Leer atentamente a George Eliot es percatarse de lo poco que se sabe de ella. También es percatarse de la credulidad, no muy encomiable para nuestra perspicacia, con la que, mitad conscientemente y en parte con malicia, hemos aceptado la versión tardovictoriana de una mujer engañada que ejerció un influjo fantasmal sobre ciudadanos aún más engañados que ella misma. Es difícil averiguar en qué momento y de qué manera se rompió su hechizo. Algunos lo atribuyen a la publicación de su Vida. Quizá George Meredith, con su frase sobre la «voluble artistilla» y la «mujer errante» en el entarimado, afiló y envenenó las flechas de otros miles incapaces de apuntar hacia ella con tanta precisión, pero encantados de disparar. Se convirtió en uno de los blancos de las bromas de los jóvenes, en el símbolo apropiado de un grupo de personas serias todas culpables de la misma idolatría y a las que se podía despachar con el mismo desprecio. Lord Acton había dicho que ella era más grande que Dante; Herbert Spencer eximió sus novelas, como si no fueran novelas, cuando prohibió todas las obras de ficción en la Biblioteca de Londres. Ella fue el orgullo y el modelo de excelencia de su sexo. Además, el testimonio de su vida privada no es más atractivo que de la pública. Al pedirle que describiera una tarde en el Priorato,1 el narrador siempre insinuó que el recuerdo de esas serias tardes de domingo había llegado a hacerle gracia. A él le había inquietado sobremanera la grave dama sentada en su humilde silla; había estado deseoso de decir algo inteligente. Desde luego la conversación había sido muy seria, como una nota de la mano clara y delicada de la gran novelista testificó. Tenía la fecha de la mañana del lunes, y ella se acusaba de haber hablado sin la debida reflexión sobre Marivaux cuando su intención era otra; pero sin duda, dijo, su interlocutor ya había aportado la corrección. Con todo, el recuerdo de conversar sobre Marivaux con George Eliot en una tarde de domingo no era un recuerdo romántico. Se había difuminado con el paso de los años. No había llegado a ser pintoresco.
En efecto, no se puede eludir la convicción de que el rostro tosco y alargado, con su seria expresión de autoridad huraña y casi equina, ha dejado su impronta deprimente en las mentes de aquellos que recuerdan a George Eliot de tal manera que parece observarlos desde sus páginas. El señor Gosse la ha descrito recientemente tal y como la vio paseando por Londres en una victoria:
una sibila corpulenta, distraída e inmóvil, cuyos rasgos enormes, algo siniestros vistos de perfil, estaban incongruentemente ribeteados por un sombrero, siempre a la última moda de París, que en aquellos días incluía por lo común una pluma de avestruz inmensa.
Lady Ritchie, con igual destreza, ha dejado un retrato interior más íntimo:
Se sentaba cerca del fuego ataviada con un hermoso vestido de satén negro, con una lámpara verde con pantalla en la mesa a su lado, donde vi libros alemanes, panfletos y cortapapeles de marfil. Era muy reservada y noble, con dos ojitos fijos y una voz dulce. Al verla la consideré una amiga, no exactamente una amiga íntima, sino un impulso bondadoso y benévolo.
Se conserva un fragmento de su conversación. «Debiéramos respetar nuestro ascendiente —dijo—. Sabemos por experiencia propia lo mucho que otros influyen en nuestras vidas, y debemos recordar que nosotros por nuestra parte debemos causar el mismo efecto en los demás.» Celosamente atesorada, memorizada, se puede imaginar a esa persona recordando la escena, repitiendo las palabras, treinta años después y de pronto, por primera vez, soltando una carcajada.
En todos estos recuerdos da la sensación de que quien dejó constancia de ellos, incluso cuando estuvo presente de verdad, mantuvo las distancias y la calma, y nunca leyó las novelas años después con la luz de una personalidad llena de vitalidad, enigmática o hermosa, deslumbrante para sus ojos. En la ficción, donde se revela tanto de la personalidad, la ausencia de encanto es una gran carencia; y sus críticos, que en su mayoría han sido, por supuesto, del sexo opuesto, se han sentido contrariados, tal vez conscientes de ello solo a medias, por su deficiencia en una cualidad que se considera sumamente deseable en las mujeres. George Eliot no era encantadora; no era demasiado femenina; no tenía ninguna de esas excentricidades y desequilibrios de temperamento que dan a tantos artistas la simpática sencillez de los niños. Da la impresión de que para la mayoría de la gente, como para lady Ritchie, ella no era «exactamente una amiga íntima, sino un impulso bondadoso y benévolo». Pero si contemplamos estos retratos más de cerca encontraremos que son todos retratos de una mujer célebre entrada en años, vestida de negro satén, paseando en su victoria, una mujer que ha tenido su lucha y salido de ella con un deseo profundo de ser útil a los demás, pero sin deseos de intimidad, salvo con el pequeño círculo que la había conocido en sus días de juventud. Conocemos muy poco de sus días de juventud; pero sabemos que la cultura, la filosofía, la fama y el ascendiente se construyeron sobre unos cimientos muy humildes: era nieta de un carpintero.
El primer volumen de su vida es un documento especialmente deprimente. En él la vemos alzándose con quejidos y empeño del tedio intolerable de la mezquina sociedad de provincias (su padre había escalado socialmente y llegó a ser más de clase media, pero menos pintoresco) para ser la editora adjunta de una revista londinense sumamente intelectual y la estimada compañera de Herbert Spencer. Las etapas son dolorosas tal y como ella pone de manifiesto en el triste soliloquio con el que el señor Cross la condenó a contar la historia de su vida. Marcada en su juventud temprana como alguien «que seguro organizaría muy pronto algo del estilo de un club de confección», pasó a recaudar fondos para restaurar una iglesia trazando un mapa de la historia eclesiástica; y a eso le siguió una pérdida de la fe que molestó tanto a su padre que se negó a vivir con ella. A continuación vino la lucha con la traducción de Strauss, la cual, deprimente y «aletargante del espíritu» de por sí, no parece que pudiera mitigarse con las tareas femeninas habituales de llevar la casa y cuidar de un padre moribundo, así como la penosa convicción, para alguien tan dependiente del afecto, de que al convertirse en una marisabidilla estaba perdiendo el respeto de su hermano. «Solía andar por ahí como un búho —decía—, para enorme disgusto de mi hermano.» «Pobre criatura —escribió alguna de sus amistades que la vio afanándose con Strauss delante de la estatua de un Cristo ascendido—, me compadezco de ella a veces, con su cara pálida y enfermiza, sus temibles dolores de cabeza y su preocupación, también, por su padre.» Sin embargo, aunque no podamos leer la historia sin un fuerte deseo de que las etapas de su peregrinaje hubieran sido si no más fáciles, al menos más hermosas, existe una determinación empecinada en su avance sobre la ciudadela de la cultura que la vuelve inalcanzable para nuestra lástima. Su desarrollo fue muy lento y muy difícil, pero tuvo detrás el ímpetu irresistible de una ambición noble y arraigada. Todo obstáculo al final se apartó del camino. Conocía a todo el mundo. Leía todo. Su sorprendente vitalidad intelectual había triunfado. La juventud había llegado a su fin, pero la juventud había estado repleta de sufrimientos. Entonces, a los treinta y cinco años, en su mejor momento y en la plenitud de su libertad, tomó esa decisión de tanta importancia para ella y que aún nos incumbe incluso a nosotros, y se marchó a Weimar, sola con George Henry Lewes.
Los libros que siguieron inmediatamente a su unión testifican en grado sumo la gran liberación que le había llegado con la felicidad personal. En sí mismos nos proporcionan un opíparo festín. Mas en el umbral de su carrera literaria, uno puede encontrar en algunas de las circunstancias de su vida influjos que hacían que su mente volviese al pasado, a la aldea rural, a la tranquilidad, la belleza y la sencillez de los recuerdos de infancia, lejos de ella y del presente. Comprendemos que su primer libro fuera Escenas de vida clerical y no Middlemarch. Su unión con Lewes la había rodeado de afecto, pero en vista de las circunstancias y de las convenciones, también la había aislado. «Deseo que se comprenda —escribió en 1857— que nunca invitaría a verme a quien no pidiera ser invitado.» La habían «aislado de lo que se conoce como mundo», dijo posteriormente, pero no se arrepintió de ello. Al quedar así marcada, primero por las circunstancias y más tarde, inevitablemente, por su fama, perdió la capacidad de pasar desapercibida en igualdad de condiciones entre sus congéneres; y la pérdida, para una novelista, era seria. Aun así, disfrutando de la luz y el sol de Escenas de vida clerical y sintiendo cómo la gran mente madura se despliega con un sentido exuberante de libertad por el mundo de su «pasado remoto», hablar de pérdida parece inapropiado. Todo era ganancia para una mente así. Toda la experiencia se filtraba a través de una capa tras otra de percepción y reflexión, enriquecedora y nutricia. Lo más que podemos decir, al calificar su actitud hacia la narrativa por lo poco que sabemos de su vida, es que se había tomado a pecho determinadas lecciones que no suelen aprenderse pronto, si es que se aprenden, entre las cuales, quizá, la que quedó grabada en ella de un modo más visible fue la virtud melancólica de la tolerancia; sus simpatías están con el destino de lo cotidiano y resuenan de lo más alegres al detenerse en la sencillez de las alegrías y tristezas comunes. Ella no tiene nada de esa intensidad romántica que se conecta con un sentido de la propia individualidad, insatisfecha e insumisa, recortándose afiladamente contra el trasfondo del mundo. ¿Qué eran los amores y penas de un viejo clérigo cascarrabias, soñando con su whisky, para el fiero egotismo de Jane Eyre? La belleza de esos primeros libros, Escenas de vida clerical, Adam Bede, El molino junto al Floss, es muy grande. Es imposible estimar el mérito de los Poyser, los Dodson, los Gilfil, los Barton y los demás con todos sus entornos y dependencias, porque se han vuelto de carne y hueso y nos movemos entre ellos, ora aburridos, ora comprensivos, pero siempre con esa aceptación sin reservas de todo lo que dicen y hacen que concedemos solo a los grandes originales. El torrente de memoria y humor que vierte tan espontáneamente en una figura, escena tras escena, hasta que vuelve a la vida el tejido completo de la vieja Inglaterra rural, tiene tanto en común con un proceso natural que nos deja poco conscientes de que haya algo que criticar. Lo aceptamos; sentimos la cordialidad deliciosa y la liberación espiritual que únicamente los grandes escritores creativos nos procuran. Al volver a los libros tras años de ausencia, estos derraman, incluso contra todo pronóstico, el mismo acopio de energía y calor, de manera que más que nada queremos relajarnos con el calor, como lo haríamos al sol que da desde la tapia roja del huerto. Si hay un elemento de desenfreno en entregarse así a los humores de los granjeros y sus esposas de la región central de Inglaterra, también eso es propio de las circunstancias. Poco deseamos analizar lo que creemos tan grande y profundamente humano. Y cuando consideramos lo distante en el tiempo que está el mundo de Shepperton y Hayslope, y lo remotas que están las mentes de granjeros y labriegos de la mayoría de los lectores de George Eliot, tan solo podemos atribuir la tranquilidad y el placer con el que caminamos de la casa a la herrería, del salón de la casa al jardín de la rectoría, al hecho de que George Eliot nos haga compartir sus vidas no con un espíritu condescendiente o curioso, sino con un espíritu de afinidad. No es una escritora satírica. El movimiento de su mente era demasiado lento y pesado como para prestarse a la comedia. Pero ella recoge con su profundo entendimiento un gran manojo de los elementos primordiales de la naturaleza humana y los agrupa holgadamente con una comprensión sana y tolerante que, como descubrimos al releerla, no solo ha preservado a sus figuras frescas y libres, sino que también les ha dado un control inesperado sobre nuestras risas y lágrimas. Está la famosa señora Poyser. Hubiera sido fácil elaborar sus idiosincrasias hasta la extenuación y, de hecho, quizá, George Eliot sitúe su risa en el mismo sitio demasiado a menudo. Pero la memoria, una vez cerrado el libro, realza, como a veces en la vida real, los detalles y sutilezas que alguna característica más sobresaliente ha evitado que viéramos en su momento. Recordamos que su salud no era buena. Había ocasiones en las que no decía nada en absoluto. Era la paciencia encarnada con un niño enfermo. Se le caía la baba con Totty. Así puede uno cavilar y especular sobre la mayoría de los personajes de George Eliot, y descubrir, incluso en el menos importante, una amplitud y un margen donde laten esas cualidades que ella no tiene por qué sacar de su oscuridad.
Pero en medio de toda esta tolerancia y comprensión hay, incluso en los primeros libros, momentos de mayor tensión. Su humor se ha mostrado lo bastante extenso como para cubrir una amplia gama de necios y de fracasos, madres y niños, perros y fértiles prados de la región central, granjeros, sagaces o embriagados con su cerveza, tratantes de caballos, posaderos, curas y carpinteros. Sobre todos ellos se cierne cierto romanticismo, el único que George Eliot se permitía a sí misma: el romanticismo del pasado. Sus libros son asombrosamente legibles y no tienen el menor rastro de pompa o pretensiones. Pero al lector que tiene a la vista un gran tramo de su obra temprana le resultará obvio que la bruma del recuerdo se retire gradualmente. No es que su capacidad disminuya, pues, en nuestra opinión, está en su cenit en la madura Middlemarch, el magnífico libro que, pese a todas sus imperfecciones, es una de las pocas novelas inglesas escritas para personas adultas. Pero el mundo de los prados y granjas ya no le satisface. En la vida real ella había buscado fortuna en otro lugar; y aunque volver la vista al pasado le producía sosiego y consuelo, incluso en sus obras tempranas existen indicios de ese espíritu turbado, esa presencia exigente e inquisitiva y desconcertada que en sí misma era George Eliot. En Adam Bede hay un dejo suyo en Dinah. Se muestra a sí misma con mucho mayor descaro y por completo en Maggie en El molino junto al Floss. Es Janet en el Arrepentimiento, y Romola, y Dorothea en busca de la sabiduría y encontrando quién sabe qué en el matrimonio con Ladislaw. Los que atacan a George Eliot lo hacen, tendemos a pensar, a causa de sus heroínas; y con buena razón, pues no hay duda de que sacan lo peor de ella, le complican la vida, la cohíben, la vuelven pedante y a veces vulgar. Sin embargo, si se pudiera suprimir toda esa hermandad femenina, quedaría un mundo mucho más pequeño y mucho más pobre, aunque un mundo de mayor perfección artística y superior jovialidad y bienestar. Al explicar ese fallo, en la medida en que era un fallo, reparamos en que ella no escribió ni un relato hasta los treinta y siete años y que para entonces había empezado ya a pensar en sí misma con una mezcla de dolor y algo parecido al resentimiento. Durante mucho tiempo prefirió no pensar en sí misma en absoluto. Después, cuando se agotó el primer brote de energía creativa y empezó a sentirse segura de sí misma, empezó a escribir cada vez más desde el punto de vista personal, pero lo hizo sin el abandono resuelto de los jóvenes. Su conciencia de sí misma es siempre marcada cuando sus heroínas dicen lo que ella misma hubiera dicho. Las disfrazaba de todas las formas posibles. Les otorgaba hermosura y riqueza por si fuera poco; inventó, lo cual es más inverosímil, cierto gusto por el brandy. Pero lo que seguía siendo desconcertante y estimulante era que ella se veía compelida por la intensidad de su genio a adentrarse en persona en la tranquila escena bucólica.
La noble y hermosa muchacha que se empeñó en nacer en El molino junto al Floss es el ejemplo más obvio de la ruina que una heroína puede esparcir a su alrededor. El humor la controla y la mantiene encantadora mientras sea pequeña y pueda contentarse fugándose con los gitanos o clavándole puntillas a su muñeca; pero se desarrolla; y antes de que George Eliot sepa qué ha pasado, tiene a una mujer hecha y derecha en sus manos, exigiendo lo que ni los gitanos ni las muñecas ni el mismo Saint Ogg’s son capaces de darle. Primero viene al mundo Philip Wakem, y más tarde Stephen Guest. Se ha señalado a menudo la debilidad del uno y la zafiedad del otro; pero ambos, en su debilidad y ordinariez, ilustran no tanto la incapacidad de George Eliot para retratar a un hombre, como la incertidumbre, el sufrimiento y el titubeo que hacía que le temblase la mano cuando tenía que concebir un compañero adecuado para una heroína. En primer lugar es llevada lejos del mundo que conocía y amaba, y obligada a entrar en salones de la clase media, donde los jóvenes cantan toda la mañana en los días de verano, y las jóvenes bordan gorros de fumar para ventas benéficas. Se siente fuera de su elemento, como prueba su tosca sátira de lo que llama la «buena sociedad»:
La buena sociedad tiene su clarete y sus alfombras de terciopelo, sus cenas para dentro de seis semanas, su ópera y sus salones de baile de ensueño … deja su ciencia en manos de Faraday y su religión en las del clero superior que se puede dar cita en las mejores casas; ¿cómo podría esta sociedad necesitar fe y énfasis?
No hay rastro de humor o discernimiento en esto, sino solo el afán de venganza de un rencor que creemos de origen personal. Pero pese a lo terrible que resulta la complejidad de nuestro sistema social en sus exigencias a la comprensión y el discernimiento de una novelista que se desvía y cruza los límites, Maggie Tulliver hizo algo peor que sacar a George Eliot de su entorno natural. Insistió en introducir la gran escena emocional. Ella debía amar; debía perder la esperanza; debía ahogarse estrechando a su hermano entre sus brazos. Cuanto más examinamos las grandes escenas emocionales, con mayor nerviosismo anticipamos la gestación, concentración y condensación de la nube que estallará sobre nuestras cabezas en el momento de crisis en un aguacero de desilusión y verbosidad. Esto se debe en parte a que su control del diálogo, cuando no es un dialecto, es flojo; y en parte a que parece retraerse, con un viejo temor a la fatiga por el esfuerzo de la concentración emocional. Permite que sus heroínas hablen demasiado. Tiene poca destreza verbal. Carece de ese gusto infalible que elige una frase y condensa en ella el meollo de la escena. «¿Con quién va a bailar usted?», preguntó el señor Knightley en el baile de los Weston. «Con usted, si me lo pide»,2 dijo Emma; y ya ha dicho bastante. La señora Casaubon habría hablado durante una hora y nosotros mientras tanto habríamos mirado por la ventana.
Sin embargo, despachemos a sus heroínas sin compasión, confinemos a George Eliot al mundo agrícola de su «más remoto pasado», y no solo empequeñecemos su grandeza, sino que se pierde su verdadero sabor. Que aquí hay grandeza no lo podemos dudar. La amplitud de las posibilidades, los grandes y fuertes contornos de los rasgos principales, la luz rojiza de los primeros libros, la capacidad de búsqueda y la riqueza reflexiva de los posteriores nos tientan a detenernos y espaciarnos más allá de nuestros límites. Pero es a las heroínas a quienes lanzaríamos una última mirada. «Siempre he estado descubriendo mi religión desde que era niña —dice Dorothea Casaubon—. Solía rezar mucho; ahora no rezo casi nunca. Intento no desear cosas solo para mí misma…»3 Habla por todas ellas. Ese es el problema que tienen. No pueden vivir sin una religión y comienzan a buscar una cuando son unas niñas. Cada una tiene la profunda pasión femenina por la bondad, lo que transforma el lugar donde ella se mantiene con sus aspiraciones y su agonía en el centro del libro —en calma y enclaustrado como un lugar de culto, excepto que ya no sabe a quién rezar. En el aprendizaje buscan su realización; en las tareas ordinarias de las mujeres; en el más amplio servicio de las de su clase. No encuentran lo que buscan, y no es de extrañar. La antigua conciencia de la mujer, cargada de sufrimiento y sensibilidad, y muda durante tantos siglos, parece haber rebosado en ellas y haberse derramado y exigido algo —apenas saben qué—, algo que es quizá incompatible con la realidad de la existencia humana. George Eliot poseyó una inteligencia demasiado fuerte para manipular esa realidad, y un humor demasiado amplio para mitigar la verdad porque era dura. Salvo por el supremo coraje de su empeño, la lucha acaba, para sus heroínas, en tragedia o en un compromiso que es incluso más triste. Pero su historia es la versión incompleta de la historia de la propia George Eliot. Para ella, también, la carga y la complejidad de ser mujer no bastaban; debía ir más allá del santuario y arrancar por sí misma los extraños y brillantes frutos del arte y el conocimiento. Sujetándolos como pocas mujeres los han sujetado, no renunciaría a su propia herencia —la diferen cia de punto de vista, la diferencia de norma— ni aceptaría una recompensa inapropiada. Así la contemplamos, una figura memorable, desmesuradamente alabada y retrayéndose de su fama, desalentada, reservada, estremeciéndose en su vuelta a los brazos del amor como si solo allí existiera satisfacción y, puede ser, justificación; al mismo tiempo extendiendo la mano con «ambición melindrosa aunque hambrienta» en busca de todo lo que la vida pudiera ofrecer a una mente libre e inquisitiva, y confrontando sus aspiraciones femeninas con el mundo real de los hombres. Resultó triunfante en su intento, al margen de lo que haya ocurrido con sus creaciones, y cuando recopilemos todo lo que se atrevió a hacer y todo lo que consiguió, cómo a pesar de todos los obstáculos en su camino —el sexo y la salud y los convencionalismos— buscó más conocimiento y más libertad hasta que su cuerpo, bajo el peso de su doble carga, se hundió exánime, debemos depositar sobre su tumba todo el laurel y todas las rosas que esté en nuestra mano ofrecer.