«Robinson Crusoe»

 

Existen muchas formas de abordar este volumen clásico; pero ¿cuál elegiremos? ¿Comenzaremos diciendo que, desde que Sidney murió en Zutphen dejando la Arcadia inacabada, grandes cambios habían acaecido en la vida inglesa, y la novela había elegido, o se la había forzado a elegir, su dirección? Una clase media había nacido, capaz de leer y ansiosa por leer no solo los amores de príncipes y princesas, sino también sobre ellos mismos y los detalles de sus monótonas vidas. Expresándose a través de mil plumas, la prosa se había amoldado a tal demanda; se había adaptado para enunciar los hechos de la vida más que la poesía. Esa es seguramente una forma de abordar Robinson Crusoe —a través del desarrollo de la novela—; pero otra se insinúa inmediatamente —a través de la vida del autor—. Aquí también, en los prados celestiales de la biografía, podemos emplear muchas más horas de las necesarias para leer el libro en sí de principio a fin. La fecha del nacimiento de Defoe, para empezar, es dudosa: ¿fue 1660 o 1661? Además, ¿escribía su nombre con una palabra o con dos? ¿Y quiénes fueron sus ancestros? Se dice que fue calcetero; pero ¿qué era, después de todo, un calcetero en el siglo XVII? Se convirtió en panfletista y disfrutó de la confianza de Guillermo III; uno de sus panfletos lo llevó a la picota y a ser encarcelado en Newgate; fue contratado por Harley y luego por Godolphin; fue el primero de los periodistas asalariados; escribió innumerables panfletos y artículos; también Moll Flanders y Robinson Crusoe; tuvo esposa y seis hijos; era menudo de figura, con nariz aguileña, barbilla puntiaguda, ojos grises y un lunar grande cerca de la boca. Nadie que tenga un mínimo conocimiento de la literatura inglesa necesita que le cuenten cuántas horas se pueden emplear y cuántas vidas se han empleado para analizar el desarrollo de la novela y para examinar las barbillas de los novelistas. Únicamente de vez en cuando, al pasar de la teoría a la biografía y de la biografía a la teoría, se insinúa una duda: si conociéramos el momento preciso del nacimiento de Defoe y a quién amó y por qué, si supiéramos de memoria la historia del origen, auge, crecimiento, declive y caída de la novela inglesa desde su concepción (digamos) en Egipto a su fallecimiento en algún lugar perdido (quizá) de Paraguay, ¿le sacaríamos una pizca de placer adicional a Robinson Crusoe o lo leeríamos con una chispa más de inteligencia? Porque el libro sigue estando ahí. Por más que serpenteemos y nos retorzamos, nos rezaguemos y perdamos el tiempo en nuestra forma de abordar los libros, nos espera al final una batalla en solitario. Hay que llevar a cabo una transacción comercial entre escritor y lector antes de que sea posible cualquier otro trato, y que, en medio de esa entrevista privada, se nos recuerde que Defoe vendía medias, tenía el cabello castaño y que lo llevaron a la picota es una distracción y una molestia. Nuestra primera tarea, que por cierto suele ser formidable, es dominar su perspectiva. Hasta que no sabemos cómo ordena su mundo el novelista, los ornamentos de ese mundo con que los críticos nos atosigan, las aventuras del escritor, con las que los biógrafos atraen la atención, no son más que posesiones superfluas de las que no podemos sacar ninguna utilidad. Debemos encaramarnos en solitario sobre los hombros del novelista y mirar con sus ojos hasta que también nosotros entendamos en qué orden dispone los grandes objetos comunes destinados a ser observados por los novelistas: el hombre y los hombres; tras ellos la naturaleza; y por encima de ellos ese poder que por comodidad y brevedad podemos llamar Dios. Y al instante empiezan la confusión, el juicio erróneo y la dificultad. Por simples que nos parezcan, estos objetos pueden llegar a ser monstruosos y realmente irreconocibles según la manera en que el novelista los relacione unos con otros. Parecería ser cierto que la gente que vive uno junto al otro y respira el mismo aire varía enormemente en su sentido de la proporción; para uno, el ser humano es inmenso, el árbol diminuto; para otro, los árboles son enormes y los seres humanos pequeños objetos insignificantes al fondo. Así que, a pesar de los libros de texto, los escritores pueden vivir en el mismo tiempo y en cambio no ver nada del mismo tamaño. Está Scott, por ejemplo, con sus montañas que se yerguen enormes y sus hombres por tanto dibujados a escala; Jane Austen, que distingue las rosas en sus tazas de té para emparejarlas con el ingenio de sus diálogos; mientras que Peacock inclina sobre el cielo y la tierra un espejo deformante fantástico en el que una taza de té puede ser el Vesubio o el Vesubio una taza de té. Sin embargo, Scott, Jane Austen y Peacock vivieron en los mismos años; vieron el mismo mundo; se estudian en los libros de texto en el mismo período de la historia de la literatura. En lo que difieren es en sus perspectivas. Si se nos permitiera, pues, asir esto con firmeza, por nosotros mismos, la batalla acabaría en victoria y podríamos, seguros en nuestra intimidad, disfrutar de los variados placeres que críticos y biógrafos nos proporcionan con tanta generosidad.

Pero aquí surgen muchas dificultades. Pues tenemos nuestra propia visión del mundo; lo hemos creado a partir de nuestras propias experiencias y prejuicios, y está por tanto ligado a nuestras vanidades y amores. Es imposible no sentirse herido e insultado si se hacen trampas y se turba nuestra armonía privada. Así, cuando aparece Jude el oscuro o un nuevo volumen de Proust, los periódicos se llenan de protestas. El comandante Gibbs de Cheltenham se metería una bala en la cabeza si la vida fuera como la pinta Hardy; la señorita Wiggs de Hampstead debe quejarse de que aunque el arte de Proust es maravilloso, el mundo real, y se lo agradece a Dios, no tiene nada en común con las distorsiones de un francés pervertido. Tanto el caballero como la dama están intentando controlar la perspectiva del novelista de manera que se asemeje y refuerce la suya propia. Pero el gran escritor —Hardy o Proust— sigue su camino sin tener en cuenta los derechos de la propiedad privada; con el sudor de su frente engendra orden a partir del caos; planta su árbol allá y su hombre acá; vuelve la figura de su deidad remota o presente a voluntad. En las obras maestras —libros donde la visión es clara y se ha logrado el orden— nos impone su propia perspectiva con tanta fuerza que sufrimos un martirio la mitad de las veces: nuestra vanidad resulta herida porque nuestro propio orden está turbado; tenemos miedo porque nos están arrebatando los viejos apoyos; y nos aburrimos —pues, ¿qué placer o diversión se puede arrancar de una idea nueva y flamante? Con todo, de la ira, del miedo y del aburrimiento nace en ocasiones un goce excepcional y duradero.

Robinson Crusoe tal vez sea un ejemplo al efecto. Es una obra maestra, y lo es, en gran medida, porque Defoe se ha mantenido consistente con su propio sentido de la perspectiva durante toda la obra. Por esta razón él nos frustra y nos falta al respeto a cada paso. Observemos el tema en general y de manera imprecisa, comparándolo con nuestras ideas preconcebidas. Es, sabemos, la historia de un hombre al que se le arroja, tras muchos peligros y aventuras, a una isla desierta solo. Un simple esbozo —peligro y soledad y una isla desierta— basta para suscitar en nosotros la expectativa de ciertas tierras lejanas en los confines del mundo; del amanecer y la puesta de sol; del hombre, aislado de su especie, meditando sobre la naturaleza de la sociedad y los extraños usos de los hombres. Antes de que abramos el libro quizá hayamos perfilado vagamente la clase de placer que esperamos que nos proporcione. Leemos; y se nos contradice de manera poco cortés en cada página. No hay puestas de sol ni amaneceres; no hay soledad ni alma. Hay, por el contrario, mirándonos directamente a la cara ni más ni menos que un gran recipiente de barro. Se nos cuenta, en otras palabras, que era el 1 de septiembre de 1651; que el nombre del héroe es Robinson Crusoe; y que su padre sufre de gota. Obviamente, entonces, tenemos que cambiar de actitud. La realidad, el hecho, la sustancia va a dominar todo lo que sigue. Debemos alterar del todo apresuradamente nuestras proporciones; la naturaleza debe remangarse sus espléndidas púrpuras; es la única que da la sequía y el agua; se debe reducir al hombre a un animal que lucha para sobrevivir; y Dios debe encogerse hasta convertirse en un magistrado cuyo asiento, sólido y algo duro, apenas quede por encima del horizonte. Cada una de nuestras salidas en busca de información sobre estos puntos cardinales de la perspectiva —Dios, el hombre, la naturaleza— se ve rechazada con un sentido común despiadado. Robinson Crusoe piensa en Dios: «a veces discutía conmigo mismo acerca de por qué la providencia tenía que arruinar así por completo a sus criaturas … Pero algo siempre volvía raudo a mí para refrenar estos pensamientos». Dios no existe. Piensa en la naturaleza, los campos «adornados con flores y hierba y llenos de bellos bosques», pero lo importante de un bosque es que acoge una gran cantidad de loros a los que se puede domesticar y enseñar a hablar. La naturaleza no existe. Piensa en aquellos a quienes él mismo ha matado. Es de suma importancia que sean enterrados de inmediato, pues «se hallan expuestos al sol y pronto resultarían muy desagradables». La muerte no existe. Nada existe excepto un recipiente de barro. Al final, en otras palabras, se nos fuerza a prescindir de nuestras ideas preconcebidas y a aceptar lo que el mismo Defoe desee darnos.

Volvamos entonces al comienzo y repitamos de nuevo: «Nací en el año 1632 en la ciudad de York, de buena familia». Nada podría ser más llano, más realista, que ese comienzo. Se nos atrae con sobriedad para que consideremos todas las bendiciones de la ordenada y laboriosa vida de la clase media. Se nos asegura que no hay mejor fortuna que la de nacer en el seno de la clase media británica. Hay que compadecerse de los grandes y también de los pobres; ambos están expuestos a destemplanzas y desasosiegos; la estación media entre los humildes y los grandes es la mejor; y sus virtudes —comedimiento, moderación, sosiego y salud— son las más deseables. Era algo lamentable, pues, cuando por culpa de algún mal hado un joven de la clase media caía en el engaño del necio amor por la aventura. Así que prosigue con su prosa, dibujando, poco a poco, su propio retrato, de manera que nunca lo olvidemos, dejando en nosotros la impronta indeleble, pues él nunca la olvida tampoco, de su tino, su cautela, su amor por el orden, el bienestar y la respetabilidad; hasta que, como sea, nos encontramos en el mar, en una tormenta; y, oteando, todo se ve precisamente como aparece ante Robinson Crusoe. Las olas, los marinos, el cielo, el barco, todos se ven a través de esos ojos astutos e imaginativos de clase media. Nada se le escapa. Todo aparece como aparecería ante esa inteligencia cauta por naturaleza, inquieta, convencional y sólidamente práctica. Es incapaz de sentir entusiasmo. Siente una aversión natural por lo sublime de la naturaleza. Sospecha incluso que la providencia exagera. Está tan ocupado y concede tanta importancia a sus propios intereses que apenas se da cuenta de una décima parte de lo que sucede a su alrededor. Todo puede tener una explicación racional, está seguro, de tener tiempo para ocuparse de ello. Nos alarman mucho más que a él las «criaturas tan enormes» que salen por el agua de noche y rodean su embarcación. Inmediatamente coge su arma, les dispara y se van nadando —le resulta imposible decir si son o no leones. De modo que, antes de que lo sepamos, nuestras bocas están cada vez más abiertas. Engullimos monstruos que habríamos rechazado si nos los hubiera ofrecido un viajero extravagante e imaginativo. Pero cualquier cosa de la que este hom bretón de la clase media se percate puede tomarse por un hecho. Está siempre contando sus barriles y previendo con sensatez su abastecimiento de agua; y nunca encontramos que se equivoque ni siquiera en un detalle. ¿Ha olvidado, nos preguntamos, que tiene un gran trozo de cera de abeja a bordo? En absoluto. Pero dado que de ella ha hecho ya velas, no es ni por asomo tan grande en la página treinta y ocho como lo era en la veintitrés. Cuando por un milagro deja colgando alguna incoherencia —¿por qué si los gatos salvajes son tan mansos las cabras son tan tímidas?—, no nos inquieta, porque estamos seguros de que había una razón, y muy buena, si tuviese tiempo de dárnosla. Pero la presión de la vida cuando uno se las está apañando por uno mismo, solo en una isla desierta, no es cosa de risa. Tampoco de lágrimas. Un hombre tiene que estar pendiente de todo; no hay lugar para arrobarse ante la naturaleza cuando el rayo puede hacer estallar su pólvora —resulta imperioso buscarle un lugar más seguro. Y así, a base de decir la verdad sin errar, tal y como aparece ante él —al ser un gran artista y renunciar a esto y atreverse con aquello para llevar a la práctica su cualidad primordial, un sentido de la realidad—, llega finalmente a dignificar los actos comunes y embellecer los objetos corrientes. Escarbar, cocer, plantar, construir —qué serias son estas sencillas ocupaciones; hachas, tijeras, troncos —qué hermosos llegan a ser estos objetos. Sin comentarios que le estorben, la historia avanza con una sencillez magnífica y absoluta. Sin embargo, ¿cómo podrían los comentarios haberla hecho más impresionante? Es cierto que toma el camino contrario al del psicólogo: describe el efecto de la emoción sobre el cuerpo, no sobre la mente. Pero cuando cuenta cómo, en un momento de angustia, apretó con fuerza sus manos de tal forma que habría aplastado cualquier cosa blanda; cómo «mis dientes en la cabeza se entrechocaban y se apretaban uno contra otro con tanta fuerza que por un tiempo no pude separarlos de nuevo», el efecto es tan profundo como lo hubieran producido unas páginas de análisis. Su propio instinto en la materia es acertado. «Que los naturalistas —dice— expliquen estas cosas, y su razón y formas; todo lo que puedo hacer es describirles el hecho…» Si eres Defoe, con describir el hecho sin duda basta; pues el hecho es el hecho verdadero. Por medio de su genio para lo real, Defoe consigue efectos que están más allá del alcance de cualquiera, excepto de los grandes maestros de la prosa descriptiva. Solo tiene que decir una palabra o dos sobre «el gris de la mañana» para pintar vívidamente un amanecer ventoso. Se transmite un sentido de desolación y de las muertes de muchos hombres cuando comenta de la forma más prosaica del mundo: «Nunca más los vi después, ni signo alguno de ellos excepto tres de sus sombreros, un gorro y dos zapatos que no eran compañeros». Cuando al final exclama: «Entonces para ver cómo a la manera de un rey no hice todo solo, atendido por mis sirvientes» —su loro y su perro y sus dos gatos—, no podemos evitar sentir que toda la humanidad está sola en una isla desierta —aunque Defoe inmediatamente nos informe, pues tiene un modo peculiar de desairar nuestros entusiasmos, de que los gatos no eran los mismos gatos que habían venido en el barco. Los dos estaban muertos; estos gatos eran nuevos, y de hecho los gatos se convirtieron en un problema al poco tiempo debido a su fecundidad, mientras que los perros, por extraño que parezca, no tuvieron cría alguna.

Así, al reiterar que nada, excepto un recipiente sencillo de barro se encuentra en primer plano, Defoe nos persuade para que veamos islas remotas y las soledades del alma humana. Al creer firmemente en la solidez del recipiente y su calidad terrena, ha sometido todos los demás elementos a su plan. Atándolo con sogas, le ha dado armonía al universo al completo. Y, ¿hay alguna razón, nos preguntamos al cerrar el libro, por la que la perspectiva que exige un recipiente sencillo de barro no debiera contentarnos, una vez la asimos, con la misma plenitud que el hombre mismo, en toda su esencia sublime, erguido contra un fondo de montañas accidentadas y océanos tumultuosos con estrellas ardiendo en el cielo?