CAPÍTULO III
COMER, PENSAR, LLORAR BALAS:
LA PÓLVORA COMO BUFFET

 

 

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Con una granada en la boca

 

—No vayas, mamá, le dijo la mañana del sábado, mientras se alistaba para ir a trabajar.

Bajo ese disciplinante sol culichi, de más de 40 grados, Karla hubiera querido tener en su boca las frescas rodajas de pepino con sal y limón, un ceviche de camarón o un helado de frutas. Quizá una cerveza bien helada. Pero no. Un disparo, dos segundos, una caída: una granada de fragmentación calibre .40 entre dientes, encías, paladar y lengua. A punto de explotar.

Ella derribada. El hombre al que le acababa de servir un coctel de camarón se quedó paralizado con la cuchara en la mano y a medio camino de la boca. Se incorporó con la ayuda de su sobrino Misael, que le ayudaba en el negocio. Tocó el lado derecho de su cara y lo sintió muy caliente e hinchado. Sangre. Se puso una toalla de las que usaban para secarse las manos y rápido quedó empapada. “Qué asco”, dijo. Y luego al joven, que no se despegaba de ella, le pidió que corriera a buscar ayuda.

Karla tenía 32 años y era la encargada de un puesto de mariscos, un rústico restaurante que acá se conocen como carretas. Era 6 de agosto de 2011, sector sur de la ciudad de Culiacán. Ahí, por la carretera Costerita, una vía que comunica la de cuota, llamada Costera, con la México 15, las cuales conducen a Mazatlán, puerto ubicado a cerca de 200 kilómetros de la capital de Sinaloa.

En el lugar había un trafical. Lo habían dicho ambos mientras partían verduras y ella se disponía a abrir las almejas antes de que llegaran los clientes de siempre y le pidieran campechanas, almejas, ostiones en su concha. Carros y carros y carros. Qué habrá pasado, algún retén, enfrentamiento. No sabían qué provocaba tanto automóvil aglomerado en la zona. Vieron un convoy del ejército y el rojo del semáforo, a unos metros de ahí. Y un soberbio sol que no lanzaba rayos sino invisibles y filosos cuchillos. Y entre tomate, pepino, cebolla, cilantro, chiles serranos y mariscos frescos, ella vio de cerca una sombra: un proyectil, una piedra, un pájaro de acero, que le pegó una seca, fuerte, cachetada que la cimbró toda y luego la tumbó.

No vayas, mamá

Karla es de buena estatura y su cuerpo se adapta a la descripción regional y muy de Sinaloa: plantosona. Frondosa, alta, de ondulaciones pronunciadas y guapa. Se mira en el espejo de esos cuartos de paredes levantadas a duras penas y tras años de trabajo y sacrificios, y un techo de lámina. Se mira y se mira otra vez. Su hija Citlali, que cursa la secundaria, le dice: “No vayas, mamá.”

Ella le contesta que no puede dejar de trabajar. Su hermana le dejó la carreta de mariscos para que se hiciera cargo, porque ya estaba cansada y enfadada. Las ventas habían bajado y era mucho esfuerzo y entrega, para tan pocas ganancias. Se desesperó, por eso le dijo que ya no quería más. Y Karla, sin pereza y con mucha enjundia y esperanzas y ganas de salir adelante, le pidió que la dejara hacerse cargo del puesto y que su sobrino Misael le siguiera ayudando.

“Si no voy, con qué comemos”, respondió a Citlali. La mira desde la cama. La niña echada como una iguana entre las sábanas transparentes de tan usadas y ese colchón que pide auxilio. Karla frente al espejo. Karla vanidosa. Karla alta, pelo ondulado, morena, boca chica, ojos vivos y rápidos, y una voz de madre que anida en los oídos y envuelve y arropa a sus tres hijos.

Se mira, se pinta ojos, labios, pómulos. Pasa el cepillo por su pelo, se acomoda la blusa y el pantalón. Retrae y esparce sus labios. Besa al aire. Y se dice para sí, para su hija, para que la escuche Villa Juárez, esa no tan pequeña comunidad en la que vive, en el municipio de Navolato, y la oiga el mundo: “Qué bonita amanecí hoy.”

Su hija se ríe. Ella también, sonoramente. Tenía que ir, lo sabía. Poco dinero en la alacena y nada en la lumbre de esa vieja y tosijosa estufa. Su esposo sin trabajo y los cinco con el hambre y la miseria al acecho.

“Pero no vayas”, le volvió a decir.

Voy a descansar

En un viejo carro que era prestado por un familiar, salieron tres integrantes de esa familia. El esposo trabajaba en el campo, a donde a veces lo acompañaba ella, recolectando entre surcos el maíz que no alcanzaba a llevarse la trilladora. Una vez que juntaban suficiente, lo vendían. A duras penas salía para el gasto de unos días.

Se llevó a uno de los hijos para que portara el agua y lo esperara en alguna sombra con el pomo del líquido. Tenían que mantenerse frescos el niño y el agua, mientras el papá se agachaba entre los surcos del maizal. Primero la llevaron a ella, ahí cerca, a que tomara el camión que la llevaría a Culiacán, a cerca de quince kilómetros de Villa Juárez, que ya pertenece al municipio de Navolato.

Alrededor de las once le dio mucha hambre. “Voy a desayunar ahorita que termine de preparar el ceviche”, le dice a su sobrino Misael. Ambos preparaban la comida, acomodaban sillas, mesas, partían verdura, lavaban trastos. El joven le preguntó qué iba a desayunar y ella le contestó que había llevado de lonche frijoles puercos. Abrió el recipiente: están bien ricos, le respondió.

Quería descansar pero recordó que debía dejar listas las patas de mula. Los clientes de siempre, un grupo de jóvenes, no tardarían en acudir y esa era una de sus principales peticiones para hacerle frente al síndrome de abstinencia. Fue al baño y se paró frente a la tabla para partir verduras. Era cerca de la una de la tarde. “Voy a abrirlas de una vez antes de que lleguen los plebes”, señaló. En eso llegó un trailero y le pidió un coctel de camarones. Le sirvieron y empezó a comer. Pidió un refresco, se lo llevaron. El tráfico de vehículos era espantoso y molesto. “¿Habrá retén?”, preguntó a su sobrino. No vio nada, sólo el semáforo que a cerca de cien metros escupía el rojo. Por allá iba un convoy del ejército, cuyos elementos pasaban muy seguido por La Costerita, igual que los agentes de las policías federal, estatal, ministeriales y de la Municipal de Culiacán.

Abría las patas de mula cuando escuchó que algo tronaba. Pensó que alguna llanta había reventado. Volteó y vio una sombra, algo negro, que se dirigía hacia ella. Nada pudo hacer. El golpe llegó duro y seco al lado derecho de su cara: “Fue como una cachetada fuerte, pero no me dolió. Nomás sentí que me pegó duro, muy fuerte. Me caí de lado. Me tiento y siento caliente… y la sangre. Entonces empecé a gritar.”

Su ayudante corre cuando escucha el estruendo. Piensa que es una balacera, igual que ella. Él vuelve una vez que escucha los gritos y la ve tirada. Le pregunta qué le pasó, pero no sabe explicarle. Sólo que siente caliente, que tiene una herida en ese lado del rostro y necesita auxilio, porque la toalla que le da para que se seque no puede con la hemorragia y la empapa rápidamente. El cliente que saboreaba el coctel de camarón deja su mano apretando la cuchara, airada, paralizada, sin alcanzar la boca. Se escucha después otra detonación y ella se levanta con la ayuda del sobrino. El trailero apenas atina en prestarles el teléfono para marcar a emergencias, pero no pueden. Mejor optan por buscar auxilio entre los automovilistas: un viejo conductor se apiada y deja que la joven y el sobrino suban. Ella lo hace por su cuenta, como si nada, apretando la herida con la toalla.

El conductor temblaba en el volante. Duraron alrededor de veinte minutos porque los carros no se movían y aquello seguía entrampado; tanto que el joven se bajó varias veces para avisar a los conductores que traía una persona herida, que se hicieran a un lado. Y accedían. Cuando llegaron al crucero de Gas Valle, una de las principales entradas a la ciudad, ella pidió que la llevaran por el bulevar Zapata. Recordó que a unos metros hacia el oriente había una estación de bomberos y en ocasiones se estacionaba una ambulancia. El lugar estaba solo. Siguieron y metros adelante vieron una patrulla de Protección Civil, pintada toda de amarillo y con torreta. Los que la tripulaban les dijeron que no se subieran, que mejor les iban a abrir camino con torreta y sirena encendidas.

“Nos abrimos paso, nos pasamos semáforos. Brincamos por aquí y por allá, de todo. Yo no sabía si aquello era una película o de verdad me estaba pasando a mí”, recordó Karla. Camino al Hospital General. Ese tramo se agilizó y las filas de vehículos se abrían o las abrían a punta de violaciones al reglamento de tránsito. Así llegaron a la avenida Aldama y luego al nosocomio, ubicado en la colonia Rosales. Entró a urgencias, lugar atestado de caras largas, alimentadas de espera y dolor, pacientes en butacas de plástico y sentados o acostados en el suelo. Ausencia de Dios.

Al pisar la sala se espantó de ver aquello, pero los presentes se espantaron más y gritaron azorados cuando a ella se le cayó la toalla, revelando aquella escena de terror: apareció el hueco que le dejó el proyectil: sangriento, carnoso, entre dientes y lengua y huesos y el macabro artefacto que ella, sin saber de qué se trataba, tocó y tocó en el trayecto, queriendo sacárselo. Gritos. Tantos que salió la enfermera y los médicos, la vieron y de inmediato la pasaron para atenderla.

No se duerma

Karla lo recuerda ahora. Quiso sacarse el artefacto. Su saliva no era suya, sus sabores cobrizos eran resultado de esa invasión. Tocó y tocó con sus dedos ese insecto acerado, para moverlo y sacarlo. Le decía a Misael “Ya me cansé, niño.” Pero él le inyectaba energía. Tía, tía, no se duerma por favor. Ella hablaba de sus hijos, que era lo único que la preocupaba. “Nunca me vi muerta.”

¿Qué te pasó, madrecita?

Karla va bañada en sangre. Las enfermeras la ven y se les abren los ojos. Están acostumbradas a los baleados, a los destrozos de los proyectiles de alto calibre, como el 7.62, para fusil AK-47, pero esto rebasa todo. Los médicos la ven y no parecen saber qué hacer. Uno de ellos se acerca y le pregunta, no sin cierto cariño.

 

—¿Qué te pasó, madrecita?

—No sé. Yo traigo algo.

 

Estaba cansada de tener la boca abierta. Tragando saliva cobriza y sangre. Tenía sed y entumecimiento en sus quijadas. La parte interior de su boca, bajo ese pómulo y arriba de sus labios, expuesta: podían asomarse a sus adentros, sus arterias, sus ideas, su lucha y ese corazón palpitante, y esa mujer que no dejaba de pensar en sus hijos y en que eso pronto acabaría.

 

—¿Te duele?

—No.

—¿No te duele?

—No.

 

Y era cierto. No le dolía. Sólo estaba cansada, sedienta y algo desesperada. Le hicieron algunos estudios, le tomaron placas de rayos equis. No le encontraban nada. No sabían qué tenían frente a sí. Hasta que le hicieron una tomografía: vieron un proyectil en su boca, atrapado, trenzado entre dientes, lengua, paladar, encías.

La noticia corrió más rápido que la voz en los teléfonos celulares. En la Procuraduría General de Justicia del Estado, los directivos decidieron enviar a un médico legista y a una abogada. La abogada le preguntó si necesitaba protección y si temía por su vida, a lo que Karla negó. Sabía que no había sido un ataque personal y estaba convencida de que no tenía problemas con nadie y por lo tanto no había qué temer.

 

—Karla ¿Me escuchas? —era el médico legista.

—Sí, claro. Estoy despierta.

—¿Sabes lo que tienes en la cara? Es un proyectil.

 

“Yo veía mucha gente. Cada vez que abrían la puerta veía gente angustiada, temerosa. Vi gente que no conocía, mucha. Pero siempre estuve despierta y consciente, a pesar del cansancio y de la sed. Y cuando el médico legista me dijo eso, pues pensé ‘Es una bala, que me la saquen y ya… me molesta mucho’.”

Momentos después descubren específicamente qué es.

 

—¿Sabes que tienes una granada en la boca? Es un artefacto muy potente y corres el riesgo de que se detone…

 

Ella voltea a verlo. Le pone toda la atención que puede, pero sólo contesta un anticlimático “Ah”, como si le hubieran dicho que se trataba de una infección en la garganta o una gripe. Muy tranquila. El hombre se retira y entra el esposo de Karla, a quien ella ubica como un hombre cobarde y llorón. La ve. Se voltea para otro lado. La vuelve a ver y a ver y a ver. Se agacha y empieza a llorar. Se estrella la cabeza contra la pared unas cinco veces y suelta las amarras de esa lluvia que cae por sus mejillas, hasta que ella le habla con esa voz de nido, tierna, y a la vez contundente.

“No llores. ¿Por qué estás llorando?”, le dijo. Lo sacaron y cuando abrieron la puerta vio gente fuera también llorando. “En eso llega mi hermana Dulce, que es enfermera, y le digo que traigo una piedra en la boca, que ahorita me voy a ir a la casa.”

Información extraoficial indica que los del Ejército Mexicano, apostados en la Novena Zona Militar, ubicada a pocos kilómetros del lugar, fueron avisados del caso, pero no querían ir. “Busquen a los de la Marina”, respondieron. Y nadie va. Nadie quiere saber ni exponerse ni correr peligro. En el Hospital General los médicos no se decidían, unos se resistían a participar. Sabían que corrían riesgos: el artefacto podía activarse y explotar durante la operación y todos, en un radio aproximado de quince metros, volarían.

Desfilaron por esa área del hospital policías locales, de todas las corporaciones, y de la Agencia Federal de Investigaciones, y horas después los del ejército. Los únicos que aparentemente no asistieron fueron los de la Secretaría de Marina. Discutían si la trasladaban en helicóptero al Hospital Militar de Mazatlán, para operarla. Llevaron un carro blindado y un maletín especial, al parecer también blindado. Le decían a los médicos que se pusieran un chaleco antibalas, pero los que aceptaron entrar al quirófano se negaron porque les estorbaría para maniobrar. Pensaron en operarla ahí mismo, en urgencias. Opción desechada.

Una vez que se decidió qué iban a hacer, desalojaron salas contiguas al quirófano donde finalmente la intervendrían. También evacuaron al personal.

Fotos

Empezaron a tratarla con pinzas. Nadie quería meter mano hasta que la llevaran a la sala de operaciones. Entraban unos y le tomaban fotos. Fotos, fotos y más fotos. Karla le dijo a su hermana, a duras penas porque ya le costaba trabajo hablar, que le estaban tomando muchas fotos, que estaba despeinada y sin pintar, y que por favor la limpiara y peinara, quería salir guapa.

Lo dijo en serio. No bromeó. Su hermana rio con llanto y le dijo: “Ay, Karla, no te aguantas ni así.” Había llegado a la una y media al hospital y ya eran las nueve de la noche. Demasiado inflamado y caliente. Mucha sangre y sed y entumecimiento. Ya no podía hablar ni respirar. Con esa pequeña boca que se le contrajo por la granada y la hinchazón, decidió guardar silencio. Se rindió, pero antes pidió papel y pluma: “Ayúdame, ya no puedo respirar.” La joven enfermera ve el recado y va con una doctora para pedirle que hagan algo ya, porque su hermana corre el riesgo de broncoaspirarse. La médico le pide el papel y se lo enseña, y se lo lleva a otros médicos y eso provoca una nueva reunión para ver el caso y tomar medidas inmediatas.

Karla está cansada, le piden que no se duerma ni se rinda. Ella no está rendida, sólo cansada. Cierra los párpados. Sigue segura de que en un momento le sacarán lo que tiene en la boca y se irá a su casa, caminando, de raid o en camión. Para abrazar a sus hijas, decirle a Citlali, la que le pedía esa mañana que no fuera a trabajar, que no se iría más.

Alguien entra y le dice: “No te duermas, ya vamos a hacer la cirugía.” Entra un doctor y le anuncia que ya la van a operar, “pero antes tenemos que hacerte una traqueotomía porque no te podemos entubar, nos estorba la granada. Y para que puedas respirar. No te preocupes, no te va a doler. Todo va a estar bien. ¿Tienes miedo?”

Pero Karla es terca. Sigue consciente a pesar del sueño y la mole que padece en esa cavidad y la invasión. “No”, contesta con la cabeza. Voltea y ve a su interlocutor: ratificación de esa terquedad indeclinable, grito de ¡sálvenme ya!

—Con tus ojos dime cómo te sientes. Ciérralos una vez si la respuesta es “Sí” y dos veces si la respuesta es “No”, ¿de acuerdo?

Cierra una vez los párpados.

—¿Tienes miedo?

Karla cierra una vez.

—¿Te sientes con fuerza?

Karla cierra sus ojos una vez.

—¿Te duele?

Karla cierra dos veces.

—¿Te sientes bien?

Lo hace una vez.

—Oquei. Te vamos a meter.

 

Entonces entra hasta donde ella estaba en el mundo: su mundo cercano, chiquito, sensible. Su mundo suyo. Todo lo que era su vida, junto a esa granada de fragmentación calibre .40. Su esposo, su hermana, sus padres. Todos lloran. Le dan palabras de aliento pero ella lo sabe bien: están despidiéndose. Todos se desmoronan y esparcen en miles de partículas. Se derriten. Caen a golpes de gotas en el vitropiso, sus ropas. Se extinguen, se van. Y ella los ve en retirada. Pero Karla, que los sufre, decide permanecer entera: “Yo no me voy.” Los mira, les dice, gritan sus ojos, sus párpados parlanchines, su lengua atrapada, esa saliva cobriza, su cabello que esa mañana peinaba, su boca que horas antes pronunció un “Qué bonita amanecí hoy.” “No me voy, nos vemos al rato.” Lo dice su silencio y esa mirada. Y se la llevan. Y empiezan a desalojar todo: urgencias, las áreas contiguas, el quirófano, otros cuartos alrededor, el personal.

Un médico que le generó mucha confianza se le acerca y le dice que están listos. Le repite que todo va a salir bien. Karla se siente magnífica, con mucha confianza. Y se deja llevar.

En el quirófano ve a unos cuatro médicos. A los lados, al fondo, varios soldados.

Asalto

Ella no había tenido problemas de violencia en su vida. Rodeada de labores del campo y limitaciones económicas, no hizo más que esforzarse en su casa y luego salir a trabajar. Lo hizo limpiando casas y cuidando niños, cuando su padre dejó de enviarles dinero o lo hacía muy a lo largo, y trabajaba fuera del estado. Estudió también en el Colegio Nacional de Fomento Educativo (Conafe) y se convirtió en instructora y luego le dieron una beca para estudiar cultora de belleza, aunque no le gustaba. Y tuvo un año más de beca, así que optó por estudiar Trabajo Social.

A ella le gustaba ayudar a la gente. Pensó en los maltratos que sufrían los jornaleros agrícolas en los campos de hortalizas ubicados alrededor de Villa Juárez y en buena parte de los valles de Sinaloa. Los cerca de 250 mil trabajadores venían de Oaxaca, Guerrero, Chiapas y otros estados, a obtener bajos salarios a cambio de jornadas extenuantes entre los surcos. Alguien le dijo que como trabajadora social podía hacer algo por ellos, y le entró. La beca sólo le alcanzó por un año de esta carrera que entonces era semiprofesional.

En uno de esos regresos a Villa Juárez, sufrieron un asalto. Dos jóvenes, uno de ellos armado con una pistola, les pidieron dinero, teléfonos y joyas. No contaban con un policía de la Ministerial del Estado que iba de pasajero y les hizo frente, sacó su arma y se inició la trifulca. El camión se detuvo, la gente empezó a salir por las ventanillas y asaltantes y policía tramados. Hubo dos o tres disparos. Afortunadamente unos agentes de la Federal pasaron por el lugar e intervinieron. Así lograron detener a los delincuentes. Para Karla, que fue la última en salir del camión, fue un alivio. Y el policía aquel, un héroe.

Era una joven estudiante, en medio de una balacera, en una región marcada por el narco. Una sobreviviente y ahora una guerrera.

Y cuando desperté

Karla está amarrada: de su cara y brazos y pecho penden hilos que conducen electricidad, bombean. Tubos y mangueras. Monitores y sonidos. Pit pit. Estaba demasiado inflada y desfigurada. Odió los espejos y la traqueotomía: “Ese era mi sufrimiento, tosía y tosía por cualquier cosa. Mucho. Vaya que era molesta esa tos.”

Estaba de regreso sin haberse ido nunca.

En la intervención quirúrgica participaron los médicos José Alonso Betancourt, Cristina Soto y Felipe Ortiz, y el enfermero Rodrigo Arredondo. Conocen los riesgos, asumen su responsabilidad. Hablan por teléfono con sus familias, les dicen que se van a enfrentar a la operación más difícil de sus vidas como profesionistas. Se despiden sin decir adiós. Pasaron alrededor de hora y media, después de casi nueve horas de espera. Abriendo por completo esa parte de la cara, de par en par, diseccionando. Hasta liberar por completo la granada, desactivarla y sacarla. Para eso contaron con la asesoría de los militares especialistas en explosivos.

Duró alrededor de diecinueve días hospitalizada y durante los primeros tres los familiares pagaron los medicamentos. Todavía deben alrededor de quince mil pesos de medicinas por este periodo.

Ella se acoge a la Ley de Protección a Testigos y Víctimas del Delito y la procuraduría local corre con los gastos a partir de ese día.

“La única palabra que se me ocurre para describir todo lo que ha ocurrido es agradecimiento a la actuación de todos aquellos que hoy me permiten seguir disfrutando de mi esposo, de mis hijos y de mi familia. Aún no era el momento de morir. Eso lo tengo claro. Varios héroes y heroínas estuvieron a mi lado para hacérmelo saber”, dice, en una de sus primeras declaraciones ante los medios informativos.

Le da las gracias al señor que en esa camioneta la llevó al hospital, a los de Protección Civil, los militares, las autoridades del nosocomio y a los médicos. Su hijo no quiere verla porque tiene “el coco” en ese cachete. Un pedazo de piel de su pierna asoma por encima de la protuberancia. Suma tres intervenciones quirúrgicas, una de ellas realizada por especialistas que viajaron de la ciudad de México.

Karla no debe trabajar ni exponerse al sol. Tampoco permitir que la herida se le caliente o se ponga morada, porque es signo de infección. El doctor Luis Alberto Soto, que ya no la atiende en el Hospital General sino en una clínica privada, la ve en consultas, cada vez que se requiere, sin costo alguno. Difícilmente revertirán los daños provocados por ese incendio en su cara, la operación, el trauma en su piel, los dientes fracturados, lesiones en lengua, encías y paladar. Habla casi a la perfección, es raro que coma algo duro, aunque para ella ahora casi todo es normal. Pero a Karla no la va a detener nada, ni siquiera una granada.

La decepción

Se pregunta qué hacer, durante la entrevista. A quién acudir, reclamar, demandar.

 

—¿Quién usa estas armas?—pregunta al reportero.
—Él ejército o los narcos.

 

Karla quiere que alguien pague. No habla del dinero que prometieron enviarle las autoridades para pagar los recibos que debe por consumo de agua y luz. Nunca llegó, por eso consiguió prestados otros tres mil pesos y está a punto de saldar esas cuentas. Habla de su vida, la de sus hijos y el futuro, su educación y salud.

 

—¿A quién hay que demandar? —dice, digna, con la mirada al frente, levantando su cara. Habla de la persona que disparó ese artefacto, un lanzagranadas, y que le dejó el proyectil en su cara. Habla de justicia. Y no sólo para ella. El gobernador Mario López Valdez, conocido como Malova, le ofreció becas para sus hijos. Que iban a llamar a la escuela secundaria, en la que están dos de los tres que tiene, para que no les cobraran. Tampoco eso pasó.

Es su vida toda, la que está en juego. Y en esa ella incluye a los suyos. La miseria en que viven, la pobreza a la vuelta de la esquina, el narco y la violencia pegados a sus paredes en Villa Juárez. “Justicia para mí y para todos”, dice.

 

“Estoy triste, decepcionada. Mientras tienen a los medios de comunicación encima pueden prometer la luna y las estrellas. Ni lo ponga, oiga, me enfado de estar batallando.” Y llora. Sus lágrimas caen, con una redondez perfecta y cristalina, en la mesa de ese comedor que compró en una tienda de muebles usados, junto con una alacena.

Una cama y el juguetero se lo regaló una joven señora de Culiacán, que le llamó cuando vio su historia en los periódicos. “Venga por ellos”, le dijo. En el periódico Noroeste hicieron una colecta y convocaron a los lectores a cooperar. Le enviaron de 500, 700 y hasta mil pesos, en varias ocasiones. Francis, una señora bien parecida y de buen vestir, la llamó a su celular. Lo hizo como si la conociera de muchos años. “Karla, dónde estás”, le preguntó. Ella, sorprendida, respondió con temor. De tanto insistir le informó que estaba en el centro de la ciudad, en Culiacán, hasta donde su mamá las había llevado para comprarle ropa a sus hijos.

Ángel Flores y Rubí, junto al mercado Garmendia. “No te muevas, voy para allá.” Llegó, la saludó con cariño, le dio sus datos para lo que se ofreciera. Y cuando se despidió le puso mil pesos en su mano extendida. Karla los aceptó. Era cerca de la Navidad de 2011 y no tenían nada, “Pa los juguetes de los niños, algo de ropa”, pensó.

La llevaron a programas de Televisa y TvAzteca. Le ofrecieron apoyo. El mismo resultado que el obtenido con las promesas del gobierno: nada.

Una granada, ¿gustas?

A Karla le duele la herida. Se le calienta. Le duele y mucho. Pero más le duele su vida truncada. Y todavía más, sus hijos. El más pequeño se acerca y le dice que quiere galletas. Abre un paquete de Emperador y las esparce en un plato, pero él sólo toma una. Regresa más tarde y trae un hilillo de moco transparente. Ella lo toca, tiene calentura. Él pide que lo lleven al doctor y ella promete hacerlo.

Casa de un cuarto grande, que apenas dos años antes eran de techo de lámina negra. Dos recámaras y esa sala, comedor y cocina que son uno solo. Estufa de cuatro hornillas, desechable. Un sillón parchado y roto, cubierto con una sábana con estampados azules que nadie reconoce. Fue Juan Ernesto Millán Pietch, secretario de Desarrollo Social, quien hizo que le colocaran techo de concreto y le mandó una carreta para que vendiera hotdogs, pero surtirlo le cuesta unos 800 pesos y en ocasiones no vende ni para comprar los jitomates que tuvo que partir para instalar el puesto cerca de su casa.

Quiere terminar la preparatoria y su carrera de trabajadora social, para ayudar a los jornaleros agrícolas, y que sus hijos no dejen de estudiar porque “ya ve cómo está Villa Juárez con el narco y la violencia”. Tiene miedo de esas tentaciones, por eso no los suelta, los aconseja y apoya.

“Tengo que andar tras ellos. Para mí lo más importante es que estudien, que terminen una carrera. Pero todo se les hace fácil. Ojalá me salgan buenos y nunca anden en eso del narcotráfico. Están duras las acechanzas y Villa Juárez ya no es como antes. Ya no es tranquilo.”

A su esposo pronto se le va a acabar el trabajo en el campo y la recolección del maíz que olvida la trilladora entre los surcos no da para mucho.

Pero ella indeclinable bajo esa mezclilla que sigue permitiendo que asome lo que es y lo que tiene. Su silueta, curvas y sombras: “Mi vida sigue. No me va a detener una granada ni las promesas incumplidas del gobierno. Nada me va a detener.”

—¿Qué es lo que quieres? —le pregunta el reportero.

—Justicia. Justicia completa, total. No sólo por la herida. Eso sería buena onda.

 

Reconoce que se pone triste y melancólica. Se deprime. Pero no a diario. Y repite: “La vida sigue, no acaba aquí.” Y pasa a las bromas, las que le hacen los amigos, la familia, sus hijos.

Le preguntan qué se siente tragar una granada. Ella se ríe entera a pesar de su pómulo desfigurado y la hinchazón y los parches, las costuras y cicatrices. Un amigo le dice: “Ay, Karla. No se te ocurrió comerte un pepino, un tomate, un chile, todavía… pero, ¿una granada? Te pasas.”

Su hijo Santos Javier tiene doce años. Días después del percance se encontró en la calle una granada de juguete. Se la llevó a su madre: “Mira amá, lo que te traje.” Igual que un familiar le llevó la granada, la fruta, y le dijo que era su postre, para que dejara de alimentarse de las otras, las que explotan.

Ella ríe. Y llora y vuelve a llorar. Pero al final, invariablemente, voltea a la calle. La luz de la Vasconcelos, de las paredes del plantel preescolar Vasconcelos frente a su casa, de paredes azules, entra a su rostro y a esa mirada. Hace que desaparezcan cicatrices, ampollas, costuras, dolores y esa sensación de pómulo hirviente. Entonces lo que hierve es su vida, sus sueños e hijos.

“¿Granada? ¿A mí? Nada, no me va a hacer nada.”

 

15 de abril de 2013

Hay armas que circulan en México fabricadas en Alemania, Austria, Bélgica, China, Alemania, Italia, Japón, Rumania, España y Estados Unidos. Los precios fluctúan entre 800 y dos mil dólares, dependiendo de modelo, marca, tiempo de uso, etcétera.

Las autoridades mexicanas no han proporcionado una estimación del número de armas ilegales en el país. Los datos disponibles se refieren a las armas incautadas en allanamientos, registros o batallas con o entre criminales. En poco más de dos años, de finales de 2006 a principios de 2009, las autoridades mexicanas capturaron 38 404 armas, de las cuales 23 308 eran rifles, especialmente fusiles de asalto, 3009 granadas y cartuchos, y millones de cartuchos de munición (PGR 2009). El gobierno de EUA ha admitido que es imposible saber con exactitud cuántas armas se introducen de contrabando en México anualmente. De acuerdo con la ATF, 87 por ciento de las armas incautadas en México, entre 2004 y 2008, que podrían ser rastreadas se compraron en Estados Unidos. El Departamento de Seguridad Nacional (DHS) no acepta este número y la forma en que la Oficina de Contabilidad del Gobierno de EUA (GAO) presentó los datos en su informe de junio de 2009, sobre los esfuerzos de Estados Unidos para combatir el tráfico de armas a México. El DHA afirma que de las aproximadamente 30 000 armas incautadas en México, sólo 4000 pudieron ser rastreadas y 87 por ciento de éstas, o 3 480, provenían de Estados Unidos.

 

Luis Astorga Escritor, doctor en sociología y catedrático de la UNAM.
Coordinador de la cátedra UNESCO
Autor de los libros Drogas sin fronteras y El siglo de las drogas.
“Transformaciones económicas y sociales relacionadas con el problema internacional de las drogas.”

Social Science Research Network, en marzo de 2010.

Pensar balas

 

Manuel no sabe nada, sólo que está vivo. Lo celebra, sonríe y expresa “No me tocaba” tan vacío y tan lleno: lejos de esa bala que peinó su masa encefálica dos días antes y navegó por el barrio de sus ideas y la bóveda craneal, y pasó de largo, cual cometa de fuego y plomo de una fatalidad que no llegó.

Ahí estaba él, sentado sobre el asiento del conductor de su taxi. Un orificio en la parte media superior de su frente, justo en la base del pelo y un hilillo de sangre que no cesaba. Goteo. Así, como el clic que producen las manecillas de un terco reloj de pared. Hilillo rojo y gotas, por la ruta de una de las cejas, el pómulo, la mandíbula y el cuello.

Marzo de 1990, salida norte de Culiacán. Los moteles que están en el sector ven salir de madrugada a los amantes y él no sabe, no se da cuenta, que algo entra en su cabeza. Sólo escucha que alguien le habla, voltea a su derecha. Una detonación. Ahí, entre la maleza, los caminos caprichosos del escaso monte, a pocos metros de la carretera 15 México-Nogales.

Él está ahí. La cinta amarilla no se estrena aún en la capital sinaloense, pero no hace falta. Amanece a lo lejos pero la luz del sol no baña todavía este rincón del mundo, donde son las cinco de la mañana. Los agentes de la Dirección de Seguridad Pública Municipal (DSPM) están alrededor del taxi, uno tipo Tsuru, blanco, con una línea color rojo pintada en los costados y la parte trasera de la carrocería. Llamaron a los peritos del área de criminalística, de la Procuraduría General de Justicia del Estado, cuando se dieron cuenta de que en el lugar había un hombre con un balazo en la cabeza, sentado, casi tendido, en el asiento del conductor. Tenía sangre en cara, cabeza y cuello; se escuchó la voz del comandante por la radio de intercomunicación de la corporación. De la central de la policía hablaron por teléfono a la guardia de la PGJE y de ahí avisaron al Ministerio Público y a los de criminalística. “Van en camino”, respondieron.

Una hora y media después llegaron. El perito que iba al mando de la cuadrilla dio una mirada cinematográfica a la escena: total. El monte, los moteles, el taxi, los polis, la víctima, el incipiente amanecer y un aire concupiscente, quizá provocado por tanto meneo carnal hotelero, que anuncia la Semana Santa y el mar que está cerca, a poco más de 40 kilómetros.

El médico dice en voz alta “Lesión de bala en la parte frontal de la cabeza.” Lo mueve un poco, no sin cierto cuidado, y cuenta: orificio de salida en región occipital, región media. Calibre .9 milímetros. Era un orificio perfecto, redondo y macabro. Un centímetro de diámetro. Parecía posar para la foto. Vio y vio y vio. Rodeó con la mirada a la víctima, se incorporó de nuevo y le dio vueltas al automóvil, como si le estuviera coqueteando. Ojos cerrados, la sangre no dejaba de escurrir, aunque estaba seca en algunos tramos de ese recorrido cuesta abajo, el goteo la mantenía fresca, tibia y viva. Pálido.

Y siguió hablando, para que alguien más tomara nota. No hacía falta, él mismo sacó un bolígrafo que traía enganchado a la bolsa superior de su camisa y una libreta que cargaba en una pequeña mochila de la que siempre se hacía acompañar. Escurre sangre, ojos cerrados, pálido, recogido hacia atrás. El disparo se lo hicieron desde fuera del automóvil, del lado del conductor. No hay orificio en los cristales delantero e izquierdo del Nissan, porque este último había sido bajado. Recorrió por quinta vez la escena. La mirada no miente pero no alcanza a entender. Palpó, rondó y volvió a palpar. Se levantó y dijo, de nuevo en voz alta: “La bala está incrustada en la parte derecha trasera del vehículo, en la carrocería. ¿Trayectoria? De adelante hacia atrás, de arriba hacia abajo pero casi perpendicular.”

“Está frío, doc”, dijo un policía. “Sí, pero no está rígido. Esto acaba de pasar.” El comandante de los agentes se acercó al perito y le respondió que no, que el suceso tenía por lo menos unas dos horas de transcurrido porque ellos lo encontraron alrededor de las cinco de la mañana y tenían poco de haber recibido el reporte de un disparo de arma de fuego en la zona y de una persona con sangre en la cabeza, dentro de un taxi.

“No está rígido, comandante. Al contrario, está tibio”, reviró el criminalista. Sabía de sobra que esa temperatura, esa suerte de flacidez corporal, no correspondía a la hora en que supuestamente había recibido el balazo en la frente ese hombre. “No es la posición ni la ‘actitud’ de un cadáver, si es que estábamos hablando de un cadáver”, dijo ese mismo perito, años después.

Nos dimos cuenta, agregó, que al abrir la puerta y maniobrar el cuerpo para llevarlo a la camilla, que ya habíamos puesto junto al tsurito, que ese no era un ‘muerto’ típico, porque a pesar de haber pasado mucho tiempo de sufrir esa lesión, la sangre le seguía escurriendo y “ese fue un buen dato para la historia”.

Cuando le quitan el cinturón de seguridad del asiento, siguen sin percibir la temperatura propia de una persona en esas condiciones. Ven un ligero chisguete de sangre cuando lo mueven: un latido, el bombeo de ese corazón entumecido, en invierno corporal torácico o quizá adormilado, que parecía querer decir, gritar, a chorros de sangre “No me lleven, estoy vivo.”

Los médicos le tomaron el pulso. Abrieron sus ojos. Lo revisaron con morbo más que con esperanza de buenas noticias. No hay señales. En ese momento, alrededor de las ocho, llegaron los empleados de una empresa funeraria a la que le tocaba esa nueva víctima del crimen, tan propia, tan escondida y pública, tan normal y cotidiana, en la vida culichi.

Con maniobras de estibador de mercado, los empleados se acercaron al cadáver, lo movieron del asiento y lo subieron a una camilla. Le pusieron los brazos a los costados, los pies derechos. Uno de los trabajadores tomó el extremo del cinturón con que amarran los cadáveres a la altura del pecho y lo abrazó fuerte con esa cinta. Jaló y jaló para que quedara bien apretado. Fue entonces cuando lo escucharon más claro: un quejido.

El forense estaba cerca y se dio cuenta. “Más indicios”, pensó. Lo revisaron de nuevo, esta vez con más cuidado. El perito subió su mirada a la cara. Notó que los labios de aquel hombre cambiaban de color: de ese rosa mortecino con que lo había visto cuando llegó, un par de horas antes, a morado. Ese quejido había sido más que un pujido, mucho más que un chisguete, un latido, un alimentado hilillo de espeso líquido rojo.

“Tal vez, es lo más seguro, el cinturón le estimuló el tórax, como un masaje.” Empezó a colorear los labios, a cambiar de color. Era como si se estuviera asfixiando. Más curioso todavía porque no dejaban de tratarlo como un cadáver, como una persona que había muerto por disparo de arma de fuego. Por una bala que le había atravesado la cabeza. “Casi nada, ¿no?”, manifestó.

Funerarios y personal de criminalística de la procuraduría local le abrieron la boca. Ese fue el detonador: la víctima movió la lengua, como un músculo insurrecto que pelea contra el adormilamiento, que no quiere despedirse. Quería respirar, jalar aire. El doctor no esperó más, tenía suficiente para cambiar la rutina funesta de esa mañana de marzo. Y ordenó con voz alta, de espanto: “Aflójale el cinturón, lo vas a asfixiar… está vivo.”

Los policías se miraron. Los de la funeraria dieron dos pasos atrás y voltearon a ver al médico. El comandante reaccionó mejor. “Llamen a la Cruz Roja”, ordenó el forense. “No, no. Nosotros lo llevamos”, señaló el comandante. Hizo señas para que acercaran la patrulla. “Lo vamos a poner en la caja de la camioneta.” Pero el criminalista determinó: “Nada de eso, que venga la Cruz Roja.” Y en menos tiempo que de costumbre, estaba ahí una ambulancia de la institución de auxilio, cuyos paramédicos se llevaron al herido que estaba muerto.

Mientras hacían los trabajos periciales que marcaban esas indagatorias, agentes e investigadores encontraron primero una identificación. “Se llamaba Manuel. Se llama. Tiene ISSSTE, avisa para que lo lleven al hospital Manuel Cárdenas de la Vega, ubicado por la calzada Heroico Colegio Militar.”

Ruta de plomo

Personal médico del hospital no lo podía creer. Como un apasionado científico que posa sus ojos sobre el microscopio y descubre, fascinado, nuevas travesuras de células y tejidos, lo ven y lo ven y lo ven. Y no lo creen. La radiografía tomada entonces a la cabeza del herido de bala muestra el orificio perfecto de entrada y el de salida. Y también la ruta de la muerte que llegó, besó, peinó. Y se fue. La muerte que siendo no fue.

La placa de rayos equis muestra un sendero de puntos negros. Intermitente. Cometa sombrío que fue dejando una estela de plomo entre los dos hemisferios de la masa encefálica de don Manuel, que entonces tenía alrededor de 40 años. Ningún tejido traspasado. Ninguno vital. Fractura de cráneo. Mucha expresión, dos palabras. Tres si se agrega bala, proyectil. Cinco si se sabe que era calibre .9 milímetros. Muchas más, que duelen y pesan, que se caen cuando uno las pronuncia: muerte, asesinato, ejecución, homicidio.

Y así fue. El pedazo minúsculo de plomo dijo adiós y dejó sembrada de negro su trayectoria en esa ruta estrenada en la cabeza del taxista: siembra de plomo en la masa encefálica. Materia gris, ahora pinta. Materia negra y gris.

Ya despierto, alrededor de una semana después, los médicos iban y venían, lo veían y revisaban y volvían a revisar. Es que no puede ser. Cuchicheaban. Las enfermeras alimentaban la curiosidad. Ahí estaba un hombre que había recibido una bala en la cabeza. La bala entró justo en la frente y salió por la parte de atrás de la cabeza. Y el hombre está vivo. Increíble. Revisaban el expediente. Le tomaban el pulso y miraban el comportamiento del aparaterío y los cables y los pit y las gráficas electrónicas en los monitores y las mangueras. Nada. No hay daño.

 

—¿Cómo se siente? –le preguntó el criminalista que lo había atendido cuando estaba recostado sobre el asiento, en el taxi, y lo daban por muerto.

 

El taxista lo vio, arrugó las cejas. Lo desconoció. El perito se presentó y le explicó que él lo había visto ese día, que pensaban que estaba muerto. El hombre sonrió y le dio las gracias. Estoy bien. Le preguntó de nuevo. Tenía que llevar un reporte más acabado sobre el milagro.

“La verdad recordaba muy poco. Que había llevado a dos hombres, que le habían pedido un servicio y que éstos se habían bajado. Creo que uno de ellos se fue hacia su lado de conductor y lo llamó, como si le fuera a pagar. Y entonces le disparó. Pero él no se dio cuenta. Sólo escuchó una detonación y se desmayó.”

Manuel estuvo ocho días hospitalizado. Lo vieron neurólogos, internistas y otros médicos especialistas del ISSSTE. Todos concluyeron que al final, una vez que la herida cerró, no hubo daños ni secuelas que afectaran su memoria, movilidad y capacidades de la víctima.

Manuel no tenía miedo. Estaban más asustados médicos y enfermeras que él. La autoridad, atónita. Su caso era de esos de libro, de revista especializada, de documental que debía exponerse en un congreso internacional. Pero nadie lo vio así, ni él. Se levantó de la cama para ponerse la ropa, con la ayuda de familiares. Y se despidió, después de dar las gracias, con un simple: “No fue nada, no me tocaba. Y ya.”

 

24 de marzo de 2013

La alcantarilla

 

Arturo dormía a pesar del ruido que producía el paso de los vehículos por la alcantarilla frente a su casa. Dormía quizá por eso: arrullado, entretenido, confiado, acostumbrado a ese ruido de siempre, ese arrullo rítmico de tras tras, ese acompañamiento musical de cada noche y madrugada.

Su recámara estaba en un segundo piso y daba a la calle. Tenía ese ventanal que casi abarcaba toda la pared, con cortinas blancas que no traspasaban la luz porque eran dobles y una lámpara tímida que aluzaba sólo un rincón de la recámara. Él rentaba ahí, en ese rincón de la ciudad de Guadalajara, porque era céntrico y porque le gustaba la vista y era barato.

 

La Perla Tapatía, como le llaman a esta ciudad, capital del estado de Jalisco, había sumado 16 homicidios el 15 de marzo de 2013. El año pasado, 2012, en apenas 10 meses, sumaron cerca de 1000 asesinatos. Mucho, muchísimo, para una ciudad cuya tranquilidad se vio rota, con un estruendo que destrozó esa paz citadina, por las pugnas entre cárteles de los narcos: de haber sido una zona utilizada como santuario por algunos capos, sobre todo del cártel de Sinaloa, ahora era un infierno con cielo de plomo y asfalto rojo.

La muerte de Ignacio Coronel, conocido como Nacho Coronel, jefe de la plaza y operador del cártel de Sinaloa en la región, en julio de 2010, durante un enfrentamiento con el Ejército Mexicano, desmoronó el control que tenía en la zona. Ahora, de acuerdo con versiones de capos enviados por esta organización criminal para recuperar la ciudad y el mercado de la droga, está en manos de todos y de nadie: “Todos contra todos, es tierra de nadie. La gente que hemos tenido acá, los parientes de Nacho Coronel, todo se nos vino abajo. Los mataron, los detuvieron, y los otros, los más recientes, se nos han volteado. Y ahí están todos los cárteles y organizaciones nuevas, disputándose la plaza”, contó uno de los operadores de Joaquín Guzmán Loera, “El Chapo”, líder del cártel de Sinaloa.

En el diario Milenio, una nota publicada en noviembre de 2012, cita que “los homicidios en el estado van en aumento, pues en el transcurso de diez meses, mil 300 personas han perdido la vida en diferentes hechos relacionados con la violencia, 104 más asesinatos de los registrados en el mismo periodo de 2011”.

La información se basa en datos del Instituto Jalisciense de Ciencias Forenses y comprende del 1 de enero al 30 de septiembre de ese año: “En el estado se han realizado 1 195 autopsias por homicidio, mientras que este medio de comunicación documentó 105 crímenes durante octubre, lo que da en total 1 300 asesinatos; sin embargo, la cifra podría elevarse, ya que el organismo publica la información oficial los días diez de cada mes.”

 

En tiempo de calor, Arturo abría las ventanas y entraba un aire fresco que parecía haber aguardado durante la noche para ingresar a bañar y renovar todos los intersticios del cuarto; y entonces las cortinas bailaban y el viento inundaba todo como si fuera un viento de mar. Y él disfrutaba despertar así, saludando al sol y a ese aire risueño.

Una madrugada de verano lo alertó un ruido inusual. La alcantarilla estaba ahí, con esa tapadera dislocada que lo acompañaba y serenaba mientras dormía. Movió las sábanas. Se acomodó el chor que usaba como piyama y se puso una camiseta para que no le hiciera daño el sereno.

Abajo había un vehículo estacionado y otro que le había cerrado el paso. Un hombre bajó del que había quedado adelante. Traía una pistola en la mano. Con una serenidad impresionante y cuatro pasos como de película en cámara lenta, avanzó hacia el conductor del otro automóvil, levantó el arma y le disparó. Pum pum pum.

Miró a su víctima de más cerca, inclinándose un poco. Apuntó de nuevo pero ya no disparó. Regresó sobre sus pasos, lentamente. En esa escena criminal sus pies habían dejado una estela escarchada. Se metió y puso sus manos al volante. Se alejó de ahí sin prisas. Ninguna patrulla, peatón ni vehículo. Minutos después aquello era un pandemónium.

Arturo ya no pudo dormir. El sueño lo abandonó: el viento le pareció enfermo y maloliente; él se sintió triste y solo, las cortinas no bailaban, renegaban de todo y esa luz emigró a hiriente y malhumorada. Se sentó en el filo de la cama. Se paró. Fue al baño. Salió de ahí rebobinando su cabeza: el arma, los escupitajos de fuego, el asesino como esquimal.

Esa mañana, antes de salir a trabajar, decidió cambiarse de departamento. Extrañaría todo, pero se sentiría a salvo y trataría de borrar esa escena del crimen. Malos olores y humores y esa madrugada echada a perder no volverían más. Encontró uno no muy lejos de ahí, con ventana a la calle pero no tan grande.

Sin la alcantarilla molacha ni ese ruido, empezó a padecer insomnio. Y cada noche, a deshoras, se asomaba despierto y lagañoso: veía al hombre aquel, la pistola encendida y esa mirada de congelador. Aquel ruido ya no lo arrullaba y su recuerdo se había convertido en una pesadilla.

 

11 de enero de 2013

Una vida para Leslie

 

—Yo quería ser como Galilea.

Leslie está sentada en su silla de ruedas. Saluda con la mano izquierda porque todavía no mueve bien la derecha. Habla despacio, pero claro y seguro. Fue peor, mucho peor: un tiempo no despertaba, en otro no hablaba ni comía ni reconocía a su madre; y en otro anterior estaba tirada y bañada en sangre en un terreno baldío y en el desamparo. Todo desde esa noche en que recibió un balazo en la cabeza.

Su cabeza bien peinada. Muchos broches para tan poco cabello y corto. Lo tenía largo y quebrado, hermoso. Dice su madre. A la joven le gustaba así, largo. Detrás, debajo de esos broches y esas capas de pelo hay dos orificios, uno en cada lado. Y en total, tres operaciones.

Esa bala disparada por un soldado adscrito a la Novena Zona Militar entró por el lado izquierdo y se alojó en el derecho, y el impacto fue demoledor, telúrico, con réplicas y multiplicador: alcanzó a su padre que ahora la mira angustiado, a su madre desempleada y repartida entre los quehaceres de la casa y las atenciones especiales que requiere la joven; sus hermanas, la sala y el comedor amontonadas, los papeles en las gavetas, la flaca alacena y el apretado patio. Todo cabe en una ojiva, cuyo alcance es inmedible y fatal. Todo, incluso las bocanadas de aire y la esperanza.

 

—Debió haber sido muy duro, ¿no?

—Pero estaba viva.

 

Es la madre, Sofía Marbella Niebla Rendón, de 45 años. Tiene voz de mando y suena como taladro en persecución. Ella celebra la vida, no importa que su hija apenas pueda moverse por sí sola y tenga que llevarle el desayuno a la escuela cada sábado y conducirla al baño; ni que haya perdido su empleo y tenga que dedicar a diario día y medio para estar con ella y atenderla.

Una bolsa de mariguana

El 13 de febrero de 2011, Leslie Abigail salió a pasear con sus amigos. Fueron primero a comer y luego a cenar. Iba con su hermana, el novio y una hermana de éste, y más tarde se encontraron con una amiga. Al final fueron a dar una vuelta por el parque Ernesto Millán Escalante, antes conocido como Parque Culiacán 87. Iban alrededor de nueve personas en dos vehículos, un Sentra y una camioneta Lobo doble cabina y a casi dos cuadras de su casa, se desvaneció.

Ese momento quedó como un hoyo negro en la memoria de Leslie. Todos saben lo que pasó excepto ella: “Ya íbamos llegando a la casa pero no me acuerdo en qué momento pasó todo, en qué momento me desmayé, si veníamos recio o despacio. No me acuerdo.”

La razón de su desvanecimiento y pérdida de memoria fue la bala que le pegó en el lado izquierdo de su cabeza. A pocos metros de ellos, una patrulla del Ejército Mexicano realizaba un operativo y de acuerdo con las versiones de los soldados y de la misma Secretaría de la Defensa Nacional (Sedena), éstos perseguían a los tripulantes de una camioneta blanca y la confundieron con la unidad motriz en que iban Leslie y sus amigos, a quienes dispararon.

Por fortuna, el proyectil se impactó primero en el marco de la puerta y luego fracturó el cráneo de la joven. Varios de sus amigos quedaron lesionados, pero sin la gravedad de Leslie. Las esquirlas pegaron en los brazos de por lo menos dos de los jóvenes.

Avisado del percance, su padre, Felipe Escobedo Torres, de 46 años, acude a la zona en busca de Leslie. En el lugar hay un campo deshabitado. Ahí se ejercitan de mañana y tarde los vecinos. No había nadie y decidió buscar a la joven en la Cruz Roja y otros hospitales, donde nadie le supo dar razón. Volvió al lugar y encontró a varios elementos del ejército, a quienes explicó que buscaba a su hija y dio sus señas. Uno de ellos, cortante y evasivo, le dijo: “Vaya al ISSSTE.” El padre pidió más datos sobre la salud de la víctima y aquel volvió a usar las mismas tres palabras.

Otro de los militares le mostró una bolsa azul con mariguana y un arma de fuego “de esas grandes”, y le lanzó un “Mire lo que traían”, “y yo le contesté que eso no era de ellos. Que ni mi hija ni de los demás muchachos andaban en eso. Me fui a emergencias del ISSSTE y ahí estaba ella, con todos los aparatos. Sangraba. Me explicaron que la iban a operar y que estaban esperando a un médico especialista, ‘que ya iba a llegar’”.

Cuando el especialista llegó, le explicó que la operación era delicada, igual que la condición de la joven. “Hay riesgos”, le insistió, “por la herida que tiene en la cabeza”. Cuatro horas después le avisaron que había salido con vida, pero seguía grave: en coma.

La confusión

Por estos hechos, el Ministerio Público Militar, de la Novena Zona, con sede en Culiacán, abrió la averiguación previa 9ZM/15/ 11/2011, por el delito de lesiones culposas, en contra del soldado de infantería Rodrigo Serafín de Jesús “ejercitando acción penal en contra del soldado, la cual se consignó al Juzgado Militar adscrito a la III Región Militar en Mazatlán, Sinaloa, radicándose la causa penal 215/2011, el 4 de marzo de 2011, y se le dictó auto de formal prisión (por ese delito)”; así lo señala el documento enviado por la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH), del expediente CNDH/2//2011/1648/Q, enviado a la familia de la lesionada, el 15 de marzo de 2012.

Otras versiones indican que hay otro elemento de la milicia que también fue sancionado por estos hechos.

El general Moisés Melo García, comandante de la Novena Zona Militar, recibió a los padres de Leslie. Llegaron hasta él a través de un coronel de apellido Álvarez. El jefe militar, de acuerdo con las versiones de Felipe Escobedo, reconoció que se habían equivocado: “Él dijo que no hubiera querido que esto pasara. Recuerdo que comentó ‘Uno los manda a trabajar, no a eso… fue una confusión’, así lo señaló. Que venían siguiendo a una camioneta parecida y se confundieron. Y como dijo el general, no deben andar disparando así nomás”, manifestó el padre.

Muchos testigos en el área. La gente salió de sus casas y se quedó a ver aquella escena. Acorralados, los militares no pudieron sembrar la droga y el arma que les habían adjudicado a los jóvenes. Las declaraciones de los muchachos que iban con la lesionada desbarataron esas versiones iniciales de los militares y sus testimonios coincidieron y así quedaron plasmadas en la averiguación.

Peregrinar

Pocos días después de la operación, el director del Hospital Manuel Cárdenas de la Vega, del ISSSTEe, les informó que como no era derechohabiente, ya no podían atenderla. “La etapa de emergencia ya se rebasó y ahora deben buscar otro hospital”, les dijo. Varios militares vestidos de civil estuvieron yendo a ver la evolución de Leslie y su padre interceptó a uno de ellos para que lo llevaran hasta el general Melo García.

Cuando éste supo que querían sacarlos del ISSSTE, intercedió. Para entonces la joven tenía una bacteria en la sangre, la cual detectaron a tiempo. Fue así que decidieron trasladarla inicialmente al Hospital Militar de Mazatlán, ubicado a 200 kilómetros al sur de Culiacán, y de ahí rápidamente a Guadalajara, en la capital de Jalisco, a otro nosocomio castrense. Los llevaron en una ambulancia del Ejército Mexicano, con médico y enfermeras, y escoltados por patrullas militares.

En el hospital de Guadalajara estuvo cuatro meses. Estaba inflamada, tenía mucha calentura y un coágulo que debía extinguirse con el tratamiento médico. El doctor Ibarra, como lo recuerda la madre de Leslie, obtuvo buenos resultados con el tratamiento, aunque seguía como paciente delicada y estable.

Leslie empezó a recuperarse, pero no comía ni hablaba. Mantenía una mirada fija, ida. Su rostro no se expresaba. No reconocía ni a sus padres. Para la madre, Marbella Niebla, aquello fue muy duro, pero lo habría sido más la muerte. Armada de paciencia y terquedad, se mantuvo ahí, con su hija, empujando, esperando.

“La verdad la atendieron muy bien, todos. No la dejaban en paz en cuanto a atenciones. Le empezaron a dar terapia y también comenzó a comer gelatina. Después, como a los cuatro meses, nos mandaron a México para que empezara terapia física durante la mañana y la tarde, más intensamente, porque así lo necesitaba”, recordó Marbella.

El monitoreo, agregó, incluía tomografías y otras revisiones que iban marcando la recuperación gradual de la lesionada. Igual le daban agua de sabores, que frutas, la bebida Gatorade si lo pedía y comía mucho pollo, hasta que se enfadó y empezaron a preguntarle qué se le antojaba. “Hamburguesa”, respondió. Y una que otra vez tacos de carne asada. El colmo fue que hasta llegaron a servirle salchipapas, una comida que más bien parece botana, pero que ni los padres ni Leslie recuerdan cómo la preparaban.

Aquel 14 de julio le quitaron la esquirla y le pusieron una malla como parche. El médico, de apellido Meneses, bromeó porque cumplirían dos objetivos en una sola intervención quirúrgica: estamos de oferta, al dos por uno, dijo. Tardaron alrededor de ocho horas en la sala.

La esquirla, lo supieron después, había entrado por el lado izquierdo y fue retirada por el derecho. Eso explica que la parte derecha de su cuerpo, sobre todo brazo y pierna, requieran más terapia pues estaban prácticamente inmovilizados. Un pedazo del hueso craneal fue retirado. Y aunque los especialistas afirman que no debe haber dolor, a Leslie Abigail le dan punzadas eventualmente: tal vez al tratar de pensar, pues la ideas que antes se producían con facilidad ahora hacen fila, una fila que se mueve con más lentitud, para salir, convertirse en palabras o mutar a hechos.

Paciente vitalicia

Leslie Abigail Escobedo Niebla es derechohabiente vitalicia, así fue catalogada por la Sedena. La Dirección General de Sanidad, cuyo titular es el general Ángel Sergio Olivares Morales, lo hizo saber a la familia a través de un oficio enviado el 2 de enero de 2012, por instrucciones de la máxima autoridad militar en el país.

“Por acuerdo del C. General secretario de la Defensa Nacional y en relación con el documento citado en antecedentes, se informa a usted que las instalaciones del Servicio de Sanidad de este Instituto Armado proporcionarán atención médica, psicológica y de rehabilitación en forma vitalicia a su hija, la menor Leslie Abigail Escobedo Niebla, considerándose como ‘paciente civil insolvente total’.”

La carta fue enviada al padre de la joven, del Campo Militar Número 1, oficio SMA-ML-0168.

Pero no es la única atención recibida por la paciente y su familia. La cercanía entre unos y otros ha permitido soluciones rápidas a los problemas que han aquejado a los Escobedo. En Culiacán, uno de los jefes militares que más ha estado pendiente de la evolución de la lesionada le preguntó qué quería de regalo, ante la cercanía de su cumpleaños. “Un teléfono celular”, contestó. El general Melo García preguntó también. La respuesta fue que deseaba tener un cuarto y se lo construyeron. Es, quizá, el espacio privado más grande que tiene la casa familiar ubicada en el fraccionamiento Antonio Nakayama, al sur de la ciudad. Le pusieron piso y recubrieron paredes con cemento, solo faltó la ventana y esa corrió a cuenta de la familia.

Hubo además una indemnización de alrededor de 200 000 pesos, gestiones para que el gobierno estatal le diera trabajo al padre, y que la terapia física y psicológica para la joven se mantenga el resto de su vida. Y hasta la esposa del general Melo, de nombre Alicia, mantiene constante comunicación con Leslie, lo que ha permitido destrabar algunos asuntos relacionados con su recuperación.

Todos los beneficios obtenidos por la joven y su familia fueron incluidos en el acuerdo suscrito entre la Sedena, los Escobedo y la Comisión Nacional de Derechos Humanos, que intercedió luego de que su homóloga, la Comisión Estatal en Sinaloa (CEDH), recibió la queja de parte del padre de la víctima, inmediatamente después de la agresión a balazos.

El izquierdo, otra vez

Felipe, el padre de Leslie, es pensionado: un virus que nadie ataca porque parecen desconocerlo, afectó primero su ojo y luego el oído, ambos del lado izquierdo. No ve bien y ahora, con lo del oído, escucha de manera deficiente. Por eso lo pensionaron. Era chofer del servicio de transporte urbano y una de las últimas rutas en las que laboró fue la Lomita-Cañadas, pero ahora sólo lo hace de modo ocasional, cuando se le requiere.

Tiene una paga de tres mil pesos quincenales en el gobierno del estado. Es una ayuda por el problema que tiene su hija y que requiere que ambos, él y su esposa, se dediquen a ella. Este recurso, que es insuficiente, le fue retirado y buscó a los mandos militares para que lo ayudaran. Metieron la mano y el dinero llegó de nuevo a su bolsillo, pero le preocupa que un día de nuevo éste sea suspendido y no tenga a quién recurrir.

No es propiamente un trabajo. Es la forma en que las autoridades estatales se unen al apoyo que requiere esta familia. Su responsabilidad ahí es también de chofer y si lo llaman acudirá a cumplir, pero no lo han hecho. La fragilidad de este recurso alimenta la zozobra. Y esa bala que estuvo en la cabeza de Leslie sigue viajando caprichosamente, intentando desmantelar la vida de los Escobedo, removerla, hacerla trastabillar. Y de alguna manera lo logra. La esperanza se tambalea. Las salas de espera no apuntalan la fe.

Esa incertidumbre lo mantiene en una situación en la que parece estar ansioso, en medio de vaivenes anímicos. No le importa que la enfermedad que padece y que ni él mismo sabe explicar, avance, como se lo anunciaron y afecte otros órganos con el paso del tiempo: lo que lo mantiene en vigilia es el cansancio, que el dinero no alcance y que lo que sí los alcance sea el desánimo y la desesperación que en ocasiones atrapa a Leslie y amenaza propagarse. La esquirla también es un contagio.

Peleonera

Leslie tuvo que dejar la preparatoria Sandino. Tantas operaciones, viajes y terapia no le permitieron mantener el año y ahora, en lugar de estar en primer grado de la licenciatura, como las amigas de su generación, está en tercero de prepa, pero en la Central, en el curso sabatino, un plantel de la Universidad Autónoma de Sinaloa. Ahí la alcanza su madre, cada semana, con su desayuno. Alguna compañera ayuda a sacarla del aula o llevarla al baño. Las que están más cerca y le tienen confianza, se quejan: que no para de hablar. “Póngale un bozal”, le piden a la madre. Marbella dice que su hija es noble y ha sido buena como amiga y hermana, pero su vida ha cambiado inevitablemente desde el percance.

“Es peleonera y chismosa”, las secunda ella. Su hija, que tenía un promedio de alrededor de 9, ahora es de 8.5. Quiere estudiar trabajo social, luego de arrepentirse de cursar comunicación social. Algunos amigos le advirtieron que en la Universidad de Occidente, institución del gobierno del estado donde estudiaría comunicación, los catedráticos son muy interesados y sólo les preocupa quedar bien con quienes tienen dinero. Y ella, además de tener dificultades para moverse, usa silla de ruedas, y no cuenta con recursos económicos suficientes. “Así no me van a pelar, a hacer caso”, dice. La resignación asoma. Tiene tonos en esa voz que parece quebrada, que también se tambalea.

“Los sábados me dicen en la escuela que habla mucho y qué bueno. Yo estoy con ella cada sábado a las diez de la mañana para llevarle el desayuno, porque es la hora del receso. Alguna amiga camina con ella, le ayuda. Siempre ha sido así, amiguera, platicona. No la pude detener de niña, menos ahora que está grande mi hija”, manifestó.

Marbella es delgada, de 45 años. Mira y parece escanear con esos ojos. Interrumpe la plática y sube la voz cuando sabe que tiene que hacerlo. Es la misma seguridad de Leslie: es incendiaria, como gasolina. Dejó de trabajar en la casa de una pariente, donde realizaba labores domésticas, para atender a su hija. Y eso significa que bajaron los ingresos. Otro familiar les regaló una camioneta de modelo reciente, pero casi no la usan porque no hay para gasolina.

Ella cumple su papel con magistral jefatura. Es lo que llamamos “la mamá de los pollitos”. Bajo esa sonrisa dulce y envolvente, maternal y generosa, hay una guerrera, una luchadora incansable que no pide esquina, sino siembra e inyecta dosis de voluntad y optimismo, como un aguacero pertinaz: como un taladro.

Todo

—¿Qué te quitó esto, Leslie?

—Todo. Ser independiente: nunca había dependido de una persona para moverme, hacer mis cosas, sólo cuando estaba pequeña.

La madre tercia. Dice que ahora hay que llevarle agua, ayudarle a subir y bajar escaleras, del automóvil, ir al baño. Hay que llevarla. Siempre.

Dice que además ahora llora. Lo hace más que antes. Esconde su rostro dulce en un rostro duro, en palabras que salen disparadas sin pensar. Quizá un disfraz. Leslie es dura, pero además quiere parecerlo. Y lo logra: “Sí, lloro. Pero más o menos. Antes no recuerdo haber llorado, tal vez de coraje, por un berrinche. Pero ahora me he vuelto más llorona.”

 

—¿Por qué lo dices?

—Porque me regañan por todo. Porque me veo. Veo cómo estoy.

 

Leslie guarda silencio pero es un silencio nutritivo que está lleno de grafías, llanto, gritos, palabras que no brotan porque ahí dentro ahora los movimientos son lentos. Pero terminan saliendo, disparados, como una diosa que expulsa rayos y centellas.

“Yo pensé que tenía todo. Amigos, un novio, todo. Pero ahora veo que son contados. Sí tengo amigos y ese año que no fui a la escuela pasaron muchas cosas y yo estaba consciente, lo estoy, de que ya nada es igual. Vienen, les dejan mucha tarea, ya están en la profesional. Se acercan mis amigas, llaman por teléfono o mandan mensaje. Les digo ‘Pues ahí cuando puedan venir.’”

A veces no

—¿Te sientes con fuerza?

—A veces no. Como que a veces me siento cansada. Cuando voy a terapia hago lo que me dicen y siempre me estoy riendo. Pero como que… pierdo las esperanzas. Es que ya van dos años de esto y sí veo resultados, pero no como quisiera.

Su doctora, especialista en terapia y rehabilitación física, la atiende tres veces a la semana en el Centro de Rehabilitación y Educación Especial (CREE), del gobierno del estado. Le ha asegurado que va bien en su proceso de recuperación y puede volver a caminar en unos meses, pero debe trabajar más y ser constante.

Ella y todos en esa casa quieren más días de terapia y no los veinte o treinta minutos a que a veces se limitan las sesiones en el CREE. Ya han hablado con algunas autoridades y el personal, pero no han obtenido resultados. Más gimnasio, más tiempo en la alberca y más terapia ocupacional.

A finales de 2012, el gobierno de Sinaloa, junto con el Sistema para el Desarrollo Integral de la Familia (DIF), realizaron una colecta estatal para obtener recursos y equipar este centro de rehabilitación, ubicado en una zona de oficinas y hospitales, en la capital sinaloense. En total, lograron recaudar los diez millones de pesos que las autoridades se propusieron.

Pero Leslie no ve nada de esto en el tratamiento que recibe en el CREE. Para ella “Ni un arrocito nuevo” han adquirido con estos recursos. Se refiere a una de las terapias que realiza, con granos de arroz, para sentir textura, tamaño, grosor del grano. Y maniobrar, como grúa, de un lado a otro. Cargar, sentir, palpar. Perder sus dedos entre tanto arroz minúsculo que a Leslie ya parece enfadarla.

Ella lo sabe pero no lo dice. Va al psicólogo cada mes, al Hospital Militar de Mazatlán. Y todos en esa casa lo saben, lo sienten. Los padres se animan y pronuncian: todos en esa casa “Necesitamos terapia psicológica, desde la más chiquita hasta el más grande, porque como que se fue quedando eso como un pendiente, como que se descuidó y no lo atendimos. Ni ellos”, dice la madre.

Sale en la entrevista, en la sala de esa pequeña vivienda. Otea el temor, pero no se instala. En un mensaje enviado por Facebook a Leslie, de una persona desconocida que ellos ubican como el militar preso o uno de sus parientes, o quizá el otro soldado que también fue castigado por ese ataque a balazos:

“Espero que estés muy bien, pues gracias a ti estoy encerrado. Cuídate porque la próxima vez no voy a fallar.”

Enteraron de esto al general Melo García y éste descartó que fuera el aprehendido, porque permanece encerrado. Prometió investigar, porque tal vez lo hizo alguien más.

 

La casa está en un vasto sector ubicado en el sur de la ciudad. Grande, lleno de centros comerciales, bulevares anchos, calles y avenidas de gran afluencia que conectan con el aeropuerto, la carretera 15 México, las salidas a las playas, pero no con el centro de Culiacán, hasta donde llegan en media hora con un poco de suerte. Es una ciudad dentro de otra. El sector es conocido como Barrancos, pero la colonia donde Leslie vive es la Nakayama. Tiene la categoría de fraccionamiento, pero esto no se ve en los enjutos frentes de las viviendas ni en la calle Graciano Sánchez, no pavimentada. La otra, de la esquina, sí. A pocos metros una secundaria técnica recién construida.

Felipe cree que su condición de pensionado puede ayudarlo a pagar la vivienda que habitan, pero han dejado de abonar por falta de dinero. Aquí lo que hay en los bolsillos es para Leslie, los traslados, la terapia. La comida, el aire y el agua, tiene la misma categoría en importancia que esa joven luchadora que no sabe que lo es.

Pero Felipe no puede y se desespera. El notario público que le recomendó un amigo le cobra dos mil 500 pesos para hacer el trámite de las escrituras y destrabarlo todo. Sin embargo, no tiene ni para abonar. Y eso lo mantiene mirando para todos lados, sobándose las piernas, sentado, quieto, en ese sillón: pero con un torbellino que lo carcome por dentro.

 

Tiene fotos en las que está con el pelo largo. Lo tenía “planchado” pero a Marbella no le gusta porque maltrataba su pelo, que ya de por sí era bonito. Leslie lo prefería porque está de moda y hay que arreglarse para el novio, la escuela, la fiesta, ir al cine o a las nieves. Natural se le ve hermoso: quebrado, largo, risueño y brillante, así era el pelo de Leslie.

Ahora lo tiene amarrado en varias capas con muchos broches. Quiere tapar los orificios sellados por los cirujanos. Que no se vean ni se noten, que no se vaya ella, lo que fue y lo que es, su fortaleza, sus ideas, los sueños. No puede. Todo en ella es insurrecto. Todo en ella es peleonero. Su rostro pequeño, su cabello corto, sus ojos que se le rebelan y esa voz que emerge sin que ella le dé permiso a la lengua.

“Yo quería ser conductora de televisión. O al menos trabajar en alguna estación de radio. Yo quería ser como Galilea (Montijo). Ahora no sé.”

 

7 de abril de 2013

 

La única manera de escapar a este dilema (confrontar o tolerar el narcotráfico) es “salirse de la caja” y plantear la legalización de las drogas, lo cual sólo ocurrirá si Estados Unidos acepta apoyar tal opción. Y para que esto ocurra, los costos de la política de confrontación deben presentarse en territorio estadounidense, como ocurrió en los años treinta cuando, ante la violencia incontrolable de una mafia que había crecido al amparo de la prohibición del alcohol, el gobierno decide legalizar la producción y el consumo de este tipo de bebidas. Mientras eso ocurre, si es posible, es evidente que el gobierno mexicano tendrá que elegir entre lo malo y lo peor: combatir al narco o tolerarlo.

 

Jorge Chabat
Profesor-investigador de la División de Estudios Internacionales
del Centro de Investigación y Docencia Económicas.
Los grandes problemas de México. Seguridad nacional y seguridad interior.
Coodinadores: Arturo Alvarado y Mónica Serrano, El Colegio de México.

Buenos y malos

 

Iba con su esposa y ya era tarde. Tenía que dejarla en la escuela, por la calle Josefa Ortiz de Domínguez, en la Ciudad Universitaria de Culiacán, donde trabajaba, y el minutero, que se había disfrazado de enemigo, se acercaba con una velocidad atípica al número 12. “Chingadamadre, no vamos a llegar a tiempo”, expresó, con el rostro arrugado y apretando de más el volante de su Chévrolet.

Viven en la capital de Sinaloa: capital mundial del narco, dicen algunos. Cuna del narcotráfico, dijo Vicente Fox Quesada, cuando era presidente de la República, durante una gira por esta ciudad, el 16 de marzo de 2000. En esa ocasión inauguró, junto con el gobernador Juan Millán Lizárraga, el edificio de la Procuraduría General de Justicia del Estado, en céntricos terrenos de la zona conocida como Tres Ríos.

Y ellos, marido y mujer, iban por el angosto bulevar donde apenas caben dos automóviles y uno de ellos está ocupado por los estacionados. Y el que iba adelante, conduciendo una camioneta blanca, avanzaba a paso de tractor. Por eso se vio obligado a usar el claxon. Dos golpes y uno sostenido.

De la camioneta, que de tan alta y ancha parecía una trilladora lujosa, bajó un hombre joven, de mirada extraviada y ademanes cansinos. Traía una pistola cromada en la derecha, que fue subiendo mientras avanzaba hacia ellos:

“El hombre me dijo ‘Qué trais hijo de la chingada. Quieres que te mate.’ Tropezó con sus propias palabras, como drogado, y yo sólo alcancé a explicar, a manera de disculpa, que tenía prisa, que no era nada personal”, recordó.

Aquel pujó, dio la media vuelta y se metió al auto. Siguió manejando lento y dio vuelta donde ellos.

Tomaron otra calle ancha y él iba a aprovechar para rebasarlo. Dudó cuando vio una patrulla estacionada, apenas pasando el semáforo. “En ese momento yo pensé ‘Lo voy a denunciar’, pero se lo dije a mi esposa, la miré que estaba estresada, y decidí dejarla así. Ella le apretó el antebrazo y le dijo ‘No lo hagas, es capaz de matarnos.’ Y decidí no hacerlo: el hombre aquel estaba estacionado metros adelante, vigilándonos.”

Su rostro de amanecido, esas ojeras como ventanas oscuras, el cutis graso por el síndrome de abstinencia y los grumitos tímidos de un pasón bajo la nariz y entre los vellos del bigote. Le marcó la mirada y se le clavó en la nuca. La imagen iba y venía, siempre vigilante.

Pensó. “Tengo amigos buenos y amigos malos.” Y acudió a los segundos: “Tú dame las placas de la camioneta. Yo hago lo demás: lo que quieras, un susto, un simple levantón, toques eléctricos en los huevos. Lo que tú decidas, eso será.” La verdad, estuve tentado de decirle que sí. Al final decidí que mejor me esperara, que la iba a pensar.

Consiguió que su mujer se fuera de raid con una compañera, unos días. El resto la llevó ella. Diario acudió, religiosamente, a buscar, husmear, vigilar. Persiguió a varios hombres parecidos, en vehículos similares, por rutas cercanas. Tomó placas de unos que no eran y hasta fotos de los que le parecieron sospechosos.

Su amigo le llamó para preguntarle si ya tenía los datos del agresor. Le contestó que no y arreció la búsqueda los días siguientes. En una de esas mañanas casi choca. En otra ocasión se peleó con un automovilista que le pitó porque andaba bobeando. Y en una más fue infraccionado por pasarse un alto.

El mismo resultado. Volvió enojado y furibundo al séptimo día. Ya no sintió coraje ni frustración. Agotado y con los hombros rendidos, desistió. En su sofá preferido, con una Tecate ligth sudando en sus manos y el plato de cacahuetes salados esperándolo, dijo “Mejor no”.

“Ahí, sentado frente a la tele, ya más calmado. Empecé a preguntarme qué andaba haciendo yo, buscando matones para que asesinaran al hombre aquel”, manifestó.

Le habló a su amigo al día siguiente. “Ya no, compa. Mejor así la dejamos”. Le explicó que él era un maestro, le preocupaban los niños y los jóvenes, las drogas, la violencia. Que si se hubiera dejado llevar por lo emputado que andaba, ese muchacho de la pistola estaría torturado y muerto.

“Y le eché un trago largo a la cerveza. Y me puse mejor a ver la tele.”

19 de diciembre de 2011

 

Desde sus primeros discursos en diciembre de 2006 y principios de 2007, [Felipe] Calderón dividió al país entre buenos y malos. Los buenos estaban en su lucha contra el narco, los malos estaban contra él o eran, como dijo su exsecretario de Gobernación, “tontos útiles”.

La trinchera de Calderón se inundó de sangre. Los asesinatos de la guerra que emprendió fueron la principal noticia sobre México en el extranjero durante 2007 y 2008. En el camino, el régimen calderonista olvidó las propuestas, los trabajos para beneficio del país, las políticas públicas consistentes con cualquier ideal de nación, incluidos los ideales de las derechas. La sangre llegó al cuello de la nación cuando en diciembre de 2008 la revista Forbes dijo en un artículo de portada que México era un “Estado fallido”. Territorio, gobierno y población fracasada. Punto. Ya para 2010 hasta la iglesia católica reclamaba que en México hubiese tanta desesperanza.

 

Froylán Enciso
“La matanza que nunca fue” en País de muertos.
Crónicas contra la impunidad
, Editorial Debate.

Al cliente lo que pida

 

La pareja de jóvenes salía del panteón Jardines del Humaya, luego de haber asistido al velorio del familiar de un amigo. Dejaron la camioneta afuera, “No vaya a ser que esté muy lleno y luego no podamos salir”, dijo ella. Y se disponían a alcanzar la puerta del cementerio, entre tumbas vestidas de lujosos mausoleos y palacios. Es el panteón de los narcos.

Avanzaban por los pasillos, entre tumbas suntuosas y vericuetos anudados entre tanto mármol y granito. Ambos coincidieron en que muchas de esas edificaciones, con terminados de lujo en herrería y planta propia para generar energía eléctrica, costaban más que la casa en que la joven pareja vivía.

Era sábado de abril. Año 2012: los operativos del ejército todavía arreciaban en las calles, con gigantescos y espectaculares operativos tipo retenes en grandes avenidas y acciones conjuntas, como las de las Bases Operativas Mixtas (BOMU), en diferentes puntos de Culiacán. Puntos para la extorsión y los abusos, las humillaciones de servidores públicos escondidos en pasamontañas y en patrullas militares y de civiles con matrículas cubiertas con cinta negra.

Muchas familias en el panteón. La densidad del temor se respira entre los asistentes. No son narcos, pero eso no importa a la hora de tener a un soldado o a un agente de la Policía Ministerial enfrente, con sus fusiles G-3 o sus AR-15. Tampoco cuando se tiene a un comando de sicarios al acecho, luego de los reportes de halcones, que aquí se conocen como punteros.

Algunos de los asistentes a esas exequias no ven de frente, prefieren hacerlo de reojo. Terror en ese entrecejo fruncido. Ellos, novios con varios meses de relación, prefieren apurar sus pasos para llegar cuanto antes a la vieja camioneta estacionada al otro lado de la entrada principal del panteón.

“Vámonos, no vaya a ser que pase algo”, dijo él, nervioso. Ella asintió, sin soltarle la mano.

En eso ven que un convoy de patrullas del Ejército Mexicano se acerca. Ella le dice “Apúrate.” Le recordó que en medio de los operativos los militares han matado personas que no tienen nada qué ver con el narcotráfico, en retenes o porque “los guachos andan bien mariguanos”.

Él sonrió. Quiso disimular sus nervios, cuando los militares se les acercaron. Ya habían avanzado algunos metros y estaban a punto de abordar la cabina de la camioneta, cuando se le atravesó uno de los vehículos del ejército: “Oríllate morro”, le dijo uno que parecía dirigir la operación.

Así lo hizo. Les pidieron que se bajaran. Él conservó la sonrisa que le había provocado la conversación, con alguna dosis de nervios, y uno de los uniformados se le quedó viendo: le pegó con el puño cerrado en las costillas y le preguntó, en forma de reclamo, de qué se estaba riendo.

El joven, agachado y dolorido, como pudo preguntó por qué lo había golpeado.

El militar, burlón, le sobaba y le decía que se callara. La joven lo vio y le sostuvo la mirada. El militar fingió no darse cuenta. Siguió esculcando el vehículo, junto con otros uniformados. Todos con capucha. Uno de ellos se acercó cuando ella estaba junto a su novio, para ver cómo estaba, y burlón, le dijo, de cerquita: “Al cliente lo que pida”. Y se retiró.

Los soldados revisaron entre asientos, abrieron la guantera, se asomaron al piso de la cabina, a la cajuela. Nada. Le pidieron la tarjeta de circulación. Le preguntaron a qué se dedicaba. Insistieron en revisar la caja, las llantas. Sin novedad.

Ella anotó sin que se dieran cuenta las matrículas de los vehículos militares. Eran las 0849362 y 0849352, ambas adscritas a la Novena Zona Militar, ubicada a no más de tres kilómetros del panteón, donde los operativos del ejército y de las policías son constantes; aunque no se sabe si tienen como objetivo despejar el camino a los narcotraficantes, cuando éstos tienen funerales, o para extorsionar a quienes acuden a acompañar a los deudos, tengan o no relación con el crimen organizado.

Los dejaron ir sin más. Ella, con la rabia en la garganta, se preguntó en voz alta por qué nada más detienen a los pelados, “a la gente jodida, los pobres, ¿por qué andan así de perros con uno, y no se meten con los grandes?”

 

17 de abril de 2010

Recuperarte: el resane de las heridas

 

Iván ha preferido esperar al maestro del taller de títeres trepado en el brazo de un árbol.

Ahí, en esa loma de su colonia, han hecho casi de todo. Trepar un árbol, expropiar la calle y rescatar del vandalismo la caseta de policía. Pintar de colores nombres en una pared, hacer de la celda una biblioteca, aprender jardinería vertical, kung fu y lucha libre; y del grafiti una expresión de esperanza y memoria, plasmar versos en la barda y tocar algún instrumento musical. Eso y más hace la organización Recuper-Arte, Intervención Urbana.

Son cerca de las once de la mañana del domingo 7 de abril. A la cima de la calle Clavel, en la colonia 10 de Mayo apenas han llegado dos niños. Cada domingo acuden a los talleres y cursos de Recuper-Arte.

Esta es la tercera caseta de policía que un grupo de jóvenes insurrectos y activistas recupera para los habitantes de una colonia en los municipios de Culiacán y Navolato: un espacio de represión pasó de ser símbolo de malvivencia y abandono, a escuela, centro de reunión, nido para construir y ejercitar alas.

En esta ocasión el taller es de títeres y lo imparte el artista Alex López. Ya se le hizo tarde. Será el cambio de horario, dicen algunos de los organizadores, también sorprendidos por las manecillas. Trepado en un árbol está Iván, de trece años, a quien le tocó participar en el taller de lucha libre y le gustó Míster Iguana, un contendiente que en esa ocasión perdió. Él también espera, ansioso, los domingos en lo que fue caseta de policía; ahora luce propia y colorida, digna, imaginativa, con sus nombres en la fachada y el rostro de La Yeye, aquella socorrista de la Cruz Roja de Culiacán asesinada cuando realizaba sus servicios.

Esa mañana del domingo 28 de febrero de 2010, varios sicarios perseguían a un hombre, cuando éste optó por introducirse en las instalaciones de la Cruz Roja, ubicadas por el bulevar Gabriel Leyva Solano, en el primer cuadro de la ciudad. La persecución devino ataque a balazos. La joven socorrista estaba en la central de comunicaciones y se asomó para ver qué pasaba. Una bala le atravesó el rostro y no se levantó más. Su nombre: Genoveva Rogers.

Intervenciones urbanas

Recuper-Arte nació a finales del año pasado, en esta ciudad capital, pero su primera acción fue el 24 de enero. Está conformado por jóvenes, en su mayoría, y uno que otro colado treintón. Muchos fueron parte del movimiento #YoSoy132, que en los comicios presidenciales de 2012 se opusieron a la candidatura del priísta Enrique Peña Nieto; pero también hay ciclistas, ambientalistas, artistas plásticos, músicos, lectores, teatreros y titiriteros, indignados, niños y vecinos de las colonias y comunidades en las que tienen ahora presencia.

Cuando empezaron se propusieron rescatar una caseta de policía cada mes. Hasta ahora lo han logrado en la comunidad de Villa Juárez, zona habitada preponderantemente por jornaleros agrícolas y rodeada de empacadoras hortícolas, en el municipio de Navolato, y en Aguaruto, población que ya fue tragada por el chapopote citadino culichi.

Temen que avance más rápido la venta o renta de estos espacios, emprendidas por el Ayuntamiento de Culiacán y particulares, al convertir las casetas abandonadas en tiendas de ropa o expendios, como pasó en la colonia Loma de Rodriguera.

Las intervenciones urbanas consisten en limpiar el inmueble, con la ayuda de autoridades y vecinos. Y luego expropiarlo: hacer de éste un espacio digno para las actividades lúdicas, las artes, las manos aladas de los niños que acuden a talleres como el de títeres y pintura, y que los participantes desarrollen habilidades y luego incorporen a sus padres. En suma, hacer vida comunitaria a través de la cultura y el deporte.

Rezza Pahavlevy Teherán Rodríguez es empresario de bienes raíces y acaba de incorporarse. Trae la cajuela de ese Buick color arena llena de libros que donará a la biblioteca del lugar. Es literatura infantil, historia, libros de deportes y arte. Se enteró de estas actividades por las redes sociales y decidió contribuir “para que los niños tengan otras opciones que la música de narcos, los narcocorridos y vean otras expresiones artísticas y de participación por el bien de la comunidad”.

Dante Benítez, uno de los cerca de 70 activistas que participan en Recuper-Arte, explicó que la organización es horizontal y las discusiones sobre las tareas y propuestas se realizan después de cada intervención y por el feis; aunque se han acercado representantes de partidos políticos y del Instituto Sinaloense de Cultura (ISIC), no han aceptado ayuda de ellos porque saben que éstos acostumbran cobrar los favores.

Con recursos propios, aportaciones de vecinos e incluso empresarios, como el que cada semana les regala pintura, han llevado a cabo diversos espectáculos, cursos y talleres. Entre las aportaciones hay muebles, libros y juguetes, y uno de los propósitos es contar con una biblioteca en cada espacio rescatado.

“En este espacio la gente aporta, los padres son incorporados por los niños y los niños se conocen a sí mismos y entre ellos y aprenden. Ven algo y saben que tienen posibilidades y crecen, y así nosotros hacemos vida comunitaria. Es importante el mensaje político, porque hemos estado en diferentes movimientos sociales, pero a la gente hay que involucrarla con cultura y arte, y que la comunidad tenga conciencia de lo común, de la importancia de la vida colectiva, y busquen el bien de todos”, dijo Nerty Montiel.

Ella es fundadora de Recuper-Arte y egresada de la Facultad de Estudios Internacionales de la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS). Nerty destacó que se han llevado sorpresas porque los niños se van descubriendo y “ellos y nosotros salimos de los talleres vitaminados”.

Lamentó que los niños de Villa Juárez, muchos de ellos integrantes de familias de jornaleros agrícolas, sean tímidos e inseguros, y tarden más en reaccionar ante los espectáculos y talleres, pero poco a poco han evolucionado. Esta región del municipio de Navolato es una de las que más trabajadores migrantes recibe cada año, algunos se quedan a vivir y otros regresan a Chiapas, Guerrero, Oaxaca y otros estados del sur y sureste del país.

En total, cada año Sinaloa recibe alrededor de 250 mil jornaleros agrícolas procedentes de esas entidades. Cálculos de organismos civiles, como la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos, estiman que la población infantil que se incorpora a las tareas de siembra, cultivo y empaque de hortalizas como tomate, pepino y chiles, asciende a cerca de diez por ciento de los 250 mil. Nadie los ha desmentido.

Las balas pasan cerca

Iván asegura que su colonia es tranquila. Las calles están pavimentadas, entre terrenos accidentados y escandalosos desniveles. Sus avenidas parecen arroyos de tierra y maleza: baldíos habitados por la desesperanza y el abandono. La lluvia de agua y de indolencia se ha llevado todo y ha erosionado el suelo agreste, de un polvo impertinente y filoso.

Eran dos cuando daban las once y media, y treinta minutos después hay una treintena de niños en el taller de títeres, al que varios llegaron tarde. De broma les advierten que tienen que comer engrudo. Es la sanción.

Dos calles abajo, por la avenida 21 de Marzo, está una vivienda que es monumento al olvido y la destrucción: escenario de una de las primeras manifestaciones de la fractura del cártel de Sinaloa, en 2008, cuando fue atacada a balazos. Sus paredes tienen el acné de las perforaciones, heridas de una guerra que ese día se redujo a una vivienda, que fue muestra de opulencia, en una zona marginada. En su fachada y cocheras todavía hay hollín y tatuajes de fuego y humo: ahí estallaron dos coches bomba.

Ese año, Sinaloa alcanzó una cifra récord de homicidios, con alrededor de 2 200. La cifra fue muy parecida en 2009 y apenas se redujo en 2010. Van poco más de tres meses de 2013 y ya suman cerca de 330 asesinatos a balazos en la entidad.

Sueños de ladrillo

En los muros están los nombres de los niños. Ellos mismos los pintaron y dibujaron en fachada y patio. No pudieron con el techo quemado, que requiere más trabajo, pero sí con las celdas, donde ya estrenarán una biblioteca y tienen un rústico mueble que hace las veces de juguetero. Todavía es sombrío este espacio, ganado a empujones de travesuras de juego y arte, pintura y notas musicales.

En un muro escribieron: “Porque te tengo y no/ porque te pienso/ porque la noche está de ojos abiertos/ porque la noche pasa/ y digo amor”, de Mario Benedetti. En otro rincón puede leerse: “Quien quiera ser águila, que vuele, y el que quiera ser gusano que se arrastre, pero que no proteste cuando lo pisen.” Las grafías, los dibujos, cada trazo, constituyen formas de espantar a la muerte y a la resignación. Aplazar el infierno.

En el centro del local hay una puerta acostada sobre dos tambos de 200 litros que sirve como mesa, y en esa superficie hay brochas, botes de pintura, recortes de periódicos, bolas de unicel y varios pares de diminutas manos aleteando y creando, queriendo volar.

Entre ellos están Iván y Audrey, de siete años. Él confiesa que estaría viendo la tele o frente a la compu, de no ser por los talleres. Y prefiere, junto con los demás, acudir cada domingo.

“Es divertido, conoces cosas que no hacíamos antes. Y si no viniera, estaría pegado a la tele o jugando en la computadora”, dice, encaramado en un árbol que parece mudar de hojas y colores, con follaje que baila inquieto con el aire, y parece juguetear y sonreír, como él.

 

8 de abril de 2013

Heridas en el chapopote

 

Diciembre rojo. Campanas rojas, teñidas de sangre. Rojo diciembre, rojos los días, roja la ciudad, el estado, ese 2008. Fin de año negro: casi 40 ejecuciones en apenas cuatro días del último mes.

Frente al hartazgo de los empresarios, que a través de un desplegado publicado en los principales diarios de Sinaloa y dirigido al presidente de la República y al mandatario de Sinaloa, Felipe Calderón Hinojosa y Jesús Aguilar Padilla, advierten sobre la ingobernabilidad, y critican que la autoridad estatal y federal calle, eluda, simule… se rinda.

“La espiral de violencia es un signo de ingobernabilidad que conduce a la anarquía, por eso exigimos acciones decididas y eficaces […] no queremos más anuncios, discursos ni acciones de efectos mediáticos, los empresarios estamos hartos, exigimos un Sinaloa en paz.”

Así reza el comunicado, publicado en diarios locales el 4 de diciembre, firmado por el Centro Empresarial de Sinaloa y las representaciones de la Confederación Patronal de la República Mexicana (Coparmex) en las principales ciudades de la entidad.

Era el cuarto día de diciembre. Y tan sólo en el primero, cuando las manecillas del reloj apenas contaban que el mes llevaba seis horas de vida, siete personas habían sido ultimadas a balazos en el estado; seis de ellas en Culiacán, la capital, y una en el municipio de Navolato, ubicado a cerca de 30 kilómetros de esta ciudad.

Campanas rojas, teñidas de rojo sangre. Vidas que se apagan, efímeras, como las luces que adornan los árboles de Navidad y las fachadas de las viviendas culichis que se visten de fiestas de fin de año. Pero nada que festejar. La fiesta pasó a ser sepelio, exequias: un funeral gigante para una ciudad herida de muerte, que no muere, pero que permanece silente, colmada de epitafios y cruces en sus banquetas, calles y camellones. Luto interminable, que agrieta el chapopote y no da lugar a la fiesta, a otra fiesta que no sea la de los cañones de los fusiles automáticos.

Seis horas, siete muertos

Madrugada del 1 de diciembre. Casino Win, ubicado junto al centro comercial Forum, el de más afluencia en la ciudad, en terrenos del Tres Ríos. Un grupo de sicarios disparó a corta distancia contra tres personas cuando salían del establecimiento. En la refriega dos personas, entre ellas una joven que esperaba a sus padres en el interior de un automóvil, resultaron lesionadas.

Los hoy occisos iban en una camioneta Chévrolet S-10 dorada, placas TW-92045, de Sinaloa.

Otro joven fue ultimado a tiros cuando salía de un supermercado, en la colonia Gustavo Díaz Ordaz; una más en Riberas de Tamazula, y otra en la colonia 22 de Diciembre, al sur de la ciudad.

Durante la mañana, cerca de las ocho, en la colonia Guadalupe y a sólo dos cuadras de la Casa de Gobierno, residencia oficial del entonces mandatario Jesús Aguilar Padilla, un comando ultimó a balazos a Ignacio León Pérez, chofer de Enrique Mendívil Flores, presidente de la Unión Ganadera Regional de Sinaloa. Mendívil, quien fuera operador del cártel de Sinaloa en el rubro financiero, fue cazado a tiros de armas que atravesaron su camioneta blindada. Tiros certeros que apenas hirieron a su chofer, pero no lo pusieron en peligro.

El homicidio fue el 14 de junio de 2010, a las catorce horas, por la avenida Obregón, frente al parque Ernesto Millán Escalante. Versiones extraoficiales indican que los homicidas usaron granadas para abrir boquetes en la camioneta Suburban del aún líder ganadero. Mendívil era también operador político de Aguilar Padilla y había sido regidor del Partido Revolucionario Institucional en Culiacán. El semanario Ríodoce publicó un año antes que Mendívil Flores, conocido como “El Gallo Mendívil”, estaba en los expedientes secretos elaborados por la Dirección de Gobierno –una suerte de policía política estatal–, y se le relacionó con el narcotráfico, igual que a otros destacados políticos locales.

Entre los puntos vulnerables que le destacan, de acuerdo con esa publicación, está que “se le vincule con grupos de narcotraficantes de la sindicatura de Eldorado […]. Como regidor controla la Secretaria de Seguridad Pública municipal y el departamento de Inspección y Vigilancia del ayuntamiento”.

Duro y a la cabeza

Los sicarios apuntan. Y apuntan arriba. Casi al mismo tiempo que eran ejecutados a tiros de fusil AK-47, conocidos como “cuernos de chivo”, atentaban en contra de Olegario Gambino Terrazas, director de la Policía Municipal de Navolato.

Y cerca, muy cerca. Zona de ejecuciones: bulevar Zapata, Manuel Clouthier, México 68. Y toda la ciudad, con todo y el sitio impuesto por efectivos militares, los convoyes de agentes de la Policía Federal, y las llamadas Bases Operativas Mixtas Urbanas (BOMU), Culiacán es declarado zona oficial de ejecuciones. Zona libre: para narcos y sus sicarios.

Por la México 68, tres de los cadáveres quedaron en el interior de un automóvil Tsuru, rojo, sin placas, y uno más a pocos metros.

El jefe de la Policía Municipal fue herido de bala y trasladado inmediatamente a un hospital privado, donde convalece y está fuera de peligro. Y apenas poco más de quince días antes, cinco policías –tres de la Agencia Federal de Investigaciones y dos estatales–, fueron perseguidos y luego rafagueados desde otro vehículo en movimiento, en la colonia Lomas del Bulevar. Semanas antes, en noviembre, un grupo de sicarios atacó a balazos al alcalde de Navolato, Fernando García, quien quedó ileso. El atentado tuvo un saldo de tres muertos, dos de ellos regidores; una semana antes, el oficial mayor de este ayuntamiento fue ultimado a tiros.

Trece en San Ignacio

Caminos de terracería. De madrugada danza la muerte. Escupen plomo los fusiles. A la izquierda de la carretera México 15, a unos 600 metros, camino a San Miguel, Municipio de San Ignacio. Puros santos. Pura muerte. La sangre estila. Queda en la yerba. Junto a los casquillos. Pegados a la cerca, los alambres de púas, la terracería.

Trece cuerpos están boca abajo. Impactos de bala y boquetes en espalda y cabeza. Cuerpos de hombres de entre veinte y treita años. Jóvenes todos, rostros pálidos. Rostros sin rostro, sin vida. Duros, duros. Pegados. Besando la tierra muerta.

La Procuraduría General de Justicia identificó a los trece jóvenes ultimados a balazos en las inmediaciones de la comunidad de San Miguel, en el municipio de San Ignacio, durante la mañana de este jueves, a quienes ubicó como trabajadores y propietarios de un empaque hortícola, ubicado en el municipio de Mocorito.

Martín Robles Armenta, entonces director de Averiguaciones Previas y hoy subprocurador General de Justicia del Estado, informó que siete de las víctimas tienen parentesco, y todas con domicilios en los municipios de Mocorito y Salvador Alvarado; a todos ellos, agregó, se les vio en Concordia, al sur del puerto de Mazatlán, antes de ser encontrados sin vida.

Otras versiones señalaron que en este lugar de San Ignacio, donde recientemente han ocurrido ejecuciones, fueron “levantados” por desconocidos.

“En la etapa preliminar hemos podido recabar declaraciones en el sentido de que un día previo al de ayer, estas personas llegaron en vehículos distintos a la cabecera municipal de Concordia, donde ahí estuvieron, procedentes de sus lugares de origen por motivos laborales, de acuerdo con testimonios; las víctimas eran presumiblemente agricultores, ganaderos”, dijo Robles.

Versiones extraoficiales relacionaron este múltiple homicidio con el asesinato de cuatro personas, el 21 de septiembre pasado, en la comunidad La joya de los López, en Mocorito, a cerca de 120 kilómetros al norte de Culiacán; uno de los occisos, señalan, era operador del cártel de Sinaloa en esta región, ubicada muy cerca de la zona serrana de la entidad.

Las víctimas fueron identificadas como César Adán Montañés Campos, de 29 años, Jesús Arredondo Campos, de 38 años, Jesús Leonel Arredondo Román, de 19 años, Jesús Mauricio Cuevas Arredondo, de 24 años, Cruz Domingo Cuevas Arredondo, de 22 años, Jorge López Martínez, de 19 años, Víctor Alexis Urías Arredondo, de 20 años, José Fernando Espinoza Nidome, de 35 años, José López Navarrete, de 36 años, José Ascensión Jabalera Chávez, de 30 años, Luis Ernesto Báez Bojórquez, de 20 años, Horacio Domínguez Duarte, de 22 años, y Hugo Francisco Valdez Durán, de 38 años.

La procuraduría local dio vista de este caso a la Procuraduría General de la República (PGR), por el tipo de armas que se usaron: fusiles de alto poder, sobre todo AK-47.

En San Ignacio nadie sabe nada. Están azorados por los trece ejecutados, pero también ríen, trabajan, conversan. Facilidad para mojarse con saliva la punta del dedo índice y pasar la página. Es la comidilla. Y no tanto. Ese año, el 2008, terminó con cerca de 2 300 personas muertas a tiros: mutiladas, decapitadas, levantadas, con huellas de tortura. Año del crack en el cártel de Sinaloa: los Beltrán Leyva contra Joaquín Guzmán Loera. Adiós a parentescos, padrinazgos, fiestas colectivas, negocio único y de todos. La guerra en casa. La vida trozada. Ese año, fue uno de los más violentos y con la más alta incidencia de homicidios, si no el que más, en la historia de esta entidad.

Una mujer, madre de familia, conversa con un pariente por teléfono. Se le oye alegre. Preguntan por familiares. Se regresan los saludos. Y le dice, antes de despedirse, que aquí, en San Ignacio, todo está bien. Todo bien, todo bien. Adiós. Clic.

 

Diciembre de 2008

Prefiero ser cabrona

 

“¿Sentirme herida? No.”

Vanesa estaba estudiando licenciatura en contabilidad pero la abandonó porque no le alcanzaba el dinero. Es alta, hermosa y de talle ondulante, trae una .45 en el bolso: en medio de papeles, cosméticos y accesorios, la escuadra está más a la mano que el bilé.

Nomás por capricho, conserva una Smith and Wesson. Por puro gusto.

Ella sólo cumple órdenes pero no mata inocentes. Para Vanesa, cuando le dicen ve por él, no hace más que estudiar, revisar movimientos y actuar. Limpia, sin testigos ni los llamados daños colaterales. Muere, dice, quien tiene que morir. El que robó toneladas de perico –como llaman a la cocaína–, el que no pagó o se quedó con el dinero, el que traicionó o delató. Muere quien lo merece.

Y mantiene su máxima: no niños.

 

—¿Tanta muerte te tiene herida?

Vanesa dice que no trae en su conciencia a todos aquellos que ha ejecutado ni la despiertan durante la madrugada las súplicas o llantos o las miradas de los que tuvo que mirar a los ojos. Va despacio, a tientas. Tiene plomo en lengua, labios, pestañas, cavidades oculares, manos y pies y pasos. Sus milimétricas cavidades dan positivo en la prueba de rodizonato de sodio: y con creces, en ese andar, ese espectacular donaire de pintar de nuevo el viento y de saberse segura y atractiva, pero también peligrosa. No dudará, lo sabe, a la hora del índice en la oquedad del arma en la que va el gatillo. Tiene plomo en el alma, en ese palpitar de mujer con sueños que tardan en llegar. Y también corazón.

“Nunca me come mi conciencia, ¿para qué? Por algo pasan las cosas y si me les aparezco fue porque andaban de cabrones o abusando de su poder. No soy Dios ni nada por el estilo y no lo intento ser, pero a mí me dan órdenes y las cumplo”, manifestó.

Piernas cruzadas. Su pie derecho baila forrado en esos zapatos no tan altos y por lo tanto más que cómodos. Ahora trae prendas rojas. Le gustan los colores fuertes, como su vida. En otra ocasión serán negras, pero no su alma. Es como una mujer que mata y mata, pero sin placer y sólo porque es su trabajo, y a pesar del río mundanal y las arenas movedizas, parece resignada a la salvación, sabiéndose en un infierno.

Le duele no haber terminado su carrera, pero piensa, está segura, que un día volverá y se instalará en la butaca del salón como una joven más, dispuesta a estudiar y terminar la licenciatura. No quiere ser modelo porque no la bajarían de puta. No lo tolera. Tampoco que la ubiquen como una pendeja.

“Ojalá fuera puta, acostarme con alguien y sacarle beneficios como cualquier otra puta del gobierno, pero no, prefiero ser cabrona a que me digan pendeja.” Está en ese sillón que con ella ahí parece un pedazo de cielo. No acepta grabadora y por supuesto no hay insistencia. Mucho menos foto. Accede, sí, a una entrevista y es ella la que pone las condiciones y no son pocas, pero posibles de cumplir.

Sólo puede decirse que es del norte y que vive cerca de la frontera. De varias fronteras: la de la vida y la muerte, ese ir y venir con el cañón humeante y el cuerpo frío, apacibles aguas superficiales que contienen maremotos en sus intersticios, en ese submundo de corrientes insumisas y bravías y sin palabra de honor. De la frontera norte del país. Y de todas las lindes filosas, destellantes y puntiagudas.

Va y viene y no trae las alas salpicadas ni sus pies por los lodos movedizos de la perdición. Se sabe de este lado y le duelen los prostitutos del gatillo que arrasan con todo, incluso niños y embarazadas, con tal de experimentar la necrófila sensación de disponer de la vida de otro y salir de ahí más fortalecido: vampiros y mequetrefes de la galopante perdición.

“No me duelen los muertos que dejo. No. No son ni míos, son, como se dice, del sistema, gente que se tiene que morir, que si tienen madre, esposas o hijos, sí los tienen, pero o son ellos o son otros más los que ellos matarían. Nunca he matado a un inocente”, aseguró.

 

—¿Sientes que de alguna manera alivia tus males terminar con estas personas?

—No y no. No se alivia nada tronando a alguien: le añades limón a la herida, y mis asuntos no los mezclo con ellos. Una cosa son mis sentimientos, los que sean, y otra que la carpeta que me dieron tuviera el nombre de un cabrón que se clavó varias toneladas de perico. Al menos yo no estoy tan enferma.

 

“Aquí no hay placeres, no los hay. Pregúntale a un carnicero si tiene placer al cortar la carne cruda que ni se va a comer. Placer es ir a un restaurante y que te la den ya asada, en su jugo. Aquí hay dolor que se hace fuerza, pero no es dolor tuyo. Es el dolor de esos que despachas afuera por andar de mamones y que piensan que ya la libraron, ese es el único dolor, del que se va porque sabe que va a dejar familia aquí y a lo mejor no sabían lo que hacía la lacra del hijo o hija que tenían.”

Afirmó que no pertenece a ninguna organización delictiva. No soy de nadie ni hay exclusividad. Nadie la trata como si fuera su propiedad. Ella es libre y se considera toda una profesional en lo que hace.

 

Vanesa tiene piel bonita pero pide que no se escriba nada sobre su color. Ahí, asegura, no van a encontrar cicatrices. En ninguna parte de su cuerpo. Las suyas, esas heridas que lleva, están dentro y tienen qué ver con su familia y amigos, aquellos que murieron en condiciones absurdas, por descuido, traición o confusión. Le duelen por dentro pero no se ve ese dolor en sus palabras ni en esa mirada. Hay otra Vanesa escondida, que se guarda las tristezas y cancela las lágrimas, para sus momentos de soledad: abandono y vulnerabilidad, escafandra y caparazón, prohibición con blindaje nivel cinco de sus tatuajes invisibles, esos que no sangran pero de los que brotan lágrimas.

Piensa en sus hermanos, su madre, la butaca que la espera en la facultad, la niña que fue, el novio que no tuvo, la amiga que no está y los hijos que podría tener. Nostalgia y añoranza del mañana. Ayer y futuro en esa licuadora que es su vida.

 

—¿Qué es lo que más te duele, lo que más te ha provocado dolor?

—No sé, quizá saber de un cabrón que se burló de mí, me fue infiel y que andaba de matón y sin tocarse el corazón le entraba a matar niños y conmigo era un angelito, un hombre tierno. Pero me dolió su engaño, su abuso con gente que no puede defenderse. Eso me duele más, la injusticia. También me duele que no pueda, que no haya podido hasta ahora, terminar mi carrera. Y ser yo, así de simple. Eso es lo que más me duele… además de las traiciones.

 

Vanesa siente que se le revoluciona el pecho pero la lengua se mantiene en pausa. Confiesa que tiene amigos muertos, algunos de ellos a balazos. Pero no puede llorarles porque así se los prometió. Dolor que ocultar, duele.

“A veces que no estoy cerca de mis amigas y compas que no son muchas o de mi familia, me duele. Yo me fui por mi cuenta para evitar problemas, no por mala hija o amiga. Me dijeron que a lo mejor quería borrar mi pasado, pero ni al caso. No me arrepiento hasta ahorita. De nada”, señaló.

Hace una pausa. No le gustan las preguntas y menos que éstas sean tan personales. Por eso odio a los periodistas, dice. Y se ponen rocosos sus pómulos, aunque no logran competir con su belleza. Sus senos en su lugar. Buena nalga y acinturada. No hay cirugías. No se descubre mucho pero le interesa andar a la moda. Casi no se maquilla: no lo necesita.

El primer jale

“Mi primer jale fue contra un caco. No sé cuál tiene más importancia, si fue él o fue el que me dijeron que torciera. Pero el mismo día me despache a los dos y yo digo que no lo asimilé y por eso superé rápido las cosas.

Ya me habían regalado una pistola y el morro me tiraba el rollo todas las mañanas. Medio carita, estaba siempre estacionado y yo lo saludaba pero no sabía que era el caco que andaba saqueando las casas en las mañanas. Lo vi ese día estacionado en su Cherokee y siempre que salía a la escuela me decía ‘Qué onda bonita, te llevo a la escuela’ y la verdad sólo sonreía. Para qué te miento, sí estaba guapo y lo miraba cómo me comía con la mirada. Estaba siempre en la mañana, como a las seis y media, estacionado y ya que la mayoría de la plebada, de las familias, nos íbamos al trabajo o a la escuela, entonces ocurrían los robos. Se metían a las casas y las saqueaban.

Vanesa dice que se desbordó de coraje cuando se enteró que el ratero se había metido a la casa de una señora muy apreciada por ella y su familia, que la había cuidado a ella y sus hermanos cuando los padres no estaban. Entonces, la señora, ya mayor, era como de la familia.

“De puro milagro me regresé a la casa porque había olvidado la usb donde traía la tarea que ese día debía presentar en la escuela. Y fue allí cuando lo caché que se había metido a la casa de doña Juana y mi reacción fue coraje y las manos me temblaban. Sentí como la cara se me puso caliente, y no sabía qué hacer, si llamar a la policía o qué.

Miré que salió sin pena y mi primera preocupación fue doña Juana, dónde andaba, si estaba dormida, si estaba en su casa. Agarré una caja de zapatos donde tenia un celular y la Colt, y salí y me fui muy normal con la usb y la caja de zapatos. El morro estaba allí en su camioneta y me sonrió de nuevo y le sonreí, y para su buena suerte se ofreció a llevarme a la escuela, y me iba coqueteando y yo iba también tirándole el rollo y me dijo que por qué no nos íbamos a dar la vuelta fuera de la ciudad, le dije que sí. Entramos a un motel y se estacionó.”

El joven era atractivo y le gustaba a Vanesa. Pero ella traía muchas emociones juntas y revueltas en panza y cabeza. Justo cuando iban a entrar al motel ella le pidió que mejor se regresaran, que tenía que imprimir unos documentos que debía entregar en la escuela y que se verían después. Se le ocurrió entonces pedirle que le permitiera manejar la Cherokee.

“Y me dice, claro que sí mija… y fue allí cuando se la dejé ir. Cuando se voltea a desabrochar el cinturón de seguridad y quiere abrir la puerta, le dispare en la espalda dos veces. No sé si fueron las balas pero me quede sorda en ese rato, y después reaccioné y le llamé a un amigo y le dije lo que había hecho y me regañó. Me dijo que me había adelantado, que no anduviera con pendejadas y llegó por mí, me abrazó, eso lo recuerdo, y me preguntó cómo estaba.”

A Vanesa le viene bien contar los momentos en que alguien cercano le da muestras de cariño. “Eso lo recuerdo y bien”, repite, cuando se refiere al abrazo que le dio ese amigo y cómplice suyo, que antes de pedir explicaciones, hace que ella se guarezca en sus brazos.

Le preguntó por qué lo había hecho y ella respondió: por ratero y abusón.

“Se rio y me dijo que aprendía rápido, pero que no me quisiera brincar de nivel aún. Me llevó al centro de la ciudad y se llevó la camioneta con todo y cadáver a las afueras. Allá la dejó con el morro dentro.

Esa fue la primera vez. No me enorgullece pero así fue. La segunda ya me llevaron con alguien a que me conociera y me ofreció una cangurera con dólares y le pidió a los guaruras que me llevaran de compras y después a decirme a quién querían quebrar.”

Vanesa se acomoda en ese sillón, en el que se instaló a sus anchas. Ahora está de descanso, tiene semanas así. Son las vacaciones que ella misma se da después de algún jale. No dice cuándo ni dónde ni contra quién. Está en espera, también, de que le den nuevas órdenes. En algún momento le harán llegar una “carpeta” con el nombre, foto, datos: próxima ejecución. Cruza las piernas. Está en sus aposentos, esparcida, en la comodidad. Una paz inquebrantable asoma como un destello: nave fugaz que cruza de extremo a extremo esos ojos de filo peligroso y seductor. No debe nada, dice.

“Todo el que quebré se lo merecía ¿Qué más? ¿Qué más quieres saber? “

Puja. Cree, está segura, que no se le preguntará más. Eso quiere y así lo hace notar y no con disimulo. Hay mucho todavía por cuestionar, pero no con alguien como ella, con las herramientas de trabajo en ese bolso LV (Louis Vuitton).

 

12 de mayo de 2013