Dos viajeras sumamente incongruentes, Mary Wollsto necraft y Dorothy Wordsworth, se siguieron los pasos muy de cerca. Mary estuvo en Altona a orillas del Elba en 1795 con su bebé; tres años después Dorothy llegó al mismo lugar con su hermano y Coleridge. Ambas dejaron constancia por escrito de sus viajes; ambas vieron los mismos lugares, pero los ojos con los que los vieron eran muy diferentes. Todo cuanto Mary veía servía para embarcar su mente en alguna teoría sobre la actuación del gobierno, sobre el estado de la gente, sobre el misterio de su propia alma. El batir de los remos sobre las olas la llevó a preguntar: «Vida, ¿qué eres? ¿Adónde va este aliento, este yo tan vivo? ¿En qué elemento se mezclará, dando y recibiendo energía fresca?».1 Y a veces olvidaba mirar hacia la puesta de sol y miraba en cambio al barón de Wolzogen. Dorothy, por otro lado, anotaba lo que había ante ella con meticulosidad, literalmente y con prosaica precisión. «El paseo muy agradable entre Hamburgo y Altona. Una gran extensión de terreno plantada de árboles y entrecruzada por paseos de gravilla … El terreno en la parte opuesta del Elba parece pantanoso.»2 Dorothy nunca despotricaba contra «las pezuñas hendidas del despotismo». Dorothy nunca hacía «preguntas de hombres» acerca de exportaciones e importaciones; Dorothy nunca confundía su propia alma con el cielo. Este «yo tan vivo» estaba implacablemente subordinado a los árboles y a la hierba. Porque si ella dejara a ese «yo» y sus aciertos y sus errores y sus pasiones y su sufrimiento inmiscuirse entre ella y el objeto, llamaría, seguro, a la luna «la Reina de la Noche»; hablaría de los «rayos de oriente» del alba; se remontaría en ensoñaciones y rapsodias, y olvidaría encontrar la frase exacta para las ondulaciones de la luz de la luna sobre el lago. Era como «arenques en el agua» —no podría haber dicho eso si hubiera estado pensando en ella misma. Así, mientras Mary se golpeaba la cabeza contra un muro tras otro y clamaba: «Seguro que en este corazón reside algo que no es perecedero, y la vida es más que un sueño», Dorothy seguía metódicamente en Alfoxden anotando la llegada de la primavera. «El endrino en flor, el espino verde, los alerces del parque pasaron de negros a verdes en dos o tres días.» Y al día siguiente, el 14 de abril de 1798, «la tarde muy tormentosa, de modo que permanecimos dentro. La vida de Mary Wollstonecraft, etc.», llegó. Y al día siguiente pasearon por los terrenos del hacendado y notó que «La naturaleza se estaba afanando satisfactoriamente en hacer hermoso lo que el arte había deformado —ruinas, ermitas, etcétera, etcétera». No se hace referencia a Mary Wollsto necraft; es como si su vida y todas sus tormentas hubieran quedado barridas en uno de esos compendiosos etcéteras, y sin embargo la frase siguiente suena como un comentario inconsciente: «Por suerte no podemos dar forma a las inmensas colinas, ni esculpir los valles según nuestra fantasía». No, no podemos rehacer, no debemos rebelarnos; solo podemos aceptar y tratar de comprender el mensaje de la naturaleza. Y así prosiguen las anotaciones.
Pasó la primavera; llegó el verano; el verano se tornó otoño; fue invierno, y después de nuevo los endrinos estaban en flor y los espinos verdes y la primavera había llegado. Pero era primavera en el norte ahora y Dorothy estaba viviendo sola con su hermano en una casita de campo en Grasmere en medio de las colinas. Ahora, tras los apuros y separaciones de la juventud, estaban juntos bajo su propio techo; ahora se podían dedicar sin ser molestados a la absorbente ocupación de vivir en plena naturaleza y a tratar, día a día, de interpretar su significado. Tenían dinero suficiente para permitirse al fin vivir juntos sin la necesidad de ganar un penique. No había deberes familiares o tareas profesionales que los distrajeran. Dorothy podía pasear todo el día por las colinas y pasar toda la noche allí sentada hablando con Coleridge sin que su tía se lo reprochara como una conducta impropia de una mujer. Las horas eran suyas desde el amanecer hasta la puesta de sol, y se podían alterar para adecuarlas a la estación. Si hacía bueno, no había necesidad de entrar; si llovía, no había por qué levantarse. Uno se podía ir a la cama a cualquier hora. Se podía dejar que la cena se enfriara si el cuco cantaba en la colina y William no había encontrado el epíteto exacto que buscaba. El domingo era un día como cualquier otro. La costumbre, la convención, todo estaba subordinado a la absorbente, exigente, extenuante tarea de vivir en plena naturaleza y escribir poesía. Porque era extenuante. William solía esforzarse en encontrar la palabra exacta hasta que le dolía la cabeza. Machacaba un poema hasta que Dorothy temía sugerir un cambio. Cualquier frase casual de ella se le metía en la cabeza haciéndole imposible recuperar el estado de ánimo adecuado. Solía bajar a desayunar y se sentaba «con el cuello de la camisa desabrochado y el chaleco abierto», escribiendo un poema sobre una mariposa que alguna historia suya le había evocado, y no comía nada, y después empezaba a alterar el poema y otra vez quedaría extenuado.
Resulta extraño lo vívidamente que se nos presenta todo esto, considerando que el diario lo forman breves anotaciones como las que cualquier mujer sosegada podría tomar sobre los cambios de su jardín y los estados de ánimo de su hermano y el paso de las estaciones. Hacía un tiempo templado y apacible, anota, tras un día de lluvia. Se encontró con una vaca en un prado. «La vaca me miró, y yo miré a la vaca, y cada vez que me movía la vaca dejaba de comer.» Se encontró con un viejo que caminaba con dos bastones —durante días no se encontró con nada más aparte del camino que una vaca comiendo y un viejo caminando. Y sus motivos para escribir eran bastante comunes: «porque no quiero pelear conmigo misma y porque le daré una alegría a William cuando vuelva a casa». Solo paulatinamente se manifiesta la diferencia entre este tosco cuaderno y otros; solo poco a poco se despliegan esas breves notas en la mente y abren un paisaje completo delante de nosotros, así como la simple constatación demuestra que se dirige tan directamente a su objeto que, si miramos justo allí donde apunta, veremos precisamente lo que ella vio. «La luz de la luna yacía sobre las colinas como la nieve.» «El aire se había calmado, el lago de un brillante color pizarra, las colinas oscureciéndose. Los laureles brotaban en las orillas difuminadas del agua poco profundas. Las ovejas, descansando. Todo callado.» «No había una cascada sobre otra; era el sonido de las aguas en el aire; la voz del aire.» Incluso en esas breves anotaciones se siente el poder de evocación que es don del poeta más que del naturalista, el poder que, partiendo de los hechos más sencillos, los ordena de tal modo que la escena entera presenta ante nosotros, realzada y compuesta, el lago en su quietud, las colinas en su esplendor. Aun así no fue una escritora descriptiva en el sentido habitual. Su primera preocupación fue ser veraz —la gracia y la simetría debían quedar subordinadas a la verdad. Pero entonces se busca la verdad porque falsificar el aspecto del lago agitado por la brisa es adulterar el espíritu que inspira las apariencias. Es ese espíritu el que la fustiga y la urge y mantiene sus facultades constantemente en tensión. Una mirada o un sonido no la dejaban tranquila hasta no haber seguido el rastro a su percepción en su recorrido y haberla fijado con palabras, aunque pudieran ser parcas, o con una imagen, aunque pudiera ser áspera. La naturaleza era una auténtica tirana. Había que dar cuenta del detalle prosaico exacto al igual que del boceto inmenso y visionario. Incluso cuando las distantes colinas se estremecían ante ella en la gloria de un sueño, debía anotar con precisión literal «la resplandeciente línea de plata del lomo de las ovejas», o comentar cómo «las cornejas a corta distancia de nosotros se volvían blancas como la plata cuando volaban a la luz del sol; y cuando se iban aún más lejos, parecían figuras de agua pasando sobre los campos verdes». Siempre ejercitadas y en uso, sus facultades de observación se hicieron con el tiempo tan expertas y agudas que un día de paseo colmaba el ojo de su mente con una inmensa congregación de objetos curiosos para clasificar con calma. ¡Qué extrañas se veían las ovejas mezcladas con los soldados en el castillo de Dumbarton! Por alguna razón las ovejas parecían ser de tamaño real, pero los soldados parecían marionetas. Y además los movimientos de las ovejas eran muy naturales y confiados, y el movimiento de los soldados enanitos era incansable y sin sentido aparente. Era extremadamente raro. O, tendida en la cama, solía mirar el techo y pensar cómo las vigas barnizadas «brillaban tanto como rocas negras en un día de sol atrapadas en el hielo.» Sí,
se cruzaban entre sí de una manera casi tan intrincada y fantástica como lo he visto en las ramas bajas de una gran haya, agostadas por la densidad de la sombra que las cubre … Era como puedo imaginarme que serían una cueva subterránea o un templo, con un techo que gotea o húmedo, y la luz de la luna entrando de un modo u otro, y sin embargo los colores eran más como joyas irisadas. Estuve tendida mirando hasta que la luz del fuego se extinguió … No dormí mucho.
Es más, parecía que ella apenas cerraba los ojos. Miraban y miraban, urgidos no solo por una curiosidad infatigable, sino también por una reverencia, como si algún secreto de la mayor importancia yaciera escondido bajo la superficie. A veces su pluma tartamudeaba con la intensidad de la emoción que controlaba, tal y como decía de ella De Quincey que su lengua se trababa al hablar por el conflicto entre su ardor y su pudor. Pero era contenida. Emotiva e impulsiva por naturaleza, sus ojos, «salvajes y sobresaltados»;3 atormentada por sentimientos que casi la dominaban, y que aun así debía controlar, debía reprimir o fracasaría en su tarea —dejaría de ver. Pero si uno se contenía y abdicaba de sus turbaciones íntimas, entonces, como si fuera una recompensa, la naturaleza le depararía una satisfacción exquisita. «Rydale era muy hermoso, con vetas en forma de lanza de acero pulido … Apacigua el corazón. Había estado muy melancólica», escribió. Pues ¿no vino Coleridge caminando por las colinas y llamó a la puerta de la casita bien entrada la noche? ¿No llevó ella una carta de Coleridge a buen recaudo en su seno?
Dando así a la naturaleza y así recibiendo de ella, parecía, mientras pasaban los arduos y ascéticos días, que la naturaleza y Dorothy habían crecido juntas en perfecta armonía; no una armonía fría, vegetal o inhumana, porque en lo más profundo ardía ese otro amor por «mi bienamado», su hermano, que era en verdad su corazón e inspiración. William y la naturaleza y Dorothy misma, ¿no eran un único ser? ¿No componían una trinidad, autónoma y autosuficiente e independiente, tanto dentro como fuera? Estaban sentados dentro. Eran
alrededor de las diez y una noche tranquila. El fuego titila y suena el tictac del reloj. No oigo nada más que la respiración de mi bienamado hermano cuando de vez en cuando avanza en la lectura de su libro y pasa una hoja.
Y ahora es un día de abril, y cogen la vieja capa y se tumban juntos en la floresta de John al aire libre.
William oía mi respiración y los crujidos al moverme de vez en cuando, pero ambos yacíamos inmóviles y sin vernos el uno al otro. Él pensó que sabría a gloria yacer así en la tumba, escuchar los sosegados sonidos de la tierra y saber tan solo que nuestros queridos amigos se hallaban cerca. El lago estaba tranquilo; había una barca por allí.
Era un amor extraño, profundo, casi mudo, como si hermano y hermana hubieran crecido juntos y hubieran compartido no la forma de hablar sino el temperamento, de modo que apenas sabían cuál sentía, cuál hablaba, cuál veía los narcisos o la ciudad dormida; solo Dorothy almacenaba ese estado de ánimo en prosa, y más tarde llegó William y se bañó en él y lo hizo poesía. Pero uno no podía actuar sin el otro. Debían sentir, debían pensar, debían estar juntos. De modo que ahora, tras permanecer tumbados en la ladera de la colina, solían levantarse e iban a casa y preparaban el té, y Dorothy escribía a Coleridge, y plantaban juntos las judías escarlata, y William trabajaba en su «Sanguijolero» y Dorothy le transcribía los versos. Arrebatada pero contenida, libre pero estrictamente ordenada, la narrativa hogareña pasa con naturalidad del éxtasis de las colinas al horneado del pan, al planchado y a la cena que le lleva a William a la casita.
La casita, aunque su jardín subía por las lomas, estaba en el camino principal. Dorothy miraba por la ventana de su salón y veía a quienquiera que pasara: una mendiga alta quizá con su hijo a la espalda; un viejo soldado; un landó festonado, con señoras de excursión escudriñando dentro inquisitivamente. Solía dejar pasar al rico y al grande —no le interesaban más que las catedrales, las galerías de pintura o las grandes ciudades—; pero nunca podía ver un mendigo en la puerta sin pedirle que pasara y preguntarle detenidamente. ¿Dónde había estado? ¿Qué había visto? ¿Cuántos hijos tenía? Investigaba en las vidas de los pobres como si contuvieran el mismo secreto que las colinas. Un vagabundo comiendo panceta fría sobre el fogón de la cocina pudiera haber sido una noche estrellada, tan detenidamente lo miraba; tan claramente notaba cómo su viejo abrigo estaba remendado «con tres parches en forma de campana de un azul más oscuro detrás, donde habían estado los botones», cómo su barba de quince días era como «felpa gris». Y cuando seguían divagando con sus cuentos de marinería y de alistamiento y del marqués de Granby, ella siempre conseguía reproducir la única frase que resuena en la mente después de que la historia se haya olvidado: «¿Cómo? ¿Se encamina usted al oeste?». «Sin duda el cielo es halagüeño para las vírgenes.» «Ella podía andar con paso ligero por las tumbas de los que habían muerto jóvenes.» Los pobres tenían su poesía como las colinas tenían la suya. Pero era al raso, en los caminos o en el páramo, no en el salón de la casita, donde su imaginación daba más de sí. Sus momentos más felices los pasaba caminando junto a un caballo terco por un húmedo camino de Escocia sin seguridad de cama o de cena. Todo lo que sabía era que había alguna vista adelante, alguna floresta de árboles en la que fijarse, algún salto de agua que indagar. Seguían caminando hora tras hora, en silencio casi todo el tiempo, aunque Coleridge, que era del grupo, solía arrancarse a debatir en voz alta el verdadero significado de las palabras «majestuoso», «sublime» y «grande». Tenían que hacer el camino a pie porque el caballo había tirado el carro por un terraplén y habían arreglado el arnés únicamente con una cuerda y pañuelos. Tenían hambre, además, porque Wordsworth había dejado caer al lago el pollo y el pan, y no tenían otra cosa que cenar. No estaban seguros del camino y no sabían dónde encontrarían posada; lo único que sabían es que había un salto de agua delante. Finalmente Coleridge no pudo soportarlo más. Tenía reúma en las articulaciones; el carro irlandés para las excursiones no protegía de la intemperie; sus compañeros se quedaron callados y absortos. Los dejó. Pero William y Dorothy siguieron caminando. Parecían vagabundos. Dorothy tenía las mejillas morenas como las de una gitana, sus ropas eran harapientas, su paso era rápido y desgarbado. Pero aun así, era infatigable; el ojo nunca le fallaba; se fijaba en todo. Por fin llegaron al salto de agua. Y entonces todas las facultades de Dorothy cayeron sobre él. Investigó su carácter, observó sus semejanzas, definió sus diferencias, con todo el ardor del descubridor, con toda la exactitud del naturalista, con todo el rapto de una enamorada. Lo poseía al fin —lo había depositado en su mente para siempre. Se había convertido en una de esas «visiones interiores» que podría rememorar en cualquier momento con toda claridad y particularidad. Volvería a ella muchos años después cuando fuera mayor y la mente le hubiera fallado; la recordaría apaciguada y enaltecida y mez clada con todos los recuerdos más felices de su pasado, con el pensamiento en Racedown y Alfoxden y en Coleridge leyendo «Chris ta bel» y su bienamado hermano William. Traería consigo lo que ningún ser humano podría dar, lo que ninguna relación humana podría ofrecer: consuelo y quietud. Si, entonces, el grito apasionado de Mary Wollstonecraft hubiera llegado a sus oídos —«Seguro que en este corazón reside algo que nunca muere; y la vida es más que un sueño»—, ella no habría dudado en lo más mínimo en su respuesta. Habría dicho con toda sencillez: «Miramos a nuestro alrededor y nos pareció que éramos felices».