Un ligero ruido despertó a Leslie. Era Jason, vestido, que estaba preparando dos grandes tazas de café. Nunca lo oía levantarse, ni vestirse, ni marcharse. Últimamente, había descubierto que era diferente a cómo creía que era.
Leslie se incorporó y sonrió.
–Mmm, huele muy bien. Gracias.
Él no sonrió. Le entregó una taza y se sentó en su lado de la cama.
–¿Pasa algo? –preguntó ella.
–No, si me dices que tomas píldoras anticonceptivas.
Lo miró asustada.
–Oh, Jason. No. Nunca pensé que…
–Yo tampoco, a pesar de todo lo que dije. Ni siquiera traigo protección conmigo, puesto que no pensé que fuera a necesitarla en la cabaña.
–Bueno –empezó ella, tratando de ser realista–. Dudo que hayamos…
–¿Cuándo tuviste la última regla?
Ella sintió que le ardía la cara. No se le había ocurrido pensar en eso, puesto que nunca había tenido ninguna razón para hacerlo. Ahora que reparaba en ello, comenzó a sentir un nudo en el estómago.
–Hace un par de semanas.
Él se quedó observándola detenidamente.
–¿Sabes lo que vamos a hacer ahora?
Después de unos segundos, ella agitó la cabeza.
–Bueno, tendremos que esperar a ver si…
–Respuesta errónea –dijo él–. Vamos a tomar un pequeño desvío esta mañana e iremos a casarnos.
–¿Estás de broma, verdad?
–No.
–Deja de hacerte el mártir. Si hay alguna consecuencia, me las arreglaré sin tu ayuda.
Leslie apartó las sábanas y se levantó, entró en el cuarto de baño y cerró la puerta antes de sentarse en el suelo.
No era ingenua ni estúpida, pero esa mañana lo parecía. Así era como las adolescentes se quedaban embarazadas y ella ya no era ninguna adolescente. Ahora, don Perfecto salía con aquella ridícula idea.
No estaba dispuesta a formar parte de la vida de un soldado o cualquiera que fuera su rango. Ya le había dicho que no volvería a entrar en combate nunca más, puesto que no podía decidir dónde le mandarían.
No. Se puso de pie y se fue a la ducha. La camisa de su pijama era la única prenda que llevaba puesta, lo que le recordaba lo que había hecho.
Puesto que no había llevado ropa al baño, Leslie salió con toda la dignidad que pudo envuelta en una toalla.
Él la esperaba sentado en una silla y al verla pasar, la desnudó con la mirada.
Ella no dijo palabra. En su lugar, recogió su ropa y volvió al baño, donde se tomó su tiempo para vestirse y prepararse para una batalla que no podía perder. Le daban igual sus argumentos: no estaba dispuesta a casarse con él.
–¿Vamos a desayunar?
–No –contestó él sin moverse de la silla.
–¿Por qué no?
–No vamos a ir a ningún sitio hasta que resolvamos este asunto.
Ella levantó la barbilla.
–Está arreglado.
–Bien. Entonces vas a casarte conmigo.
–¡No! Olvídate. No voy a casarme contigo.
–Escúchame bien, aunque si rechazas mi oferta, no voy a obligarte. Pero primero, hay algo que tienes que saber de mí. Nunca en mi vida he olvidado usar protección, hasta ahora –dijo él. Ella intentó decir algo, pero él levantó la mano para que se detuviera–. No hay nada entre nosotros y ambos lo sabemos. Nunca he deseado a nadie como ahora y si descubres que estás embarazada no quiero que tengas que enfrentarte a ello sola. Sé que nos conocemos desde hace poco tiempo. Soy consciente de ello y entiendo tus reservas. Lo que te estoy proponiendo es que celebremos una rápida boda y si luego resulta que no estás embarazada, podemos anularla.
–Un matrimonio así sería un insulto a la institución –dijo ella–. No quiero casarme. Cuando decida casarme, será con un hombre normal, que tenga un trabajo normal y que se conforme con una esposa normal.
–No hay nada normal en ti.
–No quiero casarme con alguien que sea militar.
–¿Por tu padre?
–Así es –contestó ella asintiendo con la cabeza.
–Nuestro caso es diferente. Quizá no permanezca en el ejército mucho más, aunque todavía no lo he decidido.
–Tampoco me agrada casarme con alguien que puede entrar en un concesionario y comprar un coche al instante.
–Venga, hombre –dijo Jason levantando la voz–. Ésa es la razón más absurda que he oído para no casarse con alguien. Al menos, sé que no te estás casando conmigo por mi dinero.
–Así es.
–Creo que no te das cuenta de lo mal que me siento por tener que enfrentarme a mi familia en unas horas y al hecho de que les ocultara lo que me pasó. Quizá lo que le ocurrió a mi brigada se escapaba a mi control. Aun así… –comenzó agitando la mano hacia la cama–, esto pude controlarlo. Quiero asegurarme de que no corres riesgos y de que estás a salvo. Va a ser muy difícil enfrentarme a mi familia, después de que prometí que no me aprovecharía de nuestra situación.
Se terminó el café y esperó. Al ver que ella no decía nada, continuó.
–Está bien. ¿Estás preparada para explicarle a nuestro hijo que no quisiste casarte con su padre porque no era lo que esperabas de un marido?
El silencio se volvió tenso.
–No estás siendo justo –dijo ella por fin.
–Y por lo que veo, tú tampoco.
Leslie no podía creer que estuvieran hablando de aquello.
–Está bien, Jason. Hagamos un trato. Si decidimos continuar con esta farsa, será hasta que sepamos si estoy embarazada o no.
En algún momento de su discurso, Leslie se sentó en el borde de la cama. Ahora, al mirarlo a los ojos, podía ver dolor y desconcierto. Quizá tuviera razón y lo único que quería era protegerla. ¿Cómo podía enfadarse por eso?
Desde luego que no la había obligado a nada. Ya se sentía atraída hacia él antes incluso de que llegaran al hotel. Quizá fuera ella la que tuviera que enfrentarse a las posibles consecuencias de su propio comportamiento. No sería la boda de sus sueños. Debería habérselo pensado antes de que su mente se quedara en blanco.
–¿Cómo pretendes explicarle la boda a tu familia?
Su rostro se iluminó.
–¿Quiere eso decir que vas a aceptar?
–Los dos estamos exagerando y tú lo sabes tan bien como yo. Prefiero casarme que enfrentarme sola a un embarazo. Pero creo que sería más razonable esperar antes de que nos precipitemos.
–O sea, que lo que quieres decir es que estás dispuesta a casarte conmigo sólo si es necesario.
–¿Jason?
–¿Sí?
–Esto es cruel e inhumano.
Él se levantó de la silla y se quedó mirándola asombrado.
–¿El qué? ¿El que te haya pedido que te cases conmigo?
–No. Tener esta discusión con el estómago vacío. Estoy muerta de hambre.
–Está bien, vayamos a comer.
–Estupendo. Y nada de hablar de bodas mientras comemos. ¿De acuerdo?
–Eres una buena negociadora –dijo él esbozando una media sonrisa.
–No lo olvides.
***
Unas horas más tarde, estaban esperando su turno en los juzgados de Dallas para casarse. Leslie miró a las otras parejas, a las que se les veía excitadas y felices. Al pensar en los cambios que se habían producido en su vida últimamente, nunca se hubiera imaginado que tendría que añadir un matrimonio a la lista.
Jason había mantenido su palabra durante el desayuno, pero no había comido demasiado. Entonces, ella se había dado cuenta de que no tenía sentido seguir discutiendo con él. Le había dado buenas razones y ella tenía que olvidarse de sus sueños infantiles.
Cuando les llegó el turno, la funcionaria les tomó los datos.
–¿Podemos casarnos ahora? –preguntó Jason.
La funcionaria los miró por encima de las gafas.
–¿Tiene prisa, eh? Lo siento, hay una lista de espera de setenta y dos horas, a menos que esté en activo en el servicio militar.
Jason sacó su identificación y se la mostró a la funcionaria. Ella anotó los datos necesarios, adjuntó la nota al certificado de matrimonio y se lo entregó a Jason. A continuación les indicó dónde debían dirigirse y se marcharon.
–Te apuesto a que piensa que estoy embarazada –dijo ella sin poder ocultar su descontento.
–¿Te importa lo que piense esa funcionaria?
–Ya no sé ni lo que yo pienso.
Él la atrajo hacia sí.
–Todo va a salir bien, Leslie.
La ceremonia fue fría. El juez firmó el certificado matrimonial y lo llevaron al Registro. Jason dio la dirección del rancho para que les mandaran su copia en unos días.
Tomó a Leslie de la mano y fueron al aparcamiento donde habían dejado el coche. Ella se ofreció para conducir, pero él negó con la cabeza. Necesitaba hacer algo y concentrarse en conducir lo ayudaría.
Sin preguntar, entró en el aparcamiento de un restaurante y se detuvo.
–Bueno, ahora estás a salvo. Ya eres oficialmente una Crenshaw de Texas y nadie va a molestarte nunca más –dijo él saliendo del coche–. El habernos casado me ha abierto el apetito. Necesito comer algo.
Mientras conducían por Hill Country, Leslie contempló con atención el paisaje sin querer reparar en el hecho de que Jason no había dicho nada en las tres últimas horas. Habían dejado la interestatal hacía una hora y ahora continuaban por una carretera de dos carriles.
Para cuando llegaron a la entrada del rancho, apenas había luz. La verja de entrada estaba abierta y la atravesaron.
–¿Estás bien? Hace un rato que no dices nada –dijo ella mirándolo. Estaba pálido–. ¿Te duele, verdad?
–Es evidente, ¿no?
–Una vez lleguemos, vas a tomarte una de tus pastillas –dijo ella con rotundidad.
–Apenas hace unas horas que me he casado contigo y ya me estás dando órdenes.
Fue a decir algo, pero vio un gesto divertido en sus ojos. Estaba bromeando. Iba a tener que acostumbrarse a su sentido del humor.
–Si te tomas tus medicinas, te daré un masaje.
–Eso está hecho.
El camino del rancho subía y bajaba colinas. Leslie distinguió los rebaños de vacas y ovejas.
–¡Mira! ¡Un ciervo! –exclamó.
–Querida, tenemos casi más ciervos que ganado. Son una plaga.
–Pero son muy bonitos y elegantes.
–Y hambrientos. Las mujeres del rancho tienen que poner vallas a los jardines. Si no, los ciervos acabarían con todo.
Leslie perdió el hilo de la conversación cuando llegaron a lo alto de una colina desde la que se divisaba una vasta extensión del valle. La casa parecía sacada de una película. Era grande, con el tejado rojo y las paredes blancas.
–¡Qué bonita!
–Estamos en casa –dijo Jason, deteniendo el coche–. Bienvenida a la ancestral casa de los Crenshaw.