GEORGINA levantó la vista hacia la imponente mansión que tenía delante. No debía haber esperado menos.
Llevó la mano al timbre mientras la cabeza le decía que lo mejor sería terminar con aquello cuanto antes y los pies le gritaban que esperase y se lo pensase mejor.
Le hizo caso al cerebro y tocó al timbre antes de que sus pies pudiesen convencerla de lo contrario.
Ya estaba allí. Había viajado durante varias horas para llegar y no iba a marcharse sin decirle al dueño de aquella impresionante mansión de Kensington, al que conocía desde que era una niña, del que, por desgracia, había estado enamorada de adolescente, que… seguro que jamás se había imaginado que acabarían teniendo una relación.
Matías no tenía ni idea de quién había llamado a la puerta, pero, fuese quien fuese, no habría podido ser más inoportuno.
La rubia platino que había sentada en su sofá de cuero blanco llevaba treinta y cinco minutos sin dejar de gritar y seguía haciéndolo mientras salía del enorme salón detrás de él y lo seguía hasta la puerta.
–¡No puedes romper conmigo! ¡Le he contado a todo el mundo que vas a venir a la fiesta de cumpleaños del próximo fin de semana! ¡Me he comprado un vestido! Seguro que estás con otra, ¿verdad? ¿Quién es? ¿La conozco? ¿Cómo me puedes hacer esto? ¡Pensé que me amabas!
Hacía diez minutos que Matías había dejado de responder a sus preguntas.
Abrió la puerta y se quedó de piedra.
–Matías –lo saludó Georgina, mirando a la rubia–. Supongo que he llegado en mal momento.
Estaba deseando salir corriendo, pero ya estaba allí. Dicho aquello, por mucho que hubiese intentado prepararse para verlo tan guapo, cada vez que lo veía volvía a sorprenderse.
Tenía la boca seca, el corazón acelerado y el cerebro bloqueado… como de adolescente, con las hormonas fuera de control y loca por un chico que desde los trece años siempre había tenido su propio club de fans. No obstante, siempre había conseguido mantener en secreto su amor.
–Georgie, ¿qué estás haciendo aquí?
–¿Te parece que esta es manera de saludar a una vieja amiga? Habría preferido no tener que venir, Matías. Me he pasado horas metida en un tren, tengo calor y estoy cansada, me duelen los pies.
–¿Está bien mi madre? –le preguntó él.
–¿Tú quién eres? –preguntó la rubia, poniéndose al lado de Matías.
Y Georgina se preguntó si él no se cansaba de salir siempre con el mismo tipo de chicas: rubias esbeltas cuyo sentido de la moda consistía en llevar la mínima cantidad de ropa posible.
Aquella en particular llevaba una minifalda roja, un minúsculo top rojo y unas sandalias de tacón alto.
–Te tienes que marchar, Ava.
–¡Lo nuestro todavía podría funcionar, Matías!
Él miró a Georgina de reojo y se pasó una mano por el pelo.
–No es posible –respondió, tomando un pequeño bolso de diseño de la mesa de la entrada y dándoselo–. Te mereces a alguien mejor.
Georgina puso los ojos en blanco y se apartó para que saliese la rubia, que era mucho más alta que ella y estaba muy delgada.
–Qué detalle por tu parte, Matías, eso de decirle que se merece a alguien mejor –comentó, entrando en la casa detrás de él y siguiéndolo, probablemente, hacia la cocina.
No entendía qué veían todas esas mujeres en él. Era rico, sí. Y guapo, pero aparte de eso… No tenía nada más. Qué ironía, teniendo en cuenta que había ido allí a decirle que habían estado viéndose en secreto, que se habían enamorado y que tenían una apasionada relación destinada a… ¿a qué?
Se puso nerviosa al pensar que tenía que decirle todo aquello.
–¿Y bien?
Matías no se molestó en mirarla. Fue directo a un armario, sacó una botella de whisky y se sirvió una copa, después le ofreció otra a ella, pero era evidente que no esperaba que Georgina la aceptase.
–Tu madre está bien. Por así decirlo.
–He tenido un día horrible, Georgie, así que ve directa al grano. Hablé con mi madre hace dos días y parecía que estaba bien, ¿qué le pasa?
–Nada. Su salud no se ha deteriorado. Quiero decir… que todavía está débil, después del ataque, y aún no habla con normalidad, pero está haciendo todos los ejercicios que el médico le recomendó.
–Bien.
–Tienes una casa preciosa, Matías.
Georgina sentía que todavía no era el momento de abordar el tema del que tenía que hablarle. Necesitaba sentirse más cómoda, aplacar un poco los nervios.
–Y he pensado que sí que me voy a tomar una copa.
–¿Whisky?
–Si tienes vino, mejor. Gracias.
–Te advierto que no es ecológico. No obstante, es muy caro, así que no se te ocurra tirarlo por el fregadero si no cumple con tus expectativas.
Matías se acercó a la nevera y sacó una botella de Chablis. Miró a Georgina por encima del hombro. Iba vestida como siempre, con un conjunto floreado que ocultaba sus formas de mujer. Falda larga, camiseta amplia… Muchos colores y ninguno que favoreciese a una mujer que era de baja estatura, llenita y pelirroja.
–Muy gracioso, Matías.
–Ambos sabemos que eres una defensora de la agricultura ecológica y no quiero interponerme en tu conciencia social.
–Puedes llegar a ser horrible, ¿sabes? –le espetó ella, estudiando la espectacular cocina.
–Si no lo fuera, lo echarías de menos –murmuró él–. ¿Qué harías con un Matías agradable y educado?
Georgina se ruborizó.
–He viajado varias horas para venir a verte. Lo menos que podrías hacer es ser agradable conmigo.
–Sí, y me pregunto cuál es el motivo de ese viaje. Tengo mucha curiosidad. No habías estado antes aquí, ¿verdad?
–Ya sabes que no.
–De hecho, pensé que jamás saldrías de nuestro querido Cornualles.
–Nunca te ha gustado Cornualles. ¿Ni siquiera sientes un poco de cariño por el lugar en el que creciste?
–No. Entonces, Georgina… –dijo él, acercándose–. Si no has venido a hablar de mi madre, ¿qué haces aquí?
Se sentó en la silla que había enfrente de ella y estiró las piernas.
Georgina abrió la boca para decirle lo que pensaba. Que su madre lo tenía en muy baja estima. Que las mujeres entraban y salían de su vida casi sin descanso porque Matías Silva era como un caramelo en la puerta de un colegio para ellas.
Se dio cuenta de que él parecía divertido y cerró la boca. Matías quería hacerla saltar, pero no iba a conseguirlo.
En vez de eso, le sostuvo la mirada haciendo un increíble esfuerzo porque era, sin duda, el hombre más guapo que había visto jamás. Había heredado los exóticos genes de su padre argentino y la espectacular belleza de su madre inglesa. Era tan guapo que la gente lo miraba por la calle.
–Sí que he venido a hablar de tu madre –le dijo–, pero antes quería descansar un poco, estoy agotada.
–Son las siete. ¿Has comido algo?
–Unos sándwiches en el tren.
–Te invitaré a cenar.
–No creo que vaya vestida para ir a uno de esos restaurantes que tú sueles frecuentar.
–¿Y tú cómo sabes qué tipo de restaurantes suelo frecuentar? –le preguntó Matías.
Pero se lo preguntó sonriendo, recordándole que, a pesar de las enormes diferencias que había entre ambos, siempre se habían entendido bien.
–Porque soy muy lista –le contestó ella, que estaba empezando a tener calor–. Gracias, pero… no. ¿Por qué no me enseñas tu bonita casa? Preferiría eso antes que ir a cenar.
Georgina había ideado su plan a toda prisa, adaptándose a las circunstancias, por impulso, sin que le hubiese dado tiempo a pensar en los detalles y, sobre todo, en los ineludibles aspectos negativos del mismo.
Rose Silva pensaba que su hijo por fin había empezado a sentar la cabeza, aunque no fuese con la chica de sus sueños, sino con la de los sueños de ella. Porque Rose Silva adoraba a Georgina.
La idea de tener una nuera a la que adoraba le había dado fuerzas para seguir viviendo.
Había bastado con que Georgina sugiriese que tenía una relación con Matías para que la madre de él se animase por completo. Y lo que había empezado siendo una mentira piadosa se había convertido en una bola enorme en un momento.
–Por favor, no le digas nada a Matías –le había pedido ella a Rose, horrorizada con la idea–. Pensábamos darte la noticia los dos juntos. Además, solo estamos saliendo, Rose, ¿quién sabe cómo terminará…?
Y después había tenido que ir a ver a Matías a Londres, porque se suponía que era su novia y ni siquiera sabía cómo era su casa.
–¿Quieres ver la casa? ¿Por qué?
–Cuando vienes a Cornualles siempre da la sensación de que lo desprecias todo allí, así que me gustaría ver qué es lo que tienes aquí que es tan estupendo.
Matías inclinó la cabeza y la estudió con la mirada.
–¿Por qué tengo la sensación de que hay algo que no me estás contando?
–Bueno, si no quieres enseñarme la casa, no pasa nada.
–Trae tu copa, a ver si después de beber un poco de alcohol me cuentas por fin qué está pasando, Georgie.
–¿Por qué desconfías de mí?
–Porque no nací ayer. Y porque te conozco. Tal vez, mejor que a ninguna otra mujer del mundo. Has venido aquí por algo y, si no tiene que ver con la salud de mi madre, entonces es que tramas otra cosa, pero te da miedo contármelo directamente. ¿Necesitas dinero?
Iban hacia el salón cuando Matías se giró a mirar a Georgina. Se quedó tan cerca que ella pudo aspirar el olor de su caro aftershave. Y retrocedió automáticamente.
–¿Piensas que he venido a pedirte dinero? ¿Y te jactas de conocerme bien?
–No es tan descabellado –le respondió Matías, encogiéndose de hombros–. Te sorprendería la cantidad de personas que me piden dinero.
–¿Por qué iba a pedirte dinero si tengo mi trabajo? ¡Soy fotógrafa de comida! No gano mucho en comparación con lo que debes de ganar tú, pero no necesito pedir prestado a nadie.
–Pero podrías tener algún problema financiero.
Ella lo miró con indignación. Nadie era capaz de sacarla de quicio como Matías Silva. Aunque tenía razón, se conocían bien, le gustase o no.
Desde que al Matías adolescente le habían dado una beca para estudiar en un internado de Winchester, él había dejado de fingir que le interesaba la granja orgánica de sus padres y la ambición se había convertido en su mejor compañera.
No era de extrañar que pensase que había ido a verlo para pedirle ayuda. Para Matías lo primero era el dinero. De niño no lo había tenido y, de adulto, había centrado su vida en el trabajo para compensar aquella carencia.
También era normal que chocasen, eran muy distintos. Ella una persona argumentadora. Él era intransigente. A ella no le interesaba el dinero. Él no pensaba en otra cosa. A ella le encantaba su pueblo. Él había estado deseando escapar de allí. Ella admiraba a los padres de Matías. Él los menospreciaba en privado.
–Venga, suéltalo, Georgie. ¿Necesitas un préstamo?
Matías la miró de arriba abajo, con frialdad. Georgina pensó que no había un hombre en la faz de la Tierra que la enervase más.
–¿Has estado viviendo por encima de tus posibilidades? –murmuró él con exagerado interés–. No tienes de qué avergonzarte.
Georgina apretó los dientes y cerró los puños.
–No he venido a pedirte dinero, Matías.
–Ya me parecía a mí –respondió él, poniéndose en movimiento y abriendo un par de puertas sin explicarle en qué habitación estaban entrando.
Todo era blanco. Minimalista. Había caros cuadros abstractos en las paredes. Mucho cromo. Todo lo mejor que el dinero pudiese comprar. Georgina no se sorprendió. Matías había entrado en la universidad un año antes de lo que le correspondía, había estudiado Matemáticas y Económicas, y había terminado con un puesto de trabajo en un banco de inversión. Cinco años más tarde había ganado su primer millón y había empezado a volar solo, comprando empresas con dificultades y levantándolas. Por otra parte, había invertido en propiedades. Con treinta años ya tenía todo un imperio y más dinero del que se podría gastar en toda una vida. Y todas las habitaciones clamaban a gritos lo rico que era.
No era de extrañar que a Rose le intimidase aquel hijo único con tanto dinero.
«Siempre fue un genio», decía. «Por eso no le gusta la vida sencilla. Esto no es suficiente para él».
–Georgie –le dijo Matías–, no hace falta ser un genio para saber que no te interesaba nada que pudiese generarte dificultades económicas.
–¿Cómo dices?
–Que no eres de esas personas que viven por encima de sus posibilidades. Si te gusta la ropa de diseñador, los coches rápidos y las joyas, lo disimulas muy bien. Además… recuerdo cómo me enseñabas tu hucha de niña, muy orgullosa de las ocho libras que tenías ahorradas. Me resulta imposible pensar que has pasado de ser austera y ahorradora a convertirte en una derrochadora. ¿Quieres que subamos al piso de arriba?
Ella se preguntó si Matías era consciente de lo ofensivo que podía llegar a ser.
–¿O ya te has relajado lo suficiente como para contarme a qué has venido? Tal vez tú te hayas comido unos sándwiches en el tren, pero yo tengo hambre. Voy a pedir que nos traigan algo de cenar. Dime si quieres ver el resto de la casa o no.
–No, no hace falta.
No le apetecía nada ver los dormitorios. A pesar de que Matías le inspiraba aversión, siempre le había resultado sencillo asociarlo con dormitorios, en parte porque era muy atractivo y, en parte, porque a pesar de que había superado su enamoramiento adolescente no había conseguido olvidarlo del todo. De vez en cuando todavía soñaba despierta con él.
–Bien –dijo Matías, dirigiéndose hacia la cocina–. ¿Dónde tienes pensado pasar la noche?
Miró la vieja mochila caqui que Georgina había dejado en el suelo de la cocina.
–En un bed and breakfast.
Matías frunció el ceño.
–Eso es ridículo –le respondió–. ¿No has pensado en quedarte aquí? ¿Crees que no te agradezco lo mucho que haces y has hecho a lo largo de los años por mi madre? Lo mínimo que puedo ofrecerte a cambio es que pases la noche en mi casa.
Georgina se ruborizó.
–No debería ser yo quien estuviese ayudando a tu madre.
–Ya me lo has dicho muchas veces a lo largo de los años, así que será mejor que cambiemos de tema.
No obstante, Matías se sintió culpable. Se dijo que no tenía ningún motivo. Ayudaba a su madre económicamente y se aseguraba de que no le faltase de nada. Trabajaba muy duro para ganar el dinero que tenía y, sin su dinero, su madre no habría podido vivir tan bien.
Ni siquiera habría podido mantener la granja. Matías se aseguraba de que todos los trabajadores respondiesen ante él y de que los problemas no llegasen nunca a oídos de su madre.
Porque una granja orgánica no daba más que problemas. Las cosechas tenían la mala costumbre de ser víctimas de todo tipo de insectos; las gallinas eran atacadas por zorros o por cualquier otro depredador que anduviese cerca, o se escapaban, por lo que al final nunca podían vender sus huevos.
Aunque, en general, era mucho mejor que el centro de Reiki, el santuario para burros o los talleres que habían querido montar allí cuando él había sido niño, antes de decidirse por la granja.
Así que no tenía ningún motivo por el que sentirse culpable. Tal vez no tuviese una relación estrecha con su madre, pero ¿qué relación entre padres e hijos carecía de problemas? Él era un hijo responsable y cumplidor, y, si a su madre no le gustaba cómo gestionaba su vida personal, le daba igual.
Sacudió la cabeza y se dio cuenta de que Georgina se estaba disculpando.
–¿Que lo sientes? –repitió, arqueando las cejas–. Ahora sí que me estoy preocupando. Es la primera vez que te oigo pedirme perdón por meterte en mi vida.
Ella no respondió y entonces sonó el timbre. Poco después, Matías volvía a la cocina con la cena, que había pedido a un conocido restaurante de Londres.
–He pedido para dos –le informó, dejándolo todo en la mesa y buscando dos platos y cubiertos.
Sirvió vino en dos copas y se sentó enfrente de ella.
–La gente suele pedir comida india o china –comentó ella.
Pensó que no debía comer, que ya se había tomado los sándwiches, pero se le hizo la boca agua al ver el arroz, la carne, las verduras…
–Pruébalo todo –la alentó él–, pero deja sitio para el fondant de chocolate.
–Mi postre favorito.
–Lo sé. Me acuerdo de cuando fuimos a aquel restaurante junto al mar, con mis padres y tu familia, y tú pediste tres. Venga, come… y cuéntame a qué has venido.
–He venido por tu madre, pero no tiene que ver exactamente con su salud. Como ya te he dicho, se está recuperando bien, y sé que has pagado a los mejores médicos, los mejores hospitales, todo lo mejor… pero la salud no es un tema solo físico, también es un estado mental, y tu madre lleva un tiempo deprimida.
–¿Deprimida? –repitió él, frunciendo el ceño–. ¿Por qué, si se va a poner bien? No me pareció que estuviese deprimida la última vez que hablé con ella.
–No quiere preocuparte, Matías –le dijo ella con impaciencia–, pero piensa que no le queda mucho de vida y está inquieta esperando los resultados de unas pruebas.
–¿De qué pruebas? En cualquier caso, no puede ser nada importante, si no, el médico ya me habría llamado. Y lo de que no le queda mucha vida es una tontería, si no tiene ni sesenta y cinco años.
Matías se relajó. Estaba seguro de que su madre se tranquilizaría hablando con el médico.
Se dijo que en cuanto se ocupase de un par de asuntos importantes que tenía entre manos, iría a Cornualles. Tal vez podría quedarse algo más que un fin de semana. Podría trabajar desde allí.
–Le quedan treinta años de vida –dijo, fijándose en que Georgina había cenado muy bien.
De hecho, siempre había tenido buen apetito y en esos momentos le resultó una actitud refrescante.
–Ella no lo ve así.
–Pero no tiene de qué preocuparse. Solo hay que convencerla de ello.
–No se trata de eso, Matías. Se siente…
Georgina suspiró y lo miró, y después deseó no haberlo hecho porque no pudo apartar la vista de él. Era demasiado guapo.
–Siente que ha fracasado como madre. Te siente demasiado lejos. Y lo único que desea es… que te cases y tengas hijos. Dice que siempre ha querido ser abuela y que ya no tiene ningún motivo para seguir viviendo. Si te digo que está deprimida no es porque piense que va a estar criando malvas de aquí a seis meses, sino porque echa la vista atrás y después mira al presente y… He hablado con el doctor Chivers… espero que no te moleste.
–¿Qué más da lo que yo piense, si ya has hablado con él?
El sentimiento de culpabilidad volvió a invadirlo.
–¿Y qué te ha dicho?
–Que, en circunstancias normales, no se preocuparía porque Rose es joven, pero que el estrés y la ansiedad no le vienen bien. Ha perdido todo el interés en lo que antes la entretenía. La granja ya no le importa ni va al club de jardinería. Como te he dicho, no tiene nada que la motive para seguir viviendo.
–Podrías haberme llamado para contármelo. Yo me ocuparé de ello. Hablaré con Chivers. De hecho, le pago muy bien. Tal vez podría darle algo de medicación… hoy en día hay pastillas para todo.
–Olvídalo. No funcionará –lo contradijo Georgina.
Matías frunció el ceño.
–Entonces, ¿qué? –preguntó, intentando tener paciencia.
–Vas a necesitar algo más fuerte que una copa de vino blanco antes de oír cuál ha sido mi solución.
–Suéltalo. No puedo esperar más.
–Le he contado un par de mentiras piadosas…
–¿Un par de mentiras piadosas? No sé por qué, pero me estás dando miedo.
–Yo quiero mucho a tu madre. Siempre he estado muy unida a ella, como sabes, sobre todo, desde que mis padres se marcharon a Melbourne. Y me puedes creer si te digo que últimamente ha estado muy desanimada.
–Ya, ya lo entiendo. Conoces a mi madre de toda la vida y estás preocupada por ella, aunque los médicos digan que está bien. ¿Puedes decirme de una vez lo que has venido a decirme?
–Está bien, Matías. Yo… tal vez haya hecho pensar a tu madre que tiene motivos para pensar en un futuro mejor…
–Muy bien.
–Diciéndole que sales con alguien, y que no es una mujer de las que a ella no le gustan.
–Cuanto más te oigo, más me pregunto si mi madre y tú tendréis algún tema de conversación que no sea yo.
–¡Si nunca hablamos de ti! –protestó Georgina.
–Bueno, no nos desviemos del tema. Entonces le has dicho a mi madre que tengo una novia que le va a gustar. Me parece bien, siempre y cuando no tenga que presentársela, porque entonces vamos a tener un problema.
–En realidad, eso sería menos complicado de lo que piensas…
Georgina se aclaró la garganta. No podía continuar con la mirada de Matías clavada en ella. Tomó aire y se dijo que había ido allí con un objetivo.
–Soy todo oídos.
–Le he dicho a tu madre que tú y yo tenemos algo –espetó ella.
Y Matías guardó silencio para después preguntar con incredulidad:
–¿Que le has dicho qué? Me parece que no te he oído bien…