veía culos, Dunk se lo subió a los hombros. Al otro lado del prado la tribuna se iba llenando de señores y damas de alta alcurnia, a los que había que sumar a unos cuantos burgueses y una veintena de caballeros que habían decidido retrasar su entrada en liza. Dunk no vio al príncipe Maekar, pero sí reconoció al príncipe Baelor, sentado junto a lord Ashford. El sol arrancaba destellos dorados de la fíbula con que el príncipe se sujetaba la capa en el hombro y de la diadema que le ceñía las sienes. Por lo demás, el atuendo de Baelor era más sencillo que el de los demás nobles. “La verdad es que con ese pelo negro no parece un Targaryen.” Se lo dijo a Egg.

—Dicen que salió a su madre —le recordó el niño—, una princesa dorniense.

Los cinco paladines habían levantado sus pabellones en el borde septentrional del palenque, muy cerca del río. Los dos más pequeños eran de color naranja, y los escudos expuestos a la entrada llevaban el emblema del sol y el cheurón blancos. Debían de ser Androw y Robert, hijos de lord Ashford y hermanos de la hermosa doncella. Dunk nunca había oído comentar sus proezas a ningún caballero, señal de que tenían muchas posibilidades de ser los primeros en caer.

Al lado de los pabellones de color naranja había otro mucho mayor, de un verde saturado. Lo remataba un estandarte con la rosa de Altojardín, emblema que también adornaba un gran escudo verde al lado de la entrada.

—Es Leo Tyrell, señor de Altojardín —dijo Egg.

—Ya lo sé —repuso Dunk, irritado—. Serví con el viejo en Altojardín cuando tú ni siquiera habías nacido —personalmente apenas se acordaba, aunque ser Arlan le había hablado mucho del señor de Altojardín: incomparable en los torneos, y eso que ya peinaba canas—. El de al lado de la tienda, vestido de verde y oro y con barba gris, debe ser lord Leo.

—Sí —dijo Egg—. Lo vi una vez en Desembarco del Rey. No te conviene enfrentarlo.

—Mira, niño, para saber a quién retar no me haces falta.

El cuarto pabellón estaba hecho de trozos de tela en forma de rombo, unos rojos y otros blancos. Dunk no reconoció los colores, pero Egg dijo que pertenecían a un caballero del valle de Arryn, un tal Humfrey Hardyng.

—El año pasado, en Poza de la Doncella, ganó en un combate cuerpo a cuerpo. También derribó a ser Donnel de Valle Oscuro en un combate singular y a los señores de Arryn y Royce.

El último pabellón era el del príncipe Valarr. Estaba confeccionado con seda negra y una franja de pendones puntiagudos de color rojo que colgaban del techo como largas llamas. El escudo expuesto era de un negro lustroso, con el dragón de tres cabezas de la casa Targaryen. Lo acompañaba un miembro de la Guardia Real, cuya armadura, blanca y resplandeciente, contrastaba con el negro de la seda. Al verlo, Dunk se preguntó si habría algún caballero que se atreviera a tocar con la lanza el escudo el dragón. A fin de cuentas Valarr era nieto del rey e hijo de Baelor Rompelanzas.

Su inquietud era infundada. Cuando sonaron los clarines que convocaban a los retadores, los cinco paladines de la hija de lord Ashford fueron llamados en su defensa. Dunk oyó el murmullo de entusiasmo con que la multitud acogía la llegada de los retadores, que desfilaron uno a uno por el extremo sur del palenque. Los heraldos proclamaron sus nombres a cada aparición. Los caballeros hicieron un alto delante de la tribuna, donde bajaron las lanzas en saludo a lord Ashford, el príncipe Baelor y la hermosa doncella, y siguieron hacia el norte del prado, donde elegirían a sus oponentes. El León Gris de Roca Casterly tocó el escudo de lord Tyrell, al tiempo que su rubio heredero, ser Tybolt Lannister, desafiaba al hijo mayor de lord Ashford. Lord Tully de Aguasdulces aplicó su borne al escudo de rombos de ser Humfrey Hardyng. Ser Abelar Hightower tocó el de Valarr, y el menor de los Ashford recibió el desafío de ser Lyonel Baratheon, llamado la Tormenta que Ríe.

Los retadores trotaron de nuevo hacia el margen sur del palenque, donde aguardaron la llegada de sus enemigos: ser Abelar, de plata y gris, con el emblema de una torre de piedra coronada por el fuego; los dos Lannister de rojo, con el león dorado de Roca Casterly; la Tormenta que Ríe de oro, con un ciervo negro en el peto y el escudo, y una cornamenta de hierro por cimera; por último lord Tully, cuya capa azul y roja se sujetaba en ambos hombros gracias a sendas truchas plateadas. Los cinco levantaron sus lanzas, de nueve codos de longitud, mientras el viento hacía restallar los pendones.

En el extremo norte del campo los escuderos sujetaban los corceles, de vistosas bardas, para que los montaran los paladines. Éstos se pusieron los yelmos y tomaron lanzas y escudos, iguales en esplendor a los de sus contrincantes: las sedas anaranjadas de los Ashford, los rombos rojos y blancos de ser Humfrey, los jaeces de raso verde con rosas doradas del caballo de lord Leo… Destacaba, por supuesto, Valarr Targaryen. El corcel del Príncipe Joven era negro como la noche, a juego con el color de su armadura, lanza, escudo y guarnición. La cimera era un dragón de tres cabezas con las alas abiertas, esmaltado en rojo. Otro dragón, igual al primero, figuraba en la brillante superficie del escudo. Cada paladín llevaba anudada al brazo una cinta de seda naranja, prenda de la hermosa doncella.

En el momento que los paladines ocuparon sus puestos, el prado de Vado Ceniza enmudeció. Después sonó un clarín y la algarabía estalló sin transición. Diez pares de espuelas plateadas se hincaron en los flancos de diez grandes corceles; mil voces prorrumpieron en gritos y vítores; cuarenta cascos herrados golpearon y arrancaron la hierba; diez lanzas quedaron fijas en posición horizontal; todo el prado vibró, y entre fragores de madera y metal se verificó el encontronazo entre paladines y retadores. Poco después las parejas se habían separado y los caballeros daban media vuelta para otra acometida. Lord Tully se tambaleó en su silla, pero se mantuvo sin caer. Cuando el público se dio cuenta de que se habían roto las diez lanzas estalló en una gran ovación, espléndido augurio para el éxito del torneo y testimonio de la destreza de los competidores.

Los escuderos entregaron nuevas lanzas a los justadores en sustitución de las rotas, que arrojaron, y por segunda vez se clavaron las espuelas. Dunk sintió temblar el suelo bajo sus pies. Sentado en sus hombros, Egg dio gritos de alegría y agitó sus brazos delgadísimos. El caballero que pasó más cerca de ellos fue el Príncipe Joven. Dunk vio que la punta de su lanza negra besaba la torre del escudo enemigo y se desviaba hacia el peto, al tiempo que el asta de ser Abelar se quebraba contra el de Valarr. La fuerza del impacto echó hacia atrás al corcel gris con arreos grises y plateados, y ser Abelar Hightower, alzado en sus estribos, cayó lentamente al suelo.

También cayó lord Tully, derribado por ser Humfrey Hardyng, pero se levantó sin la menor demora y desenvainó la espada. Ser Humfrey soltó su lanza, intacta, y desmontó para proseguir el combate a pie. Ser Abelar no fue tan ágil. Su escudero llegó corriendo, le soltó el yelmo y pidió ayuda. Dos criados levantaron por los brazos al aturdido jinete y lo acompañaron al pabellón. Mientras tanto, en el resto del prado los seis caballeros que permanecían montados ejecutaban la tercera vuelta. Se quebraron más lanzas, y en esta ocasión lord Leo Tyrell apuntó con tal pericia que le arrancó el yelmo al León Gris. Descubierto el rostro, el señor de Roca Casterly levantó la mano, desmontó y se reconoció vencido. Para entonces ser Humfrey había forzado la rendición de lord Tully, tras demostrar la misma destreza con la espada que con la lanza.

Tybolt Lannister y Androw Ashford chocaron tres veces antes de que ser Androw se quedara sin escudo, sin caballo y sin victoria, todo al mismo tiempo. El menor de los Ashford duró todavía más y rompió nada menos que nueve lanzas contra ser Lyonel Baratheon, la Tormenta que Ríe. La décima acometida se saldó con el derribo de ambos, pero la lucha continuó a pie, espada contra maza. Por fin el magullado ser Robert Ashford admitió su derrota, aunque su padre, sentado en la tribuna, parecía cualquier cosa menos descontento. Los dos hijos de lord Ashford habían tenido que abandonar las filas de los paladines, pero se habían desempeñado con nobleza contra dos de los mejores caballeros de los Siete Reinos.

“Sí”, pensó Dunk, al mirar que el vencedor y el vencido se abrazaban y abandonaban juntos el terreno, “pero yo tengo que hacerlo aún mejor. No basta con que pelee bien y pierda. Debo ganar como mínimo la primera justa o me quedaré sin nada”.

El siguiente paso era que ser Tybolt Lannister y la Tormenta que Ríe fueran nombrados paladines en sustitución de los caballeros derrotados por ellos. Los pabellones de color naranja ya estaban siendo desmontados a pocos metros de donde el Príncipe Joven descansaba en una silla de campaña, frente a su gran tienda negra. Se había quitado el yelmo y dejado a la vista un pelo oscuro como el de su padre, si bien con una franja rubia. Bebió un sorbo de la copa de oro que le trajo un criado. “Si es prudente, será agua”, pensó Dunk, “y si no, vino”. Se preguntó si Valarr había heredado parte de las artes guerreras de su padre o sólo había tenido la suerte de emparejarse con el contrincante más débil.

Una fanfarria anunció la entrada en liza de tres nuevos retadores, cuyos nombres fueron proclamados por los heraldos.

—¡Ser Pearse, de la casa Caron, señor de las Marcas!

El emblema de su escudo era un arpa plateada, si bien la sobreveste llevaba ruiseñores.

—¡Ser Joseth, de la casa Mallister, de Varamar!

Ser Joseth llevaba un yelmo con alas. En el escudo volaba un águila de plata contra un cielo añil.

—Ser Gawen, de la casa de Swann,*** señor de Timón de Piedra y del cabo de la Ira.

En el escudo, dos cisnes, uno negro y el otro blanco, libraban una lucha furiosa. La armadura y la capa de lord Gawen, así como la barda de su caballo, repetían el conflicto entre negros y blancos, que se extendía a las franjas de su vaina y su lanza.

Lord Caron, arpista, cantor y caballero de renombre, aplicó el borne a la rosa de lord Tyrell. Ser Joseth golpeó los rombos de ser Humfrey Hardyng. En cuanto al caballero blanco y negro, lord Gawen Swann, desafió al príncipe negro. Dunk se frotó la barbilla. La edad de lord Gawen era todavía más avanzada que la del viejo, su difunto señor.

—Oye, Egg, ¿cuál de los retadores es el más peligroso? —preguntó al niño que sostenía en hombros y que tanto parecía saber de aquellos caballeros.

—Lord Gawen —repuso él sin vacilar—, el contrincante de Valarr.

—Del príncipe Valarr —lo corrigió Dunk—. Para ser escudero hay que hablar con cortesía.

Los tres retadores ocuparon sus puestos, mientras los tres respectivos paladines montaban. Entre el público todo eran apuestas y exclamaciones de aliento, pero Dunk sólo tenía ojos para el príncipe. En la primera vuelta Valarr golpeó de refilón el escudo de lord Gawen, y al igual que con ser Abelar Hightower vio desviarse la punta enromada de su lanza, sólo que al vacío, en dirección opuesta. La lanza de lord Gawen se quebró de frente contra el peto del príncipe, que por unos instantes pareció al borde de la caída.

En el segundo embate Valarr orientó la lanza hacia la izquierda y apuntó al pecho de su enemigo, pero sólo lo golpeó en un hombro. Aun así fue suficiente para que el anciano caballero se quedara sin lanza. Lord Gawen hizo molinetes con un brazo y cayó de la montura. El Príncipe Joven bajó de la silla y desenvainó la espada, pero lord Gawen le hizo señas y se levantó la visera.

—Me rindo, excelencia —exclamó—. Buen golpe.

Lo repitieron a gritos los nobles de la tribuna, mientras Valarr se ponía de rodillas para ayudar a levantarse al caballero de cabello gris.

—¡Buen golpe! ¡Buen golpe!

—No lo fue —se quejó Egg.

—Calla o te mando al campamento.

Un poco más lejos ser Joseth Mallister abandonaba el campo en estado de inconsciencia, mientras el arpista y el señor de la rosa luchaban con denuedo con hachas sin filo, para entusiasmo de una multitud desatada. Dunk estaba tan concentrado en Valarr Targaryen que apenas los veía. “Es buen caballero, pero no excepcional”, se oyó pensar. “Contra él tendría posibilidades. Si los dioses me fueran propicios hasta podría derribarlo, y una vez en pie mi peso y mi fuerza física decidirían.”

—¡Contra él! —exclamó Egg con ardor, tan entusiasmado que cambiaba su punto de apoyo en los hombros de Dunk—. ¡Dale, dale! ¡Así! ¡Ya lo tienes! ¡Un poco más!

Por lo visto daba ánimos a lord Caron. El arpista, dedicado a otra música, hacía retroceder rápidamente a lord Leo con golpes incesantes de acero contra acero. El público parecía dividido a partes iguales entre los partidarios de uno y otro, y en el aire matinal se mezclaban vítores y reniegos. Del escudo de lord Leo saltaban astillas de madera y trozos de pintura, a medida que el hacha de lord Pearse deshojaba los pétalos de su rosa de oro hasta hacer trizas, por último, el escudo. En el momento de henderlo, el hacha se quedó trabada en la madera… y la de lord Leo rompió el mango del arma de su contrincante, a un palmo de su mano. Entonces arrojó el escudo roto, y de pronto era él quien llevaba el ataque. En cuestión de segundos el caballero arpista se apoyaba en una rodilla y pronunciaba su rendición.

Terminó la mañana y la tarde avanzó sin muchos cambios. Los retadores entraban en lid en número de dos o tres, y alguna vez hasta de cinco. Sonaban clarines, los heraldos proclamaban nombres, los corceles embestían, el público aplaudía, las lanzas se quebraban como frágiles ramas y las espadas hacían sonar los yelmos y la malla. El pueblo llano estuvo de acuerdo con la nobleza en que había sido un día de justas espléndido. Ser Humfrey Hardyng y ser Humfrey Beesbury, este último caballero de corta edad y gran audacia, que llevaba en el escudo tres colmenas sobre franjas amarillas y negras, rompieron nada menos que una docena de lanzas por cabeza, en una lucha épica que no tardó en ser llamada por el pueblo “la batalla de Humfrey”. Ser Tybolt Lannister fue derribado por ser John Penrose y al caer se le rompió la espada, pero resistió con el escudo hasta salir vencedor y quedar como paladín. El caballero tuerto ser Robyn Rhysling, hombre curtido y de barba entrecana, perdió el yelmo en el primer embate por una lanzada de lord Leo, pero se negó a rendirse. Chocaron tres veces más, con la cabellera de ser Robyn ondeando al viento, mientras le pasaban al lado como cuchillos volantes las astillas de las lanzas, un hecho que todavía maravilló más a Dunk cuando Egg le dijo que el maduro caballero había perdido el ojo cinco años atrás por culpa de una astilla desprendida justo de una lanza. Leo Tyrell era demasiado caballeroso para apuntar hacia el rostro desprotegido de su contrincante, pero eso no impidió que el terco arrojo de Rhysling —¿o su temeridad?— dejara a Dunk atónito. Por último, el señor de Altojardín dio un fuerte golpe al peto de ser Robyn, por encima del corazón, y lo derribó con estrépito.

También ser Lyonel Baratheon se destacó en repetidas ocasiones en la lid. Muchas veces, cuando le tocaban el escudo enemigos de poca talla, rompía en sonoras carcajadas, que se prolongaban durante la carga y el momento de arrancarlos de sus estribos. Si el oponente llevaba alguna clase de cimera, ser Lyonel la cortaba y la arrojaba al público. Como se trataba de piezas muy trabajadas, hechas de cuero o madera labrada y en algunos casos con baño de oro o esmalte, cuando no de plata maciza, la costumbre de ser Lyonel no era del agrado de los vencidos, si bien es cierto que le granjeaba el favor del público de a pie. Llegó el momento en que sólo lo desafiaban caballeros sin cimera. A pesar de las risas de ser Lyonel, Dunk acordaba la preeminencia a ser Humfrey Harding, que humilló a catorce caballeros, cada uno más temible que el anterior.

Entretanto, el Príncipe Joven seguía sentado a la entrada de su pabellón negro, bebiendo de su copa de plata y levantándose de vez en cuando para montar en su corcel y vencer al enésimo y modesto enemigo. Ya había obtenido nueve victorias, pero Dunk las tenía a todas por muy poco gloriosas. “Vence a viejos, a escuderos venidos a más y a algunos nobles de alta cuna y pocas dotes guerreras; los mejores caballeros ignoran su escudo, como si no lo vieran.”

Hacia el final de la jornada una fanfarria ensordecedora anunció la entrada en liza de otro retador. Llegó a lomos de un gran corcel rojo con aberturas en la barda negra, y bajo ellas destellos de amarillo, rojo y naranja. Cuando se acercó a la tribuna para rendir homenaje a los presentes, Dunk vio su rostro bajo la visera alzada y reconoció al príncipe que lo había abordado en los establos de lord Ashford.

Egg le apretó el cuello con las piernas.

—¡Para! —dijo Dunk, separándoselas—. ¿Es que pretendes ahogarme?

—Aerion Llama Brillante —anunció un heraldo —, príncipe de la Fortaleza Roja de Desembarco del Rey, hijo del príncipe Maekar de Refugio Estival, de la casa Targaryen, nieto de nuestro señor Daeron II el Bueno, rey de los ándalos, los rhoynar y los primeros hombres y señor de los Siete Reinos.

Aerion llevaba en el escudo un dragón de tres cabezas, pintado con colores mucho más vivos que el de Valarr: las tres cabezas eran, respectivamente, naranja, amarilla y roja, y las llamas que salían de sus bocas tenían el brillo del pan de oro. Su sobreveste era un remolino de tonos grises y rojos, y su escudo negro estaba rematado por llamas rojas.

Después de una pausa para bajar la lanza ante el príncipe Baelor —tan breve que quedó en un mero formulismo—, el recién llegado galopó hacia el norte del campo sin detenerse en los pabellones de lord Leo y la Tormenta que Ríe. Sólo redujo el paso al aproximarse a la tienda del príncipe Valarr. El Príncipe Joven se levantó y quedó apostado con rigidez en la proximidad de su escudo. Por unos instantes Dunk albergó la certeza de que Aerion se proponía tocarlo, pero el nuevo contendiente rio y pasó de largo. Su borne acabó en los rombos de ser Humfrey Hardyng.

—¡Salga, salga, pequeño caballero! —dijo con voz clara y potente—. Llegó la hora de enfrentar al dragón.

Ser Humfrey inclinó la cabeza con frialdad hacia su contrincante, mientras le traían el caballo. Montó en él sin mirar a Aerion, se ciñó el yelmo y asió la lanza y el escudo. Los dos caballeros ocuparon sus puestos bajo la silenciosa mirada del público. Dunk oyó el ruido metálico con que caía la visera del príncipe Aerion. Sonó el clarín.

Tras un arranque lento, ser Humfrey fue ganando rapidez; su enemigo, en cambio, espoleó con fuerza al corcel rojo. Egg volvió a juntar las piernas.

—¡Mátalo! —exclamó de pronto—. ¡Mátalo, que ya lo tienes! ¡Mátalo, mátalo, mátalo!

La lanza del príncipe Aerion, con punta de oro y franjas rojas, naranjas y amarillas en el asta, apuntó hacia el suelo. “Demasiado bajo”, pensó Dunk nada más verlo, “necesita levantarla o en lugar de a ser Humfrey le dará al caballo”. Entonces, con incipiente horror, empezó a sospechar que Aerion no tenía la menor intención de elevarla. “No puede ser que quiera…”

Viendo con ojos enloquecidos lo que se le venía encima, el corcel de ser Humfrey trató de apartarse en el último momento. Demasiado tarde. La lanza de Aerion se clavó justo encima de la pieza que cubría el esternón del animal y salió por el otro lado del cuello con un chorro de sangre roja. El caballo se derrumbó con un chillido y su caída lateral hizo pedazos la barrera. Ser Humfrey quiso zafarse, pero se le quedó un pie en el estribo. Se le oyó gritar, la pierna apresada entre la barrera rota y el corcel.

El prado de Vado Ceniza se llenó de gritos. Varios hombres corrieron al centro para liberar a ser Humfrey, pero los detuvieron las coces del caballo agonizante. Aerion, que había seguido hasta el final del pasillo con despreocupación, dio la vuelta a su caballo y regresó al galope. También gritaba, pero los relinchos del caballo, casi humanos, impidieron a Dunk entender lo que decía. El príncipe saltó a tierra, desenvainó la espada y se acercó a su contrincante caído. Tuvieron que retenerlo sus propios escuderos, con la ayuda de uno de los de ser Humfrey. Egg se retorció sobre los hombros de Dunk.

—¡Déjame bajar! —decía—. ¡Pobre caballo! ¡Déjame bajar!

Dunk también se sentía mareado. Se preguntó qué habría hecho él si a Trueno le hubiera ocurrido lo mismo. Un soldado remató al corcel de ser Humfrey con un hacha y dio fin a los atroces chillidos. Dunk dio media vuelta y se fraguó camino por la densa multitud. Una vez en campo abierto bajó a Egg de sus hombros. El niño tenía puesta la capucha y los ojos rojos.

—Sí, es un espectáculo horrible —le dijo Dunk al niño—, pero los escuderos deben ser fuertes. Me temo que en otros torneos verás accidentes mucho peores.

—No fue accidente —dijo Egg con labios temblorosos—. Aerion lo hizo a propósito. Tú lo viste.

Dunk frunció el entrecejo. A él también le había parecido, pero resultaba difícil aceptar la existencia de caballeros tan poco caballerosos, y más cuando se trataba de alguien del linaje del dragón.

—Me ha tocado ver a algún caballero más verde que la hierba en verano y que ha perdido el control de su lanza —dijo con obstinación—. No se hable más. Me parece que por hoy no habrá más justas. Ven, chiquillo.

Dunk tenía razón en lo segundo. Una vez remediado el caos, faltaba poco para que se escondiera el sol, por lo que lord Ashford suspendió el torneo. Al caer la noche cien antorchas iluminaron la hilera de puestos de venta. Dunk se compró un cuerno de cerveza y medio para el niño, que seguía con los ánimos por el suelo. Durante un rato pasearon, escuchando una briosa melodía tocada por gaitas y tamboriles y viendo un espectáculo de marionetas sobre Nymeria, la reina guerrera dueña de diez mil navíos. Las titiriteras sólo tenían dos, pero eso no les impidió escenificar una batalla naval electrizante. Dunk quiso preguntar a Tanselle si había terminado de pintar su escudo, pero la vio ocupada. “Esperaré a que termine el trabajo”, decidió. “Quizá entonces tenga sed.”

—Ser Duncan —dijo alguien tras él—. ¡Ser Duncan! —de repente Dunk se acordó de que era él—. Lo vi hace unas horas entre el público, con este niño en hombros —dijo Raymun Fossoway, mientras se acercaba sonriente—. En realidad habría sido difícil no verlo.

—Es mi escudero. Egg, te presento a Raymun Fossoway.

Dunk tuvo que empujarlo y ni siquiera entonces el niño alzó la cabeza. Masculló un saludo con la mirada fija en las botas de Raymun.

—Encantado, muchacho —dijo Raymun con desenvoltura—. ¿Por qué no subió a la tribuna, ser Duncan? Está abierta a todos los caballeros.

Dunk se encontraba a gusto entre el pueblo llano y la servidumbre. Lo incomodaba la idea de hacerse un lugar entre nobles, damas y terratenientes.

—Me alegro de no haber visto la última justa más de cerca.

Raymun hizo una mueca.

—Y yo. Lord Ashford declaró vencedor a ser Humfrey y le concedió el corcel del príncipe Aerion, pero no podrá seguir. Se rompió la pierna en dos secciones. El príncipe Baelor envió a su propio maestre para curarlo.

—¿Lo sustituirá algún otro caballero?

—Lord Ashford tenía la intención de ceder su puesto a lord Caron o al otro ser Humfrey, el que peleó tan bien con Hardyng, pero el príncipe Baelor le dijo que, dadas las circunstancias, no estaría bien desmontar el pabellón de ser Humfrey y retirar su escudo. Me parece que seguirán con cuatro paladines.

“Cuatro paladines”, pensó Dunk. “Leo Tyrell, Lyonel Baratheon, Tybolt Lannister y el príncipe Valarr.” Lo visto aquel día era indicio suficiente de las pocas probabilidades que tendría contra los tres primeros. Por lo tanto, sólo quedaba…

“Un caballero errante no puede desafiar a un príncipe. Valarr es segundo en la sucesión al Trono de Hierro. Es hijo de Baelor Rompelanzas y lleva la sangre de Aegon el Conquistador, el Joven Dragón y el príncipe Aemon. Yo sólo soy un niño al que encontró el viejo en el Lecho de Pulgas, detrás de un tenderete de comida.”

Tan sólo de pensarlo le dolía la cabeza.

—¿A quién piensa desafiar su primo? —preguntó a Raymun.

—Puestos a escoger, y como da lo mismo, eligió a ser Tybolt. Forman buena pareja. De todos modos mi primo sigue todas las justas con atención. Si se diera el caso de que mañana por la mañana alguien fuera herido o diera señales de fatiga o debilidad, cuente con que Steffon se apresurará a tocar su escudo. Nunca lo han acusado de exceso de caballerosidad —con una risa palió la mordacidad de sus palabras—. ¿Le parece que tomemos un vaso de vino, ser Duncan?

—Tengo un asunto pendiente —dijo Dunk, a quien incomodaba la idea de aceptar una invitación sin poder corresponderla.

—Si lo deseas me quedo y traigo el escudo cuando haya terminado el espectáculo —dijo Egg—. Dentro de un rato contarán la historia de Symeon Ojos de Estrella y volverán a sacar el dragón.

—Ya lo ve: asunto solucionado. Vamos, que el vino espera —dijo Raymun—. Además, es del Rejo. ¿Cómo rechazarlo?

Dunk, que se había quedado sin excusas, no tuvo más remedio que marcharse con el joven y dejar a Egg con las marionetas. Encima del pabellón dorado donde Raymun servía a su primo flotaba la manzana de la casa de Fossoway. Tras él, sobre un pequeño fuego, dos criados vertían miel y hierbas aromáticas sobre un cabrito.

—Si tiene hambre también hay comida —dijo Raymun con despreocupación, mientras sostenía la tela para que entrara Dunk. El interior estaba iluminado por un brasero, que aseguraba una calidez agradable. Raymun sirvió dos copas de vino—. Dicen que Aerion está enfadado con lord Ashford por haberle entregado su caballo a ser Humfrey —comentó entretanto —, pero seguro que fue consejo de su tío.

Ofreció a Dunk una de las copas.

—El príncipe Baelor es un hombre de honor.

—¿Y no lo es el Príncipe Brillante? —Raymun se rio—. No se ponga tan nervioso, ser Duncan, que estamos solos. Nadie ignora que Aerion es una mala pieza. Demos gracias a los dioses porque quede muy abajo en la línea sucesoria.

—¿En verdad cree que mató al caballo a propósito?

—¿Existe alguna razón para dudarlo? De haber estado presente el príncipe Maekar, tenga por seguro que las cosas habrían sido distintas. Cuentan que delante de su padre Aerion es todo sonrisas y caballerosidad. En cambio, en su ausencia…

—Noté que la silla del príncipe Maekar estaba vacía.

—Se marchó de Vado Ceniza en busca de sus hijos, con Roland Crakehall, de la Guardia Real. Circulan rumores sobre unos caballeros bandidos que acechan la región, pero soy del parecer de que el príncipe sufre una de sus borracheras.

Era un vino excelente, afrutado y sabroso como no lo había probado Dunk en su vida. Se lo dejó un momento en la boca.

—¿De qué príncipe habla? —preguntó después de tragar.

—Del heredero de Maekar. Se llama Daeron, como el rey. Le dicen Daeron el Borracho, pero nunca en presencia de su padre. También lo acompañaba el benjamín. Salieron juntos de Refugio Estival, pero no han llegado a Vado Ceniza —Raymun apuró la copa y la dejó a un lado—. ¡Pobre Maekar!

—¿Pobre? —dijo Dunk, sorprendido—. ¿Pobre el hijo del rey?

—Hijo, sí, pero sólo el cuarto —puntualizó Raymun—. Menos valiente que el príncipe Baelor, menos listo que el príncipe Aerys y menos cortés que el príncipe Rhaegel. Ahora, para colmo, debe aguantar que sus hijos queden eclipsados por los de su hermano. Daeron es un borracho, Aerion un cruel y un vanidoso, el tercero prometía tan poco que lo entregaron a la Ciudadela para que lo hicieran maestre, y el menor…

—¡Ser Duncan! —era Egg, que entró sin aliento; se le había bajado la capucha y sus ojos, oscuros y grandes, reflejaban la luz del brasero—. ¡Corre, que la está maltratando!

Dunk se levantó con dificultad y sorpresa.

—¿Quién maltrata a quién?

—¡Aerion! —dijo el niño—. ¡A ella, la titiritera! ¡Deprisa!

Giró sobre sus talones y volvió a la oscuridad del prado. Dunk hizo ademán de seguirlo, pero Raymun lo sujetó por el brazo.

—Ser Duncan, dijo que era Aerion. De la casa real. Tenga cuidado.

Dunk supo que el consejo era atinado y que lo mismo le habría dicho el viejo, pero no podía acatarlo. Se zafó de Raymun y salió de la tienda. Oyó gritos en los puestos de venta. Egg se había alejado tanto que apenas lo distinguía. Dunk corrió tras él y la longitud de sus piernas le permitió acortar distancias en un parpadeo.

En torno a las titiriteras se había formado una pared de espectadores. Dunk se abrió paso ignorando sus protestas. Un soldado con librea real le cerró el camino, pero Dunk le puso en el pecho una de sus grandes manos y lo hizo caer sobre el trasero mediante un simple empujón.

La caseta de las titiriteras había sido derribada. La dorniense gruesa lloraba, sentada en el suelo. Otro soldado sujetaba los hilos de Florian y Jonquil para que les prendiera fuego un compañero. Había tres soldados más que abrían arcones, sacaban marionetas y las destrozaban a pisotones. La figura del dragón estaba hecha pedazos a sus pies: por aquí un ala, por allá la cabeza, la cola en tres trozos… En medio de todo el príncipe Aerion, con jubón rojo de terciopelo y largas mangas con festones, retorcía el brazo de Tanselle con ambas manos. La chica imploraba piedad de rodillas, pero Aerion, sordo a sus quejas, le abrió una mano a la fuerza y se apoderó de un dedo. Dunk, estupefacto, no daba crédito de lo que veía. De repente oyó un crujido y un grito de Tanselle.

Uno de los hombres de Aerion trató de detenerlo, pero salió volando. En tres zancadas Dunk agarró al príncipe del hombro y lo obligó a retroceder. Se había olvidado de todo: la espada, la daga, las enseñanzas del viejo… Su puño levantó del suelo a Aerion, que recibió en pleno abdomen la punta de una bota. Cuando Aerion trataba de alcanzar el puñal, Dunk le pisó la muñeca y le dio otra patada, esta vez en la boca. De no ser por los hombres del príncipe, que se lanzaron sobre él, lo habría matado a patadas. Lo sujetaron dos soldados, uno de cada brazo, mientras otro le daba puñetazos en la espalda. Bastaba con librarse de uno para que acudieran dos más.

Al fin lograron derribarlo y lo clavaron en el suelo por los brazos y las piernas.

El príncipe se tocó la boca ensangrentada.

—Me aflojaste un diente —se quejó—. Por lo tanto, empezaremos por romperte los tuyos —se apartó el pelo de los ojos—. Tu cara me suena.

—Me confundió con un mozo de cuadra.

Aerion sonrió.

—Sí, ya recuerdo. Te negaste a tomar mi caballo. ¿Por qué te buscas la muerte? ¿Por esta puta? —acurrucada en el suelo, Tanselle se tomaba la mano lisiada. Aerion la empujó con el pie—. Dudo que lo merezca, porque es una traidora. El dragón nunca pierde.

“Está loco”, pensó Dunk, “pero no deja de ser hijo de un príncipe, y piensa matarme”. Tuvo ganas de rezar, pero no sabía ninguna oración completa y tampoco había tiempo. Ni siquiera para tener miedo.

—¿No tienes nada más que decir? —preguntó Aerion—. Me aburres —volvió a tocarse la boca ensangrentada—. Wate, trae un martillo y pártele los dientes —ordenó—; luego lo abriremos en canal y le enseñaremos el color de sus entrañas.

—¡No! —exclamó una voz de niño—. ¡No le hagan nada!

“¡El niño!”, pensó Dunk. “¡Qué valiente y qué insensato!” Intentó librarse de sus captores, pero era imposible.

—¡Calla, niño estúpido! ¡Corre o acabarás mal!

—No —Egg se acercó—. Si me hacen algo tendrán que responder ante mi padre. Y mi tío. He dicho que lo suelten. Wate, Yorkel, ustedes me conocen. Cumplan mis órdenes.

Dunk notó que le soltaban un brazo y después el otro. Vio retroceder a los soldados sin entender nada. Hubo uno que incluso se arrodilló. A continuación los espectadores dejaron paso a Raymun Fossoway. Su primo ser Steffon, que lo seguía a pocos pasos, ya había desenvainado la espada. Iban acompañados por media docena de soldados con la manzana roja bordada en el pecho. El príncipe Aerion no les hizo el menor caso.

—¡Criatura insolente! —dijo a Egg y escupió sangre a los pies del niño—. ¿Qué te pasó en el pelo?

—Me lo corté, hermano —dijo el niño—. No quería parecerme a ti.

El segundo día de torneo amaneció nublado, con rachas de viento del oeste. “Con este tiempo lo lógico es que haya menos público”, pensó Dunk. Habría sido más fácil encontrar sitio cerca de la valla. “Egg podría haberse sentado en la barandilla y yo de pie, a sus espaldas.”

Sin embargo, Egg tendría que sentarse en la tribuna, vestido de seda y pieles; en cuanto a Dunk, su visión quedaría limitada por los cuatro muros de la celda donde lo habían encerrado los hombres de lord Ashford. Aun así, en cuanto salió el sol se sentó como pudo al lado de la ventana y miró con tristeza la ciudad, el prado y el bosque. Le habían quitado su cinturón de cuerda, junto con la espada y la daga que pendían de él. También su dinero. Confió en que Egg o Raymun se acordaran de Castaño y Trueno.

—Egg —murmuró.

Su escudero, un niño pobre recogido en las calles de Desembarco del Rey. Jamás ningún caballero había hecho un ridículo mayor. “Dunk el necio, más duro de entendimiento que traspasar el muro de un castillo, y más lento que un uro”.

No lo habían dejado hablar con Egg desde que los soldados de lord Ashford los habían prendido a todos en el puesto de marionetas. Tampoco con Raymun, Tanselle ni el propio lord Ashford. Se preguntó si volvería a verlos, ya que era muy posible que lo dejaran morir en esa celda. “¿Qué esperabas?”, se preguntó con amargura. “Derribaste al hijo de un príncipe y le diste una patada en la cara.”

Bajo aquel cielo gris los espléndidos ropajes de señores de alta cuna y esforzados paladines no se mostrarían tan vistosos como el día anterior. El sol, estorbado por las nubes, no acariciaría sus yelmos de acero ni haría destellar los adornos de oro y plata de sus armaduras. Aun así Dunk deseó hallarse entre el público y presenciar las justas. Sería un buen día para los caballeros errantes, hombres con simple cota de malla y caballos sin barda.

Al menos alcanzaba a escuchar. Los clarines eran nítidos y de vez en cuando se oían los gritos de la multitud, señal de alguna caída, puesta en pie o hazaña de especial bravura. También se adivinaba el galope de los caballos y, muy de vez en cuando, un choque de espadas o la rotura de una lanza. Dunk siempre daba un respingo al oír lo último, porque le recordaba el ruido del dedo de Tanselle al ser roto por Aerion. También había sonidos más cercanos: pasos al otro lado de la puerta, ruido de cascos en el patio y voces desde las murallas. En ocasiones impedían oír el torneo. Dunk supuso que eso era preferible.

“Los caballeros errantes son los más auténticos, Dunk”, le había dicho el viejo mucho tiempo atrás. “Los otros sirven a señores que los mantienen o les han dado tierras; nosotros, en cambio, viajamos a nuestro antojo y sólo nos ponemos al servicio de causas en las que creemos. Todos los caballeros juran proteger a los débiles y los inocentes, pero yo soy del parecer de que nosotros somos los más fieles a ese voto.” Dunk quedó sorprendido por la nitidez con que lo recordaba. Eran palabras que casi había olvidado, y en sus últimos días probablemente el viejo tampoco se acordara demasiado de ellas.

Pasó la mañana y empezó la tarde. El rumor del torneo se iba diluyendo. El crepúsculo empezó a filtrarse en la celda, pero Dunk seguía sentado junto a la ventana, contemplando la incipiente oscuridad y tratando de ignorar su estómago vacío.

De pronto oyó pisadas y el tintineo de unas llaves de metal. Se levantó justo cuando se abría la puerta. Irrumpieron dos centinelas, uno de ellos con una lámpara de aceite, seguidos por un criado con una bandeja de comida. El último en entrar fue Egg.

—Dejen la lámpara y la bandeja y salgan —ordenó.

Obedecieron, aunque Dunk se fijó en que dejaban entreabierta la pesada puerta de madera. El olor a comida lo hizo constatar lo famélico que estaba. Había pan con miel, un cuenco de puré de chícharos y una brocheta de cebollas asadas y carne muy cocida. Se sentó al lado de la bandeja, rompió la hogaza de pan con las manos y se metió un trozo en la boca.

—No hay cuchillo —observó—. ¿Temen que te ataque?

—No me lo dijeron —Egg llevaba un jubón ajustado de lana negra, ceñido a la cintura y con mangas largas forradas de raso rojo. La pechera estaba adornada con el dragón de tres cabezas de la casa Targaryen—. Dice mi tío que debo pedirte humildemente perdón por haberte engañado.

—Tu tío —dijo Dunk—. Es decir, el príncipe Baelor.

El niño parecía abatido.

—Yo no quería mentir.

—Pues lo hiciste, y en todo. Empezando por tu nombre, porque nunca he oído hablar de ningún príncipe Egg.

—Es un diminutivo de Aegon. Me lo puso mi hermano, que ahora está en la Ciudadela, aprendiendo a ser maestre. A veces también me llaman así Daeron y mis hermanas.

Dunk cogió la brocheta y mordió un trozo de carne. Era cordero, con alguna especia que desconocía, reservada a los ricos. La grasa goteó por su barbilla.

—Aegon —repitió—. Claro, cómo no. Igual que Aegon el Dragón. ¿Cuántos reyes ha habido con el nombre de Aegon?

—Cuatro —contestó el niño—. Cuatro Aegon.

Dunk masticó, tragó y arrancó otro trozo de pan.

—¿Por qué lo hiciste? ¿Para reírte de un tonto caballero errante?

—No —el niño estaba a punto de llorar, pero aguantó como todo un hombre—. Tenía que ser escudero de Daeron, que es mi hermano mayor. Aprendí lo necesario para hacerlo bien, pero Daeron no es demasiado buen caballero, y como no quería participar en el torneo, al salir de Refugio Estival despistó a su escolta. En vez de dar media vuelta siguió directo hasta Vado Ceniza, pensando que sería el último lugar donde nos buscarían. Él me rapó, a sabiendas que mi padre enviaría soldados en nuestra búsqueda. Daeron tiene el pelo normal, entre castaño y rubio, y no destaca, pero yo lo tengo igual que Aerion y mi padre.

—La sangre del dragón —dijo Dunk—. Lo sabe todo el mundo: cabello rubio plateado y ojos violetas.

“Siempre tan duro de entendimiento.”

—Sí. Por eso me afeitó Daeron. Quería que nos escondiéramos hasta el final del torneo, pero me confundiste con un mozo de cuadra y… —Bajó la mirada—. A mí me daba igual que Daeron participara o no, pero quería ser escudero de alguien. Lo lamento, ser. De veras que lo lamento.

Dunk lo miró, pensativo. Él también sabía qué era desear algo incluso al extremo de no retroceder ante la peor de las mentiras.

—Hasta ayer creía que eras como yo —dijo —, y quizá tuviera razón, pero no como pensaba.

—Aún tenemos en común ser de Desembarco del Rey —dijo el niño, esperanzado.

Dunk no se aguantó la risa.

—Sí, tú de arriba, de la Colina Alta de Aegon, y yo de abajo.

—No hay tanta distancia, ser.

Dunk tomó un trozo de cebolla.

—¿Debo tratarte de usted? ¿De excelencia? ¿Cómo?

—En la corte sí, ser —admitió el niño—, pero en las demás ocasiones, si lo prefieres, puedes seguir llamándome Egg.

—¿Qué harán conmigo, Egg?

—Mi tío desea verte cuando termines de comer.

Dunk apartó la bandeja y se levantó.

—Pues ya terminé. Después de dar una patada a un príncipe en la boca, no pienso hacer esperar a otro.

Lord Ashford había cedido sus aposentos al príncipe Baelor. Fue, pues, a las estancias del señor del castillo, a donde lo condujo Egg —“No, Aegon”: tendría que acostumbrarse—. Baelor leía a la luz de una vela de cera de abeja. Dunk se arrodilló ante él.

—De pie —dijo el príncipe—. ¿Le apetece vino?

—Como guste, excelencia.

—Sirve a ser Duncan una copa del tinto dulce de Dorne, Aegon —ordenó el príncipe—. E intenta no echárselo encima, que bastante lo has perjudicado ya.

—No lo hará, excelencia —dijo Dunk—. Es un buen chico y un buen escudero. Además, sé que no me deseaba ningún mal.

—No es imprescindible quererlo para hacerlo. Al ver el trato de su hermano hacia aquellas titiriteras, Aegon debería haber acudido a mí, no a usted. Con ello no le hizo ningún favor. En cuanto a su reacción… Es posible que yo la hubiera compartido, pero soy príncipe del reino, no caballero errante. Motivos al margen, nunca es prudente golpear al nieto de un rey cuando está furioso.

Dunk, muy serio, asintió con la cabeza. Egg le ofreció una copa de plata rebosante de vino, que aceptó y de la que bebió un sorbo.

—¡Odio a Aerion! —dijo Egg con vehemencia—. Además, tío, no tuve más remedio que avisar a ser Duncan porque el castillo quedaba demasiado lejos.

—Aerion es tu hermano —dijo el príncipe con firmeza—, y los septones dicen que debemos amar a nuestros hermanos. Ahora déjanos solos, Aegon. Quiero hablar con ser Duncan en privado.

El niño dejó el frasco de vino e inclinó la cabeza con rigidez.

—Como mande, excelencia.

Salió por la puerta de los aposentos y la cerró con suavidad.

Baelor Rompelanzas escrutó los ojos de Dunk durante largo rato.

—Permítame una pregunta, ser Duncan: ¿hasta qué punto es un buen caballero? ¿Cuál es, con franqueza, su dominio de las armas?

Dunk no supo qué contestar.

—Ser Arlan me enseñó a usar la espada y el escudo, y a lancear con blancos fijos.

El príncipe Baelor parecía preocupado por la respuesta.

—Hace unas horas que mi hermano Maekar volvió al castillo. Encontró a su heredero borracho en una posada, a un día a caballo en dirección al sur. Él jamás lo admitiría, pero tengo para mí que su esperanza secreta era ver a sus hijos llevándose la palma del torneo por encima de los míos. Lo cierto es que lo han avergonzado, pero ¿qué puede hacer él? Son sangre de su sangre. Maekar está enfadado y necesita un blanco para sus iras. Lo ha escogido a usted.

—¿A mí? —dijo Dunk, acongojado.

—Aerion ya lo convenció y no puede decirse que Daeron le haya sido de gran ayuda. Para excusar su propia cobardía, le contó a mi hermano que a Aegon se lo llevó un ladrón de gran estatura con el que se encontró de modo inesperado en el camino. Temo, señor mío, que lo hayan identificado con ese ladrón. Según el cuento de Daeron, durante estos días ha estado persiguiéndolo sin descanso para rescatar a su hermano.

—Pero Egg dirá la verdad. Perdón, Aegon.

—Sí, no lo dudo —repuso el príncipe Baelor—, aunque a él también se le conoce más de una mentira. No es necesario que se lo diga. ¿A cuál de sus hijos dará crédito mi hermano? En cuanto a las titiriteras, Aerion hará que parezcan culpables de alta traición. El dragón es el emblema de la casa real. Representar a uno decapitado, con aserrín rojo brotando del cuello… En fin. No dudo de su inocencia, pero pecaron de imprudentes. Aerion lo presenta como un ataque velado contra la casa Targaryen, una incitación a rebelarse, y es muy probable que Maekar se muestre de acuerdo. Mi hermano es de talante susceptible, y como Daeron lo ha decepcionado tanto, tiene puestas sus esperanzas en Aerion —el príncipe tomó un sorbo de vino y dejó la copa—. Más allá de lo que crea o deje de creer mi hermano, hay algo indiscutible: le puso las manos encima a un representante del linaje del dragón. Se trata de un delito por el que debe ser juzgado y castigado.

—¿Castigado?

A Dunk no le agradó la palabra.

—Aerion quiere su cabeza, con o sin dientes. Le prometo que no la tendrá, pero lo que no puedo negarle es un juicio. Dado que mi padre, el rey, se halla a cien leguas de aquí, se impone que mi hermano y yo presidamos su juicio en compañía de lord Ashford, en cuyos dominios nos encontramos, y de lord Tyrell de Altojardín, de quien es vasallo. La última vez que se declaró culpable a un hombre de golpear a alguien de sangre real, se decretó que perdiera la mano autora del golpe.

—¿Mi mano? —exclamó Dunk, horrorizado.

—Y también el pie. ¿O no es verdad que lo pateó?

Dunk se había quedado sin habla.

—Como es natural, exhortaré al resto de los jueces a la compasión. Soy la mano del rey, heredero del trono, y mi palabra goza de cierta autoridad. También la de mi hermano, por desgracia. He ahí el peligro.

—Pero… —dijo Dunk—. Pero excelencia… No… No lo hacían por traición. Sólo era un dragón de madera, sin nada que ver con príncipes reales.

Eso habría querido decir, pero se había quedado sin palabras. Nunca habían sido su fuerte.

—No obstante, hay otra posibilidad —dijo con calma el príncipe Baelor—. Ignoro cuál de las dos sea preferible, pero le recuerdo que cualquier caballero acusado de un delito tiene el derecho de exigir un juicio por combate. Le pregunto una vez más: ser Duncan el Alto, ¿cuál es, con franqueza, su dominio de las armas?

–Un juicio de siete —dijo sonriente el príncipe Aerion—. Hasta donde entiendo estoy en mi derecho.

El príncipe Baelor tamborileó, ceñudo, en la mesa. A su izquierda, lord Ashford asintió con lentitud.

—¿Por qué? —quiso saber el príncipe Maekar, inclinado hacia su hijo—. ¿Temes enfrentarte a solas con este caballero errante para que los dioses decidan si son ciertas tus acusaciones?

—¿Miedo? —dijo Aerion—. ¿Miedo yo de alguien así? No seas absurdo, padre. Pienso en mi querido hermano. También Daeron ha sido ofendido por el tal ser Duncan y goza del derecho a ser el primero en derramar su sangre. El juicio de siete nos permitiría enfrentarnos a los dos con él.

—Ahórrame tus favores, hermano —murmuró Daeron Targaryen. El hijo mayor del príncipe Maekar presentaba un aspecto todavía más penoso que en su encuentro con Dunk en la posada. En esta ocasión parecía sobrio y no había manchas de vino en su jubón rojinegro, aunque tenía los ojos inyectados en sangre y una fina capa de sudor le cubría la frente—. Me satisfaré con aplaudirte cuando mates al rufián.

—Eres demasiado amable, hermano del alma —dijo el príncipe Aerion, deshecho en sonrisas—, pero sería egoísta negarte el derecho a demostrar la verdad de tus palabras con peligro de tu cuerpo. Debo insistir en que se celebre un juicio de siete.

Dunk se sentía desorientado.

—Excelencia, señores —dijo hacia el estrado—, no entiendo nada. ¿Qué es un juicio de siete?

El príncipe Baelor cambió de postura, en señal de que estaba incómodo.

—Se trata de otra forma de juicio por combate, una forma antigua y poco usada. Cruzó el mar Angosto con los ándalos y sus siete dioses. En todos los juicios por combate el acusador y el acusado piden a los dioses que decidan su pleito. Los ándalos creían que si en cada bando luchaban siete caballeros, habría más posibilidades de que los dioses, al verse honrados, intervinieran en la consecución de un resultado justo.

—O sólo les gustaba usar la espada —dijo lord Leo Tyrell con una sonrisa cínica—. Poco importa. El caso es que ser Aerion está en su derecho y deberá ser un juicio de siete.

—¿Y deberé luchar contra siete hombres? —preguntó Dunk, desesperado.

—No a solas —se impacientó el príncipe Maekar—. No se haga el tonto, que de poco le servirá. Deben luchar siete contra siete. Necesitará encontrar a seis caballeros para que peleen a su lado.

“Seis caballeros”, pensó Dunk. Tanto daban seis como seis mil. Él no tenía hermanos, primos ni antiguos camaradas ligados a él por mil y una batallas. ¿Qué motivo tendrían seis extraños para arriesgar sus vidas en la defensa de un caballero errante contra dos príncipes reales?

—Excelencia, señores —dijo —, ¿qué ocurre si no hay nadie que tome mi partido?

Maekar Targaryen lo miró con frialdad.

—Si la causa es justa, habrá hombres que la defiendan. Si no encuentra a nadie, señor mío, significará que es culpable. ¿Hay cosa más clara?

Dunk nunca se había sentido tan solo como al salir del castillo de Ashford y oír el chirrido del rastrillo a sus espaldas. Caía una llovizna suave, liviana como el rocío, pero el contacto del agua lo hizo tiritar. Al otro lado del río los pocos pabellones donde seguían encendidas las hogueras aparecían circundados por un halo de luz. Supuso que la noche estaría en su tramo final. En pocas horas lo encontraría el alba. “Y con el alba vendrá la muerte.”

Pese a haber recuperado su espada y sus monedas, cruzó el río con pensamientos lúgubres. Se preguntó si esperarían que saliera huyendo a lomos del primer caballo. Nada se lo impedía. A partir de entonces ya no sería caballero, sino un simple forajido a la espera del día en que algún noble lo atrapara y le cortara la cabeza. “Más vale morir caballero que vivir así”, pensó con tozudez. Pasó junto al palenque vacío, mojado hasta las rodillas. Casi todos los pabellones estaban oscuros. Sus dueños dormían, pero quedaban algunas velas dispersas. Oyó gemidos y gritos de placer en una carpa, y se preguntó si moriría sin haber conocido mujer.

Entonces oyó el relincho de un caballo y supo con certeza que era Trueno. Cambió la dirección de sus pasos y corrió hasta encontrarlo atado junto con Castaño, al lado de un pabellón circular iluminado por un vago resplandor dorado. El estandarte del poste central estaba mojado, pero Dunk discernió la curva oscura de la manzana de los Fossoway. Se parecía a la esperanza.

–Juicio por combate —suspiró Raymun—. ¡Por todos los dioses, Duncan! Eso significa lanzas de guerra, hachas de batalla… ¿Se da cuenta de que las espadas tendrán filo?

—Raymun el Reticente —se burló su primo, ser Steffon, cuya capa de lana amarilla estaba sujeta por una manzana de oro y granates—. No temas, primo, que es un combate entre caballeros, y como tú no lo eres, tu pellejo no peligra. Disponga al menos de un Fossoway, ser Duncan. Del maduro. Vi a la perfección lo que Aerion les hizo a aquellas titiriteras, y estoy de su lado.

—Y yo —dijo Raymun, enfadado—. Sólo quería decir…

Lo interrumpió su primo.

—¿Qué otros caballeros luchan en nuestro bando, ser Duncan?

Dunk mostró las palmas con desesperanza.

—No conozco a nadie más. Sólo a ser Manfred Dondarrion, que no quiso responder de mi condición de caballero. Mucho menos querrá arriesgar su vida.

Ser Steffon no pareció afectado.

—En tal caso necesitamos a cinco hombres más que sepan pelear. Por fortuna mis amistades no se reducen a cinco. Leo Longthorn, la Tormenta que Ríe, lord Caron, los Lannister, ser Otho Bracken… Ah, y los Blackwood, aunque es imposible hacer coincidir en el mismo bando a los Blackwood y los Bracken. Iré a hablar con algunos de ellos.

—Se tomarán a mal que los despiertes —objetó su primo.

—Tanto mejor —declaró ser Steffon—. Enojados lucharán con mayor denuedo. Confíe en mí, ser Duncan. Primo, si amanece y no he vuelto, tráeme mi armadura y haz lo necesario para tenerme ensillado y embardado a Cólera. Nos reuniremos en el cercado de los retadores —ser Steffon rio—. Preveo una jornada memorable.

Su expresión, al salir de la tienda, casi era de alegría. No así la de Raymun.

—Cinco caballeros —dijo con voz sorda al quedarse a solas con Dunk—. No quisiera ir contra sus esperanzas, Duncan, pero…

—Si su primo consiguiera a los hombres a los que se refirió…

—¿A Leo Espinalarga? ¿A la Bestia de Bracken? ¿A la Tormenta que Ríe? —Raymun se levantó—. No pongo en duda que los conozca, pero sí que tal conocimiento sea recíproco. Para Steffon esto es una oportunidad para adquirir renombre, pero usted se juega la vida. Debería buscar usted mismo a sus hombres. Yo lo ayudaré. Más vale que sobren paladines a que falten —oyó algo fuera y giró la cabeza—. ¿Quién va?

Primero entró un niño y después un hombre delgado con una capa negra mojada.

—¡Egg! —Dunk se puso de pie—. ¿Qué haces aquí?

—Soy tu escudero —dijo el niño—. Necesitarás a alguien que te arme, ser.

—¿Sabe tu padre que saliste del castillo?

—¡Ni lo quieran los dioses!

Daeron Targaryen abrió la fíbula y dejó caer la capa de sus hombros estrechos.

—¡Usted! ¿Qué locura es ésta de venir aquí? —Dunk desenfundó la daga—. Debería clavársela en la tripa.

—Es probable —admitió el príncipe Daeron—, aunque personalmente preferiría una copa de vino. Míreme las manos.

Tendió una, que temblaba.

Dunk se acercó a él con mirada iracunda.

—¿Qué me importan sus manos? Mintió sobre mí.

—¡De alguna manera debía justificar el paradero de mi hermano menor ante mi padre! —repuso el príncipe. Después se sentó, en nada intimidado por Dunk y su cuchillo—. A decir verdad, ni siquiera me había dado cuenta de que se hubiera marchado. No estaba en el fondo de mi copa de vino, el único lugar donde miraba…

Suspiró.

—Ser —intervino Egg—, mi padre piensa sumarse a los siete acusadores. He intentado disuadirlo, pero no me escucha. Dice que es la única manera de rescatar el honor de Aerion y el de Daeron.

—Que yo sepa —dijo con amargura el príncipe Daeron— nunca le pedí a nadie que rescate mi honor. Quien lo tenga, que se lo quede. Pero en fin, aquí estamos. No sé si es un gran consuelo, ser Duncan, pero de mí no debe temer nada. Lo único que me gusta menos que los caballos son las espadas. Pesan mucho y cortan una barbaridad. En la primera carga me esforzaré por mantener las apariencias, pero a partir de allí… Digamos que podría darme una buena lanzada a un lado del yelmo. Que haga ruido, pero no demasiado. No sé si me entienda. En cuestión de luchas, bailes, ideas y libros mis hermanos me llevan la delantera, pero no hay ninguno que me iguale en el arte de quedarse inconsciente en el barro.

Dunk se sintió impelido a mirar al príncipe con fijeza y preguntarse si pretendía tomarle el pelo.

—¿A qué vino?

—A avisarle lo que se avecina —dijo Daeron—. Mi padre ha ordenado a la Guardia Real que luche de su lado.

—¿La Guardia Real? —dijo Dunk, consternado.

—Sólo a los tres que están aquí. Por fortuna el tío Baelor dejó a los otros cuatro en Desembarco del Rey, con nuestro abuelo, el rey.

Egg pronunció sus nombres.

—Ser Roland Crakehall, ser Donnel del Valle Oscuro y ser Willem Wylde.

—No tienen elección —dijo Daeron—. Juraron proteger las vidas del rey y la familia real, y mis hermanos y yo somos del linaje del dragón.

Dunk contó con los dedos.

—Ya son seis. ¿Quién es el séptimo?

El príncipe Daeron se encogió de hombros.

—Ya se las arreglará Aerion para encontrar a alguien. En caso de necesidad comprará a un paladín. Si algo le sobra es oro.

—¿Tú de quién dispones? —preguntó Egg.

—Del primo de Raymun, ser Steffon.

Daeron hizo una mueca.

—¿Sólo uno?

—Ser Steffon salió en busca de unos amigos.

—Yo puedo conseguirte gente —dijo Egg—. Caballeros.

—Egg —dijo Dunk—, lucharé con tus hermanos.

—Sí, pero a Daeron no le harás ningún daño —dijo el niño—. Acaba de decirte que se tirará al suelo. En cuanto a Aerion… Recuerdo que de pequeño venía a mi dormitorio en plena noche y me ponía el cuchillo entre las piernas. Decía que le sobraban hermanos varones y que acaso alguna noche me convirtiera en hermana porque así podríamos casarnos. Además, tiró a mi gato al pozo. Él lo niega, pero es un mentiroso.

El príncipe Daeron se encogió cansinamente de hombros.

—El niño no miente, no: Aerion es un verdadero monstruo. Se cree un dragón en forma humana. Por eso se enojó tanto con las titiriteras. Lástima que no sea de la familia Fossoway, porque entonces se creería manzana y todos estaríamos más tranquilos. En fin, qué se le va a hacer… —se agachó para recoger la capa caída y le sacudió la lluvia—. Debo volver al castillo en secreto antes de que mi padre se extrañe de que tarde tanto en afilar la espada. Antes, sin embargo, me gustaría decirle algo a solas, ser Duncan. ¿Salimos a dar un paseo?

La primera reacción de Dunk fue de desconfianza.

—Como guste, excelencia —enfundó la daga—. Debo ir a buscar mi escudo.

—Egg y yo buscaremos caballeros —prometió Raymun.

El príncipe Daeron se ató la capa al cuello y se puso la capucha. Dunk salió con él a la llovizna. Caminaron hacia los carromatos de los mercaderes.

—Soñé con usted —dijo el príncipe.

—Eso dijo en la posada.

—¿De veras? Pues era cierto. Mis sueños no son como los suyos, ser Duncan. Los míos son reales. Me dan miedo, y usted me da miedo. Soñé con usted y con un dragón muerto: una bestia enorme, con alas tan inmensas que cubrían todo este prado. Se le había ido encima, pero usted estaba vivo y el dragón, muerto.

—¿Yo lo había matado?

—Lo ignoro, pero ahí estaban los dos, usted y el dragón. Antaño los Targaryen éramos señores de dragones. Ahora no queda ninguno, pero sí nosotros. Yo no quiero morir. El motivo sólo lo conocen los dioses, pero así es. Le pido pues un favor: asegúrese de que al que mate sea a mi hermano Aerion.

—Yo tampoco quiero morir —dijo Dunk.

—No seré yo el que lo mate. Retiraré mi acusación, pero de nada servirá si no hace lo propio Aerion —el príncipe suspiró—. Es posible que mi mentira sea la causa de su muerte. Lamentaría que así fuera. Sé que estoy condenado a alguna clase de infierno, donde sospecho que no habrá vino.

Sintió un escalofrío. A continuación se separaron, debajo de una lluvia fresca y lenta.

Los vendedores habían dejado sus carromatos en el borde occidental del prado, al pie de un bosquecillo de abedules y fresnos. Bajo esos mismos árboles, Dunk contempló con impotencia el espacio vacío donde había estado el carro de los titiriteros. “Se marcharon.” Era la confirmación de sus temores. “Si no fuera tan duro de entendimiento, yo también huiría.” Se preguntó cómo conseguir otro escudo. Tal vez le alcanzaría el dinero, siempre que hubiera alguno en venta.

—¡Ser Duncan! —lo llamó alguien en la oscuridad. Al volverse reconoció a Pate con una linterna de hierro en la mano. Llevaba una capa corta de cuero; desnudo de cintura para arriba, exhibía la negra pelambrera de su torso y sus brazos—. Si vienes en busca del escudo, me lo dejó la chica —miró a Dunk de arriba a abajo—. Dos manos y dos pies. ¿Así que será un juicio por combate?

—Un juicio de siete. ¿Cómo lo adivinaste?

—Pues… Podrían haberte dado besos y un feudo, pero no parecía lo más probable. En caso contrario te faltaría algún miembro. Sígueme.

El carro del armero se reconocía con facilidad por la espada y el yunque pintados en un costado. Dunk entró detrás de Pate. El armero colgó la linterna en un gancho, se quitó la capa mojada sin ayuda de las manos y se pasó una túnica de tela basta por la cabeza. Después abatió una tabla sujeta con bisagras a la pared, que servía de mesa.

—Siéntate —dijo, y acercó a Dunk un taburete.

Así lo hizo Dunk.

—¿A dónde se marcharon?

—Iban hacia Dorne. El tío de la muchacha es un hombre prudente. Lo mejor es esfumarse, y así el dragón no se acuerda de ti. Tampoco le pareció conveniente que ella se quedara a verte morir —Pate fue al fondo del carro, revolvió en la oscuridad y reapareció con el escudo—. El marco era de acero viejo y barato. Estaba oxidado y se rompía con facilidad. Te confeccioné uno nuevo con el doble de grosor, y puse cintas en el reverso. Ahora pesará más, pero también será más resistente. La pintura es de la chica.

Dunk no esperaba un trabajo de tanta calidad. Hasta a la luz de la linterna aparecían vivos los colores del crepúsculo. El árbol se veía alto, fuerte y noble. La estrella fugaz era una pincelada luminosa en un cielo rojizo. No obstante, al verlo de cerca tuvo la impresión de que había un error. en lugar de pasar, la estrella caía. ¿Qué emblema era aquél? ¿Caería él con la misma rapidez? Además, el crepúsculo anuncia la llegada de la noche.

—Debería haberme quedado con el cáliz —dijo entristecido—. Al menos tenía alas para salir volando, y ser Arlan decía que la copa estaba llena de fe, compañerismo y cosas buenas para beber. Parece que este escudo representa la muerte.

—El olmo está vivo —señaló Pate—. ¿Ves lo verdes que son las hojas? Sin duda es un follaje de verano. Además, he visto escudos con calaveras, lobos y cuervos; hasta con ahorcados y cabezas ensangrentadas, y sirvieron bien a sus dueños. Éste también lo hará. ¿Conoces la cancioncita del escudo? “Protéjanme, roble y hierro…”

—“…o acabaré en el infierno” —terminó Dunk. Hacía muchos años que no se acordaba de ella. Tiempo atrás se la había enseñado el viejo—. ¿Cuánto te debo por el marco nuevo y las correas? —preguntó a Pate.

El armero se rascó la barba.

—Por tratarse de ti, una moneda de cobre.

Al despuntar en el oriente los primeros albores casi no llovía, pero el agua había hecho su trabajo. Los hombres de lord Ashford habían retirado las barreras y el prado era como una gran ciénaga, mezcla de barro y hierbas arrancadas. Dunk se encaminó hacia el palenque en compañía de Pate. En sus pies se enroscaban volutas de niebla parecidas a serpientes.

La tribuna empezaba a llenarse de nobles y damas que se arrebujaban en sus capas para protegerse del frío matinal. También acudía el pueblo llano, en forma de cientos de personas alineadas a lo largo de las vallas.

“¡Cuánto público para verme morir!”, pensó Dunk con amargura, pero los juzgaba mal.

—¡Buena suerte! —exclamó una mujer a pocos pasos.

Un anciano se acercó para darle la mano.

—Que los dioses le den fuerza —dijo.

A continuación, un hermano mendicante de hábito marrón y desgastado bendijo su espada, y una joven le dio un beso en la mejilla. “Están de mi lado.”

—¿Por qué? —preguntó a Pate—. ¿Qué ven en mí?

—A un caballero que recordó sus votos —respondió el armero.

Encontraron a Raymun fuera del recinto de los retadores, en el extremo sur del palenque, donde esperaba con los caballos de su primo y Dunk. Trueno soportaba mal el peso de la barda. Pate la examinó y dijo que era de buena calidad, aunque la hubiera forjado otra persona. Dunk se alegró de tenerla, aunque desconociera su procedencia.

Entonces vio a los otros: un tuerto de barba entrecana y un joven caballero con sobreveste de rayas amarillas y negras y colmenas en el escudo. “Robyn Rhysling y Humfrey Beesbury”, pensó con asombro, “y también ser Humfrey Hardyng”. Este último iba montado en el corcel rojo de Aerion, cuya barda había sustituido por la suya, de rombos rojos y blancos.

Fue hacia ellos.

—¿Cómo les pagaré esta deuda?

—Es Aerion el que está en deuda —repuso ser Humfrey Hardyng —, y pretendemos hacérsela pagar.

—Me dijeron que tenía la pierna rota.

—Y no le mintieron —dijo Hardyng—. No puedo caminar, pero mientras esté en condiciones de montar podré combatir.

Raymun llamó a Dunk.

—Esperaba que Hardyng quisiera la revancha sobre Aerion —dijo—, y así ha sido. Da la casualidad de que el otro Humfrey es cuñado suyo. Ser Robyn es cosa de Egg, que lo conoce de otros torneos. Son cinco, por lo tanto.

—Seis —dijo Dunk con cara de sorpresa, señalando a alguien: un caballero entraba en el recinto, seguido de un escudero que tiraba del caballo—. La Tormenta que Ríe —ser Lyonel, que superaba por una cabeza a ser Raymun y casi igualaba la estatura de Dunk, llevaba una sobreveste de brocado con el ciervo coronado de la casa Baratheon, y sostenía el yelmo con astas bajo el brazo. Dunk le tendió la mano—. Ser Lyonel, no hay palabras suficientes para agradecerle su presencia, ni a ser Steffon por haberlo traído.

—¿Ser Steffon? —ser Lyonel quedó perplejo—. El que vino a buscarme fue su escudero, Aegon. El mío quiso ahuyentarlo, pero el niño se le metió entre las piernas y derramó una copa de vino encima de mi cabeza —rio—. ¿Sabía que hace más de cien años que no se celebra un juicio de siete? Por nada del mundo me habría perdido la oportunidad de pelear contra los caballeros de la Guardia Real y de paso retorcerle la nariz al príncipe Maekar.

—Seis —dijo Dunk a ser Raymun con tono esperanzado, mientras ser Lyonel se unía los demás—. Seguro que su primo traerá al que falta.

La multitud prorrumpió en gritos. Al norte del prado, entre la niebla del río, se acercaba al trote una columna de caballeros. La encabezaban los tres de la Guardia Real, que parecían fantasmas con sus armaduras esmaltadas de blanco y sus largas capas del mismo color. Hasta sus escudos eran por completo blancos, como recién nevados. Tras ellos iban el príncipe Maekar y sus hijos. Aerion montaba un caballo pinto que a cada paso dejaba entrever por la coraza destellos grises, anaranjados y rojos. El corcel de su hermano era zaino, más pequeño, acorazado, con escamas negras y doradas. El yelmo de Daeron llevaba una pluma verde de seda. No obstante, el aspecto más sobrecogedor lo ofrecía su padre: en los hombros, la cimera y la espalda llevaba sendos colmillos de dragón, negros y curvos. La maza con pinchos sujeta a su silla de montar era un arma de aspecto tan mortífero que Dunk no recordaba haber visto otra igual.

—¡Seis! —exclamó Raymun de repente—. Sólo son seis.

Dunk vio que era cierto. “Tres caballeros negros y tres blancos. También les falta un hombre.” ¿Sería posible que Aerion no hubiera hallado al séptimo? ¿Qué significaba? ¿Lucharían seis contra seis, en caso de que ninguno encontrara al séptimo? Mientras trataba de resolver el enigma, Egg apareció a su lado.

—Es hora de que te pongas la armadura, señor.

—Gracias, escudero. Si eres tan amable…

Pate ayudó al niño. Cota de malla, gola, grebas, guantelete, cofia, bragueta de armar… Luego de comprobar tres veces la firmeza de cada hebilla y cada cierre, lo convirtieron en un ser metálico. Sentado, ser Lyonel afilaba su espada con piedra de amolar, mientras los Humfreys hablaban en voz baja, ser Robyn rezaba y Raymun Fossoway se paseaba inquieto, preguntándose por el paradero de su primo.

Cuando llegó ser Steffon, Dunk estaba del todo armado.

—¡Raymun! —dijo—. Mi cota de malla, por favor.

Se había puesto un jubón acolchado para llevar por debajo del peto.

—Ser Steffon —dijo Dunk—, ¿qué hay de sus amigos? Para ser siete necesitamos a otro caballero.

—Temo que necesitaremos a dos —dijo ser Steffon.

Raymun le enlazó la parte trasera de la cota.

—¿Dos, dice?

Dunk no entendía.

Ser Steffon cogió un guantelete de excelente acero, metió la mano izquierda y flexionó los dedos.

—Yo veo a cinco —dijo, mientras Raymun le ataba el cinturón—. Beesbury, Rhysling, Hardyng, Baratheon y usted.

—Y usted —dijo Dunk—. Es el sexto.

—Yo soy el séptimo —dijo ser Steffon, sonriendo—, pero del otro bando. Lucho con el príncipe Aerion y los acusadores.

Raymun, que estaba a punto de entregar el yelmo a su primo, quedó en suspenso.

—¡No!

—Sí —ser Steffon se encogió de hombros—. Seguro que ser Duncan comprenderá. Tengo un deber para con mi príncipe.

—Le dijiste que se fiara de ti.

Raymun se había puesto blanco.

—¿De veras? —ser Steffon tomó el yelmo de manos de su primo—. Sin duda fui sincero en el momento de decirlo. Traeme mi caballo.

—Ve a buscarlo tú —dijo Raymun, furioso—. Si crees que estoy dispuesto a tomar parte en algo así es que eres tan necio como vil.

—¿Vil? —ser Steffon chasqueó la lengua—. Vigila esa lengua, Raymun. Los dos somos manzanas del mismo árbol y tú eres mi escudero. ¿No habrás olvidado tus votos?

—No. ¿Y tú los tuyos? Juraste ser un caballero.

—Antes de que acabe el día habré dejado de ser un simple caballero para convertirme en lord Fossoway. Me gusta cómo suena.

Sonriente, se puso el otro guantelete, dio media vuelta y cruzó el recinto en dirección a su caballo. Los demás defensores lo miraban con desprecio, pero ninguno intentó detenerlo.

Dunk vio que ser Steffon llegaba al otro lado del prado. Apretó los puños, pero tenía la garganta demasiado agarrotada para hablar. “De todos modos la gente de esa calaña no se inmuta por nada.”

—Ármeme caballero —Raymun puso una mano en el hombro de Dunk y lo hizo dar la vuelta—. Ocuparé el lugar de mi primo. Ármeme caballero, ser Duncan.

Se apoyó en una rodilla.

Ceñudo, Dunk puso la mano en el puño de la espada, pero vaciló.

—Raymun… No estaría bien.

—Es necesario. Sin mí sólo son cinco.

—Tiene razón —dijo ser Lyonel Baratheon—. Hágalo, ser Duncan. Todo caballero cuenta con el derecho de armar a otro.

—¿Duda de mi valor? —preguntó Raymun.

—No —dijo Dunk —, por supuesto que no, pero…

Aún titubeaba.

Una fanfarria hizo temblar la neblina. Egg llegó corriendo.

—Lo llama lord Ashford, ser.

La Tormenta que Ríe sacudió la cabeza con impaciencia.

—Vaya, ser Duncan. Yo me ocuparé de armar a Raymun —deslizó la espada fuera de la vaina y apartó a Dunk con el hombro—. Raymun de Fossoway —pronunció con solemnidad, tocando al escudero en el hombro derecho con la hoja—, en el nombre del Guerrero le ordeno ser valiente —la espada se trasladó del hombro derecho al izquierdo—. En el nombre del Padre le ordeno ser justo —de nuevo al derecho—. En el nombre de la Madre le ordeno defender a los jóvenes y los inocentes —izquierdo—. En el nombre de la Doncella le ordeno proteger a las mujeres…

Dunk los dejó en aquel punto, con una mezcla de alivio y culpabilidad. “Aún nos falta uno”, pensó, mientras Egg le sujetaba a Trueno. “¿Dónde encontraré a otro hombre?” Dio la vuelta al caballo y trotó hacia la tribuna, donde aguardaba lord Ashford. El príncipe Aerion fue a su encuentro desde el lado norte.

—Ser Duncan —dijo en tono alegre—, parece que sólo tiene cinco paladines.

—Seis —dijo Duncan—. Ser Lyonel está armando caballero a Raymun Fossoway. Lucharemos seis contra siete.

Conocía casos de victorias con una desventaja mucho mayor. Sin embargo, lord Ashford sacudió la cabeza.

—No está permitido, señor. Si no halla a otro caballero que se ponga de su lado, se le declarará culpable de los delitos que se le imputan.

“Culpable”, pensó Dunk. “Culpable de haber aflojado un diente, y por ese delito debo morir.”

—Le pido unos instantes, mi señor.

—Concedidos.

Se desplazó por la valla. La tribuna estaba repleta de caballeros.

—Nobles señores —exclamó—, ¿hay alguien aquí que recuerde a ser Arlan del Árbol de la Moneda? Yo fui su escudero y servimos a más de uno de los presentes. Comimos en sus mesas y dormimos en sus salas —en la fila superior vio a Manfred Dondarrion—. Ser Arlan fue herido al servicio de su padre —lejos de prestarle atención, el caballero dijo algo a la dama de al lado y Dunk no tuvo más remedio que seguir—. Lord Lannister, en cierta ocasión ser Arlan lo derribó en un torneo —el León Gris se miró los guantes, sin intención de levantar la vista—. Era un hombre bueno y me enseñó las artes de la caballería. No sólo la espada y la lanza, sino el honor. Decía que los caballeros defienden a los inocentes. Es lo único que he hecho. Necesito a otro caballero que luche de mi lado. Sólo uno. ¿Lord Caron? ¿Lord Swann?

Lord Swann contestó con una risa disimulada al comentario que le susurraba lord Caron al oído.

Dunk tiró de las riendas a la altura de ser Otho Bracken y bajó la voz.

—Ser Otho, sus dotes guerreras son de todos conocidas. Le ruego que se una a nosotros. Se lo ruego en nombre de los dioses antiguos y de los nuevos. Mi causa es justa.

—Quizá —dijo la Bestia de Bracken, que al menos tuvo la cortesía de responder—, pero es suya, no mía. Yo a usted no lo conozco, joven.

Dunk, abatido, dio media vuelta a Trueno e hizo varias pasadas ante las hileras de hombres fríos y pálidos, hasta que la desesperación le arrancó un grito.

—¿No hay aquí caballeros de verdad?

Por única respuesta obtuvo el silencio.

Al fondo del prado se oyó la risa del príncipe Aerion.

—¡Del dragón nadie se burla! —exclamó.

Entonces se oyó otra voz.

—Yo lucharé en el bando de ser Duncan.

La niebla del río se abrió para dar paso a un corcel negro, montado por un jinete del mismo color. Dunk vio el escudo del dragón y la cimera de tres cabezas esmaltada de rojo. “El Príncipe Joven. Válganme los dioses. ¿De verdad que es él?”

Lord Ashford cometió el mismo error.

—¿Príncipe Valarr?

—No, mi señor —el caballero negro levantó su visera—. Como no había previsto participar en las justas, no traje armadura. Mi hijo tuvo la bondad de prestarme la suya.

El príncipe Baelor sonrió casi con tristeza.

Dunk vio que entre los acusadores reinaba el desconcierto. El príncipe Maekar espoleó su montura.

—¿Perdiste el juicio, hermano? —señaló a Dunk con un dedo cubierto de malla—. Este hombre atacó a mi hijo.

—Este hombre —replicó el príncipe Baelor— protegió a los débiles, como es el deber de cualquier caballero que se precie. Que decidan los dioses si tuvo o no razón.

Tiró de las riendas para girar el descomunal caballo negro de batalla de Valarr y trotó hacia el sur del prado. Dunk lo siguió a lomos de Trueno y los demás defensores se congregaron alrededor: Robyn Rhysling, ser Lyonel y los Humfreys. “Excelentes caballeros, pero ¿serán bastante buenos?”

—¿Y Raymun?

—Ser Raymun, con su permiso —el joven llegó a medio galope, sonriendo forzadamente bajo el yelmo emplumado—. Le pido disculpas, ser. Me vi obligado a introducir ciertos cambios en mi escudo de armas, a fin de no ser confundido con mi poco honorable primo —mostró a todos el escudo. El campo de oro seguía como antes; también la manzana de los Fossoway seguía en su lugar, pero ya no era roja, sino verde—. Me temo que aún no estoy maduro, pero mejor verde que agusanado, ¿verdad?

Ser Lyonel se rio y Dunk no pudo reprimir una sonrisa. Hasta el príncipe Baelor parecía complacido.

El septón de lord Ashford, que se había colocado frente a la tribuna, alzó su copa de cristal y llamó a todos a oración.

—Escúchenme todos —dijo Baelor en voz baja—: en la primera carga los acusadores irán armados con pesadas lanzas de batalla. Son de fresno, con una longitud de seis codos, protegidas con cintas contra las roturas y dotadas de una punta de acero bastante afilada para que el peso de un corcel le permita horadar una armadura.

—Nosotros usaremos las mismas —dijo ser Humfrey Beesbury.

A sus espaldas el septón invocaba a los Siete, pidiéndoles que juzgaran aquel pleito y otorgaran la victoria a los caballeros cuya causa fuera justa.

—No —dijo Baelor—. Nosotros lucharemos con lanzas de torneo.

—Están hechas para romperse —objetó Raymun.

—Sí, pero tienen nueve codos de longitud. Si nosotros damos en el blanco, ellos no podrán tocarnos. Apunten al yelmo o al peto. En los torneos es galante romper la lanza contra el escudo del enemigo, pero aquí significaría la muerte. Si logramos derribarlos y seguir montados, la ventaja será nuestra —miró a Dunk—. En caso de que usted muera, ser Duncan, se considerará que los dioses lo han juzgado culpable y finalizará el combate. Lo mismo ocurrirá si mueren sus dos acusadores o retiran sus acusaciones. En cualquier otro caso, para que acabe el juicio deben morir o rendirse los siete caballeros de un bando u otro.

—El príncipe Daeron no luchará —dijo Dunk.

—O en todo caso lo hará mal —dijo ser Lyonel, divertido—. En contrapartida tenemos como oponentes a tres de las Espadas Blancas.

Baelor se lo tomó con calma.

—Fue un error de mi hermano ordenar a la Guardia Real que luche por su hijo. Su voto les prohíbe herir a un príncipe de sangre real. Contamos con la fortuna de que yo lo sea —esbozó una sonrisa—. Si logran alejarme de los otros, la Guardia Real corre por mi cuenta.

—¿Se ajusta a caballería lo que dice, excelencia? —preguntó ser Lyonel Baratheon, mientras el septón daba fin a su plegaria.

—Nos lo harán saber los dioses —dijo Baelor Rompelanzas.

El prado de Vado Ceniza estaba sumido en un silencio profundo y expectante.

A cien varas, el corcel de Aerion relinchaba de impaciencia y piafaba en el barro. En comparación, Trueno estaba muy quieto. Era un caballo más viejo, veterano de medio centenar de batallas, y sabía qué se esperaba de él. Egg entregó el escudo a Dunk.

—Que los dioses te acompañen, ser —dijo el muchacho.

La visión del olmo y la estrella fugaz dio ánimos a Dunk, que metió el brazo por la correa y apretó con fuerza con la mano. “Protéjanme, roble y hierro, o acabaré en el infierno.” Pate le trajo la lanza, pero Egg insistió en que él debía ser el que la pusiera en manos de Dunk.

Los otros caballeros levantaron las suyas y se distribuyeron a ambos lados de Dunk. A su derecha estaba el príncipe Baelor y a su izquierda ser Lyonel, pero la estrechez de la ranura limitaba su visión a lo que se encontraba justo delante. Desaparecida la tribuna, invisible el público apretujado contra la valla, sólo quedaba el campo embarrado, la niebla lechosa en movimiento, el río, la ciudad y el castillo al norte, y el príncipe con su corcel gris, llamas en el yelmo y dragón en el escudo. Dunk lo vio tomar de manos de su escudero una lanza de batalla de seis codos y color negro. “Si puede, me la clavará en el corazón.”

Sonó un clarín.

Por un instante brevísimo, y a pesar de que todos los caballos ya habían salido al galope, Dunk guardó la misma inmovilidad que una mosca en ámbar. Se sintió atravesado por una punzada de pánico y pensó enloquecidamente: “Se me olvidó todo. Me cubriré de vergüenza y lo perderé todo.”

Trueno lo salvó. El corcel castaño conocía mejor que su amo el protocolo e inició un trote lento. Al fin se impuso la instrucción de Dunk, que dio al caballo un suave toque de espuelas y bajó la lanza. Al mismo tiempo levantó el escudo hasta cubrirse casi toda la mitad izquierda del cuerpo y le imprimió el ángulo necesario para desviar los golpes. “Protéjanme, roble y hierro, o acabaré en el infierno.”

Los gritos del público se escuchaban distantes como el oleaje. Trueno pasó de trotar a galopar y adquirió tal rapidez que Dunk apretó las mandíbulas en forma inconsciente. Cargó todo su peso en los estribos, tensó las piernas y dejó que el cuerpo participara del movimiento del caballo. “Soy Trueno y Trueno es yo; somos un solo animal; estamos unidos y somos uno.” En el interior del yelmo el aire se había calentado tanto que casi le impedía respirar.

En un torneo habría tenido al contrincante a mano izquierda, detrás de la barrera, y se habría visto forzado a pasar la lanza por encima del cuello de Trueno, en un ángulo que propiciaba la rotura de la madera. Aquello, sin embargo, no era un torneo, sino un juego mortal. A falta de barreras que los separaran, los corceles cargaban de frente. El del príncipe Baelor, grande y negro, era mucho más veloz que Trueno. Dunk lo vio galopar a través de la ranura. A los demás, más que verlos los intuía. “No tienen importancia. Sólo la tiene Aerion. Sólo él.”

Vio al dragón aproximarse. Los cascos del corcel gris del príncipe Aerion salpicaban barro. Dunk miró ensancharse las fosas nasales del animal. La lanza negra seguía apuntando hacia arriba. El caballero que sostiene la lanza en alto y apunta en el último momento siempre corre el riesgo de bajarla demasiado. Eso le había dicho el viejo. Con la suya, Dunk apuntó al centro del peto del príncipe. “Mi lanza forma parte de mi brazo”, se dijo. “Es mi dedo, un dedo de madera. Sólo necesito tocarlo con mi largo dedo de madera.”

Se esforzó en no ver la punta acerada de la lanza negra de Aerion, que a cada paso del caballo aumentaba de tamaño. “El dragón”, pensó. “Mira el dragón.” La gran bestia de tres cabezas, alas rojas y aliento de fuego dorado cubría el escudo del príncipe. “No”, recordó de pronto Dunk, “sólo tienes que mirar en el momento del golpe”. Por desgracia su lanza ya se había desviado. Intentó corregirlo, pero era demasiado tarde. Vio que la punta chocaba contra el escudo de Aerion y se clavaba entre dos cabezas de dragón, con lo que arrancó un pedazo de fuego pintado. El sordo crujido fue acompañado por la sensación de que Trueno retrocedía, acusando con temblores la fuerza del impacto. Justo después notó un choque tremendo en el flanco. Los caballos colisionaron con gran violencia y arrancaron a las bardas un ruido metálico. Trueno tropezó y Dunk perdió la lanza. Después se alejó de su enemigo, aferrado a la silla con desesperación para no caer. Trueno resbaló en el barro y Dunk sintió ceder las patas posteriores. Después de varios resbalones el corcel cayó con dureza sobre los cuartos traseros.

—¡Arriba! —rugió Dunk, hincando las espuelas—. ¡Arriba, Trueno!

El viejo corcel recuperó el equilibrio.

Dunk sintió un dolor agudo bajo las costillas y un peso en el brazo izquierdo. Con su lanza, Aerion había atravesado roble, lana y acero. Del costado de Dunk pendían dos codos de fresno astillado y durísimo hierro. Desplazó la mano derecha, tomó la lanza justo debajo de la punta, apretó los dientes y se la sacó de un solo y brutal estirón. Un chorro de sangre se filtró por la malla y manchó la sobreveste. El mundo se volvió borroso y Dunk estuvo a punto de caer. Con vaguedad, a través del dolor, oyó su nombre en varias bocas. Su precioso escudo ya no servía de nada. Lo arrojó al suelo, roble y estrella fugaz, y con él la lanza rota. Al desenvainar la espada sintió un dolor tan extremo que no se sintió capaz de manejarla.

Hizo que Trueno dibujara un círculo para ver qué ocurría en el resto del prado. Ser Humfrey Hardyng se aferraba al cuello de su montura y parecía malherido. El otro ser Humfrey yacía inmóvil en un charco de sangre y barro, con una lanza clavada en la entrepierna. Dunk vio que el príncipe Baelor, cuya lanza seguía intacta, derribaba del caballo a un miembro de la Guardia Real. Era el segundo caballero blanco en caer. También el príncipe Maekar había sido desmontado. El jinete restante de la Guardia Real esquivaba a ser Robyn Rhysling.

“¡Aerion! ¿Dónde está Aerion?” En ese momento oyó un ruido de cascos y giró la cabeza con brusquedad. Trueno relinchó y dio coces inútiles, justo cuando el corcel gris de Aerion se abalanzaba sobre él a todo galope.

Esta vez no hubo posibilidad alguna de evitar la caída. Dunk perdió la espada y vio acercarse el suelo. El impacto lo sacudió hasta los huesos y le provocó un dolor tan atroz que sollozó. Por unos instantes no pudo hacer otra cosa que quedarse tendido, con sabor a sangre en la boca. “Dunk el necio. ¡Él que ya se veía caballero!” Supo que si no volvía a levantarse estaba muerto. No podía respirar, y menos ver. La rendija del yelmo se le había llenado de barro. Logró levantarse a ciegas y quitarse el barro con el guantelete. “Así está mejor.”

Vislumbró entre los dedos el vuelo de un dragón y una bola con púas que daba vueltas al final de una cadena. Acto seguido le pareció que se le hacía añicos la cabeza.

Al abrir los ojos volvía a estar en el suelo, esta vez de espaldas. Encima sólo había un cielo oscuro y gris. Le dolía la cara y sentía la fría presión del metal en la mejilla y la sien. “Me partió la cabeza y estoy muriendo.” Lo peor era que los otros morirían con él: Raymun, el príncipe Baelor y el resto. “Les fallé. No soy ningún paladín. Ni siquiera soy un caballero errante. No soy nada.” Se acordó de cuando el príncipe Daeron se había jactado de ser el mejor en quedarse inconsciente en el barro. “No conoce a Dunk, el necio.” Peor que el sufrimiento era la vergüenza.

El dragón apareció encima de él. Tenía tres cabezas y llameantes alas rojas, amarillas y naranjas. Se reía.

—¿Ya moriste, caballero patán? —preguntó—. Implora merced, reconoce tu culpa y quizá me conforme con una mano y un pie. Ah, y los dientes, pero ¿qué importan unos dientes? Seguro que alguien como tú puede vivir años a base de puré de chícharos —volvió a reírse—. ¿No? Pues cómete esto.

La bola con púas dio varias vueltas contra el cielo y cayó sobre Dunk con la rapidez de una estrella fugaz.

Dunk rodó por el suelo.

No supo de dónde sacaba las fuerzas, pero las encontró. Golpeó las piernas de Aerion, le sujetó el muslo haciendo pinza, lo derribó en el barro entre maldiciones y se le puso encima. “¡Que juegue ahora con su maldita bola!” El príncipe intentó golpear a Dunk en la cabeza con el borde del escudo, pero el yelmo, aunque maltrecho, resistió el impacto. Aerion era fuerte, pero más su contrincante, además de superarlo en estatura y peso. Dunk sujetó el escudo con las dos manos y lo retorció hasta romper las correas. Luego lo usó para golpear en repetidas ocasiones el yelmo del nieto del rey, hasta destrozar las llamas de su cimera. El escudo, hecho de roble con refuerzo de hierro, era más grueso que el de Dunk. Primero se soltó una llama y después la otra. El príncipe se quedó sin llamas mucho antes de que Dunk se quedara sin golpes.

Aerion acabó por soltar el mango de su bola, inútil ya, y quiso echar mano del puñal de su cintura. Logró desenvainarlo, pero a Dunk le bastó un golpe de escudo certero para arrojar el arma al barro.

“A ser Duncan el Alto podría vencerlo, pero no a Dunk del Lecho de Pulgas.” El viejo le había enseñado el manejo de la lanza y de la espada, pero aquella clase de pelea la había aprendido mucho antes, en oscuros callejones y pasajes sinuosos. Soltó el escudo abollado y levantó la visera del yelmo de Aerion.

Recordó el comentario de Pate sobre la vulnerabilidad de las viseras. El príncipe apenas oponía resistencia. Sus ojos violáceos estaban llenos de pavor. Dunk sintió el impulso repentino de reventarle uno entre los dedos del guantelete, como una simple uva, pero habría sido poco caballeresco.

—¡Ríndase! —exclamó.

—Me rindo —susurró el dragón, casi sin mover los labios pálidos.

Dunk lo miró parpadeando, sin dar crédito a lo que acababa de oír. “¿Eso es todo?” Giró la cabeza con lentitud a ambos lados, tratando de ver algo. La ranura del yelmo había quedado parcialmente cerrada por el último golpe, que la había hundido contra el lado izquierdo del rostro. Entrevió al príncipe Maekar con la maza en la mano, tratando de correr hacia su hijo mientras Baelor Rompelanzas lo sujetaba.

Dunk logró ponerse de pie, obligó al príncipe Aerion a levantarse, se deshizo los lazos del yelmo y después de quitárselo lo arrojó a lo lejos. Al instante lo abrumaron visiones y sonidos: gruñidos, palabrotas, los gritos de la multitud, el relincho de un corcel y otro corriendo por el prado sin jinete… Por doquiera chocaban los aceros. Raymun y su primo, ambos a pie, intercambiaban mandobles delante del estrado. Sus escudos eran amasijos de astillas donde apenas se reconocían las manzanas verde y roja. Uno de los caballeros de la Guardia Real se llevaba a rastras a un colega herido. Las armaduras y las capas blancas no permitían diferenciarlos. El tercero estaba en el suelo y la Tormenta que Ríe se había unido al príncipe Baelor contra el príncipe Maekar. Se oía un choque metálico de mazas, hachas y espadas contra yelmos y escudos. Por cada golpe que asestaba, Maekar recibía tres. Dunk vio que no tardaría en caer. “Debo poner fin al combate antes de que haya más muertes.”

El príncipe Aerion se lanzó de súbito hacia el mangual. Dunk le dio una patada en la espalda, lo puso boca abajo, lo tomó por una pierna y empezó a arrastrarlo por el prado. Cuando llegó a la tribuna donde estaba sentado lord Ashford, el Príncipe Brillante tenía el color marrón de una letrina. Dunk lo obligó a ponerse de pie y le propinó una fuerte sacudida, que salpicó de barro a lord Ashford y la hermosa doncella.

—¡Dígalo!

Aerion Llama Brillante escupió hierba y tierra.

—Retiro mi acusación.

Dunk no recordaba si había abandonado el prado por su propio pie o había necesitado ayuda. Le dolía todo el cuerpo, algunas partes más que otras. Recordó haberse preguntado: “¿Ahora soy un caballero de verdad? ¿Un paladín?”

Egg lo ayudó a quitarse las grebas y la gola. También contribuyeron Raymun y Pate, aunque Dunk estaba demasiado aturdido para diferenciarlos. Se reducían a dedos, pulgares y voces. Eso sí, supo que el que se quejaba era el armero.

—¡Mi armadura! —decía—. ¡Está destrozada, llena de muescas y abolladuras! ¿Para eso tanto esfuerzo? Y lo peor es que ya veo que tendré que romper la cota para quitársela.

—¡Raymun! —dijo Dunk con urgencia, tomando a su amigo de la mano—. ¿Y los demás? ¿Cómo les fue? —tenía que saberlo—. ¿Murió alguno?

—Beesbury —contestó Raymun—. Lo mató Donnel del Valle Oscuro en el primer choque. También ser Humfrey está malherido. Los demás nos encontramos magullados y ensangrentados, pero nada más. Excepto usted.

—¿Y los acusadores?

—A ser Willem Wylde, de la Guardia Real, se lo llevaron inconsciente, y creo haber roto unas costillas a mi primo. ¡O eso espero!

—¿Y el príncipe Daeron? ¿Sobrevivió?

—Una vez derribado por ser Robyn no volvió a levantarse. Es posible que tenga roto un pie, porque su propio caballo lo pisoteó al correr suelto por el prado.

El aturdimiento de Dunk no le impidió sentir un alivio enorme.

—Es decir que el sueño del príncipe sobre la muerte del dragón no era cierto; a menos, claro está, que haya muerto Aerion… Pero sigue vivo, ¿verdad?

—Sí —dijo Egg—. Tú le perdonaste la vida. ¿No lo recuerdas?

—Supongo que sí —el recuerdo del combate empezaba a desdibujarse—. Hay ratos en que me siento como borracho, y otros en que me duele tanto el cuerpo que estoy seguro de morirme.

Lo obligaron a tenderse de espaldas. Mientras los demás hablaban, él se quedó mirando el cielo gris. Como le parecía que aún no era mediodía, se preguntó cuánto habría durado la lucha.

—¡Por todos los dioses! ¡La punta de la lanza clavó las mallas en la carne! —oyó decir a Raymun—. Sólo podremos evitar que se gangrene si…

—Emborráchenlo y echen aceite hirviendo —propuso alguien—. Es lo que hacen los médicos.

—Vino —la voz poseía una tonalidad metálica extraña—. Aceite no, porque lo mataría. Vino hirviendo. Mandaré al maestre Yormwell cuando haya acabado de cuidar a mi hermano.

Dunk tenía junto a él a un caballero de gran estatura, con una armadura negra cubierta de abolladuras y muescas. “El príncipe Baelor.” El dragón rojo de su yelmo había perdido una cabeza, las dos alas y casi toda la cola.

—Excelencia —dijo Dunk —, soy su hombre. Por favor. Su hombre.

—Mi hombre —el caballero negro puso una mano en el hombro de Raymun para no perder el equilibrio—. Necesito buenos caballeros, ser Duncan. El reino…

Arrastraba las sílabas de forma extraña. Quizá se había mordido la lengua.

Dunk estaba muy cansado y le costaba no dormirse.

—Su hombre —murmuró de nuevo.

El príncipe movió la cabeza con lentitud hacia ambos lados.

—Ser Raymun… Mi yelmo, si es tan amable. La visera está… rota, y siento los dedos… como de madera…

—Ahora mismo, excelencia —Raymun cogió con las dos manos el yelmo del príncipe y gruñó—. Ayúdame, maese Pate.

El armero acercó un taburete de montar.

—Está hundido por detrás, excelencia, hacia el lado izquierdo. Se aplastó contra la gola. Buen acero tiene que ser para aguantar un golpe semejante.

—La maza de mi hermano, sin duda —dijo Baelor con voz pastosa—. Es fuerte —hizo una mueca—. Me… siento raro…

—Allá va —Pate retiró el yelmo abollado—. ¡Por todos los dioses! ¡Ay, dioses! ¡Ay, dioses! ¡Ay, dioses!

Dunk vio caer del yelmo algo rojo y húmedo. Se oyó un grito largo y horrible. Contra el cielo gris y oscuro, un príncipe altísimo con armadura negra osciló con medio cráneo. Dunk vio que al otro lado había sangre roja, hueso blanquecino y algo más, una masa entre grisácea y azulada. Por el rostro de Baelor Rompelanzas pasó una expresión peculiar, como una nube delante del sol. Levantó la mano y se tocó la parte posterior de la cabeza con dos dedos y mucha, mucha suavidad. Luego cayó.

Dunk lo sujetó.

—¡Arriba! —dijo, igual que a Trueno en el primer choque—. ¡Arriba!

Luego ya no se acordaba. En cuanto al príncipe, nunca se levantó.

Baelor, de la casa Targaryen, príncipe de Rocadragón, mano del rey, Protector del Reino y heredero del Trono de Hierro de los Siete Reinos de Poniente, tuvo su pira funeral en el patio de armas del castillo de Vado Ceniza, en la orilla norte del río de los Mejillones. A diferencia de otras grandes casas, algunas de las cuales enterraban a sus muertos o los hundían en el frío y verde mar, los Targaryen despedían a los difuntos con letras de fuego, puesto que llevaban la sangre del dragón.

Había sido el mejor caballero de su época, y hubo quien se pronunció a favor de que lo enviaran a la oscuridad con cota y armadura, espada en mano. Al final, sin embargo, prevalecieron los deseos de su padre, Daeron II, de carácter apacible. Cuando Dunk pasó arrastrando los pies junto al féretro del príncipe Baelor, éste llevaba una túnica de terciopelo negro, y bordado en rojo el dragón de tres cabezas. Una cadena de oro macizo le ceñía el cuello. La espada estaba envainada al lado del cadáver, pero lo que sí llevaba era un fino yelmo, de oro, con la visera levantada para no tapar el rostro.

Valarr, el Príncipe Joven, veló el féretro en la capilla ardiente de su padre. Era parecido a él, pero más bajo, más delgado y más apuesto, sin aquella nariz, rota en dos ocasiones, que había prestado a Baelor un aspecto más humano que regio. Valarr tenía el pelo castaño, pero con una mecha plateada. Al verla, Dunk se acordó de Aerion, pero supo que era una comparación injusta. El pelo que volvía a crecer en la cabeza de Egg era tan claro como el de su hermano, y para ser príncipe, Egg era buen chico.

Cuando Dunk se detuvo para dar el pésame, profusamente aderezado con palabras de gratitud, el príncipe Valarr lo miró con unos ojos muy azules.

—Mi padre sólo tenía treinta y nueve años —dijo parpadeando—. Estaba destinado a ser un gran rey, el mayor desde Aegon el Dragón. ¿Cómo es posible que se lo llevaran los dioses y lo dejaran a usted? —acentuó el “usted” y sacudió la cabeza—. Márchese, ser Duncan, márchese.

Dunk, que se había quedado mudo, se alejó cojeando del castillo en dirección al remanso del río. No habría sabido qué responder a Valarr. Los médicos y el vino hirviendo habían sido eficaces y la herida se curaba limpiamente, no sin dejarle una gruesa cicatriz entre el brazo izquierdo y el pezón. No podía ver la herida sin pensar en Baelor. “Me salvó una vez con la espada y otra con la palabra, a pesar de que en ese momento ya fuera hombre muerto.” Un mundo donde moría un gran príncipe por la vida de un caballero errante era un lugar sin sentido. Sentado al pie del olmo, Dunk, taciturno, se miraba el pie.

Horas después, al mirar acercarse a su lugar de acampada a cuatro soldados con librea real, tuvo la certeza de que venían a matarlo. Como estaba demasiado débil para levantar la espada, aguardó con ésta contra el olmo.

—Nuestro príncipe solicita el favor de unas palabras en privado.

—¿Cuál príncipe? —preguntó Dunk con cautela.

—Éste —dijo una voz ruda, que se adelantó al capitán.

Maekar Targaryen salió de detrás del olmo. Dunk se levantó con lentitud. “¿Qué querrá de mí ahora?”

En respuesta a unas señas de Maekar, los soldados protagonizaron una desaparición tan repentina como lo había sido su llegada. El príncipe miró a Dunk con gran detenimiento. Luego se giró, se fue hacia el río y contempló su reflejo en el agua.

—Envié a Aerion a Lys —anunció con brusquedad—. Quizá unos cuantos años en las Ciudades Libres lo cambien para mejor.

Dunk no supo qué decir, porque nunca había estado en las Ciudades Libres. Ni su alegría porque Aerion ya no se encontrara en los Siete Reinos ni su esperanza de que jamás regresara eran adecuadas para decírselas a un padre. Prefirió guardar silencio.

El príncipe Maekar se giró a mirarlo.

—Habrá quien diga que quise matar a mi hermano. Los dioses saben que es falso, pero oiré murmuraciones hasta el día de mi muerte. Además, estoy seguro de que el golpe mortal lo asestó mi maza. Sólo luchó contra tres hombres más: los tres caballeros de la Guardia Real, cuyos votos les prohíben otra cosa que no sea defenderse. Por lo tanto fui yo. Es extraño, pero no recuerdo el golpe que le partió el cráneo. ¿Será una suerte o una maldición? Yo creo que un poco de ambas cosas.

A juzgar por su mirada, el príncipe quería una respuesta.

—No sabría decirlo, excelencia —quizá Dunk hubiera debido odiar a Maekar, pero lo que sentía por él era una extraña compasión—. El mazazo lo asestó usted, pero el príncipe Baelor murió por mí. Por lo tanto, soy tan responsable de su muerte como usted.

—Sí —convino el príncipe—. También usted escuchará murmullos. El rey es anciano. Cuando muera, Valarr subirá al Trono de Hierro en sustitución de su padre. Cada vez que se pierda una batalla o una cosecha, los tontos dirán: “Baelor no lo habría permitido, pero le falló el caballero errante”.

Dunk supo que era cierto.

—Si no hubiera luchado, me habrían cortado la mano y el pie. A veces me siento debajo de este árbol, me miro los pies y me pregunto si no podría haber renunciado a uno. ¿Qué valor tiene uno de mis pies en comparación con la vida de un príncipe? Sin olvidar a los Humfreys, que también eran buenos caballeros.

Aquella misma noche ser Humfrey sucumbió a sus heridas.

—¿Y qué respuesta le da su árbol?

—Ninguna. Al menos no la oigo, pero el viejo, ser Arlan, decía cada anochecer: “A saber qué nos deparará el día de mañana.” Ni él llegó a enterarse ni nosotros lo sabremos. ¿Y si algún día necesito ese pie? ¿Y si llega el día en que lo necesite el reino, en que lo necesite más aún que la vida de un príncipe?

Con la boca apretada tras la barba plateada, que daba una apariencia tan cuadrada a su rostro, Maekar se tomó su tiempo para digerir las palabras de Dunk.

—Lo dudo mucho —dijo con mal tono—. El reino anda sobrado de caballeros errantes, tantos como caminos, y todos tienen pies.

—Si su excelencia tiene una respuesta mejor, me gustaría escucharla.

Maekar frunció el entrecejo.

—Es posible que los dioses tengan querencia por las bromas crueles. O que no haya dioses. Quizá lo ocurrido carezca de sentido. Se lo preguntaría al septón supremo, pero la última vez que le pedí consejo me dijo que las sendas de los dioses escapan a la comprensión de los humanos. Quizá le convenga dormir al pie de un árbol —hizo una mueca—. Parece que mi hijo menor le ha tomado cariño. Es hora de que se haga escudero, pero se niega a servir a otro caballero que no sea usted. Ya se habrá dado cuenta de que es un chiquillo revoltoso. ¿Lo aceptaría a su cargo?

—¿Yo? —Dunk abrió la boca, la cerró y volvió a abrirla—. Egg… Perdón, Aegon… es un buen niño. Pero, excelencia… sé que es un honor, pero… soy un simple caballero errante.

—Puede remediarse —dijo Maekar—. Aegon regresará a mi castillo de Refugio Estival. Si lo desea, hay sitio para usted. Quedará adscrito a mi casa. Me jurará lealtad y Aegon podrá servirle como escudero. Mientras usted lo entrene, mi maestro de armas acabará de formarlo —el príncipe miró a Dunk con picardía—. No dudo que el tal ser Arlan se desviviera por usted, pero le queda mucho por aprender.

—Lo sé, excelencia —Dunk miró alrededor: la hierba verde, los juncos, el olmo frondoso, las ondas que bailaban en la superficie del remanso… Otra libélula volaba sobre el agua, a menos que fuera la misma. “¿Qué eliges, Dunk?”, se preguntó. “¿Libélulas o dragones?” Pocos días atrás habría contestado sin vacilar. Era su gran sueño, pero ahora que lo tenía a su alcance lo asustaba—. Justo antes de la muerte del príncipe Baelor le juré fidelidad.

—Fue una impertinencia —dijo Maekar—. ¿Qué respondió?

—Que el reino necesitaba buenos caballeros.

—Muy cierto. ¿Qué quiere decir?

—Acepto a su hijo como escudero, excelencia, pero no en Refugio Estival, al menos durante uno o dos años. Considero que ya ha visto suficientes castillos. Sólo lo acepto si se me permite llevármelo por los caminos —señaló al viejo Castaño—. Montará en mi penco, llevará mi capa vieja y mantendrá afilada mi espada y limpia mi cota. Dormiremos en posadas y establos, unas veces en las tierras de un señor y otras, si es necesario, bajo los árboles.

La mirada del príncipe Maekar era de incredulidad.

—¿Acaso el juicio le ha reblandecido el cerebro? Aegon es príncipe del reino, y los príncipes no están hechos para dormir en zanjas ni comer tasajo de buey —miró vacilar a Dunk—. ¿Qué tiene miedo de decirme? Hable a su antojo.

—Adivino que Daeron nunca ha dormido en ninguna zanja —dijo Dunk con mucha calma —, y lo más probable es que Aerion sólo se haya alimentado de filetes de buey gruesos y al punto.

Maekar Targaryen, príncipe de Refugio Estival, contempló largamente a Dunk del Lecho de Pulgas, moviendo la mandíbula en silencio bajo la barba de plata. Después dio media vuelta y se alejó sin hablar. Dunk oyó que se marchaba con sus hombres. Después de su partida, el único ruido fue el ligero zumbido de las alas de la libélula al rozar el agua.

El niño llegó a la mañana siguiente, justo al salir el sol. Llevaba botas viejas, pantalones pardos, una túnica de lana del mismo color y una capa gastada de viajero.

—Dice mi padre que debo servirte.

—Que debo servirte, ser —le recordó Dunk—. Empieza por ensillar los caballos. Castaño es para ti, así que trátalo bien. Y que no te encuentre montado en Trueno a menos que yo mismo te lo haya ordenado.

Egg fue en busca de las sillas de montar.

—¿Adónde vamos, ser?

Dunk reflexionó.

—Nunca he cruzado las Montañas Rojas. ¿Se te antoja echar un vistazo a Dorne?

Egg contestó con una sonrisa socarrona.

—Dicen que allí hay buenos titiriteros.

* Libélula en inglés es dragonfly.

** Es decir, “Huevo”. Por tratarse de una abreviación, como se verá más tarde, se prefirió mantener la palabra inglesa. (N. del T.)

*** Con una sola “n”, significa “cisne”.