CAPÍTULO II
POLICÍAS DESECHABLES
Dieciocho balas para Alejo
Alejo ahora se pregunta si vale la pena: volver a la policía, poner en juego la vida propia y de la familia, y empuñar un fusil automático, como hace casi veinte años.
La noche anterior a aquel 9 de diciembre de 1994, el encargado del hotel Hollywood en que se alojaba, ubicado en la llamada zona dorada, en el puerto de Mazatlán, le advirtió: afuera ha estado un hombre y parece que anda armado, y en la parte de atrás de los cuartos hay otro medio “placoso”, no vaya a ser que lo estén “plantoneando”. Eran las dos de la mañana y Alejo Herrera Elizalde, entonces de 34 años y uno de los comandantes de lo que ahora es la Policía Ministerial del Estado, investigaba el secuestro y homicidio de Amalia García Coppel, caso que sacudió a los mazatlecos y a todo Sinaloa.
La autoría del plagio y asesinato de García Coppel fue atribuida, de acuerdo con versiones de la propia Policía Ministerial, a la organización de los hermanos Arellano Félix, del cártel de Tijuana, que tenía células operando en el centro y sur del estado. Durante la década de los ochenta del siglo XX, mantenían importantes operaciones y eran reconocidos empresarios.
Una vez que lo abordó el encargado del hotel, salió y no vio a nadie. Sin prender las luces, tomó sus pertenencias y se cambió a otro cuarto. Al día siguiente averiguaría qué querían y quiénes eran los que intentaban cazarlo aquel fin de año, en la zona turística del puerto.
Una vida entre balas
Alejo es de buena estatura y grueso. Muy grueso. Ese pelo corto y esa corpulencia espantan. Cara de malo y voz de cavidad marmórea. Es su carta de presentación. Mira para arriba y pocas veces baja la mirada. Si a eso se agrega el porte, el fusil AK-47 versión corta y terciado, los cargadores abastecidos, la escuadra fajada y de uniforme negro, su silueta se convierte en una película de terror.
Permaneció siete años en la Policía Federal de Caminos, hoy conocida como Policía Federal de Proximidad Social; tres años en la Policía Judicial de Michoacán, y veinte en la Ministerial de Sinaloa. Tenía apenas quince días como egresado de la escuela y de haberse dado de alta como agente federal, cuando detuvo una camioneta pick up con cámper, en la carretera México-Pachuca.
Hacía mucho frío aquel invierno de 1979 y arreciaba un viento que escarchaba los intersticios. Eran las cinco de la mañana y Alejo, de diecinueve años, iba en su patrulla, solo. Decidió ordenar al conductor de la camioneta que se detuviera, porque le faltaba un faro delantero. Cuando lo tuvo enfrente, él parado y el de la camioneta en la cabina, le explicó por qué le había pedido que se parara. Revisó documentos del vehículo y el conductor empezó a ponerse nervioso. Le pidió que abriera el cámper: “Voy a revisar la carga. ¿Qué lleva?”, le pregunté. “Nada, nada”, respondió el hombre. Para entonces el amigo ya estaba bien nervioso, recordó Herrera.
Le contestó que le permitiera sacar las llaves, pero en lugar de eso encendió el motor y se puso en marcha para huir. El agente regresó apurado a la patrulla y empezó la persecución. Tomó el micrófono del equipo de intercomunicación, dio aviso a la central de la corporación y pidió ayuda. Adelante, la camioneta chocó contra un árbol y unos tambos de basura junto a la carretera.
El hombre descendió con un arma corta, calibre .38 súper, que traía en uno de los compartimentos de la cabina, y empezó a disparar contra el uniformado. Alejo recibió un balazo en la pierna derecha, muy cerca de la espinilla. Cojeando, como pudo, se mantuvo de pie y repelió la agresión. Traía una escopeta reglamentaria calibre .12 y le hizo tres disparos. El hombre quedó tendido en el asfalto, con los intestinos expuestos, y Alejo, a pocos metros, tirado y consciente.
Al lugar llegaron el agente del Ministerio Público y los agentes federales de refuerzo. Le confirmaron que el hombre había muerto y sus compañeros, que dieron con una cámara de fotografías instantáneas, empezaron a tomarle fotos a él, la patrulla y el muerto. Las gráficas impresas salían como recién paridas de la cámara: bailaban con el viento, revoloteaban. Sólo dos le quedaron cerca y logró atraparlas, y con ellas alimentó su memoria personal. Revisaron la camioneta. Bajo el camper, en bolsas, cartones de huevo y costales, aquel desconocido llevaba alrededor de 800 kilos de mariguana.
“Yo apenas tenía diecinueve años y me habían dado la alta como agente de la Federal de Caminos quince días atrás. Era mi primer enfrentamiento. Claro que me puse nervioso, pero la verdad no flaqueé. Fue miedo y adrenalina, y como que eso se transformó en coraje y fuerza para disparar. Yo sé que en esas circunstancias otros se quedan paralizados. Yo no”, manifestó.
La cacería
Alejo Herrera carga sus casi 182 kilos a eso de las 10:40 horas. Sale de su hotel, a pocos pasos del Fiesta Inn, y se encuentra con los dos agentes ministeriales que conforman su escolta, Ricardo Villarreal García, quien manejaba la Ram Charger modelo 1994, nueva, asignada al comandante, y Efrén Beltrán Bustamante.
Les iba platicando lo de los hombres sospechosos que le había reportado el encargado del hotel, esa madrugada. Estaban a punto de dar vuelta en el retorno, por la avenida Del Mar, para dirigirse al sur, cuando empezaron los disparos. Los agresores los estaban emboscando: uno de ellos bajó de un vehículo con un fusil AK-47 a la altura del abdomen, de pie, a pocos metros del automóvil en que iban los uniformados, y empezó a accionarlo. Otros hacían lo mismo desde atrás, al frente y a los lados. Herrera alcanzó a ver a cuatro tiradores, aunque los reportes oficiales señalan que fueron en total trece agresores y al menos cuatro diferentes armas de fuego.
El comandante recuerda que sintió que estaba bañado en sangre y los cristales de las ventanas destrozadas a tiros; en lugar de arredrarse, tomó el AK-47 y empezó a dispararles. No veía, pero escuchaba las ráfagas y calculaba el lugar en que estaban los agresores y regresaba el fuego.
“Ahí cayeron dos heridos. A uno se lo llevaron en otro carro a La Noria –una comunidad ubicada en la zona alteña de Mazatlán, donde después murió debido a los balazos que recibió– y otro fue también rescatado por sus compañeros y se lo llevaron a Los Mochis –cabecera municipal de Ahome, ubicada a unos 400 kilómetros al norte del puerto– y lo dejaron en la Cruz Roja, envuelto en sangre y sábanas”, manifestó Alejo.
En el lugar quedaron cientos de casquillos de diferentes calibres. Cálculos extraoficiales señalan que fueron alrededor de 30 los que participaron en la agresión, entre ellos varios agentes de la Policía Ministerial –que informaron sobre los movimientos realizados por el comandante– y los ejecutores, que estiman en trece sicarios. Se usaron armas AK-47, conocidas como cuernos de chivo, fusiles AR-15, y pistolas calibre 9 milímetros y .38 súper.
Alejo Herrera Elizalde recibió dieciocho balazos: dos en la espalda, otro en el cuello, cinco en el brazo, uno en una nalga, otros en la pierna y algunos más en el abdomen: a su intestino grueso, que quedó tan destrozado como el monoblock de la Ram Charger, tuvieron que cortarle 60 centímetros. En el cuello, justo en la base de la oreja, tiene la bala que lo besó pero no alcanzó su cráneo ni el resto de su cara: un eterno chupetón de fuego y plomo.
El mensaje
En respuesta, las autoridades iniciaron un fuerte operativo en el sur de Sinaloa. Dámaso López, a quien apodan El Licenciado, hoy uno de los principales operadores del cártel de Sinaloa en la zona de Eldorado y parte del Valle de San Lorenzo, en Culiacán, era el coordinador operativo de la zona sur, de la Policía Ministerial.
Versiones extraoficiales señalan que ubicaron a todos, incluidos los sicarios y los que avisaron a éstos para iniciar la refriega. Y de ellos, de esa treintena de homicidas, no se supo más.
Herrera Elizalde pensó que la agresión era la respuesta de un grupo de secuestradores oriundos del estado de Durango con los que se enfrentó días antes. Se le hizo que habían reaccionado muy rápido. El saldo de ese enfrentamiento fue de dos aprehendidos y dos más muertos. Pero no, al poco tiempo supieron que el origen estaba en el cártel de Tijuana de los hermanos Arellano Félix, cuyo operador en Sinaloa, conocido como El Güero Jaibo, había sido buscado por Alejo semanas antes y de quien había recibido un mensaje amenazante.
Juan Francisco Murillo Díaz, nombre del gatillero y operador, participó en la ejecución del cardenal Juan Jesús Posadas Ocampo, en Guadalajara, capital del estado de Jalisco. Era homicida, secuestrador y asaltante y a Herrera le intrigaba que a pesar de sus conocidos delitos, no había policía que lo detuviera en Sinaloa: “Qué casualidad, a todos se les iba… por dinero.”
En una ocasión, una joven y muy guapa mujer llegó al despacho del comandante en la Policía Ministerial, ubicada por el bulevar Zapata, en la colonia Ejidal de Culiacán. Parecía nerviosa, aunque el oficial no se confió. Se presentó y le dijo que iba de parte de “El Güero Jaibo”, que ya sabía que lo andaba investigando y que iba a ir por él.
Yo le menté la madre. Ella dijo que “El Güero Jaibo” la tenía amenazada, pero yo no me la creí. Le contesté: “Dígale que digo yo que chingue a toda su madre. Que venga, aquí lo espero.” No permitiría que me azorrillara un cabrón como ése, aunque se sabía que era un hombre muy malo, contó el comandante.
Sabía, agregó, que Murillo Díaz era compadre de otro que también había sido jefe de la policía, Humberto Rodríguez, “La Rana”, también de la organización de los Arellano Félix y hoy preso en el penal de máxima seguridad de La Palma, por narcotráfico. Además, era cercano a Rodrigo Villegas Bonn, considerado jefe de gatilleros del cártel de Tijuana.
La respuesta
Durante un operativo, la Policía Ministerial detuvo a dos supuestos gatilleros. Cuando Herrera se enteró habló con ellos y logró que uno aceptara delatar a “El Güero Jaibo” a cambio de recuperar su libertad, y así lo hizo. La versión que le llegó al comandante es que había una reunión o fiesta en una vivienda ubicada en la colonia Electricistas, en la ciudad de Los Mochis, donde aparentemente estaba Ramón Arellano Félix, considerado el brazo ejecutor del cártel de Tijuana, Humberto Rodríguez y otros diez o doce pistoleros. Además de armas de alto poder, portaban granadas de fragmentación.
Entre varios jefes de la corporación acordaron no informar de este operativo al grupo que comandaba Alejo Herrera, porque presumían que algunos de ellos pasaban información a esta organización criminal. Accedieron a participar en él contra los narcotraficantes, además de Herrera, Octavio Urías Quintero, asignado a Los Mochis; Rito Meza Bracamontes, ubicado en el municipio de El Fuerte; Martiniano Vizcarra, quien estaba en Culiacán, y Ángel Ledezma Rodríguez. En total, eran unos veinte entre comandantes y agentes. Cuando los uniformados llegaron fueron recibidos a tiros y varios de ellos decidieron no participar más en la refriega. En la vivienda sólo estaba “El Güero Jaibo”, su esposa y una niña de escasos seis meses, a quienes había tomado como rehenes. Primero les disparó con armas automáticas y luego terminó con los seis cargadores de una pistola .38. Herrera y su grupo le respondían con ráfagas de fusiles AK-47, pero sin intentar pegarle, porque corrían peligro la bebé y la madre, a quienes tenía abrazadas. Así permanecieron durante cerca de cinco horas, hasta que la joven le mordió el brazo y el pistolero soltó a sus rehenes y bajó la guardia. Mientras, la madre tomó a la niña y se tiraron al suelo.
Herrera y los comandantes aprovecharon y le dispararon hasta darle muerte. Versiones extraoficiales indican que en el lugar había varios casquillos calibre .357 mágnum bajo una perforada alfombra donde cayó abatido el pistolero.
¡Taxi!
“Nunca estuve inconsciente”, cuenta Herrera. Su voz suena cavernosa y recorre el espacio donde se realiza la entrevista. Su boca pone un punto y seguido que se prolonga de más hasta convertirse en puntos suspensivos. Quizá dentro de su cabeza está buscando los detalles de aquel intento de asesinato en que el objetivo era él.
Señaló que tomó uno de los rifles que dejó uno de sus compañeros heridos, Efraín Beltrán Bustamante –quien quedó muerto en el lugar– y empezó a dispararles hasta exprimir los cargadores. Hizo lo mismo con una escuadra que portaba. Accionó esas armas con la izquierda y luego con la derecha. Y si hubiera podido lo habría hecho con ambas al mismo tiempo, pues es ambidiestro, pero tantas lesiones y la confusión no le permitieron un accionar simultáneo.
Bañado en sangre, tambaleante, vio que un taxi pasaba cerca del lugar y le hizo señas para que se detuviera, pero el conductor pareció espantarse al verlo con tantas heridas y sangrando. En la escena, los agresores dejaron tres vehículos, cargadores de AK-47 en tambos para la basura y tres vehículos: un Nissan blanco, un Cutlass gris y un Grand Marquis negro.
“Usaron balas que explotan cuando llegan a la superficie, tipo expansivas, pero pierden cerca de 70% de su fuerza con el impacto… eso me ayudó a sobrevivir”, explicó. Duró alrededor de dos horas en cirugía, abierto en canal, e internado por tres días en el ISSSTE de Mazatlán. La incapacidad fue por 24 días y los médicos estaban sorprendidos de su rápida recuperación.
Él dice que tuvo suerte, que logró reaccionar bien durante el ataque, que el tipo de balas usadas en su contra también le favorecieron. Pero esos cerca de 182 kilos, esa masa de carne y grasas, construyeron una gelatinosa barrera de blindaje especial frente a tantos proyectiles disparados.
Los corridos
El dueto de música norteña Miguel y Miguel compuso un corrido a Alejo Herrera, que tituló “Comandante Herrera”:
Conocido en Michoacán
en Sinaloa es temido
por mucho tiempo al gobierno
su pistola ha servido.
Él no supo de padrinos
ni de recomendaciones
de muy abajo empezó
como se forman los hombres
respetando a sus iguales
también a sus superiores…
Por eso siendo muy pollo
le salieron espolones
a sus jefes les mostró
que es hombre de decisiones
terror les causa su nombre
a los ratas y matones…
En una de sus estrofas, se refiere al ataque que sufrió el jefe policiaco en el puerto de Mazatlán:
Una vez en Mazatlán
con el cuerpo hecho pedazos
de la muerte se escapó
estando ya entre sus brazos
por muerto lo habían dejado
tenía dieciocho balazos.
Los gatilleros sabían
que no debían fallar
muy cerquita lo seguían
por la avenida Del mar
y en un semáforo en rojo
comienzan a disparar.
Ponme a tus jefes
El 11 de septiembre de 2004 un comando mató a balazos a Rodolfo Carrillo Fuentes, hermano del extinto capo Amado Carrillo, del cártel de Juárez, en el centro comercial Cinépolis de Culiacán. En el ataque también murió Giovana Quevedo, su esposa. Varios agentes de la Policía Ministerial, bajo el mando de Pedro Pérez López, jefe de Investigaciones de la corporación, custodiaban a la pareja cuando empezó la balacera.
Luego de este doble homicidio y de una serie de asesinatos relacionados con esta emboscada, se dio el rompimiento entre los cárteles de Juárez y de Sinaloa, y la Procuraduría General de la República (PGR) inició indagatorias sobre la protección que jefes policiacos brindaban a los Carrillo, por un lado y, por otro, a la organización criminal que lideran Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, e Ismael Zambada. Prácticamente todos los jefes de la PME fueron acusados de trabajar para el narcotráfico y muchos de ellos, excepto Alejo Herrera, lograron huir.
En la lista de los más buscados aparecieron Jesús Antonio Aguilar Íñiguez, entonces director de la Ministerial –puesto al que regresó en 2011, con el gobierno “del cambio” de Mario López Valdez, Malova, luego de haber sido “absuelto” por la justicia federal–, quien permaneció oculto durante poco más de un año. También fueron giradas órdenes de aprehensión contra Reynaldo Zamora, Martiniano Vizcarra, Héctor Castillo y otros. Pedro Pérez, quien iba con Rodolfo Carrillo cuando fue ultimado, resultó herido durante la refriega y luego detenido mientras lo atendía personal médico en el hospital del ISSSTE de Culiacán. Actualmente está preso acusado de vínculos con los criminales.
Herrera Elizalde fue encontrado el 19 de junio de 2005 en su casa, en el fraccionamiento Villa Verde, por militares y agentes federales adscritos a la Subprocuraduría de Investigación Especializada en Delincuencia Organizada (SIEDO). Eran unos 30, vestidos de negro y gris, encapuchados y con perros pastor alemán: revisaron todo y dieron con alrededor de 600 cartuchos, 400 de ellos calibre 7.62, para AK-47 y el resto 9 milímetros.
El comandante fue llevado a la ciudad de México, donde permaneció arraigado 90 días. Durante los interrogatorios fue abordado por un policía de la Agencia Antidrogas de Estados Unidos (DEA, por sus siglas en inglés) y un agente del Ministerio Público Federal. Lo acusaban de delincuencia organizada, delitos contra la salud y posesión ilegal de cartuchos.
El agente estadounidense le ofreció dejarlo en libertad si les “ponía” (delataba) a jefes policiacos y del narcotráfico. Como una letanía se los fueron mencionando y él fue respondiendo que no sabía dónde estaban o no los conocía. Fueron alrededor de cuatro horas y media en ese interrogatorio disfrazado de “entrevista”.
“El gringo, un pocho, me decía ponme a fulano, ponme a sutano, y yo le decía que no y ahí me amarré. Jefes del narco y de la policía. Se molestó y me dijo ‘Entonces voy a pedir que te giren orden de aprehensión, porque eres un enemigo de los Estados Unidos. Te voy a llevar a mi país’, y le contesté que había aceptado que me interrogara por cortesía: ‘Usted tiene unos 30 años y yo 50, y lo que usted hace conmigo yo lo hacía cuando usted estaba en pañales.’ Se enojó y se fue.”
Herrera le informó al Ministerio Público Federal que estaba molesto y triste, y también tenía coraje. Le señaló que traía la presión muy alta: “Vea mi cuerpo, no dejo de sudar y la presión me está matando, ando empapado.”
El fiscal le preguntó por qué le decía todo eso y le respondió que a la primera “calentada” se iba a morir y “yo no quiero morirme así, sentado, amarrado. Quiero morirme echando chingazos.”
Amargado
Así se describe el ahora ex comandante: amargado. Estuvo poco más de un año preso en el penal de Culiacán, del que salió absuelto en 2006. Irónicamente, antes de que lo detuvieran y después del homicidio de Rodolfo Carrillo y de la descomposición violenta que se dio y las ejecuciones en Culiacán y Navolato, había decidido renunciar a la policía. No lo hizo y esperó a que lo encontraran en su casa. Sabía, dice ahora, que no iba a tener problemas y pronto lo iban a soltar.
“Me queda una amarga experiencia, emocionalmente me afectaron mucho, socialmente y en todos los sentidos; a final de cuentas la verdad salió a relucir y salí absuelto de los delitos que me imputaban”, expresó en una entrevista que le hizo el reportero Daniel Gaxiola, en el diario Noroeste, el 11 de agosto de 2006.
Ahora no está amargado. Al menos no lo dice. Está enojado. Y resentido. Se apura en aclarar que no con el gobierno ni con el sistema, “sino con el hecho de que no vale la pena poner en riesgo mi vida a cambio de defender a la sociedad… me gusta defender a la gente, pero ¿por qué yo?, ¿por qué voy a agarrarme a chingazos contra “El Chapito” Isidro (jefe de una organización criminal que operó para los Beltrán Leyva, enemigo del cártel de Sinaloa, con gran presencia en el municipio de Guasave, a 150 kilómetros al norte de Culiacán). ¿Por qué? ¡Está cabrón!”
Empieza abril de 2012 y confiesa que altos funcionarios del gobierno de Sinaloa le ofrecieron su reingreso a la PME pero como jefe de un grupo importante. Les respondió que no, que merecía algo más. Y así quedó.
—Es muy difícil ser comandante de la Policía Ministerial y no tener nexos con el narcotráfico, ¿usted los tiene? ¿Es cómplice de ellos?
Suelta un “No” que suena como disparo. Suena y se queda en el ambiente. Suelta después una carcajada que es como una ráfaga potente, viniendo de su voz de caverna honda y oscura.
—No, no hay ninguna prueba de eso. Por eso salí absuelto y ando por todos lados, con libertad y tranquilidad, toda la del mundo. Ando por todos lados y sin problemas–, respondió.
Con un policía dentro
Alejo Herrera ya no pesa aquellos 182 kilos, pero sí alcanza alrededor de 147. Dentro habita un policía, aunque aclara que ya no anda como antes, cuando llegó a portar una escuadra, por si había problemas. Tampoco vigila la entrada. Su espalda acorazada está frente al acceso principal de ese salón: es la misma espalda que le recuerda el orificio y los daños que provocó en sus interiores aquella bala que le dispararon los sicarios en Mazatlán: son sus 18 heridas, sus 18 punzadas, tatuajes, chupetones de plomo y fuego, dolor a ratos, cicatrices que gritan intermitentemente.
“Es un lujo andar en la calle, en mi vehículo y hasta en los camiones del transporte urbano”, confiesa. Tiene una empresa de seguridad privada que le da para mantener a su familia.
Quiere volver y no. Estar en la policía, portar armas y uniforme. Le pregunta a su esposa e hijos qué piensan y le contestan que se reincorpore, que si a él le gusta por ellos no hay problema. Pero él se queda pensando. Mira la pared, el vaso de agua fresca, la cuchara, el popote, la mesa.
“Quiero volver, la verdad. Y al mismo tiempo me resisto. Estoy muy a gusto así. Además, me sigo preguntando si todo esto vale la pena.”
12 de abril de 2013
Directores de la policía, de las agencias contra el crimen organizado, la SIEDO, comandantes de la AFI, subprocuradores… A la fecha, el Estado mexicano aún no lo sabe o no quiere saberlo. A la fecha, la inteligencia estatal está filtrada, distorsionada, fragmentada; resulta (sobre todo de la lectura de sus comunicados) absolutamente incoherente.
[Cuarta] El sistema judicial está podrido. Lleva muchos, muchos años estándolo. Agentes del Ministerio Público descalificados, jueces corruptos, ineficiencia absoluta cuando no complicidad declarada con el crimen. Con una estructura como ésa no se podía ir a la guerra. ¿Cuántos delincuentes han sido dejados libres en los tres años pasados? ¿Cuántos han recibido condenas intrascendentes respecto de la magnitud de sus crímenes? Pepe Reveles narraba el otro día en una mesa redonda que quienes entregaban los cadáveres al Pozolero (y hablamos de más de un centenar de muertos) pronto saldrán en libertad, porque el Ministerio Público sólo pudo acusarlos de tenencia de armas y posesión de drogas a causa de una investigación mal integrada. Reina un caos maligno, como habitualmente ha reinado en la justicia mexicana, paraíso del accidente y la casualidad. Vivimos en un territorio de rezago de indagaciones, expedientes confusos, sin investigación científica, ausencia de un banco nacional de huellas digitales, inexistencia de un concentrado de la información de todas las agencias policiacas del país. ¿Cuántas veces hemos leído en la prensa que el detenido había estado en la cárcel recientemente? ¿Quién lo soltó?
Paco Taibo II
“Ocho tesis y muchas preguntas”
La Jornada, 15 de enero de 2011
Granada y coxis
Rosa Patricia la hacía de payaso en los hospitales en diciembre, por diversión. Ahora lo hace para obtener algo de dinero, en calles del centro de la ciudad de León.
Jesús, a quien llaman “El Oaxaquitas”, trae los dedos lacerados: los químicos que tiene que maniobrar en su nuevo trabajo, revistiendo hebillas y otros objetos, han carcomido uñas y piel.
Ambos eran policías. Apenas unos meses atrás habían recibido, en diferentes periodos, reconocimientos como policías del año. Ahora tienen otras heridas: las del despido de la corporación y el desprecio, acusados de “poco confiables” y desechados de la certidumbre económica. A esas heridas agregan las de granada en el muslo, él, y un quiste pilonidal en el coxis, ella. Y muchas vivencias, amigos y compañeros muertos. Una vida de peligros y sacrificios, que ahora semejan una vieja y horrorosa caricatura. Algo que les pasó a ellos pero que nadie recuerda. Algo que no pasó, extraviado y borroso en los rincones del olvido. Algo que se olvidó entre los exámenes de control de confianza.
Puertas abiertas
En total, suman alrededor de 500 los policías municipales de León, Guanajuato, dados de baja por no aprobar el examen de control de confianza, que aplica el Sistema Nacional de Seguridad Pública en todo el país. En poco tiempo, el gobierno de Bárbara Botello Santibáñez, del Partido Revolucionario Institucional (PRI), hizo la diferencia respecto a sus antecesores, de Acción Nacional (PAN): dar de baja a unos 128 agentes, dos de ellas embarazadas.
La abogada Dolores García, quien defiende a una buena parte de estos uniformados cesados, lamentó que a diferencia del gobierno del estado de Guanajuato, que suspende a sus policías con goce de sueldo, mientras se define su situación laboral luego de los malos resultados en los exámenes de control de confianza, el de León los da de baja y sin nada de nada.
“Los del gobierno de León, que es un gobierno del PRI, fueron muy astutos para sacar a los 500 elementos de la policía y con esto dejar abierta la puerta a la delincuencia para que tome León, porque en las calles, para vigilar el municipio, apenas quedan cerca de 750 agentes que se distribuyen en tres turnos; es decir, 250 en cada uno, en jornadas de 12 horas de trabajo y 24 de descanso. Algo así como un policía para veinte colonias”, sostuvo.
Apenas la semana pasada, agregó, unas cinco personas fueron asesinadas en esta región, ubicada a cerca de una hora de la capital, Guanajuato. Dos de las víctimas eran mujeres. Además, hay casos de policías agredidos a balazos y con machete, “porque los ven indefensos, los delincuentes saben que no alcanzan los que están vigilando, para cubrir, proteger a la ciudadanía ni para protegerse entre ellos”.
En Semana Santa de 2013, un policía de nombre Emilio Santiago Carrasco fue baleado y levantado por desconocidos. Cuando lo soltaron tenía mochado un pie y tuvo que ser hospitalizado.
León, la joya de la corona
En León siempre ha estado el narco. Otra cosa es cómo se expresa, si tiene o no manifestaciones delictivas de alto impacto, como los asesinatos. Pero ahí está, sigiloso y acechante. Conviven en este municipio, de alrededor de dos millones 600 mil habitantes, los cárteles de Sinaloa, Milenio, Nueva Generación, Zetas y La familia o su versión de Caballeros Templarios.
Las pugnas empezaron hace 10 años, después de que el cártel de Sinaloa, liderado por Joaquín Guzmán Loera, El Chapo Guzmán, controlara plenamente la zona. Ahí estuvieron, con todo y propiedades y operaciones, Rafael Caro Quintero, fundador de lo que fue el cártel de Guadalajara, y el mismo Guzmán. Los sinaloenses siguen ahí, pero ya no son tan visibles, sobre todo después del homicidio de Antonio Ramírez Miranda, conocido como don Toño, y de que otras organizaciones criminales empezaron a ingresar a la vida delictiva local y a disputar el negocio de las drogas.
El asesinato fue en 2009. La nota del diario Milenio informó del hallazgo de un leonés de 40 años, muerto de un balazo en la cabeza cerca de la comunidad de Comanja de Corona. El occiso estaba dentro de un Jeep rojo, cuatro por cuatro, envuelto en cobijas.
“Un leonés de 40 años de edad fue encontrado muerto envuelto en una cobija en el interior de su Jeep, en el kilómetro 1 del camino de terracería a Comanja de Corona.
La víctima fue identificada como José Antonio Ramírez Miranda, quien tenía su domicilio en el Fraccionamiento Guadalupe en León, informaron autoridades de la Procuraduría de Justicia de Jalisco.
El hombre muerto era conocido como ‘don Toño’. Al parecer presentaba un tiro en la cabeza.
El cuerpo estaba en el asiento trasero de un Jeep rojo 4 x 4 de modelo reciente, con placas GLD 3573 del estado de Guanajuato, que presuntamente acababa de comprar.
Vecinos de Comanja de Corona dijeron a las autoridades que ayer al amanecer ya estaba el Jeep abandonado.
El hallazgo fue reportado a las 11:45 de la mañana, en la central de emergencias 066 en León. Los primeros en llegar al lugar fueron policías preventivos de León, quienes al observar a la persona envuelta en el interior del auto sin signos vitales, solicitaron una ambulancia de la Cruz Roja y el Ministerio Público para seguir con los procedimientos legales.
Posteriormente arribaron agentes de la Policía Ministerial de Guanajuato, Fuerzas de Seguridad Pública y Tránsito del Estado, así como policías municipales de Lagos de Moreno, Jalisco. Dos horas después del reporte arribaron agentes de la Policía Ministerial Investigadora de Jalisco y Ministerio Público, quienes se hicieron cargo del cadáver.
Versiones extraoficiales de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Guanajuato señalan que don Toño controlaba plenamente el mercado de las drogas en León y en Purísima del Rincón y San Francisco y municipios colindantes. Era el padrino, tenía el control total. Todo aquel que quisiera vender cualquier tipo de droga, tenía que entenderse con él.”
Por el sur entra La Familia y trastoca violentamente la vida en regiones de Valle de Santiago, Acámbaro y Yuriria. La zona era controlada por pandillas y policías locales antes de que la venta de drogas se convirtiera en un negocio bonancible. Los narcos ingresan con los favores, protección y complicidad de agentes estatales y federales de municipios de Celaya, Apaceos El Grande y Apaceos El Alto.
Los de Sinaloa se repliegan y a la guerra por el control de la región entran los Zetas. Celaya, sobre todo, se convierte en un campo de batalla entre estas organizaciones criminales, y a pesar de ubicarse cerca de León, a 140 kilómetros, Celaya concentra la mayoría de los incidentes delictivos relacionados con los cárteles del narcotráfico.
“León sigue siendo tranquilo, se tiene alrededor de un ejecutado cada dos meses. Pero en Celaya es uno diario y en ocasiones llega a dos o tres asesinatos de este tipo, relacionados con el narco, al día”, reveló un experimentado periodista de la vida policiaca local, quien por temor a sufrir las consecuencias de esta violencia pidió mantener oculta su identidad.
Los Zetas, precisaron fuentes de la procuraduría, ingresaron a la región por el norte, desde San Luis Potosí, afectando municipios como San Felipe, San Luis de la Paz, Dolores Hidalgo, y Lagos de Moreno, en el estado de Jalisco, a media hora de León en automóvil. Muchos de los enfrentamientos suceden en terrenos jaliscienses y con la participación del grupo criminal La Nueva Generación, restos de la comandada por Ignacio Coronel, líder del cártel de Sinaloa en Guadalajara, abatido por militares en julio de 2010 en esa ciudad, capital de Jalisco.
La ruta del dinero
El narcotráfico tiene en ciudades como Celaya y León inversiones en bares y antros, en la industria inmobiliaria, hoteles, clubes deportivos y restaurantes. En León, silente y sigiloso, con pocos cadáveres en la calle y sin el escándalo que se hace sentir en regiones del norte del país, el dinero sucio está presente, y bien y macizo, en la vida económica local.
Ahora León está lejos de aquel Jahaziel García Velázquez, joven pariente del otrora poderosísimo capo, oriundo de Badiraguato, Sinaloa, Rafael Caro Quintero. Ahora está en la página de las procuradurías General de la República y General de Justicia de Guanajuato, en la lista de los más buscados, acusado de haber violado y asesinado a una joven, aunque otras versiones lo relacionan con la desaparición forzada y homicidio de un menor.
Datos Generales del Delincuente
Jahaziel García Valenzuela
Apelativos: EL JAHAZIEL
Fecha de Nacimiento:
Edad:
Lugar de Origen: LEÓN, GTO.
Señas Particulares: CABELLO: negro ondulado, OJOS: café oscuro, CEJAS: pobladas, COMPLEXIÓN: regular, NARIZ: mediana, BOCA: mediana, MENTÓN: oval, TEZ: morena Delitos: HOMICIDIO CALIFICADO, VIOLACIÓN CALIFICADA Y ROBO CALIFICADO
Organización Delictiva:
Vínculos:
Zonas de Operación: LEÓN, GTO.
Datos Generales:
Antecedentes Penales:
Observaciones: Es buscado por la Procuraduría General de Justicia del Estado de Guanajuato.
SE ENCUENTRA PRÓFUGO DE LA JUSTICIA DESDE:
15/08/02
Buscado por: PGR
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O LLAMAR A LOS TELEFONOS: 53-46-15-40
LARGA DISTANCIA NACIONAL SIN COSTO:
01-800-0085-400
¡Se mantendrá el anonimato del informante!
Información de fuentes que tuvieron participación en las indagatorias indican que García Valenzuela estuvo detenido y fue liberado “por falta de pruebas” por el homicidio del menor. Después, cuando fue reaprehendido por la violación y muerte de una joven, fue dejado en libertad como resultado de un acto de corrupción. El ahora titular de la Procuraduría General de Justicia de Guanajuato, Carlos Zamarripa, era director de Averiguaciones Previas cuando se dio esta extraña liberación del detenido.
Ahí, en las cumbres de los grandes negocios y en ocasiones no tan importantes pero sí bien distribuidos y con presencia diversificada y disfrazada, producen jugosas ganancias. En la lista de quienes operan financieramente para el cártel de Sinaloa y no requieren escoltas ni armas, y tampoco acumulan en su trayectoria delictiva homicidios ni sangrientos escándalos públicos, hay hombres de negocios dueños del restaurante Capitán George. Versiones extraoficiales indican que uno de sus familiares fue aprehendido en Nicaragua por su participación en el asunto de las camionetas con logotipo de Televisa; y las autoridades federales han realizado operativos en León, en propiedades de los Jáuregui, luego de la aprehensión de dieciocho mexicanos en unidades del emporio televisivo y en posesión de 9.2 millones de dólares, el 21 de agosto de 2012.
A los detenidos, entre ellos una mujer a quien se ha identificado como Raquel Alatorre, se les vincula con el crimen organizado y no se descarta que tengan relación con más delitos, como el narcotráfico, en Nicaragua y otros países de Centroamérica.
Información difundida en los medios periodísticos indica que algunas de las camionetas usadas en este ilícito salieron de la empresa concesionaria Chevrolet del Parque, ubicada en esta ciudad. Y se atan cabos, como pasa en cualquier historia truculenta:
El 14 de noviembre de 2012, el diario Milenio, con circulación en esa entidad, publicó que Jesús Alvarado Aguilar, propietario de las seis residencias cateadas en León, es hermano de Jorge Reynaldo Alvarado Aguilar, propietario del desaparecido restaurante Capitán George.
Además, Jorge Reynaldo fue víctima de un atentado a balazos en octubre de 2010, afuera del colegio Miraflores, de esa ciudad, aunque “no se tiene conocimiento de que el empresario Jorge Reynaldo Alvarado Aguilar esté bajo alguna investigación”.
Un documento municipal, relata la nota, relaciona al dueño de las seis casas cateadas por la PGR en fraccionamientos residenciales, con otra del empresario restaurantero Jorge Reynaldo.
“En Tránsito Municipal se pudo documentar que Jesús Alvarado Aguilar tiene la licencia JS2008654805 para conducir vehículos, vigente hasta 2013; incluso alguna vez fue multado.
En la licencia para conducir de Jesús Alvarado tiene el domicilio de Paseo de las Lomas 2088 del fraccionamiento exclusivo y residencial llamado Cumbres del Campestre ubicado al poniente de la ciudad y la propiedad es del empresario restaurantero Jorge Reynaldo Alvarado.
Guardias del fraccionamiento residencial Cumbres del Campestre confirmaron que la casa es propiedad del empresario Jorge Reynaldo, incluso en la lista de vecinos del fraccionamiento está su nombre.
El capitán George vivió ahí en 2008, aquí está en la lista, pero luego de que quisieron matarlo a un lado del colegio Miraflores se cambió y luego rentó la casa y ahorita es habitada por una familia”, platicó un vigilante anónimo.
El año pasado su abogada en León, Mireya Nieto, confirmó que su representado Jorge Reynaldo ya ni siquiera se encuentra en Guanajuato, que retiró sus inversiones a raíz del atentado y de que lo habían mencionado como propietario del casino Egyptian del bulevar Clouthier.
La abogada precisó que su cliente quería aclararle a los medios de comunicación que él sólo era propietario de la finca donde estaba el casino y se le pagaba una renta.
“A principios de octubre de 2010 Jorge Reynaldo Alvarado salió de su restaurante de lujo llamado Capitán George ubicado en la prolongación del bulevar Campestre, abordó una Suburban blindada nivel 5 y casi al llegar al bulevar López Sanabria dos sicarios dispararon al vehículo con rifles de alto poder.
Los guardaespaldas del empresario restaurantero reaccionaron y pudieron retirarse sin resultar heridos, las balas no penetraron el blindaje. Hubo dos detenidos y confesaron que los habían contratado por un millón de pesos para matar a Jorge Reynaldo Alvarado Aguilar.”
También hay presencia del dinero de los cárteles en el club de futbol Leones —cuyo propietario, Valente Aguirre, ha sido relacionado públicamente con operaciones de “blanqueo”–, en cadenas televisivas; bares y antros ubicados en los bulevares Hidalgo y Campestre (en su mayoría), operan con recursos de los criminales: “Este sector está lleno de antros y todos tienen relación con los narcos. Ahí llegan, los cierran si quieren y dan propinas de veinte mil pesos a las meseras o por alguna puta.”
Además, el empresario Adolfo Rezza ha sido vinculado con actividades criminales, con fuertes inversiones en la industria editorial.
A pesar de la aparente discreción, la guerra entre los cárteles marcó a la ciudad y a sus habitantes. “León es uno”, reza la publicidad del gobierno municipal. Y así, como uno solo, limitó su vida pública, su presencia en las calles durante las noches, por temor a pandillas, pero también a los sicarios del narco.
“En los antros ha habido un chingo de homicidios. Hace alrededor de seis meses mataron a uno a balazos mientras se tomaba una michelada. Un psicólogo que vino de Guadalajara también fue asesinado… ya no es como hace diez o doce años cuando podías andar por todas partes y a cualquier hora; cada vez es más frecuente la recomendación sobre lugares y horas en que puedes divertirte.”
El 25 de abril de 2013, un hombre fue muerto frente al mercado de León, por la calle Belisario Domínguez, a pocos metros de la cantina El Amigo. La víctima, identificada sólo como Efrén, había decidido vender droga en el sector, ya controlado por una organización delictiva. Le advirtieron que dejara de hacerlo y no quiso, por eso lo mataron, señalan las indagatorias.
Hasta la cobertura periodística se ha modificado en León. Uno de los mejores y más influyentes diarios, el AM, hace notas de los homicidios “pero ya no le buscan”. Un experimentado reportero señaló que todo se vino abajo en cuanto a coberturas luego de que un rotativo publicó en qué hospital estaba una persona baleada. Los homicidas, enterados de que habían fallado en su misión, decidieron concluir: un hombre y una mujer acudieron al nosocomio y se identificaron como parientes del lesionado; entraron a la habitación en que convalecía y le dispararon a corta distancia, hasta darle muerte.
Luego de esto, la Procuraduría General de Justicia del Estado determinó que en ninguna nota periodística se informara sobre los hospitales que atendían a heridos de bala. De poco sirvió. Aunque en menor medida que en otras regiones del país, con alta incidencia de homicidios, las ejecuciones dentro y fuera de hospitales aquí continúan. Impunidad campante.
La joya de la corona
Para muchos, en términos empresariales, de negocios lícitos e ilícitos, León es la joya de la corona. Sus carreteras le permiten una rápida y eficiente comunicación con otros estados y regiones de importancia: por el norte se llega muy rápido a Jalisco, a través de Lagos de Moreno, con su acceso a los altos y a una región de mucha importancia entre esta entidad y Guanajuato; al sur se llega rápidamente a Michoacán; por el oriente en tres horas se llega a la ciudad de México, por mencionar algunas vías de intercomunicación.
“León es la joya de la corona, más que Celaya o la capital Guanajuato, por este excelente sistema de carreteras; de esta manera estamos muy comunicados, pero también porque está en un corredor industrial que empieza en Celaya, con mucho peso, y que sigue hacia el sur del país”, sostuvo un empresario de la localidad.
El dinero del narco, aseguró, es mucho y está metido en hoteles, el futbol, el sector inmobiliario y restaurantero, y en todo lo que se refiere a diversión y vida nocturna.
Ser poco confiable
Jesús Gómez Hernández tiene 37 años y ya es exmilitar y expolicía. Tiene tres hijos y esposa. En cosa de días, así de repente, lo corrieron de la corporación y él se enroló primero como ayudante de carpintero y ahora trabaja en una industria que recubre con químicos botones, hebillas y otros productos para cintos y calzado.
Reconoce que votó por la actual alcaldesa, Bárbara Botello Santibáñez, porque cuando fue candidata priísta y estaba en campaña, iba en las madrugadas a hablar con los policías en las comandancias. Y ahí, en una de esas visitas de proselitismo, la conoció, escuchó y se convenció.
“Tenía muchas esperanzas en ella. Su triunfo fue también por el voto de los policías porque ella ofreció modificar el examen de control de confianza cuando iba de madrugada a visitarnos, me acuerdo bien, a hacer campaña en las comandancias”, recordó Gómez, a quien se conoce en las filas de la corporación como “El Oaxaquitas”.
Es moreno, de baja estatura, pelo lacio e insumiso. Acude con su esposa y una de sus hijas a la entrevista. La niña acepta rápido comer un pedazo de pastel de chocolate y la mamá un agua fresca. Él, refresco. Sonríe con facilidad, no tiene mirada turbia ni se ve enfermo. Tiene en el muslo una herida por la esquirla de una granada de fragmentación que lo perforó.
Es de San Antonio Nanahuitipan, de la región de Cañadas en Oaxaca. Un poco más de diez años se mantuvo en el Ejército Mexicano, donde llegó a ser cabo. Salió con honores y un expediente limpio. Lo mismo pasó luego de siete años y quince días en la Policía Municipal de León, en la que nunca fue castigado, pero de la que lo dieron de baja por decir que conocía delincuentes. “¿A quiénes?”, le preguntaron los del Sistema Nacional de Seguridad Pública, durante el examen de control de confianza; contestó que a quienes había detenido como agente.
Ahí en la corporación fue instructor, inició el programa de policía de proximidad social, también conocido como policía de barrio, cuyo objetivo era acercarse a la ciudadanía en cuadras y colonias para generar confianza, un ambiente de seguridad. Obtuvo medallas de honor y la presea Alas de Plata por salvar vidas. Fue también Policía del Año en 2012. Y como si su carrera en la institución de seguridad fuera en sentido contrario, como si acumular buenas cuentas y trabajar con honores y recibir reconocimientos, valiera para recibir malas noticias, fue despedido dos meses después.
Un contraste para el escándalo. En el estado de Sinaloa, Jesús Antonio Aguilar Íñiguez, conocido como Chuytoño, director de la Policía Ministerial del estado, fue reprobado y el gobierno lo tiene ahí, al frente de la corporación investigadora y ubicado como el poderoso superpolicía que controla las corporaciones municipales más importantes, fuera de la ley.
El jefe policiaco emergió de los pantanos y manchado hasta el occipucio cuando tenía el puesto que detenta ahora y renunció para salir huyendo, luego del homicidio de Adolfo Carrillo Fuentes, “El Niño de Oro”, uno de los menores de los Carrillo Fuentes, del cártel de Juárez. Carrillo fue muerto a tiros junto con su esposa cuando salían del centro comercial Cinépolis, en Culiacán.
En la refriega fue herido el comandante Pedro Pérez, jefe de Investigaciones de la PME, quien fungía como jefe de escoltas del capo. Otros comandantes y agentes fungían también como parte del cuerpo de seguridad durante ese ataque perpetrado por un comando y ordenado por Joaquín Guzmán Loera, en septiembre de 2003.
Aguilar consultó con el entonces gobernador Juan Millán Lizárraga y renunció. Cuando se le buscó ya había huido de las oficinas, la ciudad y el estado. La PGR ofreció una recompensa de cinco millones de pesos y otros jefes de la ministerial, todos integrantes de su equipo de confianza, también eran buscados por la Policía Federal.
En 2010, tras varios años de ser “perseguido”, Chuytoño reaparecció, primero como jefe de seguridad del ex gobernador Antonio Toledo Corro, a quien Vicente Fox acusó de tener nexos con el narco y luego reculó; poco después como asesor en materia de seguridad del ex mandatario que encabezó el llamado “gobierno del cambio”, y de Mario López Valdez, Malova. Ahora es jefe de la PME, de nuevo, y controla las policías municipales en Ahome, Guasave, Navolato, Culiacán y Mazatlán, las regiones más importantes y de mayor incidencia delictiva en Sinaloa, sobre todo en relación con el crimen organizado.
La entidad –que sumó 102 asesinatos en abril y 412 homicidios dolosos en lo que va del año, en su mayoría ejecuciones, y con cerca de tres mil 800 personas ultimadas en lo que va del mandato de López Valdez–, dejó de percibir alrededor de cuatro millones de pesos del gobierno federal en materia de seguridad debido a que Aguilar Íñiguez reprobó los exámenes de control de confianza. La norma en la materia indica que todo agente y funcionario de estas áreas deben aprobar estos exámenes o ser dados de baja. Pero esto no pasó con el director de la ministerial.
A la colorida y funesta expresión de que no combatiría a criminales con blancas palomitas, dicha por el gobernador Malova luego de ser cuestionado por el nombramiento del jefe policiaco, se agrega la reciente, ante las preguntas de los reporteros: “Creo que los sinaloenses debiéramos estar agradecidos por la nueva actitud que las policías de Sinaloa, encabezadas en mucho y logradas en mucho por el compromiso de Chuy Toño, estamos teniendo en Sinaloa”, dijo, el 17 de abril en Badiraguato, durante una gira de trabajo.
Y agregó: “Y el fin justifica los medios, sí, porque el fin más noble es darle seguridad a los sinaloenses y es la tarea que está cumpliendo Chuy Toño, y creo que lo está haciendo bien porque Sinaloa por primera vez dejó de ser el campeón con corona de los delitos.”
De payaso a payaso
Rosa Patricia Hernández Terrones va de payaso a payaso. Se vestía como clown durante diciembre, para visitar a los niños enfermos del Hospital General de León y repartir dulces y globos. Nomás por gusto. Ahora lo hace porque no tiene trabajo, para obtener unos cuantos pesos: en la última función, en las calles peatonales del centro de esta ciudad, ella y su amigo el payaso Zapatín obtuvieron apenas 300 pesos. Mitad y mitad.
No bastaron los once años y siete meses que acumuló como policía municipal, distinciones como agente del mes, del año y Alas de Plata por atender a una joven en estado inconsciente y recién violada. No fueron suficientes: el 21 de marzo fue destituida como agente.
Ella como su compañero “El Oaxaquitas” tenían un salario de alrededor de cuatro mil 600 pesos cada catorce días, pero acumula más años que él en las filas de la corporación, con once y siete meses. Lo dice con una calma espantosa, sin falsas modestias ni alharacas. Lo dice, simplemente: su amigo y compañero Luis Antonio Razo Padilla murió de las heridas de bala que recibió el 4 de febrero, luego de permanecer una semana hospitalizado.
Para ella, los altos funcionarios de la policía no los dejan trabajar porque en cuanto les llevan información sobre casas o negocios en los que se expenden drogas al menudeo, no realizan operativos, sino actos de extorsión para que sigan operando y sea el agente común y corriente, el de la vigilancia en las calles, el que se enfrente cotidianamente a lo que las autoridades dicen combatir, pero en realidad solapan.
Hernández Terrones recuerda el día en que realizaba patrullaje y recibió el reporte de una joven sometida y obligada a ingresar a una vivienda abandonada. Fue por el bulevar San Pedro. La víctima tenía dieciocho años, y regresaba de estudiar inglés en la escuela Boston. Ella vio a un hombre que tenía cubrebocas, andaba en chor y descalzo. Cuando se dio cuenta que la estaba agrediendo a golpes, ya era tarde.
“Cuando llegamos vimos que se trataba de una casa sola, nadie decía nada al principio, pero luego se acercó una señora para decirnos que era ahí, que un vago había metido a una jovencita. Entonces me pongo mi AR-15, lista para disparar. Ingresan dos compañeros y escuchan: ‘Dime que te gusta, hija de tu puta madre. Dime que lo disfrutas.’ Ven a una joven boca arriba y a un hombre desnudo, sobre ella. El policía le grita que se eche al suelo.
Después de someterlo uno de los policías baja y me pregunta si sé de primeros auxilios. Yo le entrego el AR-15, le informo que trae el tiro arriba. Subo y veo a la joven. El policía que la había ido a buscar estaba blanco, blanco. Y yo me pongo nerviosa. La muchacha tenía el cordón de la mochila en el cuello y una sandalia en la boca, que le sangraba, y tenía los pómulos hinchados y un ojo como saltado.
Me hinco a dos piernas y le empiezo a dar primeros auxilios. Yo llevaba una medalla de la Virgen de Guadalupe y se la di. Ella estaba inconsciente y no reaccionaba. Le quité el cordón y le saqué la sandalia. La puse de lado para que respirara. Le alcé los pies y empezó a reaccionar. Y gritó: ‘No, no quiero salir embarazada.’ Yo le dije: ‘Cálmate, todo va a estar bien.’ Y repitió lo mismo. Luego dijo que quería ser médico, uno de los mejores médicos en el país.
Llegó la ambulancia y otros policías. Los paramédicos la atendieron y cada policía que llegaba le pegaba al violador, sometido y boca abajo. Les dije párenle, luego va a haber problemas. Va a ser peor.”
Rosa Patricia voltea a ver a “El Oaxaquitas”. “Uno la hace de paramédico y psicólogo, de maestro y agente de tránsito, de consejero matrimonial. De todo.” Él asiente. “Somos todólogos.”
Ambos pidieron una carta de no antecedentes penales, requisito para encontrar empleo. En ambas aparece la leyenda: “Poco confiable”, con letras grandes y más oscuras que las otras impresas en el papel.
La vida marca
Jesús Gómez andaba de ayudante de carpintería. No hay muchas opciones cuando fue policía y se pide una carta de no antecedentes penales que tiene la leyenda: “Poco confiable.” Y terminó unos días en esa carpintería, tratando de abultar esos bolsillos y llevar algo a las panzas de su mujer e hijos. Ex militar, ex policía. Dado de baja por no aprobar el examen de control de confianza. Y esto en medio de la llamada “guerra contra el narco”, en la que ciudades y pueblos del país están sembrados de cadáveres y regados con sangre. Y la escena se multiplica, dantesca. Y los cadáveres y las balas y el tableteo y las sirenas de patrullas y ambulancias lo copa todo.
En una de las protestas que realizaron los agentes despedidos por esta causa, apareció él junto a la abogada Dolores García, que lleva su caso y el de otros ex agentes. Un empresario le dijo que lo había visto en televisión y lo quería ayudar. Le preguntó qué sabía hacer, respondió que muy poco además de usar armas, vigilancia, etc. El empresario insistió y dijo que lo dejara ayudarlo, pero necesitaba saber si estaba dispuesto a aprender. Sin revirar ni respirar, “El Oaxaquitas” dijo que sí a todo.
“No tengo ganas. Tengo hambre”, respondió.
Ahora chambea en una empresa que aplica un recubrimiento químico a piezas metálicas de cintos, hebillas y botones. Por inexperiencia y algo de torpeza, ha terminado ese recubrimiento con sus manos, descarapelándolo todo. Pero tiene trabajo e ingresos. Sabe que va a aprender. Lo sabe y no olvida lo suyo, su corazón y uniforme, su trabajo. Quedaron atrás, pero también a un lado, adelante, en todo su palpitar.
Sale el tema de la esquirla de granada. En esa jornada violenta del 11 de septiembre de 2009 hubo de diecisiete a veintitres policías heridos en diferentes hechos, todos relacionados, en las entradas y salidas a Silao, municipio vecino de León. Los lesionados fueron llevados a diferentes hospitales, pero no hubo incapacidades ni informes públicos sobre dónde convalecían ni sus identidades, por temor a que los sicarios los remataran. Sale el tema de Rocío, una compañera policía que hizo frente a un comando y se protegió detrás de un poste, disparando su AR-15. Quedó rafagueada y herida, pero sobrevivió. Se sometió a tratamiento médico y psicológico. También ella fue despedida.
“Yo me pregunto por qué nos han corrido, porque estamos hablando de gente buena que se queda en la calle, cuando en la policía quedan unos que han matado, chocado, abusado, y siguen ahí. Me siento adolorido y frustrado. Yo digo que la policía, los agentes, son parte de mí. Me despierto en la noche por las sirenas, me pregunto: ¿a dónde irán?, ¿regresarán? Yo quiero ir a ayudarlos porque son parte de mí. Digo van muy recio, ¿qué pasará?, ¿qué les pasará?, ¿qué les espera?… ¿qué será de su vida?”, confiesa él.
Ella asegura que le da tristeza. Recuerda a sus compañeros, a cada uno de ellos. Se pone la camiseta: “Ah, cómo lo disfruté, tiene uno reconocimientos, agente del mes, policía del año, las Alas de Plata por rescatar a la joven violada… y de repente, nada.” Ella está menos preocupada por el dinero. Su madre recibe una pensión y sus hermanos trabajan y la ayudan. Ella también aporta, porque no quiere estar de oquis. Por eso sale de payaso Pompitas. Irónicamente, el nombre de su personaje coincide con la lesión en el coxis que sufrió cuando era policía de bicicleta. El médico le diagnóstico un quiste polinidal arriba de las nalgas.
“¿Amargada? No. Me da tristeza, eso sí. Resentimiento, porque es feo que la corrupción viene de arriba y quieren limpiar su imagen, ésos, los de arriba, con los que trabajan bien: dándonos de baja”, afirmó ella.
Entre Rosa Patricia y Jesús suman alrededor de unos 26 agentes heridos, uno de ellos con dos fracturas en la columna vertebral, y alrededor de seis muertos. Cargan sus cruces, sus vidas, esos calvarios multiplicados por cada uno de ellos, en sus pechos y espaldas. En toda su piel.
“Es algo que te deja huella. Son tus compañeros y están heridos, fueron heridos. O están muertos. Y son parte de tu familia, compartes con ellos toda tu experiencia, tus días completos, tu vida personal… les tocó ahora a ellos, qué me espera, pregunto. Quedas marcado para toda la vida. A veces no puedes ni expresarlo”, manifestó Jesús.
Sufre porque sus hijos padecen bullying. Han visto las noticias de que fue despedido, de que hace protestas. Y la alcaldesa los ha tildado a todos de delincuentes, de tener nexos con el narcotráfico. Los otros niños, compañeros de sus hijos, los llaman rateros. Jesús afirma que si ése era el problema, por qué no los investigaron y castigaron, incluso penalmente.
La abogada confía en que habrá logros, aunque no por la vía administrativa, pues en la Comisión de Honor y Justicia de la policía sus acusadores son juez y parte. Acudirán al Tribunal de lo Contencioso pero no esperan gran cosa. Su esperanza está en los juzgados federales, donde ya han ganado algunos casos y han indemnizado a los agentes con cientos de miles de pesos, y hasta millones. Pero la tarea es ardua y el camino escabroso, serpenteante.
Rosa Patricia, blanca, de baja estatura y pelo teñido. No expresa nada en su rostro. Pero en cuanto se descuida y baja la escafandra de su blancura, llueve en sus ojos. Rápido, creyendo que uno no se da cuenta, escampa sus mejillas.
Y le duele ese coxis, ese quiste pilonidal, nombre que apenas sabe pronunciar. Más cuando hace frío. Más cuando se acuerda que ya no es policía, que está desempleada. Hace quince días, en abril, se topó de nuevo con aquella joven violada. Venía de nuevo de las clases de inglés, casi a la misma hora y muy cerca de aquel lugar.
“Yo te conozco”, me dijo. Yo me sonreí. “Eres la policía, la que me salvó.”
“Ya no, le contesté. Ya no soy policía. Me despidieron.” Ella se detuvo y sonrió. Me dijo: “Para mí no. Para mí siempre vas a ser policía.”
5 de mayo de 2013
… políticos, banqueros, asesores financieros, policías, notarios, abogados, arquitectos, contadores, vendedores de autos de lujo, aseguradoras, joyeros, restauranteros, músicos, etcétera. El grado de protesta está en función de dos factores: el dinero y el nivel de vida, más que en los de la ley y la moral… [en muchas regiones, a la clase política y empresarial] no le quitaba el sueño cuando los traficantes sólo vivían, invertían y lavaban dinero en el estado y mataban en otros lugares del país.
Luis Astorga.
Doctor en sociología, catedrático de la UNAM y coordinador de la cátedra UNESCO.
Autor de los libros El siglo de las drogas y
Drogas sin fronteras.
“Transformaciones económicas y sociales relacionadas con el problema internacional de las drogas” en Seguridad, traficantes y militares. El poder y la sombra. Tusquets.
Eslabones de sangre
I
Estaban velando en el Huanacaxtle, un pueblo cercano a Eldorado y Quilá, al sur del municipio de Culiacán, a su tío Pablo. Había sido un buen hombre, padre y vecino tranquilo, querido por los habitantes de la comunidad. Pero un día llegaron hasta ahí los soldados y la policía, catearon su casa y encontraron varios kilos de mariguana.
Le preguntaron de quién era y él se echó la culpa. No era suya, sino de dos hijos suyos. Por eso lo llevaron preso. Con el tiempo sabrían que aquel operativo no era resultado de un trabajo de investigación de las autoridades gubernamentales, sino de información que los enemigos de los hijos de Pablo suministraron.
“Les pusieron el dedo, ésa es la verdad. Luego lo supimos, pero para entonces mi tío ya estaba muerto”, recordó un familiar.
En la cárcel de Culiacán lo sorprendieron por todos lados. Llevaban puntas —armas filosas y puntiagudas fabricadas por los mismos reos dentro del penal—- y navajas. Y lo abrieron por muchos lados y murió. Llevaron el cadáver a su casa, en el Huanacaxtle, a velarlo. Al parecer, quienes ordenaron su muerte esperaban que acudieran los dos hijos que se dedicaban al narcotráfico y así fue.
Llegaron hombres armados. El ataúd en el patio: un terreno compartido por tres viviendas contiguas, sin divisiones, que igual daban a la calle que a las habitaciones de los inmuebles. Iban en camionetas, se bajaron. Llevaban armas de asalto y pasamontañas. Les ordenaron a todos que se echaran al piso, boca abajo; unos corrieron para refugiarse en las casas y otros les hicieron caso y se quedaron besando la tierra.
Los desconocidos dijeron que eran de la Policía Ministerial. Uno de los que estaba en el suelo trató de conversar con el que le apuntaba a la cabeza, parado justo atrás de él. Era primo de los dos que ellos buscaban. Le dijo que él había sido también policía, pero en el municipio de Navolato. Que le dijera qué querían y si se podía le diera su nombre, porque tal vez podía ayudarlos. Intentó voltearse pero los disparos terminaron con él. Otro joven, de unos 14 años, se puso nervioso y corrió para alcanzar las viviendas pero uno de los sicarios lo acribilló.
Buscaron entre los asistentes, tirados en el suelo y los que habían huido, a los dos hermanos hijos de Pablo. No estaban. Entre las mujeres que habían corrido para refugiarse estaba otra prima: ahí se quedó arropada por brazos de una tía, arrinconada entre la cama y el ropero, queriendo no ver ni oír las ráfagas que todavía retumbaban en sus oídos.
Los matones se fueron. Antes de que llegaran, lo mismo habían hecho los dos hermanos apenas veinte minutos antes. Llegaron, se asomaron sin saludar. Vieron al padre tendido. Tocaron el ataúd como queriendo decir adiós o perdón. Y se fueron.
II
Al primo ese lo velan en Navolato, donde la familia también tenía casa. El Huanacaxtle ya no era seguro para ellos y quizá lo mismo era para todos en el lugar. Nadie habla del tema porque duele. La madre sí, lo necesita. Los dos muertos en la familia eran como su hermano y su hijo, criados bajo el mismo techo y compartiendo platos y cobijas.
“Para nosotros fue muy doloroso. Tanto que si no se toca el tema, es mejor. De plano no lo hablamos”, manifestó uno de los parientes.
Ella recibió a los dos años una llamada. Era de otro primo, también de Navolato. Habían acudido él, su hermano, la esposa de éste y los hijos, a comer a Altata, bahía ubicada a cerca de veinte kilómetros de la ciudad. Hasta la mesa que ocupan llegan varios hombres: uno de ellos levanta un arma y dispara contra Juan, frente a sus hijos, hermano y esposa.
Suena el teléfono. Antonia contesta. Se escucha del otro lado: “Mataron a Juan.” Ella pensó que hablaban de su hermano, pero rápido recordó que el primo que la llamaba también tenía un hermano llamado Juan.
—No es cierto –respondió.
—Sí. Lo acaban de matar a balazos.
—¿Por qué me dices eso?
—Porque yo estaba ahí.
Pidió que avisara al resto de la familia. No estaba llorando ni en medio de un drama de gritos y balbuceos. Estaba en shock. Andaban en bandas de narcotraficantes y tenían enemigos. Querían convencerlo de que se fuera con ellos y se negó. Le respondieron sin palabras y con varias detonaciones y proyectiles grises, deformes, candentes y perforadores.
Lo velaron en Navolato también. Ella y su esposo fueron un rato y regresaron a Culiacán poco tiempo después: “No podemos quedarnos”, le dijo él, y se retiraron. Lo mismo hicieron otros. El miedo en los funerales. Aquí, en los sesenta y setenta, los narcotraficantes inauguraron las ejecuciones en funerales, procesiones y entierros.
Ella escucha balazos a lo lejos y se espanta. Es Navidad o día de la Virgen de Guadalupe y el templo de La Lomita, como llaman en Culiacán a la iglesia de Nuestra Señora de Guadalupe, está llena de pasos y cuerpos y figuras que se deforman entre el humo de la llama de los cirios, el sudor, el vaho expedido por los alientos después de esa escalinata de pavor y tantos llantos y súplicas y milagros pedidos y postergados. Y también la pirotecnia. Y el ulular de patrullas y ambulancias y los bomberos. Todo eso la acongoja. Escucha las detonaciones de los cuetes y piensa que son balazos. Oye a lo lejos las ambulancias o patrullas y dice mataron a alguien. Entonces corre. Alcanza el celular, busca, encuentra, aplasta las teclas y se pone el teléfono en la oreja: “Bueno, bueno. Hermano, dónde estás. Hermano, escuché balazos y patrullas. ¿Estás vivo, estás bien? Ah, qué bueno, pensé que te había pasado algo.”
III
Pocos años después balearon a otro primo. Muy cerca del Huanacaxtle le destrozaron a balazos las piernas. Los atacantes lo dieron por muerto y se retiraron. Antonia se enteró y lo visitó en el Hospital Regional del IMSS, en Culiacán: está perforado por tubos y clavos, mientras se recupera de las lesiones y fracturas.
Los médicos le ordenaron terapia física y consiguieron que otro familiar de la comunidad los alcanzara para darle ese tratamiento. Pero los parientes cercanos del baleado recularon. Mejor no. Si se enteran que está vivo van a querer rematarlo.
“Me dijeron que era mejor que no fuera, que ni supiera dónde estaba recuperándose, en qué casa, para que no corriera peligro.”
Vuelve a escuchar las sirenas. No sabe por qué pero para ella son sinónimo de violencia, riesgos, muerte. Corre, busca, encuentra. Teclas: clic clic. Una, dos, tres llamadas. “Hermano, ¿dónde estás, estás bien, estás vivo?”
18 de abril de 2013
Morgue
Tania estaba emocionada porque los de la preparatoria iban a ir a la morgue. Quería estudiar ciencias del mar, biología marina o algo parecido. De todos modos le tocaría algo de eso: abrir seres vivos, destazar organismos, diseccionar, tomar muestras para ver si sufrían alguna enfermedad o sólo por conocerlos y estudiarlos, poner bajo el microscopio los sinuosos misterios de sus tejidos.
Bata blanca, libreta y pluma en mano. Ella palpitaba en esa mirada de adolescente que quiere comerse al mundo de un bocado. Sus amigos se frotaban las manos, comían uñas y mojaban y volvían a mojar sus labios con sus lenguas empapadas. Todo, fuera del Servicio Médico Forense (Semefo), de Culiacán.
En el mismo complejo de edificios varios de ellos tienen que ver con la seguridad pública. Ahí, junto, está la delegación estatal de la PGR, y atrasito el Instituto Estatal de Ciencias Penales, donde se forman los agentes de todas las corporaciones locales, y a un lado la Secretaría de Seguridad Pública Federal. Estar ahí ya de por sí creaba tensión. Pero ellos estaban más que emocionados.
Les dijeron “Viene alguien a recibirlos.” El maestro que los llevaba, de biología, había preparado todo con tiempo. Pero ese alguien no se apuraba. Y ella tenía prisa por todo, por vivir, conocer, experimentar, sentir, crecer. Hasta que salió un hombre de barba, cuarentón, con antiparras bifocales y pelo entrecano.
Saludó apocado y luego los condujo al área donde diseccionan los cadáveres y sacan muestras. ¡Puf! El golpe fue demoledor. Como un chingadazo en la nuca. Olor a muerto, a sangre seca, a vida ida, a enfermedad podrida. “Y esa mujer tendida, con la cara volteada y todas sus partes revueltas, como un maniquí convertido en rompecabezas. La habían atropellado esa mañana. Y pues la verdad fue una bronca verla, muy impactante”, recordó ella.
Mala forma de terminar el año y recibir otro, ese diciembre de 2011. En medio de fiestas y posadas, ellos estaban ahí, entre sangre y piel cuarteada, ya sin brillo.
“Acaba de llegar”, les dijo el médico legista. “De todos modos no hubiera sobrevivido: el camión le aplastó una arteria e hizo que se desangrara”, les explicó, esta vez con cierta generosidad. Generosidad macabra.
Para entonces unos habían reculado. No soportaron los olores, menos aquella sala de muertos frescos, sangre apenas tibia, pedacería del horror.
“No’mbre, hubo de todo con los plebes. Vómitos en los pasillos, otros compañeros corriendo en busca de una salida y aire fresco. Otros yacían desmayados. Como en las películas, que dicen: ‘Me voy a desmayar, aire, aire’ y luego caen desmoronados, como si estuvieran actuando. Pero fueron varios. Cayeron gacho, fulminados por el rayo de olores corruptos, por las imágenes de tantos cadáveres”, manifestó Tania.
Ella permaneció de pie. Trastabilló un poco, dio dos pasos atrás y se recuperó. Volvió a la escena de muerte con la mano sobre los labios y alguien le dio un cubrebocas. Se le agrandaron los ojos pero tuvo aliento para captar las enseñanzas de aquel médico forense.
Esos ojos se le mojaron al parpadear: en la plancha de metal estaba un joven de 23 años que parecía dormido y ella, triste y desilusionada, llegó a visualizar una sonrisa sobre la incipiente barba de candado.
“Se acaba de rasurar’”, pensé. Me llamó tanto la atención ese cadáver que el que nos guiaba del Semefo se dio cuenta. Y de repente se acercó y empezó a informarme: ‘“Llegó anoche”’, contó. “Lo hirieron en una colonia, parece que iban por él y le dieron estos balazos. Me enseñó los orificios en el pecho y en uno de los costados. Lo trasladaron al hospital y ahí la llevaba, el morro. Pero unos jóvenes entraron a la clínica y le dispararon”, le contó. Y ahí sí se agüitó.
Le pegaron varios tiros y fue uno de ellos, en el lado derecho, el que le trozó una arteria. Y con ese tuvo. Los homicidas se fueron como llegaron. Calmados, caminando despacio, platicando y hasta les pareció a algunos en el hospital que celebraban con sus armas de cañones humeantes.
Ella lo vio. Y lo vio. Se detuvo en ese rostro limpio y moreno. Pestañas largas y rizadas. Lo imaginó con sus ojos abiertos, mirándola. Hasta le sonrió. Quizá la llamó por su nombre.
“Hasta que el forense me despertó. Porque como que me imaginaba cosas, me dio mucha tristeza verlo ahí, tan joven. Y le dije al forense: ‘Ay oiga, pobrecito y, con todo respeto, qué guapo estaba.’”
1 de diciembre de 2011
Manos que hablan
Con 21 años en la Secretaría de Marina Armada de México y alrededor de doce realizando labores en el campo privado y social de la medicina, Carlos, este médico militar con grado de teniente de corbeta, ha visto de todo y vivido casi de todo. En medio de la vorágine de muerte y destrucción, de sus tiempos como miembro de las fuerzas castrenses y ahora trabajando por su cuenta, sus manos han enfrentado y tratado el dolor y la muerte, para buscar dar esperanza y vida.
Estaba en la preparatoria cuando recibió un curso de orientación vocacional. Entonces supo que lo suyo era servir a los demás. Por eso ingresó como socorrista a la Cruz Roja, “para ayudar a las personas lesionadas, afectadas, y tratar de contribuir para aliviar su dolor”.
Estando en la milicia, visitó a una tía en la ciudad de México. Como si lo hubieran enviado, durante su estancia se dio la mayor tragedia que haya vivido la capital del país y en general la nación: el sismo de septiembre de 1985. Y Carlos, acostumbrado a auxiliar, a dar de sí, a ser generoso, se involucró en las tareas de ayuda, rescate y atención de los heridos.
“De inmediato me puse a auxiliar a los afectados, a las víctimas, sus familias, cuando estaba con mi tía. Fue una experiencia muy impresionante: el desastre, la psicosis de la gente… pero uno se prepara psicológicamente para enfrentar todo esto, para estar con la gente, darle apoyo. Hay que dar el 100% de la capacidad de uno para intervenir tanto en lo médico como en lo social y militar, y atender a las personas”, manifestó.
Es de baja estatura y moreno. Lacio el pelo, de ojos vivos y por momentos pizpiretos. Atento, cordial y simpático hasta lo pegajoso. Un pulcro caballero en tiempos sucios, brumosos, de bayoneta y fusil de alarido. Camina a paso veloz y parece no dejar nunca las carpetas que abraza con fervor en su costado derecho. Vivió varios años en Mazatlán y ahora en Culiacán, pero todavía no le cae el veinte de que sus pasos nadan en el fangoso chapopote de una ciudad violenta, anegada por el narco, abnegada ante la criminalidad, que al mismo tiempo admira y presume lo buchón de sus hijos, y condena los homicidios de inocentes en medio de las refriegas.
En una foto que muestra al reportero, porta su reluciente uniforme blanco, de la Marina: unos lentes oscuros al estilo Charles Bronson y de su brazo cuelga, como si fuera el mástil de una guitarra, el fusil AR-15. Está en instalaciones de la Marina Armada de México y no tiene más de 30.
Ahora, en persona, se nota que trae la pila bien cargada. Con energía, pasos cortos y apresurados, no llega tarde a ver a los pacientes que atiende en una casa rentada, donde está con otros familiares, en un céntrico sector de la capital sinaloense. Ha querido incorporarse al servicio público que, además de las citas de rehabilitación que lleva a cabo por su cuenta, son también su inspiración: hace gestiones para que una joven de 14 años que quedó en una silla de ruedas y cuya identidad pide que se mantenga en reserva, reciba ayuda para seguir estudiando, y le interesa llevar a cabo pláticas entre jóvenes sobre farmacodependencia, valores, familia, amistad, etc. Quiere, lo ha querido durante años, ingresar a la Secretaría de Desarrollo Social y Humano, del gobierno estatal, al Sistema DIF o a cualquier otra dependencia que tenga como razón de ser el servicio a la ciudadanía, a los discapacitados, a los afectados por alguna enfermedad, a los que tienen limitaciones económicas y deficiencias físicas o motrices en sus cuerpos. Pero no lo ha logrado.
Trabajó durante años y lo quiere seguir haciendo a sus 60. Ya hace alrededor de 12 que dejó la milicia pero es una hormiguita que mantiene sus sueños y parece tener alas a la hora de moverse, trabajar, inquietarse por un proyecto nuevo. En 2002, realizó el Curso Nacional Antisecuestros, en Mazatlán. Fue el primero en su clase y en la foto, impecable como es él, aparece muy cerca de Jesús Antonio Aguilar Íñiguez, director de la Policía Ministerial del Estado, entonces y ahora.
Carlos, este médico militar, conjunta en su persona, en su forma de ser, la formación castrense, la disciplina y la pasión por las armas; al mismo tiempo una humanidad desbordada, sus castillos de arena a la hora de realizar algún servicio comunitario, los jardines floridos en sus manos, ese manantial que se enciende, como una verbena, a la hora de curar.
Secuelas
Estando en el Hospital Militar de Mazatlán, donde atendía un promedio de 25 pacientes diarios en proceso de rehabilitación física, le fue asignado un agente de la Policía Federal que había participado en una balacera. Versiones extraoficiales señalaron que el uniformado, cuya identidad se mantiene oculta, realizaba indagatorias sobre la venta de droga al menudeo por otros agentes federales, en el puerto sinaloense.
Al parecer, antes de que concluyeran sus investigaciones, fue sorprendido por los policías que él investigaba, y se dio el enfrentamiento. Del otro lado un agente quedó mortalmente herido. Y él ahí, con un balazo en la cabeza: mirada fuera de órbita, algo torva, la parte superior de la cabeza envuelta en vendas, sentado en la cama del hospital, aunque parece estar en otra parte.
“Era un agente federal herido de bala en la cabeza, en región temporal. Le di rehabilitación: corrientes interferenciales para electroestimularlo, ejercicios activos, pasivos y uso de aparatos que ayudan a recuperar la capacidad motriz del cuerpo. Después de mucho tiempo, quedó con secuelas de hemiplejia: arrastraba un poco el pie. Pero logró caminar después de cerca de seis meses de tratamiento y hospitalización. Y eso para mí es muy satisfactorio”, comentó.
Si hubiera
Son tiempos oscuros. Carlos lo sabe perfectamente. Él y sus hijos han visto y vivido lo suficiente. Poco quiere contar de eso. Pero sabe que en este escenario de violencia exacerbada, de alrededor de cinco mil 200 muertos en poco menos de cinco meses del gobierno priísta de Enrique Peña Nieto —cerca de mil 200 funcionarios municipales ultimados a balazos, en ataques del narcotráfico o de las fuerzas de seguridad, y al menos 34 alcaldes muertos en circunstancias similares, en los últimos cuatro años del gobierno del panista Felipe Calderón Hinojosa—-, si hubiera estado en las filas de la Secretaría de Marina, lo hubieran llamado al multiplicado y trashumante frente de guerra. A todo el país y a cualquier parte.
Ahí anda. Entre sus costillas, su pecho, su brazo. Todo del lado izquierdo. Un bonche de papeles. En esta ocasión son los expedientes de sus pacientes en tantos años de servicio como médico especialista en rehabilitación física. Diagnósticos, oficios que él mismo redactó pidiendo la intervención de alguna autoridad, papeles que recibió de otro médico o de alguna institución, para el tratamiento del paciente.
En otro paquete de papeles, mordidos por el tiempo y el sudor, visitados apenas por el polvo, trae recortes de periódicos, fotografías, frases, encabezados. Atisbo del olvido que no alcanza a penetrar en esta humanidad militar y al mismo tiempo generosamente servicial. Los trae pegados a hojas blancas, perfectamente doblados para su conservación. Cápsula del tiempo. Amontonada, poco, muy poco maltratada. Su vida, sus pasiones, sus preocupaciones, lo que habita entre sus cejas y sus sienes. Sus principales latidos y esos 60 años de servicio en todos lados, dentro y fuera de los cuarteles, los hospitales y ese parteaguas de la vida nacional que fue el sismo de 1985 en la ciudad de México, que todo lo resquebrajó, y no sólo en la capital del país.
Entre sus montones de papeles con ayeres abultados y tibios, a pesar del paso de los años, están dos libros sin publicar que escribió. Son una suerte de ensayos, de repasos históricos, de artículos periodísticos que elaboró para recuperar y mantener ahí su memoria: sus pasos personalísimos por el quirófano, en esas más de 200 cuartillas, cada una bien nutrida, a renglón pegado, aborda la historia, la sociedad mexicana actual, los jóvenes, las adicciones, la cultura, la idiosincrasia y hasta la sociedad de consumo. La herencia de aztecas y españoles, la influencia de Estados Unidos. Todo. Todo cabe en sus hojas, su cabeza ya visitada por la plata de los años, sus manos que curan y escriben, que viajan y alivian, que aplazan dolores. Que posponen la muerte.
Sociedad descompuesta
Para él no son ciertas las versiones de que el gobierno está coludido con los criminales. “Si el Ejército Mexicano, por ejemplo, fuera cómplice de uno o más de los cárteles del narcotráfico, esto ya se hubiera acabado. Sería un desastre. Pero no, ahí no está el problema del país”, advierte.
“Está en la sociedad mexicana. Ahí está el problema. En la corrupción, en cómo se convive con los delincuentes. Tengo cerca de 22 años en Sinaloa, la mayoría de ellos en Mazatlán. Pero lo que veo en Culiacán, en los cinco meses que llevo viviendo aquí, es otra cosa. La gente se mete en broncas con mucha facilidad, porque quiere. Aquí, de plano, hay mucho buchón. Mucha, muchísima violencia. Estamos hablando de una sociedad descompuesta”, manifestó.
“La mayoría de los ciudadanos le echa la responsabilidad a las autoridades municipales, estatales y federales, por tanta incidencia delictiva, pero no es así.
En el ámbito social, hay muchos problemas en las familias, dentro de ellas. Por ejemplo está la falta de trabajo, la migración, la descomposición familiar, y todo esto es muy degradante y la gente se involucra en problemas”, sostuvo.
Entre sus fotos y recortes de periódicos atesorados hay notas de niños asesinados, del desempleo y el narcotráfico. Le duele pero las muestra. Como quien no quiere verse frente al espejo para no reconocerse, pero termina cediendo y frente a frente, se dice: “Sí, éste soy yo.”
“En mis libros toco esta violencia… quisiera uno que todo esto se acabara, que terminara ya. Porque duele y preocupa, para qué más que la verdad. Quisiera que terminara, pero ya no es cosa de uno. Ya no”, se lamentó frente a una taza de café que rechazó y un vaso de agua que se toma con una paciencia monástica, a pesar de los 37 grados centígrados y del escaso viento agradable que recorre caprichoso las mesas del café Los viejos portales, frente a la plazuela y el quiosco, en el centro de la ciudad.
Felipe Gurrola, ese narco
Después de tantos años de haberlo atendido, se convirtió en alguien de la familia. Alguien cercano, cálido. Era Felipe Gurrola Gutiérrez, un capo del cártel de Sinaloa y supuesto compadre de Ismael Zambada García, El Mayo, uno de los jefes de esta organización criminal, junto con Joaquín Guzmán Loera, El Chapo.
Cerca de tres años y medio lo tuvo como paciente. Por eso, asegura, ya era como un pariente. El paciente había llevado diversos tratamientos de otros tres médicos y algunos de ellos le recomendaron que buscara a Carlos. Y finalmente lo encontró mediante algunos familiares.
Gurrola era líder del Sindicato de Petroleros de la República Mexicana y vivía en Mazatlán, donde estaba la sede de esa sección sindical. Había estado involucrado en el envío de enervantes en camiones de Petróleos Mexicanos (Pemex) y en otros ilícitos, muchos de los cuales ni siquiera han sido nombrados. Sufrió al menos dos atentados a balazos; uno de ellos, con cuatro lesiones, lo tenía bajo tratamiento y prácticamente cuadrapléjico, frente al médico militar con especialidad en rehabilitación física: Carlos.
“Después del atentado, le pusimos unas barras de Luque en la columna vertebral y estuvo inmovilizado de las extremidades. Felipe Gurrola Gutiérrez tenía alrededor de 54 años y cuatro balazos al nivel de la médula, en la columna pues”, informó.
En una hoja con el membrete de Petróleos Mexicanos, puede leerse: “Hoja clínica para paciente en tránsito. Paciente conocido, el cual es valorado y se encuentra estable y es portador de una paraplejia secundaria. Lesión medular, en estos momentos en sesiones de terapia. No escaras, no contracturas, por lo que se indica uso de aparatos largos bilateral, con apoyo isquiático y cinco pélvico para iniciar bipedentación y marcha asistida.” El documento tiene la huella de las manecillas y está borroso, pero puede leerse que se trata del narco mazatleco.
Con fecha del 3 de abril de 2000, también en el puerto sinaloense de Mazatlán, se expidió la ficha 52440, con la leyenda “hemiplejia post traumática” y el folio 81158.
“Ya había superado bastante en cuanto a su rehabilitación, luego de meses, años, de tratamiento. Tuve la suerte de haberlo tratado, porque era un caso complicado. Y aprendí mucho con esa experiencia”, confiesa Carlos.
El militar describe a Gurrola como un hombre amable y excelente conversador, con quien evitó, a pesar de que era muy sociable, hablar de su problema, el atentado a balazos, sus negocios y enemigos.
“Era de agallas. Muy inteligente, muy humanitario, quizá por su problema, su discapacidad, la gente cambia un poco en su forma de ser y se hacen generosos. Pero él era buena persona. Siempre estaba con su esposa, sus hijos. Yo iba directamente a su casa, porque por supuesto él no se podía mover. Entonces tenía que visitarlo en Mazatlán. Así fue por casi tres años: dos horas diarias de terapia, excepto sábado y domingo… es pesado, sí. Pero muy satisfactorio cuando uno ve los avances que logra el paciente.”
A granadazos
La nota publicada el 27 de septiembre de 2002 refiere que un comando armado irrumpió en su domicilio y lo mató a tiros junto con un pariente:
“Personas no identificadas dieron muerte a balazos a Felipe Gurrola, exdirigente del Sindicato de Trabajadores Petroleros de la República Mexicana, y al sobrino de éste, José Gurrola, luego de irrumpir en una casa del fraccionamiento Lomas del Mar, en Mazatlán, cuya puerta volaron con granadas.
Fuentes de la Procuraduría General de Justicia (PGJE) de Sinaloa, que solicitaron el anonimato, sostuvieron que Felipe tenía vínculos con los narcotraficantes Ismael Zambada, “El Mayo” (uno de los jefes del cártel de Sinaloa), y Ezequiel Portillo, “El Chero”, quien el martes pasado fue asesinado en el poblado Concordia, ubicado a veinte kilómetros Mazatlán.”
Gurrola había sufrido al menos dos atentados, uno de los cuales lo dejó parapléjico y al parecer así fue sorprendido en su vivienda: inmóvil. Uno de los ataques dejó a dos de sus escoltas muertos. Fuentes allegadas a las indagatorias señalan que esta ejecución fue la deuda cuyo cobro se pospuso muchas veces, a pesar de los intentos de saldarla. La orden, aseguraron, vino de las altas esferas del cártel de los Arellano Félix, también conocido como cártel de Tijuana, que en ese momento aún tenía una fuerte presencia en el sur del estado, incluido, por supuesto, Mazatlán, donde vivieron los hermanos Arellano y fueron, durante un tiempo, “respetables empresarios”.
Antes, el líder de los petroleros estuvo implicado en el tráfico de droga. Gurrola Gutiérrez, de acuerdo con información periodística del 2000, fue detenido en varias ocasiones acusado de transportar cargamentos de cocaína en pipas de Pemex, y estuvo bajo proceso penal luego de que en Tepic, Nayarit, fue asegurada una avioneta de su propiedad cargada con el mismo enervante, señala la nota publicada el 29 de febrero de 2002, por La Jornada.
El 19 de octubre de 2009, el apellido Gurrola seguía sonando en el puerto. La nota publicada por el diario Noroeste así lo constata:
“En el mayor decomiso de drogas en al menos el último año en Mazatlán, ayer fueron aseguradas tres toneladas 197 kilos de mariguana en una finca de la Colonia Francisco Villa, en un cateo efectuado por personal de la Policía Federal, el Ejército y la PGR. El inmueble era utilizado presuntamente como casa de seguridad por Ricardo Andrade Padilla, ‘El R’, ‘El Richard’ o ‘El Hampa’, que opera una célula de Marco Iván Gurrola Lizárraga ‘Virrey’ o ‘El 2’. También fue asegurado un fusil Ak 47, un cargador y 22 cartuchos para ese tipo de arma, de acuerdo con un comunicado de la vocería de la Operación Conjunta Culiacán-Navolato-Guamúchil. Se informó que tanto Andrade Padilla como Gurrola Lizárraga, éste hijo del extinto líder sindical petrolero Felipe Gurrola, trabajan para la organización de Ismael ‘El Mayo’ Zambada García.”
La realidad amenazante
El doctor Carlos no deja de sonreír, aun cuando habla de los riesgos que ha enfrentado al margen de su trabajo: sólo por vivir en una ciudad como Culiacán. Antes, en Mazatlán, una nota escrita a mano fue dejada en el parabrisas de su automóvil, con su nombre: “Estás enterado, doctor. Acuérdate de Lomas de Mazatlán. Atentamente La sombra negra.”
La amenaza, por supuesto, tenía qué ver con Felipe Gurrola y el tratamiento de rehabilitación que le brindó.
Sus ojos parecen tener dos pájaros que aletean, alegres, al saludar. Incluso, al contar que uno de sus hijos tuvo problemas con un compañero de trabajo y se vio obligado a intervenir para que los jóvenes, al parecer implicados en delitos de alto impacto, dejaran de molestar. No usó armas, pero sí su determinación. No hizo falta que mostrara lo que aprendió y lo llevó a portar la cinta negra lima lama ni sus cualidades físicas, en las que se mantiene a buen nivel.
Días después, uno de los que había amenazado a uno de sus hijos, fue detenido por agentes de la Policía Ministerial acusado de robo de vehículos. “Hay mucha, mucha violencia”, dice, con sus ojos como luciérnagas. Se acaba el vaso de agua y no deja de sudar. Se siente a gusto fuera de la milicia. Pero no se siente seguro fuera, dentro, ni en ningún lado, aunque es feliz con esas manos que cantan, que hablan, que curan, que traspasan el fuego de la tristeza y el dolor, que curan y posponen la muerte.
20 de mayo de 2013
No hacer nada
El joven estaba tirado. Fraccionamiento Loma Linda. Su padre había sido ultimado a tiros semanas antes. Su madre lo miraba y él agonizaba. Ya portaba los colores de la muerte: la transparencia de la vida que se va, de la piel incolora. Sus quejidos decrecían. El charco inundaba los milimétricos desniveles en el pavimento. “Ah”, aullaba. Hasta que se hizo chiquito. Hasta que no lo dejó escuchar más el viento.
Como pudieron lo levantaron. Los orificios que le dejaron los serpenteantes proyectiles calibre 7.62 eran muy visibles a pesar de la fuerte hemorragia. Los paramédicos, afanosos, tensos, apurados. Los policías municipales, que habían llegado primero que todos, también tensos. Decidieron llevarlo al Hospital General Bernardo J. Gastélum, a unos cuantos kilómetros del lugar.
La madre los siguió. Y ahí, en la antesala del área de urgencias, les reprochó ¿por qué?, ¿por qué se lo habían llevado a ese hospital? Si podían salvarlo, si podían llevarlo a una clínica privada. A la Cemsi o a otra. Los agentes se miraban unos a otros, apenados, en pleno desconcierto: mezcla de frustración y tristeza, de sentirse un poco, algo, tantito muertos, igual que ese joven que acababa de entrar y que en minutos fue declarado sin vida.
—¿Cómo se llamaba?
Luis se toca la cabeza. Trae una herida del lado izquierdo que le descompone el ya de por sí descompuesto e insumiso pelo.
Se la golpea un poco. Argumenta que con el golpe que sufrió en ese accidente automovilístico se le movieron las ideas. Otras se le murieron. Sigue golpeando un poco. Parece tocar una puerta y preguntar si hay alguien ahí, del otro lado de la corteza dura.
Sabe que fue en Lomalinda, en 2008. Que al padre de ese joven lo mataron de forma similar y no podían moverlo hasta que llegaran los paramédicos, pero no más: “La neta, no me acuerdo.” Luis tiene 31 años y es agente de la Dirección de Seguridad Pública Municipal de Culiacán, que depende de la Secretaría de Seguridad de la capital sinaloense. Estuvo dos años como agente de la Policía Estatal Preventiva (PEP), de la Secretaría de Seguridad Pública Estatal y poco más de siete en esta otra corporación. Tiene muchos “malandrines” detenidos, como él mismo los llama; una cifra similar de amenazas –cada aprehensión una advertencia fatal hasta ahora no cumplida–, y “un chingo” de agentes, compañeros y amigos, muertos. Hace cuentas y suma cerca de veinte polis ultimados, algunos de ellos en forma escandalosa y cobarde. Todas dolorosas. “Lo peor”, dice, “es ver a los hijos de los amigos muertos llorando”.
“Ver a los hijos de los polis asesinados es muy feo. Muy feo. Pudieran ser los hijos de uno… esos llantos aquí los traigo. Aquí, grabados.” Y se toca el pecho. Y luego golpea de nuevo, esta vez el tórax. Y luego la cabeza. “Aquí. Aquí”, repite.
Sin ley
—¿Es Culiacán una de las ciudades más peligrosas del país?
—Definitivamente sí, aquí la cultura de los hombres bragados está muy arraigada. La gente es prepotente… yo dejé de usar el pito del carro, créame que está pesada la cosa, está fea.
“Son hombres airados, porque toda esa música estúpida los transforma bien feo, se sienten los personajes del corrido y se les queda todo esto. Yo no tomo (alcohol) pero me toca ver gente que toma una cerveza y se transforma. Como que ese tipo de canciones les lava el cerebro.”
—Pero es la cultura del narco, ¿no?
—De cierta forma, sí… no se puede aplicar la ley, definitivamente no se puede.
“Amá, ¿ya van a venir?”
Luis cuenta que un caso representativo de este ambiente fue cuando le tocó “recibir” a Jorge Rubén Beltrán León, conocido como “El Charrito”, pistolero del cártel de Sinaloa. Estaba comisionado a la seguridad del Hospital Civil cuando vio llegar a dos patrullas de la Estatal Preventiva y de custodios del penal de Culiacán, quienes traían a un preso herido.
Era él, “El Charrito”. El hombre no soltaba el teléfono celular y a Luis eso le llamó la atención. Le preguntó a un custodio por qué traía el aparato, si se suponía que estaba prohibido para los reos, y le contestó que ése tenía privilegios y que era alguien “pesado”.
“Era flaquillo, chaparrillo, me dio por preguntar, quién era ese personaje. Es fulano de tal, es un culero, ha matado muchos ministeriales, me dice. Me espanté, la verdad. Yo todavía servicial adentro, quitándole los pantalones, echándoselos en una bolsa de plástico, porque lo iban a operar”, manifestó.
El lesionado tenía heridas de salva “de sal”, como de escopeta. Desde que llegó hablaba por teléfono y decía: “Madre ya me tienen aquí… amá, ¿ya van a llegar? Ya me van a meter al quirófano”, recordó Luis.
El policía traía una “mazorquita” con seis cartuchos útiles y otros doce disponibles. Era su arma reglamentaria, un revólver .38 especial. No le gustó tanto poli para un reo y empezó a pensar en las rutas de escape. Casualmente fue lo mismo que le preguntó uno de los uniformados: “Dónde están las salidas.” “Por todos lados”, respondió él. Y le explicó. Uno de los custodios se puso fuera de la sala en la que era atendido el detenido, antes de pasarlo al quirófano. Se instaló y cruzó el AR-15, empuñándolo con fuerza, como un superpolicía. Él se quedó en la puerta. Y en eso vio que la gente empezó a correr y gritar. Luis quiso calmarlos porque había pacientes y no debían molestarlos, cuando descubrió que de la parte trasera venían entre treinta o cuarenta hombres armados. Y vio, como si fuera una película, cómo uno de los pistoleros dispara a corta distancia al vigilante, con un fusil AK-47, en el costado derecho.
“Me cruzo el pasillo y le dije a un viejito que estaba conmigo ‘Vente, vámonos, qué estás haciendo aquí.’ Nos metimos a un baño y los estatales estaban corriendo tras de mí, con los riflones. Íbamos a salir para la Obregón y también ahí tenían gente armada. Tas tas tas, sonaban los balazos.
“Suena el teléfono, un lamparín que traía yo, y no quería que sonara para que no nos encontraran. Los estatales en otro baño, enfrente. Si entra alguien ya estaría de Dios. Entonces otras ráfagas tas tas tas. El de la llamada era el difunto Rafa Morales. Ya lo mataron también, muy amigo mío y excelente policía, lo hicieron pedazos a balazos. ‘No salgas’, me dijo, ‘ta fea la cosa, ¿estás bien?’ ‘Sí’, respondí. Para entonces ya habían desarmado a todos los polis, a la patrulla le arrancaron el radio, y venía el apoyo. ‘Estoy en los baños’, le dije, ‘Ahí quédate.’”
Al rato me dice ‘Sal, está todo tranquilo.’ Salgo como triunfante con el revólver. Todos soltaron la risa: a mí no me habían desarmado porque estaba en los baños, me hice famoso porque era el que corrió. Al poli, a quien le decíamos “El Sastre”, lo metieron a la sala de operación, tenía unos hoyotes, la libró, y al otro, a “El Charrito”, se lo llevaron los pistoleros.
Entonces me di cuenta de que en realidad no hablaba con su mamá, que estaba avisando a los malandrines para que fueran por él. A los pocos días entregaron las armas que nos habían quitado… las dejaron en un carro rumbo a Las Pitayitas.”
Ese 27 de septiembre de 2007, “El Charrito” fue rescatado por sus secuaces y a finales de octubre mató a un comandante de la Policía Ministerial y dejó gravemente heridos a otros tres, en la colonia Tierra Blanca. A mediados de diciembre fue aprehendido de nuevo, esta vez por elementos del Ejército Mexicano, en el fraccionamiento Canaco, al norte de Culiacán. De acuerdo con información de la PGR y de la PGJE, Jorge Rubén Beltrán León, “El Charrito”, era integrante del grupo de sicarios que comandaba el extinto Gonzalo Araujo Payán, “El Chalo Araujo”, quien fue uno de los brazos ejecutores del cártel de Sinaloa.
“Luego de haber sido rescatado, hizo una matadera de polis… fue muy impactante para mí”, señaló.
—¿Qué pudiste haber hecho?, ¿crees que debiste enfrentarte con ellos?
—No, lo que quería era preservar la vida del viejito… pero él estaba riéndose. Lo tomé de la mano y lo llevé para allá, nunca se me ocurrió preguntarle el nombre. Pero él estaba riéndose. A lo mejor de nervios.
Esa fue una de sus primeras experiencias como policía. La que lo dejó marcado y todavía lo asombra y produce risa, porque sobrevivió con todo y su “mazorquita”.
Peligro e ingratitud
Luis es bajo de estatura y de complexión delgada. Tiene ojos vivos y con ellos también habla. No se detiene a pesar de que en el lugar donde se realiza la entrevista hay más personas. Sabe que no lo escuchan pero igual no baja la voz. Confiesa que le teme a los narcotraficantes, los sicarios, pero también a los malandrines de quinta que consumen “foco” (crack) y quieren despojar de sus pertenencias a cualquiera con un desarmador. Pero se cuida más de los políticos, porque ésos pueden lograr que lo dejen sin trabajo con sólo pestañear.
—Y en medio de este ambiente, el narco, los políticos corruptos, ¿te sientes entre el cuerno de chivo y la pared?
—Aprendes a hacerte como que trabajas. Se oye feo: ellos hacen como que te pagan y uno como que trabaja. Por eso me cambié a la bicicleta, porque en la noche es un peligro. Estuve dos años de policleto en el primer cuadro de la ciudad, pero el clima no te deja… El chaleco antibalas está bien, ¡pero con este calorón!. Son diez horas en el intenso calor del centro, no se puede. Y sólo un día de descanso a la semana.
—Pero hablábamos de la ingratitud.
—Muchas veces tiene razón la gente de ver tanto robo y asaltos, la gente va a decir ‘Pinche policía, ¿dónde está?’, pero si llego yo y detengo al asaltante uno es héroe. Todo el tiempo va a haber chicos malos, lo sabemos. Lo que hace uno es mantenerse neutro, aprender a moverse en medio, salir adelante, tratar de llevar el pan a los plebes que tengo en la casa, que son tres, de trece, nueve y ocho años.
—¿Cuánto ganas a la quincena?
—Me quedan libres tres mil 800 pesos quincenales, a pesar del “megaumento” que anunciaron… ridículo. Es lo que le digo, uno aprende a quedarse callado. Lo anunciaron por el periódico y la tele, pero eran 150 pesos quincenales, ese fue el aumento, ¿qué hace uno? Quería meterme en la caja de ahorros, para final de año agarrar unos quince o veinte mil pesos, pero ¿qué iba a hacer?, nada más de la casa me descuentan mil pesos a la quincena.
—Eso los obliga a corromperse.
—Desgraciadamente es cierto eso. Mire, siendo sincero, muchas veces el poli quiere tener para pistear, para darse la vida que no se da, tener dos mujeres, droga… El sistema está al punto donde los malandros no te dejan trabajar, todos son gente de fulano, de mangano, tienes que unirte a ellos para que te permitan no trabajar, sino sobrevivir… Yo soy gente de fulano, del señor, del jefe, le dicen a uno. Y no puedes hacer nada.
—¿Y de diez cuántos te dicen: ‘‘Soy gente de fulano’’?
—Todos. Todos. Y si no lo conocen, conocen al primo, al amigo, al político y ésos son de cuidado, los políticos. Yo le tengo más miedo a un político que a un narco. Con los ojos cerrados te corren del trabajo.
Muchos muertos
A Luis le dan pavor los fusiles AK-47, conocidos como cuernos de chivo. “Son peligrosísimos”, dice. Prefiere el AR-15, que es el fusil que usan en la policía, aunque están capacitándolos para el G-3, como los que trae el ejército. Es de rancho y le gustan las armas, y saborea el privilegio de tener una .380 de fabricación italiana e imitación Prieto Beretta en su carro, porque quiere defenderse a la hora de los chingadazos.
Se le pregunta qué es lo que más le ha dolido en su vida de agente de la Policía Municipal y confiesa que la muerte de un amigo que entró junto con él a la corporación y fue abatido en 2008.
“Un plebe que entró conmigo, él venía de Badiraguato y se llamaba Óscar. Nos dieron de alta el mismo día y todo el tiempo estuvo comisionado a custodiar un almacén donde estaba todo el equipo de alumbrado público. Tenía como tres años trabajando, fue en 2008. Ese día lo sacaron para unirse a unos grupos de estatales y municipales, grupos mixtos. Un año pesadísimo. Lo mataron en Américas y Universitarios, frente al Centro de Ciencias de Sinaloa”, dijo.
La masacre arrojó un saldo de seis uniformados abatidos, aquel 27 de junio de 2008. Los policías muertos fueron identificados como Roberto Ortiz Martínez y Óscar José García Muñoz, agentes de la Dirección de Seguridad Pública Municipal, Juan José Ramírez Gurrola y Juan Alejandro Amaral Ibarra, de la Policía Estatal Preventiva, y de la Policía Ministerial del Estado, Mario Arturo García López, y el agente de Tránsito Municipal, Juan Manuel Mendoza Herrera.
“Recuerdo cuando les hicieron un homenaje en la policía. A la señora, su esposa, le dieron la bandera y la foto, y ella preguntó al gobernador: ‘¿Yo para qué quiero la foto?’
Era un plebe nuevo, tendría 21 o 23 años. Quedó con el rifle abrazado, balaceado por la espalda. Los otros quedaron despedazados en la cabina.
Me acuerdo clarito porque ese día acabábamos de quitarnos de ahí. Había una pizzería en la esquina y el dueño era de Mazatlán y lo conocía mi compañero y esperábamos que cerrara para que nos diera una pizza. Me acuerdo clarito.
Nos encontramos otra patrulla, pasamos por la Carlos Linneo, en la Chapultepec. Había un retén de soldados, todos dormidos aunque eran como las nueve y media de la noche y le dije a mis compañeros ‘Miren cómo están estos.’ Agarramos para la Isla Musala y ellos por Universitarios y empezaron a pedir ayuda, ¡balazos!, ‘¿Dónde?’, pregunté. ‘Aquí, en América y Universitarios.’ Vimos a una patrulla en la Isla chalineando, tenían parado un carro, y le digo ‘¿No oyes que están pidiendo ayuda y no dejas de chalinear?’
Llegamos y vimos la escena macabra: la patrulla desfondada a balazos, vi a mi compa Óscar. Le quedé debiendo 50 pesos porque no tenía ese día para cenar y le pedí, ‘Sí mi compa, sí…’”
Corromperse y huir
Luis trae todo eso en su cabeza, a la que a ratos da golpecitos como para que no se le duerman los recuerdos, no se le vayan ni se le pongan borrosos. Como esa vez, el 4 de diciembre de 2010, cuando fueron abatidos a tiros y luego incinerados los jóvenes músicos Héctor Nayar Reyes, su novia Jénnifer Rivera, de diecinueve años y estudiante de nutrición, quien también hacía sus pininos con el trombón, y Fernando Barraza Beltrán, guitarrista. Habían dado un concierto en la Feria Ganadera, al sur de la ciudad, y transitaban por el bulevar Maquío Clouthier, cuando fueron alcanzados por los homicidas.
A pocos metros de ahí, la patrulla en la que iba Luis y otro agente habían sorprendido a dos mujeres y un hombre en un taxi sin placas, por el bulevar Zapata, bajo el puente que se ubica junto al centro comercial Soriana. Traían bolsas llenas de productos nuevos, aparentemente robados. Los esposaron y subieron a la patrulla. Una de las jóvenes fingió tener problemas de salud cuando empezó la balacera: varios sicarios ultimaban al trío de músicos. Ellos, los agentes, quisieron avisar por radio pero optaron por liberar a los detenidos, temiendo que una de las balas los alcanzara y tuvieran más problemas.
Les “bajaron” 500 pesos y les dijeron, casi exigieron, que se retiraran. Ellos no se acercaron, escucharon las fuertes detonaciones y fingieron no estar ahí. Avanzaron despacio en la patrulla, por el bulevar Zapata, hacia la avenida Nicolás Bravo, y casi al llegar recibieron el aviso por radio de un ataque a balazos y que varias unidades de la corporación se aproximaban al lugar. Entonces sí: prendieron la torreta y la sirena y se regresaron a la escena donde un automóvil Focus, con placas del Distrito Federal, ardía con tres jóvenes en su interior, seguramente ya muertos.
Sin nadie
—No hay apoyo en la policía, ¿cómo le haces sin sociedad, sin policía y sin gobierno?
—¿Qué hace uno?, nada más presentarse a trabajar y no tener problemas. Tengo tres años que no entrego detenidos, ‘“Es un abuso lo que hacen ustedes, lo quieren ver a uno como si fuera el asaltante, ¿qué más quieren?, aparte sueltan a los malandrines’”, le dije el otro día al agente del Ministerio Público.
“Yo no robé ni lo mandé a robar, me refiero al delincuente que uno detiene. Y precisamente por eso no meto ni un detenido. Entonces aprendes a hacerte del sistema, a hacerte pendejo. Trato de hacer mi trabajo lo mejor que puedo. Me gusta, no tengo boletas de arresto, me gusta andar limpio en mi persona y mi equipo, no falto ni llego crudo porque no tomo, pero en lo que es el trabajo lo mejor es aprender a no hacer nada. Se oye feo pero es la realidad: no hacer nada.”
Luis está avergonzado porque la noche anterior a esta entrevista, uno de las tiendas Oxxo que él y sus compañeros deben vigilar fue asaltada. Confiesa que escuchó la alarma, pero a lo lejos. Somnoliento, supo pero no pudo moverse. Su turno de 24 horas de trabajo no le permite mantenerse despierto a las tres de la mañana, habiendo empezado a las siete del día anterior: “Está pesado, te duermes, no la haces.”
Luis le echa hielos al vaso de refresco. Sonríe sin músculos impostores en su cara. Lo hace porque lo siente. Pero pareciera que no tiene otra más que ejercitar esos músculos faciales frente a la borrasca. En eso le viene a la mente la captura de un peligroso asaltante de las farmacias Farmacón. El hombre, recuerda, asaltaba y manoseaba a las empleadas. Diez era la lista de establecimientos comerciales “visitados” por el maleante. Escucharon el reporte de que había asaltado de nuevo y lo siguió en su bicicleta. Cuando lo tuvo de frente sacó su arma, le dio un cachazo y lo obligó a que se tirara al suelo.
“No se quería tirar al suelo, no quería soltar el arma. Tuve que pegarle un cachazo para someterlo. Me acuerdo que estaban muy contentos los de Farmacón y los de la policía, los jefes. Tanto que nos dieron un reconocimiento y dos mil pesos. Me da risa: dos mil pesos… para cuatro polis.”
Lleva cinco años sin ingerir alcohol. Antes bebía todos los días: se embriagaba porque sí, porque no tenía de otra, porque era su manera de sobrevivir y “porque entre tantos muertos, muchos inocentes, de todo, mañana quizá no amanecía, ya no iba a estar.”.
Guarda silencio. Parece recogerse en sí mismo. En eso saltan sus ojos, se mueven otra vez sus manos. Levanta la derecha y la menea. El dedo índice, hacia arriba. Y expresa, casi a gritos.
“¡Giordano!, ¡ya me acordé! Se llamaba Giordano el muchachito aquel que mataron en Lomalinda. Su madre nos echaba la culpa, nos reclamaba que sucedió porque lo llevamos al Hospital General. Ella quería que lo atendieran en la Cemsi, en una clínica privada. Decía que por eso se había muerto. Por nuestra culpa.”
Y se pega de nuevo en la cabeza, esta vez con suavidad. Festivo por haber reconstruido ese pasaje, aunque doloroso, en su memoria.
25 de mayo de 2013