De repente, sin darnos tiempo a ordenar los pensamientos o a preparar unas frases, nuestro invitado nos ha dejado; y su retirada sin despedida o ceremonia está en consonancia con su misteriosa llegada, hace muchos años, para establecer su residencia en este país. Pues siempre lo rodeó un aire de misterio. Se debía en parte a su origen polaco, en parte a su memorable apariencia, en parte a su preferencia por vivir en pleno campo, alejado de las habladurías, alejado de oídos que se prestan al cotilleo, fuera del alcance de las anfitrionas, de modo que para tener noticias dependíamos del testimonio de simples visitantes con la manía de llamar a las puertas, quienes comunicaban que su desconocido anfitrión tenía los más perfectos modales, ojos muy brillantes y que hablaba el inglés con un fuerte acento extranjero.
No obstante, aunque la muerte acostumbra a estimular y concentrar nuestros recuerdos, se aferra al genio de Conrad algo esencialmente, y no por casualidad, difícil de abordar. Su reputación en los últimos años fue indudablemente, con una obvia excepción, la más alta en Inglaterra; en cambio él no fue popular. Fue leído con apasionado deleite por unos; a otros los dejó fríos y apagados. Entre sus lectores hubo gente de las edades y simpatías más dispares. Escolares de catorce años, abriéndose camino por Marryat, Scott, Henty y Dickens, lo engulleron con los demás; mientras que los curtidos y los melindrosos, que con el tiempo se han abierto paso a mordiscos hasta lo más profundo de la literatura y ahí remueven una y otra vez unas pocas migas preciosas, colocan a Conrad escrupulosamente en su mesa de banquetes. Una fuente de dificultad y desacuerdo ha de encontrarse, sin duda, donde los hombres la han encontrado siempre: en su belleza. Uno abre sus páginas y se siente como debió de sentirse Helena cuando se miró en el espejo y se dio cuenta de que, hiciera lo que hiciese, nunca, bajo ningún concepto, podría pasar por una mujer normal. Así había sido el talento de Conrad, así se había educado a sí mismo, y tal era su agradecimiento a una lengua extraña, cortejada de modo característico por sus cualidades latinas, más que por las sajonas, que le resultó imposible trazar nada feo o insignificante con la pluma. Su amada, su estilo, es un poco somnolienta, a veces en reposo. Pero que alguien le hable, ¡y qué magníficamente se nos viene encima, con qué color, triunfo y majestad! Aun así podría decirse que Conrad habría ganado tanto en crédito como en popularidad si hubiera escrito lo que tenía que escribir sin esa incesante preocupación por las apariencias. Estas bloquean y traban y distraen, dicen sus críticos, señalando esos famosos pasajes que tan habitualmente se están sacando de su contexto y exhibiendo entre otras flores cortadas de la prosa inglesa. Era tímido y rígido y recargado, se quejan, y le era más querido el sonido de su propia voz que la voz de la humanidad en su angustia. Esta crítica es conocida y tan difícil de refutar como las observaciones de gente sorda cuando se representa Figaro. Ven la orquesta; a lo lejos oyen un chirrido deprimente; sus propias observaciones quedan interrumpidas y, con toda naturalidad, concluyen que serían de más utilidad en la vida si, en vez de chirriar a Mozart, esos cincuenta violinistas se dedicaran a picar piedras en los caminos. De que la belleza enseña, de que la belleza impone una disciplina, ¿cómo los vamos a convencer, dado que sus enseñanzas son inseparables del sonido de su voz y son sordos a ella? Pero léase a Conrad no en los libritos de cumpleaños, sino a lo grande, y será incapaz de captar el sentido de las palabras aquel que no oiga en esa música algo forzado y lúgubre, con su reserva, su orgullo, su inmensa e implacable integridad, cómo es mejor ser bueno que malo, cómo la lealtad es buena, y la honradez y el valor, aunque en apariencia Conrad se preocupe simplemente por mostrarnos la belleza de una noche en el mar. Pero es mal asunto sacar tales indicaciones de su elemento. Secadas en nuestros platillos, sin la magia y el misterio del lenguaje, pierden la capacidad de entusiasmar e incitar; pierden la drástica intensidad que es una cualidad constante de la prosa de Conrad.
Pues fue en virtud de algo drástico en él, las dotes de líder y capitán, por lo que Conrad mantuvo su influjo sobre muchachos y gente joven. Hasta que escribió Nostromo, sus personajes, como los jóvenes percibieron muy pronto, eran fundamentalmente sencillos y heroicos, por más sutil que fuera la mente e indirecto el método de su creador. Eran marinos, acostumbrados a la soledad y el silencio. Estaban en conflicto con la naturaleza, pero en paz con los hombres. La naturaleza era su antagonista; ella era quien sacaba el honor, la magnanimidad, la lealtad, las cualidades propias del hombre; ella la que en resguardadas bahías criaba hasta que se hacían mujeres a hermosas muchachas indescifrables y austeras. Sobre todo, era la naturaleza la que sacaba de su molde a personajes nudosos y experimentados como el capitán Whalley y el viejo Singleton, oscuros pero gloriosos en su oscuridad, que eran para Conrad la flor de nuestra raza, los hombres cuyas alabanzas nunca se cansaba de cantar:
Habían sido fuertes como fuertes son aquellos que no conocen la duda ni la esperanza. Habían sido impacientes y sufridos, turbulentos y devotos, insumisos y fieles. Los bienintencionados habían intentado representar a estos hombres tanto sollozando por cada bocado de comida como temiendo por su vida al hacer su trabajo. Pero en verdad habían sido hombres que conocieron la brega, la privación, la violencia, la perversión, pero que no conocieron el miedo y no tuvieron ningún deseo de rencor en sus corazones. Hombres difíciles de manejar, pero fáciles de inspirar; hombres sin voz, pero lo bastante hombres para despreciar en su corazón las voces sentimentales que lamentaban la dureza de su hado. Era un hado único y propio; ¡la capacidad de sobrellevarlo les parecía el privilegio de los elegidos! Su generación vivió sin poder hablar y siendo indispensable, sin conocer la dulzura de los afectos o el refugio de un hogar, y murió libre de la oscura amenaza de una angosta tumba. Fueron los hijos eternos de la misteriosa mar.1
Así fueron los personajes de los primeros libros: Lord Jim, Tifón, El negro del «Narcissus», Juventud; y estos libros, a pesar de los cambios y modas, sin duda tienen su sitio asegurado entre nuestros clásicos. Pero alcanzan dicha talla por medio de unas cualidades que la simple historia de aventuras, como la contó Marryat, o Fenimore Cooper, no pretende poseer. Pues queda claro que para admirar y loar a tales hombres y tales hechos, de manera romántica, con entusiasmo y con el fervor de un amante, hay que estar dotado de una doble visión; se debe estar a la vez dentro y fuera. Para alabar su silencio hay que poseer una voz. Para apreciar su capacidad de sufrimiento hay que ser sensible a la fatiga. Hay que ser capaz de vivir en igualdad de condiciones con los Whalleys y los Singletons y no obstante ocultar a sus ojos suspicaces las propias cualidades que nos capacitan para entenderlos. Únicamente Conrad fue capaz de vivir esa doble vida, pues Conrad estaba compuesto de dos hombres; junto al capitán naval moraba ese analista sutil, refinado y crítico a quien él llamó Marlow. «Un hombre de lo más discreto y comprensivo», dijo de Marlow.
Marlow era uno de esos observadores natos que son de lo más feliz en la vida retirada. A Marlow nada le gustaba más que sentarse en cubierta, en algún oscuro recodo del Támesis, fumando y recordando; fumando y especulando; enviando tras su humo hermosos anillos de palabras hasta que toda la noche de verano se nublaba un poco con humo de tabaco. Marlow, además, sentía un profundo respeto por los hombres con los que había navegado; pero veía su talante. Husmeaba y describía de forma magistral a esas criaturas lívidas que logran aprovecharse bien de los veteranos torpes. Tenía un don especial para la deformidad humana; su humor era sardónico. Tampoco vivía Marlow envuelto por completo en el humo de sus cigarros. Tenía la costumbre de abrir los ojos de repente y observar —un montón de basura, un puerto, el mostrador de una tienda— y después, completo en su anillo ardiente de luz, ese objeto se ilumina y brilla contra el misterioso trasfondo. Introspectivo y analítico, Marlow era consciente de su peculiaridad. Dijo que ese poder le llegaba de repente. Podía, por ejemplo, oír sin querer a un oficial francés murmurar: ¡Mon Dieu, cómo pasa el tiempo!
Nada [comenta] podría haber sido más banal que esta observación; pero su expresión coincidió, en mi opinión, con un momento de visión. Es extraordinario cómo pasamos por la vida con los ojos medio cerrados, con los oídos tardos, con los pensamientos adormecidos … No obstante, puede que solo unos pocos de nosotros no hayan conocido nunca uno de esos raros momentos de despertar, cuando vemos, oímos, comprendemos, más que nunca —todo— en un abrir y cerrar de ojos, antes de caer de nuevo en nuestra agradable somnolencia. Levanté la vista cuando él habló, y lo vi como si nunca lo hubiera visto.2
Una imagen tras otra pintaba así sobre ese trasfondo oscuro; barcos primero y ante todo, barcos anclados, barcos flameando ante la tormenta, barcos atracados en el puerto; pintaba puestas de sol y alboradas; pintaba la noche; pintaba el mar en todos sus aspectos; pintaba la estridente brillantez de los puertos de Oriente, y hombres y mujeres, sus casas y sus actitudes. Era un observador minucioso e imperturbable, educado en esa «absoluta lealtad a sus sentimientos y emociones», los cuales, escribió Conrad, «un autor debería mantener bajo control en sus más exaltados momentos de creación». Y muy queda y compasivamente deja caer Marlow a veces unas pocas palabras de epitafio que nos traen a la memoria, con toda esa belleza y brillantez ante nuestros ojos, la oscuridad del trasfondo.
De manera que una distinción apresurada nos llevaría a decir que es Marlow el que comenta, Conrad, el que crea. Eso nos conduciría, conscientes de que estamos en un terreno peligroso, a dar cuentas de ese cambio que, nos dice Conrad, se produjo una vez hubo acabado la última historia del volumen de Tifón —«un sutil cambio en la naturaleza de la inspiración»— por medio de alguna alteración en la relación de los dos viejos amigos: «… Era, por alguna, razón como si no hubiera nada más en el mundo sobre lo que escribir». Fue Conrad, supongámoslo así, Conrad el creador, el que dijo eso, volviendo la vista con afligida satisfacción a las historias que había contado; creyendo, como posiblemente hizo, que nunca podría mejorar la tormenta de El negro del «Narcissus», o rendir un tributo más fiel a la valía de los marinos británicos de lo que había hecho ya en Juventud y Lord Jim. Fue entonces cuando Marlow, el observador, le recordó cómo, en el curso de la naturaleza, uno debe hacerse viejo, sentarse a fumar en cubierta y renunciar a navegar. Pero, le recordó, esos años de esfuerzo habían depositado sus recuerdos; y quizá llegara tan lejos como para insinuar que, aunque se hubiera dicho hasta la última palabra sobre el capitán Whalley y su relación con el universo, allí quedaban en la orilla una serie de hombres y mujeres cuyas relaciones, aunque de una índole más personal, podrían ser dignas de estudio. Si además suponemos que había un volumen de Henry James a bordo y que Marlow le dio a su amigo el libro para que se lo llevara a la cama, podemos apoyarnos en el hecho de que fue en 1905 cuando Conrad escribió un excelente ensayo sobre el maestro.
Durante algunos años, pues, fue Marlow el socio dominante. Nostromo, Azar, La flecha de oro representan esa época de la alianza que algunos seguirán encontrando la más rica de todas. El corazón humano es más intrincado que el bosque, dirán; tiene sus tormentas; tiene sus criaturas de la noche; y si como novelista deseas poner a prueba al hombre en todas sus relaciones, el antagonista adecuado es el hombre; su ordalía está en la sociedad, no en la soledad. Para ellos siempre habrá una fascinación peculiar en los libros en los que la luz de estos ojos brillantes se posa no solo en las aguas residuales, sino también en el corazón en su perplejidad. Pero debe admitirse que si Marlow aconsejó así a Conrad que desplazara su ángulo de visión, el consejo fue audaz. Pues la visión de un novelista es a la vez compleja y especializada; compleja porque detrás de sus personajes y alejado de ellos debe encontrarse algo estable con lo que él los relacione; especializada porque, dado que él es una sola persona con una sola sensibilidad, los aspectos de la vida en los que él puede creer con convicción son estrictamente limitados. Un equilibrio tan delicado es fácil de perturbar. Después de su época intermedia, Conrad nunca más fue capaz de conectar perfectamente a sus figuras con su trasfondo. Nunca creyó en sus personajes posteriores, mucho más sofisticados, como había creído en sus marineros de los comienzos. Cuando tuvo que indicar su relación con ese otro mundo invisible de los novelistas, el mundo de los valores y las convicciones, creyó estar mucho menos seguro de cuáles eran esos valores. Entonces, una y otra vez, una sola frase, «Pilotó con cuidado»,3 que aparece al final de una tormenta, contenía una moralidad completa. Pero en este mundo más concurrido y complicado, esas frases tan lacónicas se volvían cada vez menos apropiadas. Complejos hombres y mujeres con muchos intereses y relaciones no se resignarían a un juicio tan sumario; o, si lo hacían, mucho de lo que era importante en ellos se libraba del veredicto. Y aun así, con su poder exuberante y romántico, al genio de Conrad le era muy necesario tener alguna ley que pudiera juzgar a sus creaciones. En esencia —así seguía siendo su credo— este mundo de gente civilizada y cohibida está basado en «unas pocas ideas muy simples»; pero ¿dónde, en el mundo de los pensamientos y las relaciones personales, podemos encontrarlas? No hay mástiles en los salones; el tifón no pone a prueba la valía de políticos y hombres de negocios. Buscando y no encontrando esos apoyos, el mundo de la última época de Conrad se halla envuelto en una oscuridad involuntaria, un carácter no concluyente, casi una desilusión que desconcierta y fatiga. Echamos mano, en el crepúsculo, tan solo de las viejas noblezas y sonoridades: la fidelidad, la compasión, el honor, el deber —siempre bellos, pero ahora un poco cansinamente reiterados, como si los tiempos hubieran cambiado. Quizá fuera Marlow el culpable. Su forma de pensar era un tanto sedentaria. Había pasado demasiado tiempo sentado en cubierta; espléndido en el soliloquio, era menos hábil en el toma y daca de la conversación; y «esos momentos de visión» que relampaguean y se desvanecen no son tan útiles como la luz de una lámpara fija para iluminar el oleaje de la vida y sus largos, paulatinos años. Sobre todo, quizá, no tuvo en cuenta que, si Conrad tenía que crear, era esencial que primero creyera.
Por tanto, aunque hagamos expediciones por los últimos libros y traigamos de vuelta maravillosos trofeos, una gran extensión de ellos seguirá sin ser hollada por la mayoría de nosotros. Los primeros libros —Juventud, Lord Jim, Tifón, El negro del «Narcissus»— son los que leeremos en su totalidad. Porque cuando se pregunta qué sobrevivirá de Conrad y dónde hemos de clasificarlo entre los novelistas, estos libros, con su aire de contarnos algo muy antiguo y completamente auténtico, que había estado escondido pero ahora ha salido a la luz, nos vendrán a la mente y harán que esas preguntas y comparaciones parezcan un poco vanas. Completos y en calma, muy castos y muy hermosos, se alzan en la memoria tal y como en estas calurosas noches de verano, en su lento y majestuoso camino, primero sale una estrella y después otra.