Acerca de no conocer el griego

 

 

 

 

Pues es vano y necio hablar de conocer el griego, ya que en nuestra ignorancia debiéramos estar entre los últimos de cualquier aula de colegiales, pues no sabemos cómo sonaban las palabras, o dónde exactamente deberíamos reír, o cómo actuaban los actores, y entre este pueblo extranjero y nosotros existe no solo una diferencia de raza y lengua, sino una tremenda brecha en la tradición. Cuánto más extraño, entonces, es que deseemos saber griego, que intentemos conocer el griego, que nos sintamos siempre atraídos hacia el griego y nos estemos formando siempre alguna idea sobre el significado del griego, aunque quién sabe a partir de qué retazos incongruentes, con qué escaso parecido con el verdadero sentido del griego.

Es obvio, en primer lugar, que la literatura griega es la literatura impersonal. Esos pocos cientos de años que separan a John Paston de Platón, a Norwich de Atenas, suponen un abismo imposible de salvar para la vasta marea de palabrería europea. Cuando leemos a Chaucer, nos deslizamos hasta él imperceptiblemente a través de la corriente de las vidas de nuestros ancestros y, más adelante, a medida que los documentos crecen y los recuerdos se prolongan, apenas existe una figura que no tenga un nimbo de asociaciones, su vida y sus cartas, su mujer y su familia, su casa, su carácter, su feliz o sombría catástrofe. Pero los griegos permanecen en una fortaleza propia. El hado ha sido benévolo también en eso. Los ha preservado de la vulgaridad. A Eurípides lo devoraron unos perros; Esquilo murió de una pedrada; Safo saltó de un acantilado. No sabemos de ellos nada más. Tenemos su poesía, y eso es todo.

Pero eso no es, y quizá nunca pueda ser, completamente cierto. Tomemos una obra de Sófocles, leamos:

 

Hijo de Agamenón, el soberano que antaño condujo el ejército contra Troya,1

 

y enseguida la mente empieza a formarse un entorno. Crea un trasfondo, ya sea de la clase más provisional, para Sófocles; imagina alguna aldea, en una remota parte del país, cerca del mar. Aún hoy día pueden encontrarse aldeas así en las partes más agrestes de Inglaterra, y cuando entramos en ellas apenas podemos evitar la impresión de que aquí, en este grupo de casas rurales, aisladas del ferrocarril o de la ciudad, están todos los elementos de una existencia perfecta. Aquí está la rectoría; aquí la casa señorial, el campo y las casitas; la iglesia para el culto, el club para reunirse, el campo de críquet para jugar. Aquí la vida está sencillamente ordenada en sus principales elementos. Cada hombre y cada mujer tienen su trabajo; cada cual trabaja para la salud o la felicidad de otros. Y aquí, en esta pequeña comunidad, los caracteres pasan a formar parte del linaje común; se conocen las excentricidades del clérigo; los defectos temperamentales de las señoronas; la enemistad del herrero con el lechero, y los amores y emparejamientos de chicos y chicas. Aquí la vida ha hendido los mismos surcos durante siglos; han surgido las costumbres; las leyendas se han prendido a las cimas de las colinas y a los árboles solitarios, y la aldea tiene su historia, sus fiestas y sus rivalidades.

Lo que resulta imposible es la atmósfera. Si intentamos pensar en Sófocles aquí, tenemos que deshacernos del humo y la humedad y las neblinas espesas y empapadas. Debemos afilar el contorno de las colinas. Debemos imaginar una belleza de piedra y tierra antes que de bosque y vegetación. Con calor y sol y meses de radiante buen tiempo, la vida por supuesto cambia al instante. Transcurre al aire libre, con el resultado, conocido por todos los que visitan Italia, de que los pequeños incidentes se debaten en la calle, no en la sala de estar, y se vuelven espectaculares; hacen a la gente voluble; inspiran en ellos esa burlona y risueña agilidad del ingenio y la palabra propios de las razas meridionales que nada tiene en común con la reserva pausada, los cuchicheos a media voz, la reflexiva e introspectiva melancolía de la gente acostumbrada a vivir más de la mitad del año de puertas adentro.

Esa es la cualidad que primero nos asombra de la literatura griega, la forma de ser de puertas afuera, burlona y rápida como el rayo. Es tan patente en los lugares más augustos como en los más triviales. Reinas y princesas en esta misma tragedia de Sófocles cruzan palabras en el rellano como las aldeanas, con una tendencia, como cabe esperar, a gozar con el lenguaje, a cortar las frases en rodajas, a buscar decididamente la victoria verbal. El humor de la gente no era de natural bondadoso como el de nuestros carteros y cocheros. Los insultos de los hombres que holgazaneaban en las esquinas de las calles tenían algo de cruel y también de ingenioso. Hay una crueldad en la tragedia griega que difiere bastante de nuestra brutalidad inglesa. ¿No queda Penteo, por ejemplo, ese hombre sumamente respetable, ridiculizado en Las bacantes antes de ser destruido? En efecto, sin duda, estas reinas y princesas estaban al aire libre, con las abejas zumbando al pasar, sombras cayendo sobre ellas y el viento asiéndose a sus vestiduras. Hablaban para un enorme público dispuesto a su alrededor, en uno de esos radiantes días meridionales de sol muy intenso y, aun así, de atmósfera tan fascinante. El poeta, por lo tanto, tenía que proponerse no un tema que la gente pudiera leer durante horas en la intimidad, sino algo enfático, familiar, breve, que llegara al instante y de forma directa a un público de diecisiete mil personas tal vez, con oídos y ojos impacientes y atentos, con cuerpos cuyos músculos se entumecerían en caso de permanecer sentados demasiado tiempo sin distracción. Necesitaría música y danza, y elegiría naturalmente una de esas leyendas, como nuestra Tristán e Isolda, que todo el mundo conoce a grandes rasgos, de tal forma que una gran reserva de emoción esté ya preparada, pero pueda acentuarse en un nuevo lugar por cada nuevo poeta.

Sófocles tomaría la vieja historia de Electra, por ejemplo, pero inmediatamente le estamparía su sello. De eso, a pesar de nuestra debilidad y distorsión, ¿qué sigue siendo visible para nosotros? Que su genio era de suma categoría, en primer lugar; que eligió un diseño que, de fallar, evidenciaría su defecto en forma de cuchilladas y estropicio, no en la difuminación suave de algún detalle insignificante; y que, si tenía éxito, llegaría al hueso con cada tajo, estamparía cada huella dactilar en el mármol. Su Electra permanece ante nosotros como una figura tan fuertemente atada que solo puede moverse un tris hacia aquí, un tris hacia allá. Pero cada movimiento debe expresar necesariamente lo máximo o, atada como está, privada del alivio de toda clase de señales, repeticiones, sugerencias, no será más que un maniquí, firmemente atado. Sus palabras en los momentos críticos están, de hecho, desnudas; son meros gritos de desesperación, alegría, odio:

 

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Pero estos gritos perfilan la obra y le dan perspectiva. Es así, con mil diferencias de grado, como en la literatura inglesa Jane Austen da forma a una novela. Llega un momento —«Bailaré con usted», dice Emma— que se eleva por encima del resto, que aunque no es elocuente en sí mismo, violento ni impactante por la belleza del lenguaje, tiene todo el peso del libro tras él. En Jane Austen tenemos también esa misma sensación, aunque las ligaduras son mucho menos tensas, de que sus figuras están atadas y se restringen a unos cuantos movimientos concretos. Ella, también, en su modesta prosa de todos los días, eligió el peligroso arte en el que un desliz significa la muerte.

Pero no es tan fácil decidir qué es lo que les da a estos gritos angustiados de Electra el poder de cortar y herir y emocionar. En parte la conocemos y hemos captado en pequeños giros y peculiaridades del diálogo indicios de su carácter, de su apariencia, que, de un modo característico, descuidaba; de algo doliente en ella, ultrajada e incitada hasta el límite de su capacidad, y aun así, como ella misma sabe («actúo de manera intempestiva y de forma inconveniente»),3 embotada y degradada por el horror de su posición, una joven innupta obligada a ser testigo de la vileza de su madre y a denunciarla con un fuerte clamor, casi vulgar, a lo largo y ancho del mundo. En parte, también, sabemos igualmente que Clitemnestra no es una malvada impenitente. Image, 4 «es grandioso dar a luz», dice. No es una asesina, violenta e irredimible, a quien Orestes mata dentro de la casa, y Electra le manda destruir por completo: «Golpea, si puedes, una segunda vez».5 No; los hombres y mujeres que se hallaban al sol ante el público en la ladera de la colina estaban bastante vivos, eran bastante sutiles, no meras figuras o vaciados de escayola de seres humanos.

Aun así, no es porque podamos analizarlos en sus sentimientos por lo que nos impresionan. En seis páginas de Proust se encuentran emociones más complejas y variadas que en toda Electra. Pero en Electra o en Antígona nos impresiona algo diferente, algo quizá más sobrecogedor: el heroísmo en sí, la fidelidad en sí. A pesar del esfuerzo y la dificultad, es esto lo que nos atrae una y otra vez hacia los griegos. El ser humano original, el permanente, el estable se encuentra allí. Son necesarias emociones violentas para hacerlo pasar a la acción, pero cuando son así incitados por la muerte, por la traición, por alguna otra calamidad primitiva, Antígona y Áyax y Electra se comportan tal y como nosotros nos comportaríamos si fuésemos fulminados, igual que todo el mundo se ha comportado siempre; y así los entendemos con mayor facilidad y más directamente de lo que entendemos a los personajes de los Cuentos de Canterbury. Estos son los originales, los de Chaucer, las variedades de la especie humana.

Es verdad, por supuesto, que estos tipos del hombre y la mujer originales, estos reyes heroicos, estas hijas fieles, estas reinas trágicas que recorren las épocas con paso majestuoso, plantando siempre los pies en los mismos lugares, sacudiéndose sus ropajes con los mismos gestos, por hábito, no por impulso, se encuentran en la más fastidiosa y desmoralizadora compañía del mundo. Ahí están para probarlo las obras teatrales de Addison, Voltaire y multitud de otros autores. Pero encontrémonos con ellos en griego. Incluso en Sófocles, cuya reputación de contención y maestría nos ha llegado filtrada a través de los eruditos, son decididos, despiadados, directos. Un fragmento que se desprendiera de sus palabras, creemos que daría color a océanos y océanos de teatro respetable. Aquí nos encontramos con ellos antes de que sus emociones se hayan ajado y alcanzado la uniformidad. Aquí escuchamos al ruiseñor, cuya canción reverbera por la literatura inglesa, cantando en su propia lengua griega. Por primera vez Orfeo con su laúd hace que hombres y bestias lo sigan. Sus voces resuenan claras y agudas; vemos los cuerpos velludos y leonados jugando al sol entre los olivos, no graciosamente colocados sobre plintos de granito en los pálidos pasillos del Museo Británico. Y entonces, súbitamente, en medio de toda esta intensidad y compresión, Electra, como si se ocultase la cara tras el velo y nos prohibiera pensar más en ella, habla de ese mismo ruiseñor: «el pájaro asustadizo que, siempre gimiendo, se lamenta por Itis, por Itis, mensajero de Zeus. ¡Ay, desgraciadísimo Níobe! ¡A ti te considero una divinidad, tú que en tu tumba de rocas, ay, ay, incesantemente lloras!».6

Y cuando ella silencia su propia queja nos vuelve a dejar perplejos con la insoluble cuestión de la poesía y su naturaleza, y de por qué, cuando habla así, sus palabras adoptan la convicción de la inmortalidad. Porque son griegas; no sabemos cómo sonaban; ignoran las fuentes obvias de la emoción; no deben nada de su efecto a ninguna extravagancia de expresión, y desde luego no arrojan luz alguna sobre el carácter del hablante o del escritor. Pero permanecen, algo que se ha pronunciado y debe perdurar eternamente.

Sin embargo, en una obra, ¡qué peligrosa debe ser por fuerza esta poesía, este lapso de lo particular a lo general, con los actores allí presentes, con sus cuerpos y sus caras esperando pasivamente a que se haga uso de ellos! Por esta razón las últimas obras de Shakespeare, donde hay más de poesía que de acción, se leen mejor que se ven, se comprenden mejor si se deja fuera el cuerpo propiamente dicho que teniéndolo, con todas sus asociaciones y movimientos, a la vista. Las restricciones intolerables de la obra podrían verse aliviadas, no obstante, si se pudiera encontrar un medio por el cual lo que fuera general y poético, comentario, no acción, pudiera liberarse sin interrumpir el movimiento del conjunto. Es esto lo que ofrecen los coros; los ancianos o ancianas que no toman parte activa en la obra, las voces indiferenciadas que cantan como pájaros en las pausas del viento; que pueden comentar, resumir o permitir que el poeta hable u ofrezca, por contraste, otra faceta de su idea. Siempre, en la literatura imaginativa, donde los personajes hablan por sí mismos y el autor no toma parte, se deja sentir la necesidad de esa voz. Pues aunque Shakespeare (a menos que consideremos que sus bufones y locos suplan ese aspecto) prescindiera del coro, los novelistas siempre están ideando algún sustituto: Thackeray hablando él mismo en persona, Fielding saliendo y dirigiéndose al mundo antes de subir el telón. Así que para captar el significado de la obra, el coro es de suma importancia. Hay que ser capaz de caer fácilmente en esos éxtasis, esas palabras desaforadas y en apariencia irrelevantes, esas expresiones a veces obvias y tópicas, para determinar su relevancia o irrelevancia, y atribuirles su relación con el conjunto de la obra.

Hay que «ser capaz de caer fácilmente»; pero eso desde luego es justo lo que no podemos hacer. Pues en su mayoría, los coros, con todas sus oscuridades, deben ser explicados en detalle, y su simetría, aplastada. Pero podemos suponer que Sófocles no los usó para expresar algo externo a la acción de la obra, sino para cantar las alabanzas de alguna virtud o las bellezas de algún lugar allí mencionado. Él selecciona lo que desea enfatizar y canta acerca de la blanca Colono y su ruiseñor, o del amor no conquistado en una pugna. Bellos, altivos y serenos, sus coros derivan con naturalidad de las situaciones, y cambian no el punto de vista sino el tono. En Eurípides, sin embargo, las situaciones no quedan contenidas dentro de sí mismas; despiden una atmósfera de duda, de insinuación, de cuestionamiento; pero si nos fijamos en los coros para aclararlo, a menudo quedamos desconcertados más que instruidos. De inmediato en Las bacantes nos hallamos en el mundo de la psicología y la duda; el mundo donde la mente distorsiona los hechos y los cambia y hace que los aspectos familiares de la vida se muestren nuevos y cuestionables. ¿Qué es Baco y quiénes son los dioses, y cuál es el deber del hombre para con ellos, y cuáles los derechos de su cerebro sutil? Ante estas preguntas el coro no da respuesta, o responde con sorna, o habla de modo oscuro, como si la angostura de la forma dramática hubiera tentado a Eurípides a violarla con el fin de aliviar su mente de ese peso. El tiempo es tan corto y tengo tanto que decir que, a menos que me permitáis colocar juntas dos afirmaciones aparentemente inconexas y confiaros la tarea de unirlas, deberéis contentaros con un mero esqueleto de la obra que podría haberos entregado. Ese es el razonamiento. Eurípides por tanto se resiente menos que Sófocles y que Esquilo de ser leído en la intimidad de un cuarto, y no visto en la ladera de una colina al sol. Puede ser representado en la mente; puede hacer observaciones sobre las cuestiones del momento; más que la de los demás, su popularidad variará de una época a otra.

Así pues, si en Sófocles la obra se concentra en las figuras mismas, y en Eurípides se la ha de recuperar de entre fulgores de poesía y preguntas remotas y sin contestar, Esquilo hace que estas pequeñas obras (Agamenón tiene 1.663 versos; Lear alrededor de 2.600) sean tremendas al tensar cada frase al máximo, al enviarlas flotando en metáforas, al ordenarles que se eleven y caminen solemnes, sin ojos y majestuosas por la escena. Para comprenderlo no es tan necesario entender el griego como entender la poesía. Es necesario dar, sin el apoyo de las palabras, ese peligroso salto por los aires, lo cual también nos pide Shakespeare. Pues las palabras, cuando se contraponen a semejante explosión de significado, deben dejar de funcionar, deben desvanecerse, y solo agrupándose transmiten el significado que a cada una le cuesta tanto expresar por separado. Al conectarlas con rapidez en la mente sabemos, de manera instantánea e instintiva, lo que significan, pero no podríamos decantar ese significado de nuevo en otras palabras. Hay una ambigüedad que es la marca de la más alta poesía; no podemos saber exactamente lo que significa. Veamos este verso de Agamenón, por ejemplo:

 

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El significado está justo en la parte lejana del lenguaje. Es el significado que en momentos de asombrosa emoción y tensión percibimos en nuestras mentes sin palabras; es el significado al que Dostoievski (trabado como estaba por la prosa y nosotros por las traducciones) nos conduce mediante una asombrosa subida por la escala de las emociones, y al que señala, pero no puede indicar; el significado que Shakespeare consigue atrapar.

Esquilo por consiguiente no dará, como hace Sófocles, las propias palabras que la gente podría haber pronunciado, solo que ordenadas de un modo que tienen misteriosamente una fuerza general, un poder simbólico; ni, como Eurípides, combinará incongruencias y agrandará así su escaso espacio, como un cuarto pequeño se agranda con espejos en rincones caprichosos. Mediante el uso atrevido y continuado de la metáfora, amplificará y nos dará no la cosa en sí, sino las reverberaciones y el reflejo que, llevados a su mente, esa cosa ha creado; lo bastante cercana a la original como para ilustrarla, lo bastante remota como para elevarla, engrandecerla y hacerla espléndida.

Pues ninguno de estos dramaturgos tenía la licencia que pertenece al novelista y, hasta cierto punto, a todos los escritores de libros impresos, de modelar su significado con una infinidad de ligeros toques que solo se pueden aplicar apropiadamente leyendo en silencio, con atención, y en ocasiones hasta dos o tres veces. Cada frase tiene que explotar al alcanzar el oído, por más lenta y hermosamente que las palabras puedan descender después, y por más enigmático que pueda ser su sentido último. Ningún esplendor o riqueza de metáfora podría haber salvado Agamenón si imágenes o alusiones de lo más sutil o decorativo se hubieran interpuesto entre el grito desnudo y nosotros.

 

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Tenían que ser, a cualquier precio, dramáticas.

Pero el invierno caía sobre estas aldeas, la oscuridad y el frío extremo descendían sobre la ladera de la colina. Debió de haber algún lugar bajo techo adonde los hombres se pudieran retirar, tanto en lo más crudo del invierno como en los calores del verano, donde pudieran sentarse y beber, donde pudieran tumbarse a sus anchas, donde pudieran conversar. Es Platón, por supuesto, quien revela la vida de puertas adentro y describe cómo, reunida una partida de amigos y tras comer sin el menor lujo y beber un poco de vino, un mozo bien parecido se aventuraba a hacer una pregunta o refería una opinión, y Sócrates la recogía, la toqueteaba, le daba vueltas, la miraba así y asá, la desnudaba rápidamente de sus incoherencias e inexactitudes, y conducía a todos los presentes, gradualmente, a contemplar con él la verdad. Es un proceso agotador; concentrarse arduamente en el significado exacto de las palabras; juzgar lo que implica cada reconocimiento; seguir, atenta pero críticamente, la disminución y el cambio de opinión a medida que se endurece y se intensifica hasta convertirse en la verdad. ¿Son lo mismo el placer y el bien? ¿Puede enseñarse la virtud? ¿Es la virtud conocimiento? La mente cansada o débil puede equivocarse con facilidad mientras el despiadado interrogatorio prosigue; pero nadie, por débil que esté, ni aun cuando no aprendiera más de Platón, puede dejar de amar más y mejor el conocimiento. Pues a medida que el razonamiento asciende peldaño a peldaño, Protágoras cediendo, Sócrates avanzando, lo que importa no es tanto el fin que logramos como nuestra manera de lograrlo. Eso todos lo pueden sentir —la indomable honestidad, el valor, el amor a la verdad que atrae a Sócrates y a nosotros tras él a la cumbre, donde, si también nosotros podemos estar por un instante, es para gozar de la mayor felicidad de la que seamos capaces.

Con todo, dicha expresión parece inadecuada para describir el estado mental de un estudiante a quien, después de un arduo razonamiento, le ha sido revelada la verdad. Pero la verdad es diversa; la verdad nos llega con diferentes disfraces; no la percibimos únicamente con el intelecto. Es una noche de invierno; las mesas están puestas en casa de Agatón; la muchacha toca la flauta; Sócrates se ha lavado y se ha calzado las sandalias; se ha detenido en el vestíbulo; se niega a moverse cuando mandan a buscarle. Ahora Sócrates ha terminado; se está burlando de Al ci bía des; Alcibíades coge una cinta y la ata alrededor de «la cabeza de este admirable compañero». Alaba a Sócrates. «Sabed que la hermosura de un hombre le es el objeto más indiferente. Nadie se podría imaginar hasta qué punto la desdeña e igualmente a la riqueza y las otras ventajas que envidia el vulgo. Para Sócrates, carecen de todo valor, y a nosotros mismos nos considera como nada; su vida entera transcurre burlándose de todo el mundo y divirtiéndose en hacerle servir de juguete para distraerse. Pero cuando habla en serio y se abre, no sé si otros habrán visto las bellezas que guarda en su interior; yo sí las he visto y me han parecido tan divinas, tan grandes, tan preciosas y seductoras, que creo es imposible resistirse a Sócrates.»9 Todo esto fluye sobre los razonamientos de Platón: risa y movimiento; gente levantándose y saliendo; el tiempo que transcurre; la calma que se pierde; chistes que se cuentan; la aurora despuntando. La verdad, parece, es diversa; la verdad debe buscarse con todas nuestras facultades. ¿Vamos a descartar las diversiones, las ternuras, las frivolidades de la amistad porque amamos la verdad? ¿Se encontrará antes la verdad por el hecho de que nos tapemos los oídos ante la música y no bebamos vino, y durmamos en vez de conversar durante la larga noche de invierno? No es hacia el disciplinario enclaustrado, que se mortifica en soledad, donde hemos de mirar, sino hacia la naturaleza soleada, al hombre que practica el arte de vivir con el máximo provecho, de manera que nada quede atrofiado sino que algunas cosas sean permanentemente de más valor que otras.

Por tanto, en estos diálogos se nos hace buscar la verdad con todo nuestro ser. Pues Platón desde luego poseía el genio dramático. Es por medio de eso, de un arte que transmite en una frase o dos el escenario y el ambiente, y después con perfecta destreza se insinúa en las espiras del razonamiento sin perder su viveza y su gracia, y después se contrae hasta la afirmación desnuda, y después, subiendo, se expande y remonta hacia ese aire más elevado que solo alcanzan normalmente las más extremas cotas de la poesía, es este el arte que nos influye de tantos modos al mismo tiempo y nos conduce a un júbilo mental solamente al canzable cuando se emplaza a todas las capacidades a contribuir con su energía al conjunto.

Pero hemos de ser cautos. A Sócrates no le interesaba la «mera hermosura», con lo que quería decir, tal vez, la belleza como ornamento. Un pueblo que tanto juzgaba con el oído como los atenienses, sentados al aire libre en la representación o escuchando un pleito en el mercado, era mucho menos hábil que nosotros para cortar las frases y apreciarlas fuera de su contexto. Para ellos no existían las hermosuras de Hardy, las hermosuras de Meredith, las sentencias de George Eliot. El escritor tenía que pensar más en el conjunto y menos en el detalle. Naturalmente, viviendo en el campo, no era el labio o el ojo lo que les impresionaba, sino el porte del cuerpo y la proporción de sus miembros. Así que cuando citamos y extraemos pasajes, causamos más daño a los griegos que a los ingleses. Hay una desnudez y una aspereza en su literatura que irrita un paladar acostumbrado a la complejidad y al acabado de los libros impresos. Tenemos que distender la mente para captar un conjunto completamente falto de preciosismo en el detalle o de énfasis de la elocuencia. Acostumbrados a mirar directamente y a grandes rasgos, más que de un modo minucioso y sesgado, no les resultó peligroso adentrarse en lo más profundo de las emociones que ciegan y confunden a una época como la nuestra. En la inmensa catástrofe de la guerra europea tuvieron que desmantelar nuestras emociones por nosotros y apoyarlas contra la pared de enfrente antes de que pudiéramos permitirnos sentirlas en poesía o narrativa. Los únicos poetas que hablaron a propósito de ella lo hicieron de la forma soslayada y satírica de Wilfred Owen y Siegfried Sassoon. No les fue posible ser directos sin perder fluidez; o hablar con sencillez de la emoción sin ponerse sentimentales. Pero los griegos podían decir, como si fuera la primera vez: «Aun siendo muertos no han muerto». Podían decir: «Si morir noblemente es la parte principal de la excelencia, a nosotros sobre todos los hombres nos ha dado la Fortuna esta suerte; pues apresurándonos a ponerle una corona de libertad a Grecia nos encontramos en poder de una alabanza que no envejece».10 Podían marchar de inmediato, con los ojos abiertos; y así, intrépidamente afrontadas, las emociones se quedan quietas y permiten que se las contemple.

Pero de nuevo (la pregunta vuelve una y otra vez), ¿estamos leyendo el griego como se escribió cuando decimos esto? Cuando leemos esas pocas palabras talladas en una lápida, una estrofa de un coro, el final o el comienzo de un diálogo de Platón, un fragmento de Safo, cuando nos magullamos la cabeza contra alguna metáfora tremenda de Agamenón en vez de despojar la rama de sus flores al instante como hacemos al leer Lear, ¿no estamos leyendo incorrectamente, perdiendo agudeza visual en una bruma de asociaciones, interpretando erróneamente en la poesía griega no lo que ellos tienen, sino lo que a nosotros nos falta? ¿No se acumula toda Grecia detrás de cada verso de su literatura? Nos abren las puertas de una visión de la tierra aún no devastada, el mar impoluto, la madurez, ejercitada pero ilesa, de la humanidad. Cada palabra se ve reforzada por un vigor que brota del olivo y del templo y de los cuerpos de los jóvenes. Sófocles no tiene más que nombrar al ruiseñor, y él canta; no tiene más que llamar a la floresta Image, «no hollada», e imaginamos las ramas torcidas y las violetas color púrpura.11 Una y otra vez se nos atrae hasta sumirnos en lo que, tal vez, solo sea una imagen de la realidad, no la realidad misma, un día de verano imaginado en el corazón de un invierno septentrional. Fundamental entre estas fuentes de glamour, y tal vez de malentendidos, es el lenguaje. No podemos nunca esperar captar todo el alcance de una frase en griego como lo hacemos en inglés. No lo podemos oír, ora disonante, ora armonioso, lanzando su sonido verso a verso por la página. No podemos captar infaliblemente una por una todas estas diminutas señales que hacen que una expresión sugiera, cambie, viva. No obstante, el lenguaje es lo que nos tiene más esclavizados; el deseo de aquello que nos atrae perpetuamente. Primero está lo compacto de la expresión. Shelley necesita veintiuna palabras en inglés para traducir trece palabras del griego: ImageImage («… pues todos, aunque antes fueran siempre harto indisciplinados, se convierten en poetas tan pronto como les toca el amor»).12

Se ha eliminado cada onza de grasa, dejando la carne firme. Después, enjuta y desnuda como está, ningún idioma se puede mover más rápidamente, bailando, agitándose, plenamente vivo, pero controlado. Luego están las palabras en sí a las que, en tantos casos, hemos hecho expresar nuestras propias emociones, Image13 —por tomar las primeras que tenemos a la mano—; tan claras, tan duras, tan intensas que para hablar de un modo sencillo pero apto, sin difuminar el contorno o enturbiar las profundidades, el griego es la única expresión. Es inútil, entonces, leer griego en traducciones. Los traductores no pueden ofrecer sino un vago equivalente; su idioma está forzosamente lleno de ecos y asociaciones. El profesor Mackail dice «macilento» y se evoca al instante la era de Burne-Jones y Morris. Tampoco puede mantenerse, ni siquiera en manos del erudito más diestro, el acento más sutil, el vuelo y la caída de las palabras:

 

… tú que en tu tumba de rocas, ay, ay, incesantemente lloras14

 

no es

 

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Además, al considerar las dudas y dificultades surge este importante problema: ¿dónde hemos de reír al leer griego? Hay un pasaje en la Odisea donde la risa empieza a acercársenos sigilosamente, pero si Homero estuviera mirando, probablemente pensaríamos que lo mejor es controlar nuestro alborozo. Para reírse al instante es casi necesario (aunque Aristófanes puede proporcionarnos una excepción) reírse en inglés. El humor, después de todo, está estrechamente ligado a una sensación corporal. Cuando nos reímos con el humor de Wycherley, nos estamos riendo con el cuerpo de ese fornido campesino que fue nuestro ancestro común en el prado de la aldea. Los franceses, los italianos, los americanos, que derivan físicamente de un linaje tan diferente, hacen una pausa, como nosotros hacemos al leer a Homero, para asegurarse de que se están riendo en el sitio correcto, y la pausa es fatal. Así pues, el humor es el primero de los dones que perece en una lengua extranjera, y cuando pasamos de la literatura griega a la inglesa es, después de un largo silencio, como si un estallido de carcajadas hubiera invitado a entrar nuestra gran época.

Todo ello son dificultades, fuente de malentendidos, de pasión distorsionada y romántica, servil y esnob. Aun así, incluso para los ignorantes subsisten algunas certezas. El griego es la literatura impersonal; es también la literatura de las obras maestras. No hay escuelas; no hay predecesores; no hay herederos. No podemos seguir la pista a un proceso gradual que opera en muchos hombres de manera imperfecta hasta que se expresa al fin adecuadamente en uno de ellos. De nuevo, la literatura griega tiene siempre ese aire de vigor que impregna una «época», sea esta la de Esquilo, la de Racine o la de Shakespeare. Una generación al menos, en ese tiempo afortunado, recibe el soplo para convertirse en escritores del más alto grado; para alcanzar ese no ser consciente que significa que la conciencia está estimulada al máximo; para sobrepasar los límites de los pequeños triunfos y experimentos provisionales. Así tenemos a Safo con sus constelaciones de adjetivos; a Platón atreviéndose con extravagantes vuelos de poesía en medio de la prosa; a Tucídides, constreñido y contraído; a Sófocles deslizándose como un banco de truchas con suavidad y en silencio, aparentemente inmóvil y, después, con un aleteo, desapareciendo; mientras que en la Odisea tenemos lo que continúa siendo el triunfo de la narrativa, la historia más clara y al mismo tiempo más romántica del destino de hombres y mujeres.

La Odisea es simplemente una historia de aventuras, la narración instintiva de una raza marinera. Así podemos empezarla, leyendo rápido con espíritu infantil en busca de diversión para averiguar lo que ocurre a continuación. Pero aquí no hay nada inmaduro; aquí hay personas adultas, ingeniosas, sutiles y apasionadas. Y tampoco es pequeño el mundo en sí, puesto que hay que cruzar el mar que separa una isla de otra en botes artesanos y medirlo por el vuelo de las gaviotas. Es verdad que las islas no están densamente pobladas, y la gente, aunque todo se hace a mano, apenas se aplica al trabajo. Han tenido tiempo de desarrollar una sociedad muy seria, majestuosa, con una antigua tradición de costumbres tras de sí, que hace que todas las narraciones sean ordenadas, naturales y llenas de recato al mismo tiempo. Penélope atraviesa la habitación; Telémaco se va a la cama; Nausícaa lava sus linos; y sus acciones parecen cargadas de belleza porque ellos no saben que son bellos, que han nacido en el seno de sus posesiones, que no son más conscientes de sí mismos que los niños, y aun así, hace tantos miles de años, en sus pequeñas islas, saben todo lo que hay que saber. Con el sonido del mar en los oídos, viñas, prados, riachuelos a su alrededor, son más conscientes que nosotros de un hado despiadado. Hay una tristeza en el fondo de la vida que ellos no intentan mitigar. Plenamente conscientes de hallarse eclipsados, y aun así vivos ante cualquier temblor y destello de la existencia, en ella perduran, y es hacia los griegos adonde nos volvemos cuando estamos hartos de la vaguedad, de la confusión, del cristianismo y sus consuelos, de nuestra propia época.