Fragmentos de una granada, de una bitácora periodística, de una esperanza mutilada

 

Eso de reportear el narco es una tarea bien cabrona, intensa, llena de dolor y asombro. Llevo más de diez años viendo los rostros doloridos, el mismo sufrimiento de quienes buscan a sus seres ejecutados, la misma sonrisa del morro cuya mirada perdida a veces no sé si es de amargura o de intoxicación. Eso de reportear el narco es salir cada mañana a buscar una verdad para que sepan que los muertos están vivos en busca de sus difuntos. Y sí, aunque suene enredado es cierto, es buscar la sangre y las pisadas de las mujeres que perdieron a sus hijos, el grito y las manchas de cal de los padres con un balazo en la cabeza y las manos ateridas, amarradas, indefensas, parecen gritar “ya valió madres todo”.

“Ya no sé dónde buscarlo, ya no sé ni dónde esconderme a llorar para que no me vean mis hijos, y lo peor, ellos mismos me dicen que busque a su papá, que lo traiga de vuelta a la casa… y sí, lo extrañan, también ellos lloran y se quejan, puta madre, pero dónde lo busco, ya hasta los del ministerio me ven con cara de asco, les ha de hartar que pregunte y pregunte; en el semefo ya no me hablan, me miran en silencio y se meten a las fregaderas esas donde tienen a los muertos, y yo los sigo, ya ni me persigno, los mismos muertos, los mismos con hoyos en la panza y sus caras de ‘ya no me pude despedir’, tiesos me ven con sus heridas y sus ojos torcidos, pero ahí voy siempre, con la ilusión ¿ilusión? Bueno, ya sin ilusión de encontrarlo pero siempre con el pensamiento rabioso y con el miedo de que tal vez en el monte a donde me llevan a veces los policías a ver a los encostalados lo encuentre, o entre los arbustos, en el hocico de los perros, en la patrulla quemada, pero de verdad ya no sé, ya no sé…”

Recojo en este libro una serie de testimonios sobre seres humanos que han secado todas sus lágrimas y aún en la más miserable de las condiciones escarban en la tierra seca para encontrar a sus desaparecidos; hombres y mujeres que ya no sueñan, ni duermen, pues su vida es una pesadilla cotidiana; muchos dejaron sus casas, otros nunca las han tenido, a unos cuantos el hogar es una burla y sólo la noche y sus misterios les permite acomodarse para rezongar su llanto, su encabronamiento. Estas historias se repiten y se multiplican en este país mutilado, golpeado con fuerza por el crimen organizado. El pretexto es la droga, el delito por controlar la plaza de venta de estupefacientes o la intención de mostrar el rostro del más poderoso, del más chingón para mover coca o marihuana, pasando por encima de quien sea. Me han preguntado muchas veces si tengo miedo y he dicho que sí. Miedo y dolor. Miedo y desesperanza. Miedo y rabia.

“Que fuera en chinga con el narco, quesque él sabía, que le dijera, que juntara dinero, todo lo que pudiera, carajo, si ni pa’ tragar tengo, que le dijera al chile que lo soltaran y que le pagaba con un favor, que me hiciera el paro y quebraba a cualquier jijo de la chingada, que le dijera ‘ya ni joden, tú nos conoces, sabes que somos leña’ pero dicen que si me ven me agarran a chingazos y hasta me levantan, entonces acá me aguanto, agazapado en este lugar donde cada vez hay menos gente, todos se van, unos vivos y otros muertos, pero se largan de aquí, dejan sus pertenencias, puras pinches mugres de muebles y ropa que ni pa’ tapar cadáveres; pero aquí me aguanto, mentando madres pero no salgo, si lo matan pues ya qué hago, a veces pienso que de todas maneras aunque lo suelten ya está bien pinche muerto…”

Pero tengo que escribir lo que veo y lo que escucho, tengo que levantar la voz para que sepan que el narco es una plaga, un devorador que traga niños y mujeres, devora ilusiones y familias enteras. Tengo que decirlo, con miedo y coraje, indignación y tristeza. Somos muchos los reporteros que buscamos la nota en plena incertidumbre, que tenemos claro que algún día un balazo puede llegar antes que nosotros; somos muchos reporteros indignados por el silencio que quieren imponer, por las mentiras oficiales, pues a diario vemos a personas a las que arrancaron a punta de chingazos sus ilusiones, a mujeres con el beso ardiente de una granada en la boca, a jóvenes, casi niños, atascados de dolor y cocaína, vemos en las calles a sicarios y madres desesperadas, a comandos armados y padres de familia atascados en lodazales o encostalados a la orilla del mustio camino. Por eso tengo que escribir, tratar de rescatar la voz de tantas personas hundidas en la desesperación y una esperanza enferma.

“La verdad es que odio los espejos, los vidrios, los cristales de las patrullas… con estas pinches cicatrices qué chingaos, mi madre decía que era muy bonita y allá en el rancho cuando mi papá pisteaba hasta quedar dormido presumía a su florecita, ‘tan re chula’, decía, ‘namás mírenla’ y sí, dicen que era bonita, llenita y bonita, plantosona y muy chula, pero ya qué, tampoco recuerdo bien, no soy la única que dejan desfigurada, pos qué trapo viejo y escurrido, pinche rostro percudido que tengo, algunas quedan bien a pesar de los madrazos, algunas siguen bien bonitas a pesar del balazo o los putazos del cabrón que nos humilla, y eso a mí qué, acá estoy como pendeja encerrada, y ganar dinero, para qué, no quiero trabajar, no quiero planear nada, me dicen los doctores que tengo que reintegrarme a la sociedad, que busque una actividad, pero para qué, ya no quiero hacer nada, no quiero trabajar, no quiero, tenía mi novio y aunque sólo nos divertíamos decía quesque nos íbamos a casar, qué casar, puro coger y coger, él sólo soñaba con ser un narco de respeto, cuando me pasó esta chingadera vino a verme, se asustó y lloró conmigo, me abrazó muy fuerte y lloró, me abrazó hasta doler y lloró, después ya no volvió, pues sí, a qué chingaos regresaba, ni a llorar carajo, ni a llorar…”

Con una granada en la boca pretende decir a los lectores que sólo buscamos la verdad, que nuestro propósito como periodistas, o reporteros, es ofrecer un rostro frontal, sin maquillajes ni juicios morales de los protagonistas de la guerra del narco. Como en mis otros libros, me dediqué a entrevistar a mujeres lastimadas y hombres que buscan durante años a sus muertos, a narcos y policías ministeriales que sonríen burlones y a veces asqueados de la vida. En las entrevistas encontré siempre corazones atormentados, ilusiones secas y restos de alcohol y recuerdos percudidos en las miradas de quienes dijeron su verdad. Recurro al trabajo de otros colegas que con su pluma y sus documentos también batallan a su manera en esta lucha para escribir su verdad, agradezco su información y sus puntos de vista en medio de tanta desolación y caos. Con ellos alzo la voz y juntos retratamos ese México siniestro, desmoronado y lleno de sangre.

“Sí, ya sabía que andaba con esos cabrones, llegaba a veces en la madrugada todo acelerado, drogado y con harto dinero, me dejaba algunos billetes y se largaba de nuevo, ni tiempo me daba de decirle ‘ya ni la jodes, mira cómo andas’, se escapaba en lo oscuro; siempre fue muy alegre y le encantaba bailar, pisteaba con otros morros y luego llegaban a la casa felices a seguir con las copas y la música de banda a todo volumen, y se carcajeaba conmigo y brindaba por su familia, por sus padres y sus hermanitos, ‘no pasa nada, sólo nos divertimos después de chingarle un rato’, decía. Y así todo el tiempo, ‘ya ni la jodes’, le decía, ‘Dios guarde la hora, pero un día te va a pasar algo si sigues así’, le decía, pero le valían madre mis palabras, se carcajeaba y se iba sabe dónde. Sí ya sabía que andaba con esos cabrones y a pesar del dolor intenso aquí, mire, aquí en lo más duro del pinche corazón, no quise verlo cuando me avisaron, lo hallaron en un estanque, con las manos amarradas y la cara hecha pellejos, ¿cómo supe que era él?, ya ni joden, verdad de Dios, siempre bailaba y se reía bien recio; pues por el tatuaje de la virgen y mi nombre, carajo, sí, mi nombre en su pecho lleno de agujeros…”

Eso de reportear el narco es levantar la voz con el testimonio, con el reportaje, con la sonrisa macabra del soldado, los ojos hundidos del que está tras el escritorio en el ministerio público, la botella en la mano del narco. Eso de reportear el narco es escribir con un pinche bolígrafo que quema, duele, rezonga, pero lo tengo que hacer para tratar de darle voz a las víctimas, a los ejecutores, a los policías y también, insisto, a muchos de nuestros muertos.

 

noviembre, 2013…