CAPÍTULO IV
EL LUTO HUÉRFANO
El guapo
Vivió muchos años con él hasta que decidió dejarlo. Allá, en Torreón, estado de Coahuila, el hombre era plural con las mujeres: a todas las aceptaba, con todas quería y a todas les decía que sí. Ella entonces dijo no. Se llevó sus cosas, su hijo, unas cuantas monedas y partió a miles de kilómetros. Y ahora lo tenía ahí, tendido.
Recordó que había hablado muchas veces con él, por teléfono. Hablaban de la familia, de los asuntos que todavía tenían pendientes, pero nunca de volver. Él seguía en las mismas y ella buscando la manera de sobrevivir y mantener a los hijos en la escuela, con comida y casa rentada, mientras conseguía una propia.
Después, las conversaciones eran sobre sus hermanos, los de él, las preocupaciones de la madre, el trabajo y esos viajes postergados de ver al morro, como los sueños vigentes que se arrugan y envejecen pero que nunca llegan. A ver si la semana que entra voy a verlos, María. Si no, el mes que viene. O el año entrante.
Él era carrero, como llaman en esa región fronteriza del país a los que se dedican a comprar automóviles en Estados Unidos y venderlos. Ella misma había ayudado en estas tareas y la hacía de chofer, con tal de pasar más tiempo con él y cuidar que los negocios no se fueran por las fosas nasales que funcionaban como hambrientas aspiradoras a la hora de tener enfrente algo de coca.
Ilusiones oxidadas en los oídos de ese muchacho que ya no era un niño. Mi apá no va a venir, sé que me va a quedar mal: nunca va a cambiar. Quimeras canceladas en el pecho de ella, navegando en el mar muerto de un amor que se fue, que no está, que quedó atrás. Y aún así, se hablaban para saber uno del otro y que, al menos por el celular, los hijos y el padre se saludaran.
“Yo le dije, por ahí del 15 de marzo, unos cuántos días antes de Semana Santa, que hablara con su padre. Era su único hijo varón. Tenía otras hijas, con otras mujeres. Pero el mío era el único macho. Le dije: ‘Habla con tu padre y pídele perdón. Pídanse perdón’”, señaló María, frente al ejército de sillas y mesas de ese restaurante. Ella deberá acomodarlas antes de cerrar, pues le toca cubrir el último turno.
En Torreón, desde que empezó 2013, estaban matando a los que trabajaban con el cártel contrario. Y a sus familias. Él le contó que habían ido por un familiar muy cercano, porque trabajaba para los otros. Los de la clica vencedora no querían dejar rastros consanguíneos, herencias genéticas ni odios alojados en las nuevas generaciones. A chingar a su madre todos.
Y se agarraron matando a los padres, hermanos e hijos. Algo sintió ella, como que se agrietó ese corazón enmohecido, cuando sonó el clic que anunció el fin de esa llamada. El papá había conversado con el joven, ya de 19 años, aquel día de marzo. Le propuso que fuera a visitarlo a Coahuila: “Ve, hijo. Dile que lo amas mucho, mucho, mucho.” No dijo nada: apretó los labios, cerró los ojos y volvió a cancelar emociones y recuerdos.
Se enteró luego. Él iba con la novia en turno. Los interceptaron a tres cuadras de la casa. Los sicarios los subieron a una camioneta. Dos días desaparecidos y ella con el Jesús crucificado en ese rosario de madera, apretado entre el dedo gordo y el índice.
Ya sabían que no lo encontrarían vivo. Ni a ella. Ella desgarrada, con un balazo en la cabeza. Él a pocos metros, entre el monte, con golpes por todos lados, cortadas en piernas y brazos y la cara desfigurada y sin una de las orejas. Dicen que los balazos no lo mataron, sino algo duro que tapizó su rostro y quitó de su lugar la nariz y cerró entre sangre e hinchazón los ojos.
En la nota publicada por el diario Exprés, que circula en esa región, el 28 de marzo de 2013, el encabezado anunció un doble homicidio. Ambos, hombre y mujer, tenían el tiro de gracia y fueron encontrados a unos 300 metros de la comandancia de la Policía Federal.
“Una pareja conformada de un hombre y una mujer fue asesinada a balazos durante la tarde de este miércoles, sobre el periférico Raúl López Sánchez, a espaldas de la colonia El Roble, a 300 metros de la Comandancia de la Policía Federal… estaban boca abajo y con el tiro de gracia en la cabeza”, rezaba la nota.
El agente del Ministerio Público especializado en homicidios dolosos acudió al lugar para realizar las primeras indagatorias. El reporte inicial indicó que el hombre tenía entre cuarenta y cuarenta y cinco años, de complexión regular, moreno y estaba descalzo. La dama tenía alrededor de 25 años y también era morena, “complexión regular, cabello largo y negro, asimismo traía puesta una blusa de tirantes de color guinda, pantalón de mezclilla azul y huaraches rosas”.
Supieron que era él. Por eso le avisaron. Ella no iba a ir, eran muchos kilómetros y no podía ausentarse de su trabajo. Su hijo le anunció que iría, entonces ella supo que debía acompañarlo para que se despidiera de su padre en medio de los funerales.
El joven jalaba aire con los brazos y secaba sus ríos internos: torrenciales emanaciones de sal líquida. “Levántate”, le gritaba “Levántate”, le volvía a gritar. Y le insistía: “levántate, papá, no te quedes ahí”. Y abrazaba la fría madera.
“Yo también me despedí. Lo único que le dije fue que no quería verlo así y que hubiera querido que nos perdonáramos, porque ambos nos hicimos mucho daño. Le pedí perdón porque así lo sentí. Pero la verdad ya no había amor”, recordó María.
Ella viajó para estar en los funerales. Junto al ataúd sellado. Una compañera de trabajo supo de su muerte. Ella le platicó lo de los golpes, el balazo, los narcos y su estúpida venganza, la oreja volada y la nariz jalada hacia la izquierda. Su amiga la escuchó mientras veía la foto de él en vida. Volteó a verla y, de nuevo, lo vio a él en esa imagen.
“Estaba bien bueno tu marido, ¿por qué lo dejaste?”
12 de abril de 2013
Dos veces huérfano
—¿Te gustaría que nuestro hijo creciera sin papá, como tú?
Yordi agacha la cabeza. Tenía cuatro años cuando unos hombres armados entraron a su casa y mataron a su padre. Él no vio pero algunos de sus hermanos y su madre sí. Sara, su novia, quien tiene varios meses de embarazada, le reclama porque se va de antro, se emborracha. Teme que en una de ésas su malhumor haga que se pelee. Teme lo peor. Como si presintiera que algo malo se acerca y él, sin saberlo, apura sus pasos hacia lo funesto.
—La neta, no. No me gustaría. Está feo crecer así, sin papá. Querer platicar con él, desahogarme, y no tenerlo –respondió.
Entonces ofreció cambiar, dejar de emborracharse los fines de semana y convivir más con ella y ese embrión que ya saltaba en ese juvenil vientre. Sara se sobó la panza frente a él y lo invitó a hacer lo mismo. Sabía que su padre, un mecánico querendón, había jugado con él cuando era niño y que lo llevaba para todos lados. Pero sus recuerdos se hicieron gelatinosos y agrios: como en un pantano, su padre vagaba ya sin él y él se acordaba y se ponía furioso y acre, cancelaba todo en su boca y se enclaustraba, y el recuerdo aquel era como una rabia de silueta borrosa, de sombra de hielo, y en proceso de evaporación.
Le tenía coraje. Como si lo culpara de que él no tuviera padre, de sus silencios oscuros y el extravío que en ocasiones lo atrapaba, amarrado, fundido en sí mismo, ausentándolo por largos momentos: mirada abajo, cabeza gacha, la mente en una revolución sin sentido y en la que no carburaba más que episodios dolorosos en los que no había nada ni nadie. Páramos construidos de materia gris y nostalgia de figuras sin boca y sin sonrisas, brazos sin manos, ojos sin lóbulo ocular. Ausencia de todos y de asideros.
“Me va a servir para desahogarme. No he hablado con nadie de esto, ni con mis padres. Apenas le dije a mi amá que me iba a entrevistar un periodista que quiere contar lo que pasó entre nosotros, y se le llenaron los ojos de lágrimas. Y asintió. Yo también, por eso estoy aquí”, señaló.
Quiere morder ese insomnio, antes de que ese pasado abra sus mandíbulas y la muerda a ella. La muerda más de lo que ya. No tiene intenciones de ocultar nada y menos a su hijo. Es la condición para que esos poros se abran, esa garganta vomite los ayeres del dolor y esa zona torácica se vacíe de latidos tantas veces negados y ocultos bajo la llave del no querer sufrir ni ver ni ejercitar la memoria. No perderá kilos con esos aerobics de nostalgia, pero sí tendrá menos peso su alma nueva, de combatiente azteca, ligera y limpia, que se apresta a luchar.
Sara trae un insomnio de tres días desde que supo que podría contar su historia, la de quien fue su pareja y el hijo de ambos. Le recomendaron no hablar por el dolor guardado y los riesgos de que una historia de asesinato y dolor la ponga en riesgo, quede en un papel de algún periódico o libro y luego se arrepienta por ella y los que están a su alrededor. A sus 21 años tiene una voz serena, puesta en el centro exacto de su vida y ese entorno de dificultades que ha sabido enfrentar. Ya no es la bachiller enamorada y en apuros por divertirse, atar sus dedos a los de él, traspasar a través de los momentos compartidos la vida nocturna, el juego y la diversión. Ella trascendió su uniforme escolar y su sonrisa de media naranja para encontrar amor y luego fecundar el óvulo y después avanzar apurada al firmamento, aunque éste, obcecado como suele ser, se alejara.
Conoció a Yordi en el autódromo de Culiacán, durante una fiesta. Él, de 23 años, de sombras insondables en los ojos y una voz tímida que dice “Mírame, aquí estoy.” Ese episodio del homicidio de su padre le pesa como una losa y le alimenta las sombras.
“Eso le afectó. Siempre te afecta crecer sin papá, ¿no? No hay quien resista eso. Y aunque su papá fue bueno con él y lo llevaba para todos lados, lo paseaba, él respondía siempre ‘Mi apá fue bien mamón.’ Lo hacía con coraje y tristeza a la vez. Tampoco hablaba mucho de él”, confesó ella.
Él, como ella, no acudieron al psicólogo para enfrentar sus penas. A ella le recomendaron eso sus padres. También refugiarse en la iglesia y tener asideros en medio de sus tormentas de ausencias. Pero ella ha preferido hacer clic a la cerradura, darle vuelta a la llave no para abrir sino para sacarla y guardarla. Bien guardada. Ahora no, ahora se abre y uno puede asomarse en el pecho de una joven que ve el firmamento, donde se incendian el mar, el cielo, y paren nubes rojizas, azules suaves, naranjas vivas, morados en pena. Lo ve y no parpadea. Lo ve y le dice “Aquí estoy.” Y agrega un “Ya voy”, decidida y empecinada. “Quiero vivir. Y quiero hacerlo con mi hijo.”
Yordi le sacó plática. A ella no le pareció guapo, pero sí divertido. Un buen muchacho. A los pocos días la invitó a salir y muy poco después ya lo tenía en su casa. Se resistió a entrar al menos a la cochera, a pesar de las insistencias de ella. Los padres la regañaban porque se quedaban en la banqueta, parados, recargados en el barandal o las paredes de la fachada, conversando en largas jornadas nocturnas. Pero él se negaba, le daba pena. Y se justificaba: “Mi madre me enseñó a no andar en las casas de los vecinos, no molestar a nadie ni pedir nada.” No quería andar de encajoso. Tímido y serio y cerrado, pero aceptó dar unos cuantos pasos meses después y a duras penas, a golpes de insistencia y quejas del padre hacia ella, en el sentido de que no quería que estuvieran en la calle si tenían casa y cochera y podían sacar sillas e instalarse en ese espacio de la casa.
Lo miraban con desconfianza. Tenía ese aspecto de gente de rancho, de “medio buchón”, que se refiere a gente de la sierra, cercana a los narcos o que se dedica al narcotráfico. Matón, vendedor de droga al menudeo, consumidor. Pero él no era nada de eso, aunque su aspecto no le ayudaba en lo más mínimo.
“Me gustaba su físico, aunque no era así, guapo. Pero me inspiraba mucha confianza, platicábamos mucho y me contó cosas muy importantes, como que él las tenía bien guardadas y también yo le inspiré confianza… en pocos días me contó su vida”, recordó Sara.
Tenía días visitándola y fue sorpresivo cuando se lo dijo. Le preguntó si quería ser su novia. Era demasiado rápido para ella, pero logró reponerse cuando él se lo planteó. Ella guardó silencio un momento, él acotó para expresarle que la pensara, que la iba a esperar. Dijo que iba a la tienda, a la vuelta, o quizá a la farmacia que estaba cerca, para comprarle dulces o lo que quisiera. Ella asintió y pidió chucherías. Cuando regresó no cejó.
—Me gusta mucho platicar contigo, ¿quieres ser mi novia?
—¿Es en serio?
—Claro, en serio. Piénsalo, después me dices.
Sara pensó en que ese joven era bueno, aunque quizá algo triste y callado. Mala onda no es, se respondió para sí como buscando convencerse. Cuando él regresó le soltó de nuevo.
—¿Ya lo pensaste?
Ella respondió que sí. Pero no desaprovechó para poner algunas condiciones. La más importante fue que tenía que visitarla y entrar a la cochera, sólo así conversarían. Y él aceptó.
Yordi cargaba una vida en pedazos. Unos trozos entre sus ojos, cuando llovía casi invisiblemente e insonoro. Una muerte a tiros lo rompieron por dentro y todo en su casa. Su madre se partía entre limpiar casas ajenas, en una tienda de una cadena de supermercados y en una gasolinera. Su padre seguía yacido en su recuerdo y envuelto en manchas rojas que crecían y crecían y aparecían en pisos pero también en paredes, sillón, comedor, estufa y techo. Su frente manchada. Su mirada marchita. Sus hermanos ausentes, uno en Estados Unidos, trabajando, y otro en Culiacán. Sus primos “andaban mal”, lo que significa que estaban metidos en el narcotráfico, aunque se desconoce si en calidad de matones o distribuidores de drogas o cultivadores de mariguana. Pero estaban dentro. Y él no sólo se resistía, sino que había decidido no juntarse con ellos.
Ellos, solía decir, no son mis familiares. No tengo primos ni tíos, aunque de vez en cuando los nombre. Sólo mis hermanos y mi mamá. Ellos son mi familia. Era todo lo que tenía.
“Era celoso y machista, eso no me gustaba. Siempre quería tener la razón, imponerse sobre mí y eso como que no. No era de ir a lugares, de salir a pasear, al cine. Siento que poco a poco, con la convivencia, con mi forma de ser y lo que a mí me enseñaron mis padres, en mi casa, lo fui haciendo sociable. Porque, como te digo, no quería ni ir al cine. Para él salir era ir a los tacos de la vuelta… pero luego fue cambiando, lo fui cambiando, y entonces sí quería, sí aceptaba. Bastaba que yo le dijera ‘vamos a…’ y él aceptaba.”
Su ambiente era ese: drogas, narcos, armas. Y él se negaba. Sus amigos eran adictos a la cocaína y cuando consumían frente a él los regañaba y aconsejaba. Llegó a decirles que se fueran a otro lado o que mientras siguieran en eso no lo buscaran. Se arrepentían y volvían. Le agradecían que los aconsejara y volvían al ruedo: a salir a dar la vuelta, a los antros y pistear.
Era muy trabajador. Se dedicaba a instalar, reparar y darle servicio a los portones eléctricos. Laboraba con un señor que era adicto al alcohol. Y él realizaba los servicios y cuando tenía mucho trabajo no pensaba en la cerveza o en las salidas. Terminaba como su alma: destrozado, partido, con dolores. Y se echaba a dormir.
Ella preocupada. Aunque no era muy regular en sus periodos, dos meses sin menstruación la tenían cavilando: él, ella, lo que tenían los dos… ¿tres? Ambos acordaron hacerse la prueba de embarazo, que él adquirió en la farmacia. Positiva. Ella le subió dos rayitas a su preocupación. Él contento. Se puso feliz y su boca por fin floreció al dibujar una sonrisa. Músculos faciales ejercitados. Endorfinas. Rostro luminoso. Cachetes chapeteados.
Ella pensó en lo que dirían sus padres y en sus estudios de segundo año de preparatoria, en el Colegio de Bachilleres (Cobaes) número 26, ubicado en un céntrico sector de la ciudad. Él le sugirió que les contara a sus padres antes de que éstos se percataran de los cambios en el cuerpo de ella. Ella se negó. Él insistió y propuso que él les diría. Ella volvió a negarse. Hay que esperar.
Unos parientes invitaron a los familiares a un viaje. No todos pudieron ir, porque no podían dejar trabajos ni escuela. Sólo aceptaron acudir Sara, su hermana menor y su padre. Sara recordó que siempre que viajaban en automóvil le daba por vomitar y marearse. Ésa sería su coartada.
De Mazatlán a Nayarit. Playas, sol, carreteras y diversión. Y empezaron los mareos y vómitos. Su padre le anunció que le compraría pastillas para evitarlos y así lo hizo. Ella fingió tomárselas. Por supuesto, los achaques siguieron. Combinó sus malestares con mensajes de texto a Yordi a través de su celular. Él preguntaba, insistente, si ya le había dicho a sus padres y ella que no. En eso se le acabó el saldo. Lo único que se le ocurrió a ella fue pedirle el teléfono a su papá, confiada en que los iba a borrar y que además él no los abriría, no sólo porque es discreto, sino porque desconoce cómo usar el aparato.
“¿Ya se te nota la panza?”, preguntó él.
Varios días pasaron hasta que su padre la despertó. Ella en su recámara, todavía con sueño, esa mañana. Levántate, le dice. Tenemos que platicar. Entra la mamá después y tras ella él. Se sientan en la cama y se miran. Ella sabía lo que venía pero esperó a que ellos iniciaran la conversación.
¿Por qué no nos habías dicho nada? Preguntó la mamá. Y se puso a llorar. Sara en silencio, mirándolos apenas. El papá serio. Trató de consolar a su esposa con un “Ya no llores”, y agregó que había que aceptar lo que estaba pasando y que iban a apoyar a su hija en todo lo que fuera. Tenemos que salir adelante, manifestó. Sara los escuchó, siguió seria y agregó a su estado anímico algo de vergüenza por no haber tenido el valor de decirles antes de que se dieran cuenta, pues el padre, por accidente, había dado con los mensajes enviados entre su hija y Yordi durante el viaje a las playas de la región.
Vamos al médico, ordenó el padre. Tomaron ropa y las llaves de la camioneta. Acudieron al área de ginecología, del Hospital Civil de Culiacán, muy cerca de dónde vivían. Le hicieron una prueba más de embarazo, con lo que todos confirmaron –y la joven reconfirmó– que efectivamente estaba preñada. Y les informaron: es niño. El padre, de alrededor de 40 años, sonrió, pero se esforzó en no hacer de la noticia una fiesta en su rostro.
Cuando Yordi supo de las novedades, se apuró a encarar a los padres. Les dijo que podían vivir juntos y también ofreció casarse con Sara. Los padres advirtieron que no tenían que hacerlo, pues el embarazo entre dos adolescentes no tenía que convertirse necesariamente en matrimonio. Les sugirieron esperarse, que cada uno viviera por su cuenta, en su respectiva casa, y trabajar todos por la salud de Sara, su nutrición y tranquilidad, y por el bebé que venía.
“Mejor cada quien por su lado y cuando nazca el bebé ya veremos”, sentenció la madre de Sara.
No lo voy a abrazar
El bebé nació en 2009, un 28 de diciembre, Día de los Inocentes. Entre las cinco y las seis de la tarde. La puesta de sol, el astro que regalaba incendios entre el cielo y el mar y la tierra en el horizonte de la capital sinaloense ese fin de año, dejaba mapas rojos y anaranjados, azules y grises y blancos, en el firmamento.
Fue en el Hospital de la Mujer. Él le había dicho que no quería agarrar al bebé cuando naciera, que mejor se iba a esperar: temía que se le quebrara en brazos, como ese ser interior suyo, herido, mutilado, silente y lleno de puertas bajo llaves y candados. Como si quisiera evitar con eso sembrar en ese nuevo ser una suerte de maldición que él padecía o parecía sufrir. No contaminarlo, no salpicarlo del sinfín de soledades y tristezas que lo colmaban todo en su vida. No resquebrajarlo, sino encenderlo para siempre, con su ausencia. Por eso no acudió a verla, a pesar de que supo de los primeros dolores de parto, cuando la encamaron y cuando ese niño asomó y se encandiló de tanta luz exterior.
Fue hasta el día siguiente. En contra de las condenas autoimpuestas, lo vio y lo saludó por su nombre. Lo tomó en brazos y platicó como si aquella criatura de apenas un día de nacida le entendiera. Gestos de adormilamiento, dedos como alambres carnosos, rosas y frágiles. Muecas en la cara. Ojos extraviados. Se estiró y él siguió hablándole, mientras lo sostenía entre los brazos.
“Iba blanco, blanco. Todo sucio, lleno de polvo. Blanco, como si se hubiera bañado de cal. Venía del trabajo y ni se bañó, así como andaba, instalando un portón no sé dónde, así fue a vernos al hospital. Yo le dije ‘Primero báñate’ pero él no me escuchó. Tomó a nuestro bebé y le empezó a hablar. Yo pensé ‘Mira éste, no que no lo quería abrazar’, pero estaba contento, emocionado. Y hasta nos tomó una foto… él, que no sabía hacer cariños, que no estaba acostumbrado a que se los hicieran. Estaba ahí, contento y emocionado”, recordó Sara.
Voy a cambiar
Sara sentía coraje: no cambiaba, seguía yendo a pistear con sus amigos los viernes a los antros de la ciudad. Ella le preguntó una y otra vez, insistentemente, qué pretendía si tenía una responsabilidad con ella y como papá, después de haber nacido su hijo.
“Yo le dije que no tenía caso estar así. Me amargué por verlo salir cada fin de semana, de vago, y yo con el niño, cuidándolo. Fue cuando le anuncié que me iba con mi mamá y que él se quedara en casa de sus padres, donde vivíamos en ese momento, porque parecía que él no quería asumir responsabilidades”, señaló.
Él no lo aceptó. Luego de una breve discusión prometió cambiar. Pero bastaron un par de viernes para que de nuevo pisara los antros y se embriagara. Sara recuerda que lo amaba entonces, como ahora, pero que había acumulado coraje por las promesas incumplidas, aunque en general, a pesar de eso, se llevaban bien como pareja.
“Sabía que tarde o temprano le pasaría algo así, por su carácter, porque era muy agresivo, y por cualquier cosa podía pelear.” Ella habla sin haber frecuentado mucho estos centros de diversión, llamados antros, pero ha leído en los periódicos los casos de jóvenes muertos a balazos dentro y fuera de esos lugares, ya sea por discusiones o ajuste de cuentas.
Viernes tenía que ser
Era 28 de octubre de 2011. Ese bebé ya tenía un año y seis meses. Saltó de la cama a las cinco de la mañana pues tenía la encomienda de instalar un portón, y había dedicado días a adquirir material para terminar la obra. Era viernes. Consiguió que sus suegros le prestaran la camioneta y, a media mañana, estaba regresando para desayunar.
Salió media hora después para continuar con sus labores, no sin antes pedirle a Sara que cocinara lonches para él y los jóvenes que estaban trabajando en la obra. Ella decidió preparar varios burritos de carne machaca. Para la cena, hizo tacos dorados. Él llegó y ella le ofreció tres tacos. Se sentó en la mesa y con una rapidez insólita se levantó sin llevarse nada a la boca porque, según dijo, tenía que llevar a uno de sus ayudantes y entregar la camioneta. Iba cansado y sucio. Regresó minutos después y pidió que no le dieran cena, que iba a bañarse para echarse a dormir.
Sara subió y lo encontró acostado, pero a lo ancho de la cama. El bebé estaba ahí, tendido también y dormido. Ella ofreció mover al niño para que él se acomodara mejor pero éste no contestó. Se quedó serio, tendido, mirando a ningún lado, sin hablar. Ella bajó para acomodar algunas cosas y limpiar un poco antes de subirse a dormir, cuando escuchó pasos en el piso de arriba. Subió y lo vio saliendo del baño, cambiándose de ropa y perfumándose para salir.
“Le pregunté: ‘¿Vas a salir?’ No sentí coraje, la verdad. Pero para mí era el colmo y se lo quería decir. Recuerdo que a pesar de mi insistencia no contestó. Abajo, en la sala y muy cerca de la puerta que da a la calle, estaba sentada su madre y afuera, para que no me diera cuenta, estaba un muchacho esperándolo… subió hasta donde yo estaba, me dio un beso y dijo: ‘Al rato vengo, gorda.’.”
Sara bajó y su suegra le preguntó si le había dicho a dónde iba, y respondió que no. Subió a acostarse y ver Telehit. El bebé a un lado, plácidamente dormido. Ella apagó y prendió el televisor varias veces, no conseguía dormir. La preocupación la carcomía: él afuera, en la calle, emborrachándose con sus amigos, expuesto al peligro de la vida nocturna en una ciudad que muchos consideran una de las más peligrosas del país. Cerca de la medianoche, al fin se durmió.
Alrededor de las tres y media de la madrugada escuchó gritos. Su suegra lloraba. Ella abrió los ojos y sintió no haber dormido nada. Sabía que algo malo pasaba. Se quedó recostada. Afuera, en los pasillos, la calle, el otro dormitorio, la señora gritaba “¡Ay, mi hijo!” y Sara se quedó ahí, mirando el techo de la recámara, junto al bebé, quien despertó por el barullo.
“Yo sabía que algo malo sucedió. Primero pensé que se trataba de Yordi, pero nunca pensé que se tratara de su muerte. Salgo, voy al cuarto de mi suegra y ella sigue gritando. Pregunté qué pasó y nadie contestó… alguien me dijo que al ratito me informaría mi cuñado. Pero cuando la señora gritó ‘¡Me mataron a mi hijo!’, entonces supe que era él. Que había muerto.”
Entonces sí, el bebé se puso a llorar. Estaba muy inquieto, llore y llore. Pero Sara, sabiendo la desgracia, no podía derramar lágrimas y se quedó quieta, como en estado de shock. El joven que había salido con él horas antes de su casa empezó a gritar desde fuera: “¡Hijos de su puta madre, con cinco minutos que lo dejé solo le pasó eso!”
Ella corrió a verlo. Traía la camioneta en que habían salido esa noche a divertirse y presumió que en ella venía su Yordi muerto. Quiso verlo pero no la dejaron. Y empezó a insultar al joven aquel. Le llamó a gritos pendejo y le reclamó que lo hubiera llevado hasta su casa, en lugar de trasladarlo a un hospital para que fuera atendido por médicos.
Al fin decidieron llevar el cadáver al nosocomio, donde confirmaron que Yordi, de 23 años, había muerto debido a las heridas de bala.
El diario Noroeste, en Culiacán, publicó el 30 de octubre:
“Un joven del fraccionamiento Santa Elena perdió la vida cuando recibía atención médica en el Hospital Civil, a donde fue llevado luego de que un grupo de hombres, con quienes supuestamente discutió en un antro de la Isla Musala (y) le dispararon a quemarropa a las afueras del centro de diversión. Datos proporcionados por agentes policiacos que atendieron el llamado de auxilio hecho por personal del nosocomio indican que el ataque se registró aproximadamente a las 3:50 horas, a las afueras de una discoteca ubicada por la avenida Cancún, en la zona comercial de la Isla Musala. Al parecer la víctima se encontraba comiendo en una carreta de hotdogs hasta donde llegaron varios sujetos quienes sin mediar palabra sacaron un arma de fuego con la que dispararon en al menos siete ocasiones. Luego de cometer el mortal atentado, los delincuentes se retiraron de la zona donde curiosos auxiliaban al baleado, quien fue trasladado a las instalaciones del Hospital Civil en un vehículo particular, donde minutos después dejó de existir debido a las múltiples lesiones de proyectil de arma de fuego que presentó en su cuerpo. Testigos del hecho indicaron a policías que presuntamente el afectado sostuvo una riña con sus agresores dentro del centro de diversión, mismos que se salieron del lugar y esperaron que el joven saliera para atacarlo a balazos.”
Pero otras versiones señalaron que el homicidio había sido dentro del centro nocturno, luego de una discusión en el área de los baños. Ahí mismo, frente a otros desconocidos, lo ultimaron a tiros. Además, confirmaron que el joven ya había muerto cuando fue llevado al hospital.
Luego del homicidio, informaron funcionarios de la Procuraduría General de Justicia del Estado, hubo otros asesinatos aparentemente relacionados con éste. Pero la versión no fue confirmada oficialmente ni forma parte de las indagatorias, escasas, por cierto, que realizó el personal de la agencia del Ministerio Público especializada en homicidios dolosos.
En total, indican versiones cercanas a las indagatorias, participaron en este asesinato tres homicidas. De ellos no se supo más. Al menos en las páginas de los periódicos ni en las nimias investigaciones realizadas.
No es cierto
Sara no salía del todo del estado de shock. Ya en casa de sus padres, hasta donde la habían llevado luego de que la casa de los padres de Yordi parecía cárcel, funeraria y hospital al mismo tiempo, por tantos gritos y reclamos, confusiones y lamentos increpantes. Lloraba en silencio, sin aceptar plenamente lo que sucedía a su alrededor, ni siquiera cuando su cuñado le llamó por teléfono para que le diera un cambio de ropa para vestir el cadáver y prepararlo para las exequias.
En la funeraria lo veía y volvía a verlo. No es él. Su hijo abría los brazos, apuntando hacia el cielo, para que lo subieran y poder ver a su padre. No sabía qué pasaba a su alrededor, pues apenas tenía un año con cuatro meses. Y si hacía esos movimientos con manos y brazos y no le hacían caso, jalaba a quienes estaban a su alrededor, a los abuelos, la joven viuda o a quien identificara, para que lo llevaran hasta el ataúd para pronunciar ese bisílabo que marcó tantas ausencias y tan multiplicadas: “Papá.”
Parecía querer traspasar el cristal, abrir la pequeña ventana y abrazar a ese que no abría los ojos ni se movía ni contestaba sus llamadas. “Papá, papá.” Lo apuntaba con el dedo índice.
Ahora le enseñan fotos y lo llama. Le lleva globos a su tumba, en un panteón de la localidad y en marzo de 2012 preguntó por primera vez dónde estaba su padre, ese que le gritaba cuando llegaba y lo abrazaba y apenas alcanzó a jugar unos cuántos meses con él: borroso, casi deleble en su memoria, pero presente y congelado en esas fotografías del álbum que alcanzó su madre a llenar durante esos cerca de dos años de relación amorosa.
“En esa ocasión me preguntó que dónde estaba su papá, dónde vive y dónde tiene su casita; entonces entre mi mamá y yo le dijimos que estaba en el cielo y que su casita era el cementerio, en ese lugar donde le habíamos ido a llevar globos. Fue algo normal, así, como si nada, no se puso triste”, recordó Sara.
Poco tiempo después preguntó cómo habían matado a su papá. Ellos no se explicaron de dónde había sacado eso. Rápido cambiaron de tema. Tu papá está en el cielo, insistieron. Pero si algo ha molestado e incomodado a Sara es que su hijo llamé papá a quien es su abuelo. Ella insiste, lo corrige. Su padre interviene y le recomienda que lo deje. Al final logró que lo llame abuelo, en lugar de padre. De todos modos, recordarlo, mencionarlo, a ella le produce coraje, frustración y desaliento.
Tanto era el sabor acre en su mirada, en ese pecho que no suelta las amarras y esa realidad como loza que todavía no terminaba de caer en su cabeza y sus adentros, que pensó que Yordi le iba a llamar al celular para avisar que enseguida iría a comer, que preparara algo de alimento para llevar a la obra. Que todo aquel pandemónium era pesadilla, mentira, un zarpazo de la no realidad: mal rato, mal viaje, mal sueño.
Al rato me va a llamar. Me va a decir “Es mentira que he muerto. No es cierto. Gorda, prepárame unos burritos, ya voy para allá.” Pero nunca llegó.
Todo pasa
Alguien le recomendó a Sara que lea el libro Todo pasa y esto también pasará. Le han dicho que es para vivencias como la suya, que ante la muerte ella tiene que desahogarse, vivir el duelo. Y despedirse. Lo empieza a leer pero no pasa de una página. Le da coraje, le duele. Lo intenta una y otra vez. No llora. Esas lágrimas no se paren, son invisibles e internas.
“Empiezo a ver lo que pasó, lo que está pasando. No puedo. Me gana el coraje. Lo cierro.”
Su padre le advierte que está trasladando ese coraje al niño, en su trato, pero ella quiere enseñarle, disciplinarlo sin ser dura y sin consentirlo. Ahora tiene dos años y todo habla. Sazón, de lenguaje fluido, imponente y asombrosamente inteligente. Dicen que tiene gestos de su padre, los más duros. Lo mismo que su carácter. Es muy sano, rara vez se enferma. Tampoco es llorón.
En ocasiones les gana la nostalgia y se desahogan frente a él. Pero el niño se pone serio y les dice que no lloren. Y hasta los regaña. Sara cuenta que uno de sus cuñados, más de dos años después, llamó a su madre desde el extranjero. Lloraba y las palabras se le amontonaban con saliva, mocos y lágrimas. Sonidos guturales. Torbellino y tornado en esa garganta, entre su lengua, boca, labios y paladar. Cuando por fin pudo hilar y dijo que no se había dado cuenta que su Yordi, su hermano menor, había muerto. Lo dijo como si fuera un anuncio. Sus palabras salieron como roca volcánica, porosa y al mismo tiempo pesada. Los vocablos hicieron mella, orificios, en ese accidentado diálogo. Los suelos de ambos lados de la línea telefónica se estremecieron. Cimbra del dolor por las ausencias. Terremoto y desolación.
A ella le pasó igual. Yordi ha muerto. Lo mataron. Pronuncia quedo. No quiere ir a terapia. Conserva el coraje, el resentimiento. Tanto que le dijo que dejara los viernes de antros y el alcohol y la vida nocturna. Porque ella lo sabía o al menos lo presentía, porque él era de pocas pulgas y rápido se subía al ring de los pleitos. Porque esa infancia de muerte de su padre, de parientes narcos o pistoleros, y de amigos drogadictos, lo habían marcado con la cruz de la muerte y los orificios de la guadaña en forma de proyectil disparado por un fusil automático. Ella lo sabía y se lo dijo. Y no pudo convencerlo ni detenerlo. Culpa, rencor, sabor acre en su boca. Ojos secos que no cantan, con un llanto que se cristaliza y no emerge. Un llanto silente, de dos, tres lágrimas. Un llanto interno.
Y por eso el insomnio y los borbotones que su boca y esos ojos no sacan. Sabe que debe desahogarse, soltar amarras, abrirse toda y exponerse a la lluvia de esa ausencia. De su Yordi muerto.
Ella quiere seguir estudiando y está a punto de concluir la preparatoria. Ha conseguido un nuevo trabajo y pretende seguir en las aulas. Quizá cosmetología, para poner uñas postizas, pintar el pelo, hacer peinados, lo que le permitiría contar con más ingresos, aunque le gustaría estudiar la licenciatura en nutrición, en la Universidad Autónoma de Sinaloa.
Sabe del Culiacán violento, que suma cerca de 400 homicidios dolosos en apenas cuatro meses de 2013. De la cocaína a la mano, los punteros o halcones en las esquinas, la amenaza del narco y de los malos dentro y fuera del gobierno, que son los que mandan. Sabe que no hay gobierno. Sabe, y le duele, porque no hay opciones. Estamos rodeados, parece decir su mirada de otoño: a sus 23 años tiene un hijo maravilloso y una viudez como fardo.
“Me hubiera gustado que creciera con papá y mamá. Pero sé que de todos modos la vida es difícil, se hubiera criado en condiciones muy difíciles. Quizá tendría otras influencias, no las que tuvo Yordi. Otras, mejores. Que se divierta sanamente. Que viva sin violencia… no me gustaría que agarre vicios de grande.”
—¿Qué futuro quieres para tu hijo, en medio de tanta violencia?
—El mejor.
1 de mayo de 2013
Órdenes del jefe
—¿Cómo te llamas? —es la voz de un hombre. Habla fuerte y seco. Habla como si golpeara con la voz. Cada sílaba y sonido. Martillazos óticos.
—Yesenia Armenta Graciano.
—¿A qué te dedicas?
—Ama de casa.
—Y tu esposo, ¿cómo se llama?, ¿sabes por qué estás aquí?
—No.
—Te haces pendeja. ¿Cómo se llama tu marido?
—Jesús Alfredo Cuen Ojeda.
—¿Y él, dónde está? –pregunta y sube el tono.
—Está muerto.
—¡Lo mandaste matar, hija de la chingada! –el hombre le pega con la mano extendida en la cabeza.
Él es un agente de la Policía Ministerial del Estado.
Ella es la viuda de Alfredo Cuen Ojeda, muerto a tiros el 2 de julio de 2012 cuando se disponía a abordar su automóvil, estacionado en Paseo Niños Héroes, también conocido como “malecón viejo”, en un céntrico sector de Culiacán. La culpan de haberlo mandado matar.
Alfredo fue director de Deportes de la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS) y es hermano de Héctor Melesio: exrector de esta institución educativa y exalcalde de Culiacán. Poderoso e influyente. Su más reciente logro fue conformar el Partido Sinaloense (PAS), alimentado sobre todo con jóvenes estudiantes y maestros de la casa de estudios.
Héctor Melesio quiere ser diputado local o federal, o senador. Ya aspiró y fue precandidato a gobernador. Seguro lo intentará de nuevo: ser gobernador. Ser todo.
Amenazas de muerte y de abuso sexual de familiares cercanos, ahogamiento, golpes, desnudar y hacer sentir al detenido que está en lo alto de un puente y que si no confiesa lo van a dejar caer: son algunas de las “técnicas” de tortura de los agentes de la Policía Ministerial del Estado para obligar a los aprehendidos a que se declaren culpables.
Los organismos defensores de los derechos humanos difieren sobre si la tortura va o no a la alza, pero coinciden que es en casos de alto impacto, cuando la víctima es un personaje importante de la comunidad o de alguno de sus familiares, cuando este delito cometido por servidores públicos se dispara con el mismo o mayor escándalo que el crimen que los agentes dicen investigar y pretenden esclarecer.
Datos de la Comisión Estatal de Derechos Humanos (CEDH) indican que 2008 fue el año con más casos de tortura en Sinaloa, al sumar veintiún quejas, de las cuales se emitieron seis recomendaciones. La cifra bajó a diecisiete quejas en 2009 y cinco recomendaciones, catorce quejas en 2010 y una recomendación. En 2011 fueron diez quejas y una recomendación, y trece en 2012, con tres recomendaciones.
En total, en estos años fueron setenta y cinco las quejas interpuestas por ciudadanos en contra de diferentes corporaciones policiacas, de las cuales se emitieron dieciséis recomendaciones. En lo que va de 2013 se tiene una recomendación —referente al caso de Yesenia Armenta Graciano, acusada del homicidio de Alfredo Cuen Ojeda, y de los trece expedientes que quedaron en el 2012, cuatro fueron concluidos y nueve están en trámite.
Juan José Ríos Estavillo, presidente de la CEDH, aseguró que de aproximadamente mil quejas, el año pasado sólo se realizaron tres recomendaciones, de trece casos donde consideraron que había indicios para presumir que se había cometido tortura. “No es elevada la incidencia, al contrario, ha venido bajando. Ya no es una constante en los procesos de investigación de la gran mayoría de los delitos, ahora sólo en hechos muy significativos, asuntos muy particulares. Pero es grave, eso es real. Es grave porque en el léxico de los derechos humanos hay hechos violatorios que son graves, tanto que la Organización de las Naciones Unidas (ONU) conminó a suscribir un acuerdo internacional conocido como Protocolo de Estambul”, sostuvo.
Este protocolo, agregó, representa la unificación de criterios de las áreas médica, psicológica y jurídica, y en el caso de México sólo la Comisión Nacional de Derechos Humanos (CNDH) puede practicarlo, como pasó con Yesenia Armenta.
Además del caso de la viuda de Cuen, que motivó la recomendación del 25 de febrero pasado, la defensa de Juan Carlos Cristerna Fitch –único detenido en el caso de la catedrática de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Perla Lizet Vega Medina, asesinada a cuchilladas en el interior de su casa, en mayo de 2012–, alega que éste fue torturado por los agentes ministeriales en sus dos capturas, cuando lo mantuvieron cautivo en calidad de “presentado” y luego como aprehendido, acusado formalmente del homicidio.
En noviembre de 2012, de acuerdo con una nota publicada por La Jornada, el presidente de la Comisión Nacional de los Derechos Humanos (CNDH), Raúl Plascencia Villanueva, dijo que la característica del gobierno de Felipe Calderón –que concluyó en diciembre de ese año y se caracterizó por impulsar la “guerra” contra el narcotráfico– fue el incremento en la violación de las garantías individuales, ya que los casos de tortura crecieron 500 por ciento y aumentaron de forma exponencial las desapariciones forzadas y las detenciones arbitrarias.
En un informe rendido ante senadores, dice la nota de los reporteros Andrea Becerril y Víctor Ballinas, del diario La Jornada, el ombudsman señaló que del 1 de enero de 2005 al 31 de julio de 2012, la CNDH recibió 5 568 quejas en las que se imputó a la autoridad el incumplimiento de algunas de las formalidades para la emisión de órdenes de cateo o durante la ejecución de éstas, así como para las visitas domiciliarias.
Informó que se investigan 2126 casos de desapariciones forzadas y se tiene registro de 24 091 personas reportadas como extraviadas o no localizables. En los últimos cinco años –precisó– se emitieron doce recomendaciones por estos hechos.
Otra práctica recurrente que realizan los diversos cuerpos de seguridad pública son las detenciones arbitrarias, resaltó Plascencia Villanueva: de 2005 a la fecha, la CNDH recibió más de nueve mil quejas por este rubro, lo que significa un incrementó de 121 por ciento en dicho periodo, lo cual nos da una idea clara de la dimensión del problema.
Eslabones de terror
I
—¿Por qué te declaraste culpable? –le preguntó un abogado a un joven detenido.
—Ya no aguanté, licenciado.
El detenido estaba en manos de agentes de la Policía Ministerial en el municipio de Navolato. Lo tenían en una zona deshabitada. Ahora sí, le advirtieron, te vamos a quemar. Rociaron gasolina alrededor de él. Tenía los ojos vendados y varios guamazos en abdomen y espalda. Le prendieron fuego a la maleza. Él se puso histérico, pero no reconoció el delito que le imputaban.
El abogado, quien pidió mantener en reserva su identidad, recordó que su defendido le relató el clímax: los agentes hablaron entre ellos, reclamándole que no confesara. Entonces uno le ordenó a otro que trajera a la niña, dijo que también la quemarían. El detenido preguntó a qué niña, y le respondieron que su hija, que la traían en la cajuela, amordazada y con la cara tapada.
“No. No, por favor. Díganme dónde firmo”, fue su respuesta. Y se puso a llorar.
Eso fue hace alrededor de dos años. Y sigue preso por el delito de homicidio en el penal de Culiacán.
II
En 2012, un joven había sido detenido varias veces por robo. Ocho detenciones, sumaba. En esa, la octava y última, los agentes del Grupo Élite descubrieron que tenía una orden de aprehensión. Lo llevaron a la zona conocida como La bajada del río, en Navolato. Lo metieron a una casa abandonada, lo desnudaron, acostaron y amarraron, y le pusieron la chicharra en los genitales. “El bato no aguantó –contó un familiar– y sí, es malandrín, andaba de vago y todo, pero para que le hagan eso, pues ya es otra cosa. Cuando le pusieron la chicharra en los huevos les pidió que mejor lo mataran.”
Este caso fue durante los primeros dos meses del año pasado. Pero la gente no quiere hablar. Saben que los policías tienen toda la información, que pueden volver y que así como abusaron y los golpearon y torturaron, no hay castigo. Así, igual, pueden volver.
III
A un detenido en la ciudad de Los Mochis, municipio de Ahome –ubicado a cerca de 200 kilómetros al norte de Culiacán–, lo acusaron de secuestro. Lo golpearon cuanto quisieron, a capricho y gusto de los uniformados. Al final le mostraron fotos de su esposa e hijos. Le dieron datos de su domicilio e información personal. Y le anunciaron: “Vamos a ir por tu esposa, para violarla.”
En otros casos, los agentes amenazan con matar, levantar, quemar a los detenidos y a sus familias. Los colocan en el filo de cualquier superficie: una mesa, un escalón. Cualquier desnivel es bueno. Le dicen que están en lo alto de un puente o un edificio, que lo van a aventar para que parezca un accidente, si no se hace responsable de los delitos que le imputan.
Otros recursos son colocarles una bolsa en la cabeza y asfixiarlos, o bien un trapo mojado en la cara y empiezan a verter agua para que el detenido se ahogue.
Complicidad
Para Leonel Aguirre Meza, presidente del organismo no gubernamental Comisión de Defensa de los Derechos Humanos (CDDHS), no es casualidad que todos los detenidos en casos de alto impacto —-en los que hay línea de las autoridades, desde el gobernador hasta el procurador o el jefe de la policía, de esclarecerlos—-, aleguen que fueron sometidos a tortura.
“No todos los investigadores torturan, claro. Pero sí te puedo decir que cuando ésta se da hay complicidad del Ministerio Público, del defensor de oficio y de los jefes de la policía. Siempre encontrarás que las confesiones van firmadas por el defensor de oficio, que por cierto nunca defiende al inculpado”, comentó.
Recientemente, agregó, los ministeriales han incurrido en prefabricación de culpables: informan que la persona a la que fueron a buscar para cumplir una orden de presentación girada por el Ministerio Público, se retiró voluntariamente y sin problema alguno, después de declarar ante el fiscal, “pero lo cierto es que los mantienen incomunicados, en casas de seguridad, y los presentan hasta que los torturan y confiesan”.
En apenas tres meses de 2013, este organismo ciudadano lleva al menos seis casos de tortura en contra de las corporaciones de seguridad y doce el año pasado “y ésos son de los que sabemos, los que nos llegan, y nadie, nadie, ninguna autoridad investigó al respecto”.
De arriba
“La tortura viene de arriba, no del policía”, afirmó un agente investigador, adscrito a uno de los grupos especiales de la Policía Ministerial.
Asegura que ya no es tan escandaloso y que ahora se cuidan los golpes. Para él, la efectividad, la siembra y cosecha del terror en el detenido, está en el impacto psicológico que le causa estar desnudo ante ellos, vendado, amarrado, acostado, a merced de sus captores.
Afirmó que todos los grupos especiales encapuchan a sus detenidos. Todos lo hacen. El método incluye amarrarlos con cinta adhesiva color café, mejor conocida como “cinta canela”, y después viene lo fuerte: el taladro en el cerebro que producen las referencias a la familia y otros recursos.
Le permiten que vea un poco, abriéndole parcialmente la capucha o vendas, para que vea fotos: son sus hijos, sus hermanos y hermanas, la esposa. Le anuncian que los van a matar. Pueden ahogarlos con agua, pero “lo fuerte es que los amenaces con tocarle a la esposa, los hijos, cuando les cortas el cartucho del arma al oído. Ellos entonces tiemblan. Ahí está lo cabrón”.
El agente reconoció que la viuda de Alfredo Cuen, acusada de su homicidio, fue desnudada, aunque él no participó en ese caso. Para los organismos de derechos humanos, de acuerdo incluso con criterios marcados a nivel internacional, el hecho de que las desnuden implica agresión sexual. No importa que no haya contacto físico. Y con eso basta para ser considerado tortura. “También llaman por teléfono y les ponen a alguien del otro lado de la línea que coincida con la voz del hijo o la hija, de la esposa. Obviamente esto está bien preparado, se conocen previamente edades, otros datos, para que parezca real.”
Para él, los detenidos confiesan con una rapidez impresionante con estos métodos. Pero uno de los que más efectividad tiene es hacerlos sentir que están en lo alto de un puente y que los van a dejar caer. “Va a parecer un accidente, les decimos. Y eso hace que en caliente hablen.”
Bienvenida al infierno
En un reportaje publicado por Gabriela Soto, en el periódico Ríodoce, Yesenia Graciano habla de sus tormentas. Y las tormentas aparecen en sus ojos, en esa piel maltratada. Todo en ella es gris y triste. Parece haber regresado de un campo de concentración nazi, de la Segunda Guerra Mundial:
“La pesadilla más recurrente es que a mi hija, Ana Luisa, le duele mucho la cabeza, y que cuando la llevo al doctor, le hacen una cortada, como que la van a operar, y le brota demasiada agua de la cabeza”, sostuvo.
La mujer de 36 años de edad cuenta las secuelas derivadas de aquel inmenso dolor que recorrió su cuerpo cuando fue detenida y torturada por agentes investigadores de la Procuraduría General de Justicia del Estado, según concluyen los dictámenes emitidos por la Comisión Estatal de los Derechos Humanos en Sinaloa (CEDH) y el Colectivo Contra la Tortura y la Impunidad, AC (CCTI), que aplicaron el Protocolo de Estambul a la detenida, en el penal de Culiacán, ante las denuncias de tortura sufrida durante su aprehensión y posterior reclusión.
Recordó aquellos golpes propiciados por unas manos extendidas que azotaron ambos lados de su cabeza y afectaron la capacidad auditiva del lado izquierdo. También los puñetazos recibidos en su pecho, abdomen, glúteos, espalda. La asfixia por momentos o el exceso de agua en su rostro, que le provocó perder el conocimiento quién sabe cuántas veces.
Desde hace ocho meses, Yesenia no concilia el sueño, sus pesadillas siempre son violentas. Teme a los hombres armados, desde aquel 11 de julio de 2012 cuando fue sometida al yugo de la “justicia institucional”, que indujo a la firma de su confesión acusatoria como autora intelectual del asesinato de su esposo, exdirector de Deportes de la Universidad Autónoma de Sinaloa, Alfredo Cuen Ojeda.
Juan José Ríos Estavillo, presidente de la CEDH, manifestó que un asunto es el proceso penal que siguen jueces, con la participación de la Procuraduría General de Justicia del Estado y la defensa del inculpado, para determinar si es o no inocente, y otra es si se incurrió o no en tortura.
Dijo que el juez penal que lleva el caso de Yesenia Armenta no ha considerado la recomendación que por tortura giró la CEDH a la PGJE y que no fue aceptada por ésta. Pero sí el Juzgado Tercero de Distrito, que pidió información al organismo sobre esta recomendación, ya que aparentemente la defensa está promoviendo un amparo.
“La autoridad en materia de si hay o no tortura, que es nuestra comisión, ya dijo que sí hubo tortura. Y si el juez valora esto es su decisión para el proceso. Pero desde mi punto de vista, la reforma constitucional del Artículo 1°, del año 2011, lo obliga”, señaló.
La reforma indica que todas las autoridades tienen la obligación de promover, respetar, proteger y garantizar los derechos humanos.
Respecto a la respuesta de la procuraduría local, el ombudsman afirmó que la función de la CEDH es conminarlos a que acepten la recomendación emitida en este caso, pero independientemente de esto “si acepta no es patente de corso para decir que con esto el detenido o detenida sale de prisión”.
Aseguró que las autoridades no deben preocuparse por la imagen que tienen ante la ciudadanía, sino por las personas y sus derechos, “y eso es lo que todos debemos preservar, porque víctimas y detenidos tienen los mismos derechos, están en igualdad de circunstancias”.
Lamentó que los agentes ministeriales usen la orden de localización y presentación, emitida por el Ministerio Público, como orden de aprehensión, lo que es violatorio de los derechos humanos.
“Lamentablemente esto se practica en Sinaloa, se ha venido utilizando así, y no lo contempla la ley”, sostuvo. Informó que el agraviado tiene de plazo hasta el 27 de marzo próximo para inconformarse ante la CNDH por la respuesta asumida por la procuraduría local en el caso de la tortura practicada en contra de Yesenia Armenta.
Dijo que si una autoridad no acepta una recomendación y esto no se impugna, la comisión estatal puede remitir el caso al Congreso del Estado para que tome el expediente, tal como lo señala el Artículo 102, apartado 6, de la Constitución federal.
Vericuetos legales
Marco Antonio Higuera Gómez, titular de la procuraduría estatal, presentó a Armenta Graciano como autora intelectual del asesinato de Cuen Ojeda, con ayuda de su hermana, Noelia, una agente de la Dirección de Tránsito en Guasave —hoy prófuga—-, quien fue la encargada de contratar a Andrés Humberto Medina Armenta, quien pertenece a la célula criminal de los hermanos Beltrán Leyva. Y fue él, dijo la autoridad, quien disparó contra el hoy occiso.
Según la versión oficial, también participaron Luis Enrique Hernández Maldonado, Silvano Araujo Medina y Miguel Ángel Estrada, presos en el penal de Culiacán. En su declaración posterior ante el quinto juez de distrito se declararon inocentes y denunciaron de ser torturados durante su detención.
Higuera Gómez desechó la recomendación emitida por la CEDH contra la fiscalía por maltrato, y asegura que se respetaron los derechos humanos de la ofendida. En tanto, el magistrado del Supremo Tribunal de Justicia del Estado, Enrique Inzunza Cázarez, afirma que una confesión obtenida con amenazas y golpes no es válida para imputar un delito a una persona.
Y aunque las cicatrices de los golpes físicos desaparecieron hace cuatro meses, la depresión y el dolor permanecen como un jardín infernal en su interior. Yesenia poco a poco intenta recuperar su tranquilidad. Para evitar despertar aterrada cada noche por alguna pesadilla, toma medicamento controlado: Fluoxetina y Tafil.
Recordar duele
En el primer módulo de la sección femenil de este centro penitenciario, ella cuenta y vuelve a contar. Se escarba en sus heridas. Vuelve a llorar y vuelve también a sangrar. Así lo dicen sus lágrimas. Llanto sobre llanto, herida sobre herida. Y a escarbar y seguir escarbando dentro, profundo y doloroso recuento.
La mujer es de piel morena, silueta delgada y menuda. Entre pausas hondas, divaga. Habla despacio. Tiene miedo. Terror, más bien. Esas son las secuelas de la tortura, determina el análisis clínico psicológico del resultado del Protocolo de Estambul, realizado por el CCTI.
El 11 de julio de 2012, alrededor de las siete y cuarto de la mañana, en el entronque que dirige al Aeropuerto Internacional de Culiacán por el bulevar Emiliano Zapata, un automóvil cierra el paso al que conduce ella, un Accord 2011, Honda. Del vehículo, descienden dos hombres. Uno camina hacia ella y el segundo se traslada al lado del copiloto, donde se encuentra su hermana María Ofelia.
El hombre vestido de civil le ordena descender del automóvil. Acusa que el Accord tiene reporte de robo, por lo que debe acompañarlo para aclarar la imputación. Ella responde que es un error, que el auto tiene dueña y es ella, que los papeles se encuentran en orden y que los puede mostrar. Pero los argumentos no son suficientes. Nuevamente, el hombre, quien trae un arma fajada al pantalón, le ordena bajar.
De inmediato, otros dos vehículos, al parecer tipo Tsuru, de la marca Nissan, se colocan detrás de su automóvil. El camino está completamente cerrado. No tiene opción. Toma su bolso, desciende y sube al carro delantero. El segundo hombre obliga a su hermana a acompañarlos.
Su cuñada, Patricia Cuen Ojeda, hermana del occiso, así como del alcalde de Culiacán con licencia y actual presidente del Partido Sinaloense, Héctor Melesio, se sube al Tsuru estacionado atrás. Esa vez fue la última que se vieron.
El conductor regresa hacia la ciudad por el mismo bulevar. Un retén del Grupo Élite, de la Secretaría de Seguridad Pública (SSP) estatal, asegura la ofendida, detuvo el vehículo. El hombre que viaja a su lado muestra una identificación. Y continúan su camino.
Su hermana, María Ofelia, interroga a los hombres: ¿hacia dónde las llevan? ¿Dónde se encuentra Patricia? Es la misma respuesta para ambas preguntas: “Todo va a estar bien. Son sólo preguntas sobre el robo del carro.” Enseguida, el silencio se disipa por voces emitidas en claves a través de un radio.
En una calle cercana a las instalaciones del periódico El Debate, el automóvil detiene otra vez la marcha, delante de otro auto estacionado. Desciende un hombre gordo y con barba, vestido de civil también, y cuestiona: “¿Quién es la mujer que conducía el Accord?” Yesenia responde afirmando. Le ordena que baje del automóvil y la sube al asiento trasero de otro. De su lado izquierdo y en el piso del vehículo hay “muchas armas, muchas armas” de diferentes calibres, cortas y largas. Le ordena que se recueste sobre ellas y le coloca una maleta encima. Otro hombre le sujeta las manos hacia su espalda y le coloca unas esposas en sus muñecas delgadas. También ajusta una venda alrededor de sus ojos.
El automóvil avanza algunas calles, ingresa a un edificio, quizá a una bodega o un estacionamiento. Yesenia no logra descifrarlo. Ahí, en ese cuarto oscuro, empieza su pesadilla. La misma que disipa su sueño y atormenta su tranquilidad cada noche, sin tregua desde ese día.
El conductor la baja del automóvil y le indica que se mantenga de pie mientras llega alguien más y empieza el interrogatorio.
—¿Cómo te llamas? –cuestiona una voz masculina, en tono fuerte, contó la ofendida a los médicos, según documenta la relatoría del CCTI.
—Yesenia Armenta Graciano.
—¿A qué te dedicas?
—Ama de casa.
—Y tu esposo, ¿cómo se llama?, ¿sabes por qué estás aquí?
—No.
—Te haces pendeja. ¿Cómo se llama tu marido?
—Jesús Alfredo Cuen Ojeda.
—¿Y él, dónde está? —pregunta y sube su tono de voz.
—Está muerto.
—¡Lo mandaste matar, hija de la chingada! –acusa mientras le lanza un golpe con la mano extendida a la cabeza.
Y los golpes continúan. Las manos de varios hombres le azotan la cabeza y otras más lanzan objetos a su espalda. Uno de ellos le pregunta por Lily, una cliente de la lavandería a quien al parecer los agentes investigadores intentan involucrar en el asesinato. Yesenia niega conocerla. Entonces arrecian las amenazas.
“Ahí viene el Apá. Al Apá le gusta mucho cortar orejas, cortar dedos, cortar manos. Está afilando el cuchillo el Apá”, amenaza la misma persona, según detalla la víctima en el mismo documento.
Después cubren su cabeza con una bolsa de plástico, la sujetan desde la parte trasera para reducir la filtración de oxigeno a su cuerpo. Su cuerpo se sofoca, intenta luchar para recuperar una bocanada más de aire vital que le permita sobrevivir, pero no lo logra. Sus piernas se resquebrajan y se desmaya. Antes de ocasionarle la asfixia, sus victimarios le quitan la bolsa, un poco de oxígeno ingresa a su cuerpo y despierta a su terrible realidad. Los agentes repiten el martirio cinco veces.
Ante la negativa de Yesenia por reconocer a Lily, nuevamente cubren su cabeza con la bolsa, la ajustan casi hasta asfixiarla. Mientras que otra persona golpea su abdomen.
“¿Sabes qué?, ya me emputaste. Voy hablar con el jefe para ver si te cortamos la cabeza. No quieres decir nada, pinche vieja lacrosa”, amenaza uno.
Las agresiones cesan por un momento. Después, regresa la persona y le pide el dinero recibido del seguro de vida de su esposo fallecido. Ante el rechazo, el hombre lanza un golpe con un objeto pesado hacia su ojo izquierdo.
Los investigadores deciden trasladarla a otro lugar. Yesenia sube a una camioneta tipo Suburban. El trayecto es largo. Se detienen y la cambian a otro vehículo. Al subir, una voz grave da la bienvenida: “Ya te entregaron los ministeriales con nosotros hija de la chingada. Aquí ya es otra cosa.” Ella piensa que son sicarios. Y retoman el camino.
Llegan a otro edificio. Baja del automóvil. Un hombre le quita las esposas, le ordena desnudarse y se las colocan de nuevo.
Sobre el suelo hay una cobija tejida a cuadros, roja. Le indica que se recueste, la enrollan. Un hombre se sienta sobre su cadera y alguien más le detiene los pies. Entonces, otra vez, los golpes salvajes se reparten a diestra y siniestra, en su pecho, abdomen y piernas. Uno de ellos le dice: “¡Qué tal, hija de la chingada! ¿Por qué aparecen tantas viejas muertas encobijadas?”, detalla el documento del CCTI.
Entonces, alguien más la toma del cabello hasta sentarla. “Vengo manejando más de dos horas desde Badiraguato. Y mi Apá ya me dijo que te cortara la cabeza y también la de tus plebes, así que ahorita vas a hablar.”
Y las agresiones se intensifican. Untan un poco de polvo debajo de su nariz. Y sorpresivamente echan agua abundante sobre su cara. Yesenia pierde la conciencia. Para despertarla de su letargo, sus agresores empiezan a golpearla. Su cuerpo reacciona y vomita agua y eructa. En tanto, sus victimarios preguntan asuntos personales de su familia e insisten sobre Lily. Los hombres continúan vertiendo agua sobre su rostro hasta que ella pierde el conocimiento una, dos, tres, o quizás cuatro veces.
Retoma de nuevo el relato la mujer y describe que después, uno de los agresores desajusta un poco la venda para descubrir sus ojos irritados. Le muestran varias fotografías y le preguntan a quién conoce. En una de ellas identifica a su hermana Noelia, quien es agente de Tránsito en Guasave y actualmente prófuga, pues las autoridades policiacas la acusan de contratar a los sicarios que asesinaron a Alfredo Cuen Ojeda.
Entonces, un hombre la instruye: “Vas a decir, hija de la chingada, que tú mandaste matar a tu esposo. Que tú pagaste 85 000 pesos, que te pusiste de acuerdo con tu hermana Noelia, y que ella contrató a los asesinos; que tú le diste el dinero en la Central (de Autobuses)”, asegura Yesenia durante su relato.
Luego, le quitan la cobija. Y sin ser suficiente, sujetan sus pies y la cuelgan de cabeza hacia el piso. Y de nuevo, los golpes brutales a su cuerpo. Uno tras otro, sin cesar.
Entonces, Yesenia escucha el ruido que emite una motosierra o un taladro eléctrico al encender, seguida de una voz amenazante: “Ya estuvo bueno. Vas a hablar o seguimos con tus plebes y tu hermana.” Cede ante sus agresores y grita que sí, que firmará los documentos que quieran. Ella ignora que estamparía hasta huella dactilar en la confesión acusatoria que la mantiene hoy encerrada en la cárcel, dice.
“Soy su defensor”
Alrededor de las 23:30 horas Yesenia es trasladada al Ministerio Público. Ahí comprende que sus agresores son agentes ministeriales y que la habían mantenido cautiva por órdenes de altos funcionarios de la fiscalía estatal.
“Me levantaron un poco la venda, otra vez, para que pudiera ver lo que yo firmaba. Y la mano de un hombre me agarró los dedos, y me pone una tinta, me la aplastaba (sobre un documento), y la huella a un lado de la firma. Después de eso, yo lloraba muchísimo. Alguien me puso un kleenex en la mano y escucho que dice: ‘Soy fulano de tal y soy su defensor de oficio’.”
“Después de eso, me dolía muchísimo la cabeza, me dolía todo el cuerpo. Ya no sabía ni qué era lo que me dolía. Era todo, todo, todo. Siento que lo que más me dolía era mi alma”, expresa Yesenia. Voltea su mirada hacia la reja y se queda nuevamente en silencio por unos segundos. Se va a través de ese cancel.
Al día siguiente, el 12 de julio, la joven mujer yace casi moribunda en una celda del Ministerio Público. No ha probado alimento y los médicos que la revisaron no le proporcionaron medicinas. Llega un grupo de policías ministeriales y uno de ellos le ordena ponerse de pie. Le colocan un chaleco grueso, pesado, negro.
La trasladan a otra habitación donde hay un escudo de la fiscalía estatal sobre la pared. Ahí la esperan reporteros y fotógrafos. Entonces comienzan las ráfagas de flashes. Su imagen acompañará la noticia de ocho columnas del día siguiente. La autoridad logra que un juez local autorice mantener a la detenida arraigada durante treinta días.
Y aunque la víctima no identifica a quienes participaron en su detención irregular, la CEDH sí lo logró y emitió una recomendación a la PGJE para iniciar procedimientos administrativos contra los agentes de la Unidad Modelo de Investigación Policial, al agente del Ministerio Público adscrito a la Dirección de Averiguaciones Previas, a los peritos de la Dirección de Investigación Criminalística y Servicios Periciales adscritos al Departamento Médico de la Policía Ministerial que participaron aquel día, especifica la recomendación 02/2013.
“Yo pensé que no iba a sobrevivir a todo eso, sin saber cómo estaban mis hijos. Fue algo espantoso, lo peor que se puede vivir. Cuando yo llego a este lugar (al Cecjude), veo que hay árboles, plantas, luz, que hay personas que a lo mejor su vocabulario no es el adecuado, pero también veo que hay una iglesia, sentí que tenía la oportunidad de ver a mis hijos, que mis hermanos vinieran a visitarme, como han estado llegando, somos muy unidos. Le di gracias a Dios por darme esta oportunidad de disfrutar, aunque sea por momentos, a mis hijos y a mis hermanos”, expresa Yesenia desde la cárcel, ahora más tranquila.
“Se hacía de enemigos fácilmente”
Yesenia está segura de que la única prueba de la Procuraduría General de Justicia del Estado para inculparla del asesinato de su esposo es la declaración firmada a base de maltratos.
“Lo que sé es que no tienen nada, más que la confesión, porque no tienen por qué tener otra cosa”, dice, de acuerdo con la nota publicada por Soto en Ríodoce.
Reconoció que en su matrimonio había “problemas normales”. Pero, por su carácter agresivo, el ex director de Deportes de la UAS “se hacía de enemigos fácilmente”, afirma su viuda, quien insiste en declararse inocente del homicidio.
“No sé si fueron problemas de la campaña, algún enemigo personal que tuviera. Yo lo ignoro.” Se refiere a la campaña por el senado, a favor del hermano del hoy occiso –quien fungió como uno de sus operadores–, Héctor Melesio: en 2011 su esposo sufrió un atentado cuando trasladaba a los niños a su casa. Un automóvil lo siguió pero logró escapar de sus agresores.
En junio de 2012, durante el proceso electoral federal, sufrió dos agresiones más. En el café Starbucks, el cristal de su camioneta fue quebrado para sustraer un maletín con documentos de la campaña de su hermano, quien competía para ser senador por el Partido Nueva Alianza (Panal).
Días después, cuando su esposo se dirigía a Badiraguato, observó que el pivote de su vehículo estaba “picoteado”. Por seguridad, entonces, el ex universitario cambió el automóvil y tomó la camioneta marca Renault tinta. Es la misma que intentó abordar cuando fue ultimado a tiros, justo frente al restaurante Chics que todas las mañanas frecuentaba.
Los atentados no fueron denunciados, pero los consideraron represalias electorales.
“Él me dijo que no me preocupara, que eso ya estaba arreglado, que ya sabían quién había sido”, dijo ella.
En tanto, menciona que su cuñado, Héctor Cuen Ojeda, no ha atendido los tres llamados para ampliar su declaración ante el juez, ni su cuñada Patricia, quien también estuvo presente cuando la privaron de la libertad.
—¿Hay algún otro elemento, aparte de su confesión, que tenga el Ministerio (Público) en contra suya?
—Lo que sé es que no tienen nada, más que la confesión, porque no tienen por qué tener otra cosa. Lo único que le puedo decir es que a ninguna de esas personas, que están ahí, las conozco. A ninguna, al joven que agarraron junto conmigo, que lo presentaron, yo lo conocí hasta el día 11, a las nueve de la mañana, cuando a mí me estaban tomando las huellas en la Ministerial.
Yesenia ahora se agacha. Mira al suelo, como si quisiera tatuar con esos ojos tristes el concreto del área femenil del penal. Su voz se apaga. Sus ojos hablan. Su rostro surcado por los malos tratos y las tragedias encadenadas. Está sola y viaja, aunque duela. Viaja seguido, al pasado. A buscar amigos, familiares, hijos. A sentirse acompañada.
12 de mayo de 2013
Se dice que no hay mejor esclavo que quien piensa que es esclavo por convicción propia. Esto es lo que pasó con México. El chantaje estadounidense promovió operativos violadores de los derechos humanos en los años setenta, una relación críticamente tensa en los ochenta y de pragmatismo inercial en los noventa, pero no sólo eso. Con el pluralismo político, después de 2000, el peor fracaso del chantaje fue mexicano: desembocó en estrategias gubernamentales que volvieron a México un país esclavo de pasiones prestadas y ya desvanecidas.
Froylán Enciso
Doctorante del Departamento de Historia de la State University of New York.
Los grandes problemas de México. Seguridad nacional y seguridad interior.
Coordinadores: Arturo Alvarado y Mónica Serrano, El Colegio de México.
Después del infierno
Hombre de viento y sol. Sólo eso le preocupaba. No la diabetes, ni las balas o los delincuentes. Coca-Cola clásica, de esa de botella verde, de vidrio. Bimbuñuelos Bimbo: crujientes, como recién fritos, aceitosos y muy azucarados. Crujían en su boca, al ser triturados por sus dientes, en una pequeña tienda de la comunidad de Adolfo Ruiz Cortines, en el municipio de Guasave.
Él se refugiaba del sol. Ocho recipientes de Coppertone para bloquear el sol y resistir el paso por el Pacífico mexicano, en mayo. El termómetro marca cerca de 35 grados centígrados pero en ocasiones sube dos grados más.
Recorría el país, luego de haber salido de la Patagonia argentina, el cono sur del continente. Todo Sudamérica, Centroamérica y más de la mitad de México bajo las llantas de su enjuta bicicleta, muchas veces pinchadas por piedras, vidrios y clavos.
Quería pasar por Estados Unidos y llegar a Alaska el 10 de junio, para terminar así su travesía, su lucha continental y heroica: demostrar a los habitantes de América, Europa y el mundo que es posible vivir con diabetes, que él padecía, si se mantenían ciertos niveles de actividad física.
“Con ciclismo se puede controlar la diabetes. Yo soy prueba de ello”, dijo, en la última entrevista que dio a un medio mexicano, a su paso por tierras sinaloenses. Al reportero Luis Fernando Nájera, del semanario Ríodoce, le preguntó qué tan peligroso era el tramo que le faltaba para llegar a territorio norteamericano. Acostumbrado a los vaivenes infernales que se han tenido en el norte de la entidad y con cerca de veinte años de experiencia en la cobertura de hechos delictivos, el comunicador le preguntó si se refería al narcotráfico, los policías y en general la violencia.
“¿Qué es más seguridad a mí?”, dijo el diabético.
Mauro Talini, italiano, con español mocho pero entendible, precisó que no, que lo que le preocupaba era el sol, el desierto y el viento. Nájera le sugirió entonces que siguiera, que tomara la carretera a Guaymas, por la México-Nogales 15.
Talini blanco y chapeteado. Aunque algo flaco, era un Atlas sobre esa fiera de dos ruedas, entre tantas mochilas y aditamentos. Ropa asida a la piel, a ese cuerpo delgado y fibroso. Mirada limpia, como ese rostro: transparente, afable, como si al mirarlo se llegara al futuro, uno cierto y esperanzador, como su pedaleo, como esa campaña para recabar recursos para combatir la diabetes en su país.
Diabetes tipo 1, era su padecimiento desde los once años. Nacido en Viareggio, Italia, recorrió pronto, por esta causa, su país y otros como Jerusalén, Noruega y Portugal, y participó en el prestigiado Giro de Italia.
“La diabetes no debe ser una excusa, sino una compañera de vida”, afirmó Talini, el 1 de mayo, cuando pasó por la ciudad de México. Este padecimiento, agregó, es una ventaja: permite conocer más a fondo el propio cuerpo. Además, cuando tienes todo, no lo aprecias y “la diabetes me ha permitido disfrutar cada momento, vivir plenamente”, dijo a reporteros capitalinos, de acuerdo con lo publicado por el diario La Jornada, el 16 de mayo.
“Entre diciembre de 2009 y febrero de 2010, el pedalista hizo un recorrido de 9 286 kilómetros en bicicleta por Bolivia, Brasil y Argentina, al que llamó Una bicicleta, miles de esperanzas, durante él, recaudó fondos para apoyar a la Asociación Internacional Padre Kolbe, que lleva a cabo proyectos educativos y de apoyo en países en vías de desarrollo. Su nuevo reto era cruzar el continente americano, por lo que desde el pasado 1 de enero Mauro Talini salió de la ciudad argentina Ushuaia y tenía como objetivo llegar a Prudhoe Bay, en Alaska, a finales de julio: un trayecto total de 25 mil kilómetros”, reza la nota de este diario mexicano.
Cuentan sus allegados que procuraba visitar las iglesias a su paso por las comunidades y ciudades. Contrario a su costumbre de no permanecer más de un día en cada lugar, en la ciudad de México visitó la Basílica de Guadalupe y se quedó tres días.
Ruiz Cortines, sucursal del horror
La comunidad de Adolfo Ruiz Cortines está en el municipio de Guasave, a unos 40 kilómetros al norte tiene la ciudad de Los Mochis, cabecera municipal de Ahome. Jueves 9 de mayo, alrededor de las siete de la mañana, carretera México-Nogales 15. Un convoy de patrullas de las policías municipales de El Fuerte y Ahome pasan por el lugar para acudir a una reunión de jefes de corporaciones de seguridad en la ciudad de Culiacán, la capital de Sinaloa, a cerca de 150 kilómetros al sur.
El paso de las patrullas no había sido difundido, pues en la región opera una poderosa célula del llamado cártel de Guasave, considerado hermano menor y herencia de la organización criminal de los hermanos Beltrán Leyva y que disputan la zona al cártel de Sinaloa. La policía de Ahome ha sido acusada, como casi todas las corporaciones del estado, federales y locales, castrenses y civiles, de operar para Joaquín Guzmán Loera, El Chapo, jefe del cártel de Sinaloa. En el convoy que pasa por Guasave, va Jesús Carrasco Ruiz, secretario de Seguridad Pública, quien ha sido acusado de asesinar, desaparecer y saquear en perjuicio de La Mochomera, como llaman a los que heredaron el poder de los Beltrán Leyva, en alusión a Alfredo, El Mochomo, detenido en Culiacán y preso en el penal de máxima seguridad del Altiplano, antes Almoloya. Por eso lo amenazan, lo persiguen y atentan contra su vida.
Los agentes no lo saben. Carecen de áreas de investigación e inteligencia, por eso no fueron capaces de prevenir la emboscada. Unos cien sicarios –así lo dice a la prensa en declaraciones posteriores el mismo Carrasco– los esperan. No importa que vayan en el convoy camionetas blindadas ni la unidad Tiger, artillada y también blindada. La refriega empieza en medio del trajinar de ciudadanos que van y vienen, a Ruiz Cortínez, a Los Mochis, a comunidades cercanas, a pie, en motocicleta, bicicleta, automóvil o autobús. Disparan armas de alto poder, como las AK-47, conocidos como cuernos de chivo, o los fusiles AR-145, bazucas y granadas.
El saldo es la psicosis, golpes torácicos entre los civiles que pasaban, los que escucharon, los que logaron huir. Una camioneta, la de Carrasco, fue especialmente blanco de los ataques. Por eso quedó incendiada. Era blindada y todos sus ocupantes, incluido Carrasco, lograron salir antes de que explotara. El saldo es el terror, el humo, el tráfico vehicular herido de pavor. El saldo son cuatro muertos, entre ellos un agente que fungía como escolta del jefe policiaco –identificado como Julián Dimas Soto, integrante de las fuerzas de seguridad desde 1999–, y tres civiles, supuestos sicarios, que fueron sorprendidos cuando huían, en una comunidad pesquera conocida como El Coloradito.
Al parecer, los homicidas, que usaron un camión blindado con logotipo y colores de la cervecería Pacífico, huyeron por mar y usaron embarcaciones rápidas que no fueron detectadas a tiempo. Dos de los tres presuntos homicidas muertos fueron identificados como Félix Quiñones Rodríguez, de 26 años, quien es originario de la colonia 24 de Febrero, el otro es Paúl Escalante Camacho, de 22 años, quien vivía en El Tortugo, ambos en el municipio de Guasave.
Humareda en la carretera, frente a Ruiz Cortines. El tableteo cesó pero no los operativos. Las acciones de búsqueda se realizaron por tierra y aire, con el apoyo del helicóptero de la Policía Ministerial del Estado, y aquello era un pandemónium en el que confluían vehículos perforados, azoro, miedo, sangre, cartuchos y muerte. El cadáver del agente estaba sobre el asfalto, junto a otros vehículos y entre policías locales y federales y elementos del Ejército Mexicano.
Y en medio del humo, psicosis y operativos de persecución, del recuento de los daños, Mauro Talini cruzó la escena apocalíptica entre vehículos varados y personas pecho tierra: como un ave impoluta surgida del incendio, como Juana de Arco emergiendo de la hoguera, como un Pegaso blanco e indeleble en la atmósfera oscura y terrorífica.
Talini en su bicicleta, diabético, sudoroso y anegado de viento y sol. Con varias capas consumidas y por consumir de Coppertone. En el éxtasis y la esperanza, sonriente. En busca de su Coca Cola clásica y sus crujientes bimbuñuelos en forma de rueda de carreta. Pasa y no sabe que momentos antes surcaron ese aire, que ahora lo abrazaba y secaba, los proyectiles calibre 7.62, capaces de traspasar ciertos niveles de blindaje, y las granadas de fragmentación calibre .40 disparadas desde varios lanzagranadas. Ese aire, ahora corrompido e irrespirable, era el mismo que le había dado la bienvenida a Ruiz Cortines, municipio de Guasave, Sinaloa: bienvenida al infierno.
Problema grande
—Ah, pues Sonora, porque hay más comunidades, más personas en tránsito por el desierto, y te pueden auxiliar en un imprevisto– fue la recomendación del reportero Nájera.
Eso le gustó a Talini. Gente, comunidades. Una vía más o menos habitable para sus dos llantas, su monstruosa mochila y los aditamentos. Cada 150 kilómetros una parada. Turnarse una noche en hotel y otra acampar donde le gane el cansancio, la oscuridad, la carretera y el monte. Nunca tuvo problemas, salvo las veces, innumerables, en que sus llantas sufrieron ponchaduras. Ningún asalto, robo, accidente de tránsito o altercado provocado por congéneres durante esta travesía. Todo era obra del azar: vidrios, tachuelas, piedras en la carretera, incrustados en sus llantas. Lo demás era viento y sol, mucho. Y Coppertone. Capas y más capas de protección.
En el diálogo, el reportero se identificó. El italiano le dijo que le mandara la información que iba a publicar sobre su recorrido. Le dejó una tarjeta de presentación con los correos electrónicos. Luego supo que enviaría la información publicada a sus familiares y a las organizaciones que lo patrocinaban, desde Europa, para que supieran del eco logrado durante su recorrido.
“Me dijo que no le preocupaba la violencia, aunque sabe que en México es ‘mucho problema grande’, así me lo dijo. Que lo que le preocupaba era seguir a Sonora, llegar a Guaymas. Que era el sol, el viento, por lo que preguntaba, no por la violencia o el tráfico”, señaló Nájera, días después.
Y el ciclista diabético partió. Tardó muy poco para alcanzar el primer kilómetro, con ese pedaleo experimentado, rítmico y fresco. Apenas uno o dos clics de la cámara digital, una seña de adiós con la derecha y perderse de nuevo en la humareda, entre casquillos, una camioneta incendiada, el trafical varado y los pechos hinchados del miedo matinal del horror.
Hasta siempre, Mauro
Fue lunes y fue 13. Mauro Talini sobrevivió al infierno de las balas disparadas por policías y sicarios, durante un enfrentamiento en Ruiz Cortines, municipio de Guasave, en el estado de Sinaloa, pero no a la imprudencia: el conductor de un camión de carga lo atropelló y mató en la comunidad de Trinchera, Sonora.
Sobre su deceso informó la Federación Mexicana de Diabetes, el 16 de mayo, y dieron cuenta los medios nacionales e internacionales. Pocos de ellos hablaron de su travesía heroica, de esa siembra de esperanzas y energía a pesar de la diabetes, del esfuerzo contra el sol y el viento, con todo y Coppertone.
Le dieron más difusión a su muerte que a esa vida palpitante: esa forma de cruzar el fuego a punta de pedaleo, como ave límpida traspasando el pantano, enjuta y valiente, como esa bici flaca y fuerte, como él.
“Testigos de los hechos informaron a los agentes de la Procuraduría General de Justicia del Estado de Sonora (PGJE), investigadores y médicos forenses, que el ciclista fue arrastrado por más de cien metros.”
Tatiana Gómez Unger, directora de Comunicación y Vinculación Social de la PGJE, explicó a Milenio que, contrario a lo que se ha difundido, el cuerpo del deportista jamás estuvo más de 30 horas en calidad de desconocido por parte de los servicios forenses de Caborca.
Gómez Unger explicó que se supo quién era el ciclista porque cargaba su pasaporte, pero aparecía como no identificado porque en términos legales se le da reconocimiento pleno hasta que un familiar se presenta.
Hasta que llegue su hermano, las autoridades extenderán el acta de defunción y los documentos necesarios para su traslado.
El chofer manejaba a exceso de velocidad y desapareció con todo y vehículo, sin dejar rastro. “No sabemos si el conductor no lo vio, lo arrolló y se dio a la fuga”, precisó Gómez Unger.
Talini recorría la carretera, que no está prohibida para la circulación de bicicletas, como parte del proyecto Una bici mil esperanzas (Una bici mille speranze)”, reza la nota publicada por el periódico Milenio, el 17 de mayo. Pasó por Sinaloa, considerado uno de los estados más violentos del país y salió sin un rasguño: abril de 2013 terminó con 105 homicidios y sus llantas pisaron al menos tres de los cuatro municipios considerados de mayor incidencia delictiva de alto impacto en la entidad: Mazatlán, Culiacán y Ahome.
En Hermosillo, activistas y organizaciones sociales participaron en una despedida al ciclista diabético italiano. Le dijeron adiós un domingo 19 de mayo, escoltándolo hasta el aeropuerto internacional de Hermosillo, en la capital de ese país, desde donde voló a la ciudad de México y luego a Italia. Un hermano, de nombre Maximiliano, llegó de Europa para llevarse el cadáver. Y con él se llevó las esperanzas renovadas, antes brumosas y llenas de humo, que provocó el paso de Talini por el continente, México y Ruiz Cortines, a pesar de tanto viento y sol, de una temperatura cercana a las 35 grados centígrados, de tanta muerte y destrucción.
Ahí, en esta pequeña porción del continente, en Sinaloa, fue el único lugar, en toda su travesía de miles y miles de kilómetros, en que le ofrecieron droga. Ruiz Cortínez, Guasave, México. Él sonrió, miró al narcomenudista, y contestó, ufano:
“¿Droga? Sí.” Sonrió con un jardín en su rostro sudoroso y rejuvenecido. Metió la mano a la mochila y sacó la imagen de la Virgen de Fátima, de la que era un ferviente seguidor.
“Esta es mi droga.” Y se alejó.
Murió el 13 de mayo y antes de empezar este viaje le dijo a su madre que si le pasaba algo no se culpara a nadie. Fue un día 13, el mismo día en que se celebra la Virgen de Fátima.
19 de mayo de 2013
Penas que se multiplican
José trae la pena bajo los hoyitos de su sombrero, en su ensombrecida mirada, entre tanto desperdicio. Está dura la pena, dice. Ahí, entre los desperdicios y malos olores, está ahora su vida: en el basurón municipal de Culiacán.
Viene de sembrar frijol, trigo y maíz, en la zona serrana del municipio de Badiraguato. Otros siembran mariguana o amapola, o tienen casas de seguridad, venden o compran carros robados, o se encargan de un laboratorio de drogas sintéticas entre el caserío. Él no, aunque le ofrecieron entrarle al narco.
José es pepenador desde hace un año. Trabaja en el basurón ubicado en el sector norte de la ciudad de Culiacán. Este es su refugio, la única forma de subsistencia que encontró. Y su destino. Espera que no sea el último, aunque su vida no pasa de ese espacio maloliente y asqueroso, de una casa de cartón cuyo terreno todavía no paga y una familia que se vino con él y como él: huyendo.
El basurón está más allá de la colonia El Mirador. Los olores se perciben desde lejos y no hay salvación. Es operado por el Ayuntamiento de Culiacán y en éste trabajan los integrantes de la Cooperativa de Pepenadores de la capital sinaloense. Una treintena de sus integrantes llegaron hasta aquí desplazados por la violencia generada por el crimen organizado en las montañas.
“Me vine porque está duro. No hay trabajo y no podía salir de la casa, del pueblo, por los malandrines”, confesó José. Él es de la comunidad El Potrero de los Vega. La zona montañosa de esa región se conecta por caminos accidentados y peligrosos con la serranía del norte de la capital sinaloense. Ese trayecto siguieron, primero él y uno de sus hijos, luego el resto de su familia, incluido un nieto y su esposa.
Juan es otro de los desterrados. Exilio en su propia tierra. Tiene 62 años y trabajaba en el campo. Ya no tiene fuerza. Tampoco parece haber opciones. Recolecta botellas de plástico, ropa, cartón. Lo que puede, con tal de obtener al menos 150 pesos diarios. Él quiere más, lo necesita. Pero no rebasa nunca los 200 por jornada, cuyo monto mejora si lo junta con lo que obtiene uno de sus hijos que también está en la pepena de basura.
En octubre de 2011 y hasta principios de este año sumaban unos 240 desplazados que llegaron a buscar refugio y trabajo en el basurón norte. Pocos lo tuvieron, por eso muchos de ellos se trasladaron a otras colonias y ahora viven en sectores como Barrancos, ampliación Toledo Corro, o en los campos hortícolas de Culiacán y Navolato, donde laboran como jornaleros entre surcos o en empacadoras de tomate, pepino y chile de exportación. Unos más intentaron regresar a sus comunidades, acechadas por comandos del crimen organizado, pero no tuvieron suerte: en su intento siete personas, cinco de ellas integrantes de una familia, fueron asesinadas entre junio y julio en esta fatal travesía.
En Sinaloa, datos de la Secretaría de Desarrollo Social y Humano (SDSH), del gobierno estatal, sumaron alrededor de dos mil familias desplazadas por la violencia, en doce de los dieciocho municipios que tiene la entidad, durante 2012. Datos de organizaciones no gubernamentales, como la Comisión de Defensa de los Derechos Humanos (CDDHS), indican que fueron entre 25 y 30 mil personas quienes tuvieron que dejar sus comunidades por hechos delictivos relacionados con el narcotráfico, desde finales del 2012 a la fecha.
La SDSH informó que durante agosto y septiembre alrededor de 489 familias desplazadas regresaron a sus comunidades, y quedan 690 en las zonas de refugio. El reporte indica que había en estos municipios 1177 familias afectadas por este fenómeno delictivo en la entidad, hasta el 4 de agosto. Los municipios que han vivido este problema son Badiraguato, Sinaloa, Elota, El Fuerte, Mocorito, Cosalá, San Ignacio, Mazatlán, Rosario, Salvador Alvarado, Concordia y Culiacán. Tanto receptores como expulsores.
A finales de 2012, datos citados por la CDDHS indicaron que a nivel nacional existen alrededor de 1.6 millones de desplazados, de los cuales al menos 30 mil corresponden a Sinaloa, donde el gobierno estatal debe destinar un presupuesto de 250 millones de pesos para atender las necesidades de las familias afectadas y poner en marcha un estudio y programa emergente en favor de las víctimas.
A través de un estudio, este organismo no gubernamental en Sinaloa indicó que en esta entidad el problema de los desplazados por la criminalidad abarca al menos once de los dieciocho municipios, en perjuicio de cerca de seis mil familias. La Secretaría de Desarrollo Social y Humano del gobierno estatal ha informado que la cifra de desplazados podría llegar a tres mil personas, aunque el dato inicial era de alrededor de mil doscientas.
El organismo cita datos de la firma Parametría que indican que a nivel nacional suman cerca de 1.6 millones de ciudadanos los desplazados en los cinco años recientes.
El documento fue enviado al gobernador Mario López Valdez y al Congreso del Estado el 17 de mayo y se insistió de nuevo el 11 de junio, pero no hubo una respuesta.
“Se recomienda al C. Mario López Valdez, en su calidad de gobernador del estado, que ante la emergencia que viven al menos once estados del país por el problema de los desplazados, en atención de los protocolos y convenios de Ginebra aplicables en situación de conflictos armados prolongados, plantee al Ejecutivo Federal solicitar a la Cruz Roja Internacional su apoyo en asistencia humanitaria”, reza.
El documento fue enviado al gobernador y a la diputada priíista Rosa Elena Millán Bueno, presidenta de la Mesa Directiva del Congreso del Estado, el 17 de mayo y ese mismo día tiene fecha de recibido. La carta fue firmada por Leonel Aguirre Meza, presidente de la CDDHS.
La muerte
Antonio vivía en El Sauz, cerca del poblado Tepuche, a unos veinte kilómetros al norte de Culiacán. Esa zona es una de las puertas de acceso a la serranía y luego a Badiraguato y si se quiere hasta el estado de Chihuahua, por intrincados caminos que muchas veces están en manos de estos grupos armados. De ahí salió él y lo hizo por dos razones: los delincuentes que no lo dejaban trabajar y su esposa que tenía cáncer y necesitaba tratamiento y dinero para las medicinas.
Tiene cinco hijos y a todos se los trajo a Culiacán: “La violencia dejó a mi pueblo solo, igual que a otros de por ahí. Mucha gente se salió y a otros los mataron. Los demás se salieron por miedo.” Ahora vive en la colonia Lombardo Toledano, muy cerca del río Humaya, que viene del norte del municipio y baja de la serranía. Paga 1 200 pesos de renta. Cuenta que sumaron unos veinte muertos durante el 2011 en esas comunidades.
Vendió sus quince vacas y dos automóviles para obtener dinero y comprar medicina para su mujer. El Seguro Popular le ayudó un tiempo, pero no fue suficiente. Ningún esfuerzo valió y nada los salvó de la muerte. Ella murió en abril, un mes después de haberse puesto a trabajar de pepenador.
Es el mismo destino, la huida, de pobladores de otras pequeñas comunidades de la zona: La vainilla, Los cortijos, San Cayetano, Los Huejotes. Ahí, en abril, en uno de los intentos por regresar por parte de integrantes de estas familias, dos hombres fueron muertos a cuchilladas. Trabajaban en el basurón. El doble homicidio fue justo en medio de un operativo de policías y miembros del ejército que los escoltaban para que vendieran el poco ganado que tenían y recogieran algunas pertenencias.
“No tengo a qué regresar. No hay familia ni trabajo. Mi casa ya se cayó”, dice Antonio, de 45 años, sentado bajo una enramada, en un descanso que se tomó, frente a una montaña de basura y un viento seco, caliente, que penetra, se queda, alborota por dentro. Quiere leer revistas de telenovelas y farándula pero los recuerdos no lo dejan. Lo revuelven todo como ese viento caliente, como un gas hiriente. Viento corrupto y corruptor, podrido y envolvente: acido, emperrado en la piel, la ropa, las fosas nasales.
Un solarcito para Petra
Petra, como la llamaremos, ya no sabe de dónde huir ni de qué. De hecho ya no sabe casi nada, excepto vivir. Viene de Ocurahui, una comunidad alejada de todo, en el municipio de Sinaloa, colindante con Badiraguato. Ahí, en ese poblado y en San José del Llano, grupos armados incursionaron, los agredieron y amenazaron, mataron a algunos de los pobladores y luego despojaron de sus viviendas y tierras al resto, y los desterraron.
Son las pugnas violentas de dos cárteles antagónicos: el de Guasave, herencia de los Beltrán Leyva, y el de El Chapo, Joaquín Guzmán Loera, del cártel de Sinaloa. Muchos de los habitantes de la región cultivaban enervantes para El Chapo y ahora la otra organización criminal quiere que lo hagan para ellos, que se empleen como esclavos y mantenerlos cautivos, como en campos de concentración, hasta que ellos lo deseen. Por eso huyeron.
Petra era madre de once, siete de ellos varones. Cinco de sus hijos cayeron abatidos a tiros y ahora sólo le queda uno y cuatro jovencitas. También a su esposo lo mataron a balazos.
“Mi hijo corrió, lo hicieron pedazos. Apenas tenía quince años”, declaró al reportero Martín González, del diario Noroeste, en Surutato, Badiraguato, una de las comunidades que más desplazados concentra en la entidad.
Los parió sola, dice: “yo misma les corté el cordón y les amarré el ombligo… ahora casi todos están muertos”.
Como si huyera por haber cometido algún delito, se refugió en Culiacán y luego en algunas poblaciones del municipio de Mocorito, ubicado muy cerca de la zona serrana y no por eso menos conflictivo. En uno de los viajes que hizo uno de sus hijos, en el caso más reciente de violencia en contra de su familia, acudió a Surutato a ver a sus animales, y ya no regresó. Este asesinato fue en diciembre de 2012.
Desde que salió de Ocurahui suma poco más de un año rodando con sus cinco hijos: entre algunas colonias de la capital sinaloense, de nuevo Surutato y otra vez Mocorito. La muerte tras ella. La muerte con ella. La muerte rondando. Y con ella la sequía, el calor de más de 45 grados en el verano culichi, y el hambre. “Ahorita no tengo qué comer, oiga”, dice, con una pesadez en cada palabra: caen como sus párpados, como piedras. Rendidos, vencidos.
Salieron de sus casas como pudieron y con lo que llevaban puesto, como huye quien quiere conservar la vida y la de sus seres queridos. Huyendo de lo suyo, de lo que les pertenece desde hace varias décadas.
“Pasé una semana en el monte con mis dos niños. No alcancé a salirme en los carros y me quedé en el monte con mis hijos. Les daba masa batida.” A ratos vive en una vivienda prestada, en Surutato. Entre los suyos cuenta un niño y una niña, hijos de las mayores. También están el esposo de una de ellas y dos ancianos. En total son diez en una tierra que no les pertenece, que más bien parece escupirlos. Lo que los salva y motiva a seguir luchando son algunos recuerdos, los bebés y la generosidad de los vecinos, que no faltan.
Hablar de guaraches o de ir a la escuela son ahora sueños. La comida es otra realidad pasada que no regresa, como las esperanzas: algo de masa de harina de maíz y latas, un kilo de frijol y otro poco de queso fresco. Polvo en la alacena. Polvo y olvido. El precio del destierro.
“Allá teníamos animales. No quedó nada. Desde el monte mirábamos los chivos muertos que se llevaban en las camionetas.” Petra ya no piensa en volver. Difícilmente lo hará. No quiere deambular, convertirse ella y su familia en errantes sin rostro ni nombre ni permisos. Aumentar la lista de los sin tierra teniéndola. Por eso quiere asentarse, contar con un “terrenito”, un predio pequeño, para levantar con láminas y prendas y lonas y pedazos de madera, una casita. Y vivir, si es que así puede llamarse esto.
“Un solarcito me gustaría… así ya uno hace una casita y no anda rodando con los hijos. Aunque sea de cartones.”
De barrendero
José es de Tameapa, Badiraguato. Como el resto de desplazados, no encontró trabajo. Llegó primero a El Limón de los Ramos, una comunidad cercana a la presa Adolfo López Mateos, en la salida norte de Culiacán, donde vive en una casa prestada. Ahí se refugió junto con los seis integrantes de su familia, incluida su esposa y un bebé de veintiún días.
Trabajó de jornalero en plantíos de mariguana, en lo alto de las montañas. No tuvo de otra, explica insistente: ahí eso se siembra, pero él no es narcotraficante ni quiere ser gatillero, pues se considera un buen hombre, aunque algo nervioso. Dice, como queriendo convencer a su interlocutor, que de lo que haya va a trabajar, aunque sea de barrendero. Por eso está ahí, donde los de la cooperativa de pepenadores lo cobijaron desde hace un mes.
“No soy capaz de hacerle mal a nadie. A esos que andan en la malandrinada, pues ahí Dios que los bendiga”, manifestó, compungido. Agacha la cabeza, frota sus manos renegridas. Se voltea para otro lado.
En este basurón sí pudieron alojarlos, darles empleo. En el otro, el que está en el sur no, porque es operado por la empresa Altya, dueña de la concesión, que aprovecha la falta de gobierno municipal: no hay quien los obligue a permitir que los pepenadores exploten la basura y obtengan recursos para sobrevivir lejos de sus pueblos y de la tranquilidad.
Bicentenario
Ahí están, en su local, bajo un techo de lámina y sin paredes, los cerca de 200 pepenadores que conforman la cooperativa. Muchos de los desplazados no se animan a entrar porque se enteraron que ahí está un reportero y temen salir en el periódico, que los identifiquen y que vayan por ellos a matarlos.
Ahí los tiene Miguel Ángel García Leyva, abogado de los cooperativistas y asesor de movimientos y organizaciones sociales, y Enrique Gutiérrez Sauceda, presidente de los pepenadores: “Aquí están trabajando, otros se desesperaron y están dispersos en colonias de Culiacán y Navolato. Lo que sí es cierto es que no van a esperar a que el gobierno les traiga agua o pan, porque eso no pasará. Prometieron ayudar y nada. Íbamos a organizar a los desplazados, pero el gobierno estatal en lugar de apoyarlos los dividió y provocó, con engaños, que muchos regresaran. Ahí están las consecuencias. Ya estamos acostumbrados”, afirmó Gutiérrez.
José lo escucha y asiente bajo ese sombrero agujerado y viejo. Confiesa que entre el gobierno y los narcos, le teme más al gobierno. El mismo que le entregó dos bultos de lámina y diez barrotes para construir su vivienda, en un terreno de la colonia Bicentenario, que le costó diez mil pesos y que todavía no paga. Está en lo alto de la ciudad, con su mujer, su nieto e hijos. En paredes de pedacería de madera y lámina y plásticos, donde lo único que sobra es viento: maloliente, de abandono y pobreza.
“Estoy aquí desde octubre del año pasado. No teníamos más qué hacer. No teníamos nada. Por eso le entramos a trabajar en el basurón”, señaló.
Con una rapidez en la que conjuga tristeza y resignación, asegura que ese es un trabajo que no le desea a nadie, ni al peor enemigo: “Se respeta, se reconoce a quienes trabajan en esto. Mis respetos para ellos, la verdad. Pero es penoso, además los riesgos de que te pegue una infección, te enfermes… Es dura la pena, pero es más dura el hambre.”
Se quita el sombrero para pasar un pañuelo rojo por su frente, su cabeza. No puede más, confiesa. No tiene fuerzas. Lerdo, con unos zapatos que van surcando el suelo y levantando polvo, asegura que no tiene más qué decir: la vida, las penas, los años, su pueblo, le pesan. No se despide. Nomás se va.
24 de septiembre de 2012
Al igual que en Ciudad Juárez, pero en vastas regiones serranas y en amplios sectores sociales de la costa y las ciudades de Sinaloa, el narcotráfico ha adquirido carta de naturalización a través de su larga y sólida legitimación social y cultural.
No es gratuito que se haya afirmado que Sinaloa, y de manera particular Badiraguato, en la sierra, sea la cuna del narcotráfico mexicano. Si situamos el nacimiento de la producción, comercialización y consumo de opio en los años veinte del siglo pasado, cuando inmigrantes chinos adquirían la goma que secreta la amapola en los pueblos de Badiraguato, entre los que sobresalía Santiago de los Caballeros, y la vendían para ser inhalada en los fumaderos de Culiacán, Mazatlán, Mexicali, ciudad de México, San Diego, Tucson y otras urbes de Estados Unidos; o si aceptamos la versión ampliamente propagada, aunque no documentada, de que se masificó la siembra de amapola en el mismo Badiraguato y otros municipios de Sinaloa por la demanda de las fuerzas armadas de Estados Unidos, que necesitaban heroína para mitigar el dolor de sus heridos en combate durante la Segunda Guerra Mundial, entonces estamos hablando de 70 o 90 años. Si damos por cierto, además, el criterio de que cada 25 años surge una generación, afirmamos que Sinaloa ha procreado entre tres y cuatro generaciones de narcotraficantes. A lo largo de ese tiempo, decenas de miles de mujeres han experimentado la vida de una comunidad, una familia, un negocio y una tradición narca.
Arturo Santamaría Gómez
Catedrático de la Universidad Autónoma de Sinaloa (UAS) y escritor.
Las jefas del narco. Ascenso de las mujeres en el crimen organizado, Grijalbo.
Lobo perdido
Hola, soy Jénifer. Secuestraron a mi hermano.
La joven mazatleca recurrió a las autoridades municipales, a la Unidad Especializada Antisecuestros de la Procuraduría General de Justicia del Estado, al procurador, al alcalde y al gobernador. Y de todos obtuvo la misma respuesta: indolencia y complicidad. Ahora lo hace a través de las redes sociales. Denuncia y denuncia. Habla de su dolor, de la impunidad, la violencia, la colusión entre autoridades y delincuentes, y la ausencia de justicia.
Todos los días, varias veces. Su metralla no tiene descanso: critica al alcalde Alejandro Higuera Osuna, al gobernador Mario López Valdez, al procurador Marco Antonio Higuera, y al hoy expresidente Felipe Calderón, por heredar esta estela de muerte y destrucción, y convertirse en una vergüenza nacional.
El 4 de abril, Jenifer escribió en su muro:
“Tengo algo que decirles… amigos hoy es un día muy, muy, muy triste… y la tristeza me hace llorar pero no importa, ya me acostumbré. Sufrir, llorar, tristeza, todo. Solo falta que me parta un rayo… el día está nublado. No importa si tú no estás… no importa nada. Gracias señor Calderón. Su guerra me dejó huellas en el alma, gracias. Dígame, ¿a usted, qué le dejó?”
Los hechos
Antonio Sáenz Pratt, de 33 años y con domicilio en el puerto de Mazatlán, fue visto por última vez el 9 de marzo de 2012, alrededor de las cuatro de la madrugada. Iba con varias personas y al parecer habían realizado un recorrido por antros del lugar. Entre sus acompañantes estaban Marco Antonio Ramírez, primo del hoy desaparecido, y dos mujeres.
La víctima conducía una camioneta tipo L200, marca Mitsubishi, modelo 2010 y placas UB-53629, de Sinaloa. Lo último que dijo, de acuerdo con los testimonios de las personas aparentemente implicadas y que declararon ante el Ministerio Público, pero que gozan de libertad, que iba a Culiacán, la capital de Sinaloa, a cerca de 200 kilómetros al norte de Mazatlán.
Preocupados porque no sabían de él, sus familiares acudieron a la agencia Tercera del Ministerio Público, a interponer una denuncia, el 12 de marzo. Los primeros días tras la desaparición, que luego sabrían que se trató de un secuestro, el teléfono del plagiado sonó y sonó. Después, en intentos más recientes, dejó de hacerlo y envió la llamada directamente al buzón de voz.
Carlos Castillo Conde, padre de la víctima, informó a la fiscalía y a los agentes del Ministerio Público que el 13 de mayo recibió tres llamadas del mismo número de teléfono: 6642632543.
“Esta llamada fue contestada por un sobrino de nombre Pedro Santos, quien le manifestó que una persona de sexo masculino y de voz norteña les dijo que él tenía a Antonio y que quería un millón de dólares, respondiéndole que no contaban con esa cantidad de dinero; logró escuchar una voz pero no supo si se trataba del ofendido, pero dijo que esa persona se quejaba como si lo estuvieran golpeando”, reza el informe policial, oficio 044/2012, rendido a Marco Antonio López Pérez, agente del Ministerio Público especializado en investigaciones de secuestros, por dos policías investigadores, de nombres Omar Erasmo Carrillo y Paúl Melgoza Millán.
En algunas de las visitas a la fiscalía o a las instalaciones de la Policía Ministerial del Estado, Carlos Castillo se hizo acompañar por una persona que dijo ser agente de la Policía Federal de Proximidad Social —antes Federal de Caminos—-, otro de la Policía Federal Ministerial y uno más de la Ministerial del Estado. Informó que les había pagado 50 mil pesos para que le ayudaran en las indagatorias. Pero el Ministerio Público y los mismos agentes adscritos al área de investigaciones del delito de secuestro le sugirieron que se deshiciera de ellos y dejara que interviniera personal especializado y de un negociador “para no entorpecer las investigaciones”.
Y estuvo de acuerdo.
“El negociador lo asesoró sobre cómo tenía que responder a las llamadas que le hicieran los secuestradores, exigiéndole el monetario a cambio de su hijo, se le instaló un equipo de grabación en el teléfono celular en el cual había recibido las llamadas, y una vez instalado sonó el teléfono.
“Contestó la persona diciéndole el secuestrador que ya era mucho tiempo, exigiéndole el dinero a base de groserías y amenazas y diciéndole que querían diez millones de pesos por la libertad de su hijo, siguiendo nuestras indicaciones; le exigió una prueba de vida al secuestrador y recibió una respuesta negativa por parte del mismo, diciéndole que dentro de tres días le volvería a marcar, cortando la comunicación.”
El enemigo en casa
Marco Antonio Ramírez, de 32 años, originario de Villahermosa, Tabasco, y con domicilio en Mazatlán, es primo de Antonio y participa en los primeros contactos que la familia tiene, a través del teléfono, con los secuestradores. En al menos dos ocasiones contesta el aparato cuando llaman los delincuentes. Pero la familia sospecha de él, aunque no se lo dicen.
La tercera o cuarta llamada es atendida por el padre de la víctima, quien se trasladó desde fuera de Sinaloa y se hospedó en un hotel del puerto. Platica con los secuestradores y les anuncia que ha reunido tres millones de pesos luego de haber hipotecado algunas de sus propiedades, pero que le pongan en el teléfono a su hijo para comprobar que está con vida.
Al parecer, los secuestradores se molestan y amenazan con matarlo. El padre se desespera, tiene problemas de salud y entra en crisis. Al final logra calmarse. Entonces la familia se da cuenta que la tarjeta de débito que tiene la esposa del secuestrado fue usada y entre quienes hicieron compras con el plástico está Marco Antonio.
En la ampliación de la denuncia, el 22 de marzo, Alejandra Noriega Solís, esposa de la víctima, declara que el día 11 acudió a una sucursal de Bancomer para revisar su tarjeta de débito 00187603541 y encontró que habían hecho compras a su cargo: “Fueron en un negocio llamado Remates Paola, en Villa Unión, Mazatlán, el 9 de marzo, alrededor de las tres de la tarde, mediante una identificación falsa y una fotografía que no era la mía.”
Las indagatorias, algunas de ellas realizadas por los mismos familiares, indican que las compras las hizo Marco Antonio Ramírez e Isabel Grandes Carranza, quienes fueron identificados por las vendedoras del negocio. Las compras ascendían a cerca de 30 mil pesos y en la lista de lo adquirido están una lavadora, una secadora, estufa, refrigerador, un bóiler, dos televisores, un enfriador de agua y una cafetera, entre otros electrodomésticos.
“Después de esto, el día de ayer recibí una llamada del número 6691910529 (celular) y al teléfono de mi suegro también llamaron de otro número 0050496911473 y hemos estado recibiendo amenazas diciéndonos que nos van a matar e insultos muy fuertes, que nosotros no vamos a vivir nunca en paz porque ellos así lo quieren y el nombre de la persona que le habló a mi suegro es Luis Manuel Palma, que es el verdadero apellido de Marco Antonio (Ramírez) el cual trabajaba con mi esposo aquí en la ciudad”, señaló la esposa.
Marco Antonio laboraba en la empresa Central de Máquinas, un taller de reparación de máquinas de construcción, propiedad de su primo Antonio Sáenz Pratt. Fue cuando los federales que apoyaban y custodiaban al padre del hoy desaparecido se dieron cuenta de que el sobrino estaba implicado en el secuestro, lo detuvieron y lo entregaron a la policía, junto con su esposa. Y fue así, con este episodio, que las negociaciones y exigencias de dinero, se convirtieron en amenazas.
“Yo le agarré una tarjeta de débito del banco Bancomer, al día siguiente viernes 9 de marzo de 2012, en la mañana; mi empleado y yo nos fuimos a Villa Unión ya que como yo tenía la tarjeta fui a preguntar si podía comprar con ella (…) me fui por mi novia, ella se llama Topacio Nohemí Cabello Higuera y le dije que me acompañara a Villa Unión; como ya sabía que la tarjeta estaba a nombre de mi primo, ya que llegamos a la tienda escogimos varios muebles y ya que pasaron la tarjeta le dije a Topacio que firmara con el nombre de Alejandro Noriega Solís; fui en la camioneta de mi propiedad, una Chévrolet Cheyenne color azul, modelo 2001 y en ella subimos los muebles, luego me los traje a Mazatlán y los metimos a una casa en la colonia Jesús García, enseguida de donde vive la abuela de Topacio”, dijo Ramírez, ante el Ministerio Público.
Manifestó sentirse avergonzado por haber abusado de la confianza de su primo al usar la tarjeta, pero negó tener responsabilidad en su secuestro: “Yo no cometí ese delito lo que sí sé que hice fue cometer abuso de confianza o fraude con la tarjeta de la esposa de mi primo.”
Jénifer, hermana de Antonio Sáenz Pratt, cuenta que los federales que venían de México y estaban ayudando a su padre, le recomendaron que se comunicara con los de la Unidad Antisecuestros de Sinaloa, ya que todo parecía indicar que los delincuentes con los que estaban tratando no eran profesionales.
“Ellos recomendaron llamar a antisecuestros al ver que los secuestradores no eran profesionales y los federales también sospecharon de Marcos. Cuando llegó antisecuestros al hotel le explicaron todo. Ese día hablaron (los secuestradores) y se les dijo que ya tenían tres millones de pesos, pero que lo pusieran al teléfono para saber que mi hermano está bien.
“Dijeron que nos mandarían un brazo… vuelven a llamar y al no estar Marcos, mi papá, que nunca se negó a darles el dinero, contesta y les dice que pongan a mi hermano al teléfono ‘Ya me van a mandar el dinero de Mérida porque hipotequé mis propiedades.’”
“Ellos insultan a mi papá y lo amenazan con matar a mi hermano. Cuando llaman otra vez, mi papá les dice que le pongan a su hijo y lo insultan, también le reclaman que haya pedido la intervención del gobierno. Ahí es cuando se dan cuenta de la tarjeta de débito del banco y los federales detienen a Marcos y a Denis y los entregan a los ministeriales… mi papá y los policías van por Isabel, la esposa de Marcos, y la llevan detenida.”
Fueron tres los detenidos: Marco Antonio, Isabel Grandes Carranza y Fiama Denis Ramírez Grandes, hija de ambos. Además, en las pesquisas aparece como implicado Luis Manuel Balladares Palma, también identificado como Luis Manuel Palma, padre de Marco Antonio, como partícipe del secuestro de Sáenz Pratt.
La detención fue el 15 de marzo de 2012. Versiones extraoficiales indican que los agentes ministeriales los torturaron para que informaran sobre el paradero del plagiado y horas después entregan a los tres detenidos a los del antisecuestros. La familia acude a la comandancia de este grupo especial pero unos agentes los retiran. Les avisan que ya están hablando pero que no pueden permanecer en el lugar, y les piden que regresen al día siguiente.
Temprano, alrededor de las seis de la mañana, la familia está de nuevo ahí. Uno de los policías del Antisecuestros les informa que los detenidos ya no están ahí, que fueron liberados por órdenes de un comandante a quien identificó sólo como Darío.
Bumerán
La familia explota y reclama a los jefes policiacos. Enterados de una gira del mandatario por el sur de Sinaloa, lo abordan y le informan sobre la liberación de los tres detenidos por este caso. El mandatario, Mario López Valdez, parece indignado. Se molesta y en ese momento llama al subprocurador Regional de Justicia de Mazatlán, Jesús Antonio Sánchez Solís, y cuando éste llega el gobernador lo regaña airadamente y le pregunta por qué soltaron a los secuestradores. Lo amenaza con correrlo a él y a los que hayan estado implicados en esta supuesta irregularidad, de los puestos en el servicio público. El mandatario le pide a Carlos Castillo Conde, padre de Antonio Sáenz, que acudan al lunes siguiente a la oficina de Marco Antonio Higuera Gómez, en Culiacán.
“El lunes mi papá, mi tía y mi hermano Erik van a Culiacán con el procurador y llega el subprocurador con papeles que les dio Marcos de un problema de mi papá y les dicen a mi familia que lo van a detener porque él tiene un delito y que es buscado por las autoridades de México. Mi padre, al ver esto, descubre que están con Marcos y les dice que él quiere a su hijo y no le importa nada. Salen de ahí y los federales sacan a mi familia de Sinaloa”, cuenta Jénifer.
La madre de Antonio acude por su cuenta a Culiacán, acompañada de un comandante de la ciudad de México —se desconoce de qué corporación—- y habla con gente del grupo antisecuestros. La interrogan durante cerca de cuatro horas y le muestran fotos y papeles que sólo Marcos tenía. La señora les responde que busquen a su esposo si quieren, pero a ella le interesa que investiguen el secuestro de su hijo y la liberación de los presuntos responsables.
“Cuando llega mi madre a Mazatlán nadie la quiere atender, nadie del gobierno. Y mi mamá espera que salga el subprocurador (Jesús Antonio Sánchez Solís) y habla con él en las escaleras de la oficina, le enseña la foto de Antonio y le dice que le ayude a buscarlo… pero el subprocurador la amenaza, le dice que no le haga escándalos en Mazatlán porque la van a ‘levantar’, y que no pegara las papeletas con la foto y la recompensa por las calles de la ciudad, que él se lo prohibía”, manifestó la joven.
Pero no hizo caso y durante cerca de tres meses estuvo pegando carteles con la foto de su hijo por todo Mazatlán. Jénifer informó que los antisecuestros mandaron “levantar” a su mamá, a través de un grupo de encapuchados, ya que les molestó que trajeran al abogado Juan Pablo Beltrán Núñez.
Personas allegadas a la madre y con vínculos con grupos de poder en el puerto le confiaron que tanto el alcalde Alejandro Higuera como el gobernador estaban molestos por el caso y por la denuncia interpuesta por el padre del joven secuestrado, en contra de los servidores públicos que dejaron en libertad a los tres supuestos plagiarios.
“Ellos le contaban muchas cosas, cómo Higuera, el gobernador y el procurador juntaron a todos y los regañaron por la demanda que les puso mi papá. Y que Higuera dijo ‘No quiero que este asunto dañe mi imagen, que no publiquen nada y que no salga nada a la luz de este caso’”, señaló Jénifer.
Búsqueda incesante
La familia mantiene la búsqueda, a pesar de que ha pasado poco más de un año y no hay avances en las investigaciones. Por su cuenta, con la participación de amigos y de otros contactos, mantienen la esperanza de encontrar con vida a Antonio Sáenz Pratt, ya sea en el puerto sinaloense y fuera de la entidad, y la exigencia de que los responsables de esta desaparición sean castigados por las autoridades.
A través de una de estas personas, se enteraron de que una célula del cártel de los Zetas mantienen cautivas a personas en una mina de la sierra del sur de la entidad. Les dijeron que ahí podría estar Antonio, pero no han dado con su paradero, además de que no cuentan con las autoridades encargadas de seguir investigando el caso.
“MIGUEL ANGEL CABELLO LLAMAS, EL Y SU HIJA TOPACIO NOEMI CABELLO HIGUERA, SON COMPLISES DE EL SECUESTRO DE MI HERMANO ANTONIO SAENZ PRATT… EL GOBIERNO DE MAZATLAN LOS PROTEGE…. VIVEN EN CALLE NARCISO MENDOZA #248 ESQ. JUAN ALDAMA, COL. BUROCRATAS, MAZATLAN SIN”, levanta la voz Jénifer, desde su cuenta de Facebook.
Jénifer grita. No sabe de otra. Hace esfuerzos por sonreír, pero le gana la lluvia de cada marzo y de cada día. Siente que no cuenta con nadie. Está segura de ello, por eso traslada su rabia a las redes sociales para que el caso de su hermano no quede en el desierto, en algún solar baldío, en los archivos empolvados de lo que nunca se investiga y permanecen en los estantes de las oficinas de la policía y la procuraduría.
Ella se ha encargado de traspasar esas gruesas paredes y arrojar luz sobre las sombras tísicas y darse amaneceres en tiempos de silencio, en tiempos en que es escaso, en tiempos de desesperanza y desolación. Se sabe sola pero se acompaña. Están con ella los cientos o miles de seguidores en las redes sociales. No se arredra: aplasta el acelerador. Es un lobo estepario, como muchos mexicanos. Un lobo herido, perdido, naufrago. Pero no uno callado, rendido o domesticado. No.
Lobo perdido
Se dicen lobos porque su madre, de nombre Bernarda Lobos Jasso, les llamaba lobitos cuando eran pequeños. Ahora él, Antonio, con dos hijos —uno de quince y otro de trece— y dos hermanos, lo único que tienen es el recuerdo, la memoria de un hombre amoroso, responsable y tierno, está en la lista de personas desaparecidas en México, en casos de evidente intromisión, omisión o complicidad con las autoridades, desde las corporaciones policiacas municipales, estatales o federales, hasta el Ejército Mexicano y la Secretaría de Marina.
El 22 de febrero de 2012, el semanario Proceso publicó:
“En vísperas de que el gobierno de Enrique Peña Nieto divulgue la relación de desaparecidos durante el sexenio de Felipe Calderón, Amnistía Internacional advirtió que dicha medida será insuficiente si no se traduce en investigaciones que determinen ‘en cuáles desapariciones participaron agentes de las fuerzas armadas y policías’.
En un comunicado, la organización internacional consideró como un avance la difusión de la lista de desaparecidos al permitir ‘dimensionar la magnitud de este problema, el cual fue tolerado e ignorado por el gobierno federal y los gobiernos estatales durante la última administración’.
Sin embargo, Amnistía consideró necesario que las autoridades federales expliquen de qué manera esa base de datos puede convertirse en “un mecanismo eficaz para investigar las circunstancias de las desapariciones, establecer el paradero de las víctimas y llevar a los responsables ante la justicia.”
Además, calificó de “escalofriante”, la cifra estimada de 27 mil desaparecidos durante el sexenio de Calderón. Versiones extraoficiales indican que el número de desaparecidos en México, también llamados levantones y desapariciones forzadas, podría llegar al triple de esta cifra.
En una carta enviada al gobernador Mario López Valdez, la hermana, más reflexiva e igualmente valiente y dura, cuarteada y encallecida su piel por la tristeza y los golpes burlescos e indolentes de los servidores públicos, dice:
¿Qué espera, gobernador? Es muy triste ver que en Sinaloa prevalecen las complicidades en el ejercicio del poder. Mario López Valdez llegó a la gubernatura con la esperanza de muchos de que las cosas cambiarían para bien. Pero a pesar de que pareciera imposible, vemos retrocesos gravísimos. El ridículo público y cínico de parte del Procurador General de Justicia y el Secretario de Seguridad Pública no deja lugar a dudas de que esas complicidades han llegado a límites que los sinaloenses no podemos tolerar. Pocas cosas tan graves podemos ver como el hecho de que quienes están encargados de hacer respetar la ley la violen con insultante descaro, a la vista de todos y sin importarles exhibirse en sus desenfrenos. Actuar así sólo puede darse porque se sienten seguros de gozar de impunidad absoluta, aunque tenemos que sumar también un apasionamiento desbordado que por eso mismo resulta imposible de mantener en el clóset. Los asuntos privados deben quedarse ahí, en lo privado, sin mezclarlos con la cosa pública. Así debiera ser, pero desgraciadamente ocurre lo contrario con altos funcionarios que gobiernan privilegiando la hormona sobre la neurona. Si lo denunciamos aquí, es porque en esa mezcla de lo privado y lo público perjudican a Sinaloa. Quizá crean en el Gobierno de Sinaloa que sólo unos pocos vemos estas inmoralidades; otro grave error. Nosotros preferimos pasar de los chistes y la mofa al señalamiento público y directo, con la esperanza de que quien puede se decida a corregir. Aunque por ahora no parece que exista la suficiente voluntad. Ya veremos quién se cansa primero: si nosotros de señalarles, o ellos en sus ilegales omisiones.
16 de mayo de 2013, en Facebook
Jénifer no da un paso atrás. Pregunta, insiste, reclama, grita y vuelve a gritar. Le vienen a la memoria los primeros recursos que obtuvo su hermano Antonio cuando era niño y que su mamá le quitó para comprar algo de comida. Era trabajador, responsable, cariñoso y solidario, desde niño. Todavía recientemente le reclamaba él, a manera de juego, ese billete del que fue despojado en aquel entonces. Bromean ellos: eran una familia feliz, unida, fuerte, ahora quebrada, inundada de agua con sal, desesperanzada y sin embargo inventando y alimentando esperanzas que la realidad no da.
“¿¿¿¿¿ BUENO ????….AYYY MI QUERIDO Y ADORADO PROCURADOR DE SINALOA… AY NO SE PREOCUPE, MI PROCU, YO SE… QUE NOS CANCELO LA CITA. SI, SI, LA ESPERAMOS 15 DIAS EN EL HOTEL… PAGANDO Y PAGANDO… BUENO PERO NO SE PREOCUPE QUE EL DINERO ES DE PAPEL PARA ESO PARA QUE VUELE… ASI VAN A VOLAR MUCHOS BUITRES… HAMBRIENTOS DE PODER.
Escribió el 9 de marzo de 2012
Cuenta que su madre sigue viendo a servidores públicos de la policía ministerial y del antisecuestros. Uno de ellos le dijo que cuánto les iba a dar si encontraban a su hijo muerto. Ella contestó que nada, que tenía dinero para pagar a los secuestradores y sin regateo alguno. Otra información recogida de oficinas gubernamentales indica que Antonio Sáenz Pratt está vivo y en manos de la Unidad Especializada Antisecuestros, pero no lo quieren soltar. “Es un asunto de dinero, señora”, le dijeron.
También le ofrecieron que ella pagara a un agente de la ministerial para que retome las investigaciones. Algunos de ellos, ante las respuestas negativas de la madre, ya no le contestan las llamadas a sus oficinas o al teléfono celular.
Muchos de estos servidores públicos, recuerda Jénifer, se burlaron cuando la madre llegaba a sus oficinas y reventaba en llanto. Pero su madre se repuso y no deja la crucifixión que sufren ella y su familia y su hijo desaparecido, ni abandona la búsqueda, a pesar de las puertas, oficinas y escritorios escarchados de los funcionarios encargados de hacer justicia.
“Llorar es debilidad. Y yo no soy débil”, dice ella, aunque ha permanecido enferma, no inerme. Y mucho menos inerte.
En junio de 2013, la Procuraduría General de Justicia del Estado informó que Antonio Sáenz Pratt, el empresario mazatleco que está desaparecido desde el 4 de marzo, cuenta con cinco identificaciones con otros nombres y tres de ellas con domicilios diferentes, de acuerdo con indagatorias realizadas por la Procuraduría General de Justicia del Estado (PGJE) sobre este caso.
Las pesquisas indicaron además que el padre de la supuesta víctima, de nombre Carlos Castillo Conde, ha usado otras identidades, entre ellas Carlos y Pablo Gutiérrez Silva, y José Antonio Sáez, originario de Mérida Yucatán y con domicilio en Guadalajara, Jalisco. Además, se le vincula con fraudes y otros delitos, como el homicidio de Pablo Luvinoff Arroniz, líder de la comunidad gitana en México.
La nota a la que hacen referencia las investigaciones de la procuraduría local, publicada en el diario El Rotativo, del estado de Querétaro, incluye la fotografía del padre de Sáenz Pratt, bajo el encabezado “Actúa mafia gitana en México”, el 23 de junio de 2003.
Luvinoff Arroniz fue ultimado el 26 de septiembre de 2010, cuando convalecía en el hospital HMG de la ciudad de México, a pesar de que contaba con vigilancia de la Policía Judicial del Distrito Federal. Los homicidas entraron a su cuarto y le dispararon a corta distancia con un arma calibre 22, al parecer con silenciador.
Jénifer contesta. Sin sobresaltos, atados sus pies al frío piso: “Si mi hermano se cambió el nombre, no es un delito y no hay una orden de aprehensión contra él porque lo checamos en Plataforma México, con todos los nombres que usa, y no hay una orden de aprehensión. Mi madre permaneció once meses en Sinaloa y siempre se negaron a recibirla. Si tienen algo contra de él, lo quiero en una cárcel, así lo digo yo y se los dijo mi madre en su momento, detenido, pero no secuestrado o muerto. Y si mi padre es culpable de algo, que no juzguen a mi hermano por eso.”
El 25 de abril 2013, Jénifer escribió en su muro:
Mis lágrimas por ti se secaron… y mi pena la llevo conmigo, nadie puede entender cuánto te quiero. Los demonios te arrancaron de mis manos… ellos siguen ahí, riéndose de mí… y tú no estás… te escondieron en las tinieblas de la noche, para que no te encuentre… donde estés, no desesperes…yo iré por ti, y volverás… al mundo de los vivos.
Y dice, replica, como un rayo que rompe y reniega de la oscuridad. Todos los días, a toda hora, en las redes sociales:
“Hola, soy Jénifer. Secuestraron a mi hermano.”
26 de mayo de 2013