LA HABÍA llamado para decirle que llegaría a las dos en punto y esa fue la hora exacta a la que llegó. No se bajó del coche, sino que la llamó de nuevo y esperó en la parte trasera del Mercedes mientras ella pagaba la habitación y se despedía de la dueña.
Hacía otro día precioso de verano y Georgina deseó haber llevado otra ropa que no fuese la falda larga que ya se había puesto el día anterior, y otra camiseta.
Fue con paso ligero hacia el único coche de aquella calle que podía ser el de Matías porque tenía los cristales tintados y estaba reluciente, abrió la puerta y entró.
Sabiendo que iban a poner su plan en marcha, se había pasado la noche dando vueltas en la cama. Lo que Matías había dicho parecía sencillo de ejecutar. Llegarían juntos, discutirían, romperían y todo se habría terminado en un par de semanas, lo que disgustaría a Rose, pero, con un poco de suerte, no lo suficiente como para que cayese en una depresión.
Lo miró a los ojos mientras se ponía cómoda y, de repente, se quedó sin palabras y sintió vergüenza por primera vez en su presencia.
–He tenido un par de horas para pensar en esto –empezó él, cerrando el ordenador y clavando sus increíbles ojos grises en ella.
Después cerró el cristal que los separaba del chófer.
–¿Has cambiado de idea? –le preguntó ella.
–Todo lo contrario –dijo Matías–. Si me conocieras sabrías que cuando tomo una decisión nunca me echo atrás.
El coche se puso en marcha y Georgina se sintió encerrada en una lujosa burbuja en la que estaban los dos solos.
–Aunque, extrañamente, mi madre no haya hecho preguntas acerca de nuestra supuesta relación, no es tonta. Me conoce y sabe que es poco probable que me sienta atraído por una persona que ni siquiera se esfuerza en vestirse bien.
A ella le ardieron las mejillas, aquello la enfadó.
–¿Qué estás intentando decir?
–Ya sabes lo que estoy intentando decir. Llevas faldas vaporosas, camisetas anchas y botas de montaña.
–¿Eres consciente de lo grosero que estás siendo conmigo? –inquirió Georgina.
–Discúlpame, por favor…
–Soy fotógrafa de comida –añadió ella en tono frío–. Soy autónoma. No necesito vestirme de traje ni llevar vestidos de fiesta.
–Ese es el motivo por el que no vamos a visitar esos departamentos en Selfridges.
–¿De qué estás hablando? ¿Para qué vamos a ir a Selfridges? No lo entiendo.
–Si vamos a hacer esto, tenemos que hacerlo bien, Georgie. Tenemos que resultar convincentes. Si no, mi madre sospechará que todo es una farsa, su salud empeorará y, además, perderá la confianza en nosotros.
Georgina no respondió porque supo que Matías tenía razón.
–Podemos pasar por alto todas nuestras discusiones y decir eso de que los polos opuestos se atraen, pero, después, el resto de los detalles deberán tener algo de verosimilitud.
–¿Qué tal si cambias tú de manera de vestir? –le espetó ella.
–¿Qué se te ocurre? –preguntó él en tono divertido.
–Que te dejes de ropa de diseño y te pongas en plan playero.
–Interesante –comentó él, apoyándose en la puerta del coche y estirando las piernas–. ¿Y cómo sería eso? ¿Camisa de flores, pantalones cortos baratos y chanclas? ¿Así es como me vestirías?
Georgina se sonrojó y apartó la mirada, Matías era demasiado guapo y lo sabía.
–Todo el mundo sabe que es imposible que te vistas así. Además, incluso cuando estás relajado das la impresión de que preferirías estar trabajando.
–No tenía ni idea de que me conocieses tan bien. Tal vez nuestra relación tenga más consistencia de lo que parecía…
–No tenemos ninguna relación, y no pienso vestirme como la mujer a la que echaste de tu casa ayer.
–Me sorprende que no aproveches esto para provocar otra pelea –comentó él con sinceridad.
–¿Eso es lo que piensas que hago? ¿Provocar peleas por todo?
Aquello le dolió y Georgina no supo por qué. En cierto modo, Matías tenía razón, aunque si le hablaba así también era porque se lo merecía. Casi nunca iba a ver a su madre, siempre dejaba claro que no le gustaba el lugar del que procedía y… ¡ni siquiera había ido al entierro de su padre!
–Por todo, no –admitió él–. Al menos, cuando estás con otras personas. Te he visto reírte, así que sé que conmigo tienes algo especial, que soy al que dedicas los ceños fruncidos y los brazos cruzados.
Sonrió al ver que Georgina se volvía a poner colorada, aquello le resultaba divertido.
–Hemos tenido nuestras diferencias… –empezó ella–, pero solo por la relación tan cercana que he tenido yo siempre con tus padres.
Dudó un instante y después añadió:
–Adoraba a los míos, por supuesto, pero no tenía mucho en común con ellos. A mí me gusta el arte, hacer fotografías y estar al aire libre. Como sabes, los únicos intereses de mis padres son intelectuales. Lo intentaron hasta que llegué a la adolescencia.
Georgina jamás le había contado aquello a nadie y le sorprendió estar confesándose con Matías. A pesar de que era tan frío y controlador, no sabía por qué, pero le resultaba fácil hablar con él.
–¿Qué quieres decir?
Georgina se echó a reír y eso volvió a despertar la libido de Matías.
–Entonces dejaron de regalarme libros por mi cumpleaños –le explicó–, y mi madre dejó de hablar de política, de derecho y de la universidad todo el tiempo.
–No pensé que eso pudiese molestarte –murmuró Matías sorprendido.
–Un poco. Aunque también es cierto que me apoyaron en mi decisión de dedicarme a la fotografía.
–¿A fotografiar los productos de mis padres?
–Eso fue el comienzo, Matías. Ahora tengo otros clientes, pero aun así no puedo permitirme comprarme ropa nueva para ponérmela solo un rato.
–No permitiría ni que sacases el monedero –le dijo él.
Sus miradas se encontraron y a Georgina se le cortó la respiración. Sintió calor y se le secó la boca. Era muy, muy guapo, con ese pelo negro y ondulado, esos labios tan sensuales, la intensidad de su mirada…
–Si mi madre sospechase lo contrario se daría cuenta de que todo es mentira, porque cuando estoy con una mujer no le permito que pague absolutamente nada.
«Pero no estás conmigo», pensó Georgina confundida.
–Además, si te compras la ropa tú, mi madre se daría cuenta de que no te la he comprado yo porque todo sería dos tallas demasiado grande.
–¡Ese comentario está de más!
Matías se echó a reír.
–Tienes razón –murmuró–, pero prefiero no andarme con rodeos. Sexy, pero refinada, esa es la imagen que pienso que deberías dar.
Georgina dudó que pudiesen conseguir aquello. Y, horrorizada, se dio cuenta de que el coche acababa de detenerse delante de unos caros almacenes londinenses.
Matías la ayudó a salir del coche y la llevó hasta donde los esperaba una asesora de compras.
–Si vamos a hacer esto, hagámoslo bien –le susurró Matías–. Empezando por la ropa.
Se sentó en un sofá de terciopelo y ni siquiera abrió el ordenador. Observó en silencio mientras iban sacando ropa y la estudió mientras ella se la probaba e iba descartando todo lo que le parecía demasiado corto o demasiado ajustado, argumentando que Rose tampoco se creería que ella quisiese vestirse así.
Así que optó por un estilo refinado más que sexy e intentó ignorar la mirada de Matías.
Cuando el montón de ropa que habían escogido era ya exagerado, Georgina volvió a meterse en el probador y salió con su propia ropa y gesto de determinación.
–Ya está –le dijo–. No quiero nada más.
–¿Por qué no?
La dependienta se había ido a empezar a empaquetar la ropa y Matías tocó el espacio que había a su lado en el sofá, pero Georgina no se sentó.
–Pensaba que no había nada que gustase más a una mujer que comprar ropa.
–Pues te equivocabas.
–Entonces, ¿has odiado la experiencia?
Georgina dudó. Se negaba a admitir que, en parte, le había gustado.
–Era necesaria –respondió.
Matías se echó a reír.
–Mentirosa. En cualquier caso, tendrás que mostrarte más receptiva y reducir las críticas si quieres que lo nuestro parezca real.
Se puso en pie justo cuando la dependienta volvía con las compras.
–Tienes razón. Tenemos más que suficiente. De todos modos, este teatro no va a durar eternamente.
Georgina siguió su mirada hasta la pila de paquetes que había encima de la mesa.
Había ropa y zapatos para todo tipo de ocasiones. Para salir a comer, para cenar en el jardín de casa de Rose, para pasear por la playa con su madre de testigo.
Antes de que aquello se empezase a estropear.
Georgina se preguntó si debía haberse comprado algo para el momento de la ruptura, pero se dijo que bastaría con volver a ponerse su ropa antigua y eso lo diría todo.
–Tienes que llegar a casa con uno de los conjuntos que hemos comprado puesto –le dijo él mientras pagaba.
Mientras se probaba la ropa siempre había salido del probador con parte de su ropa puesta, pero cuando apareció un par de minutos después solo llevaba uno de los conjuntos nuevos y estaba…
Matías contuvo un grito ahogado. Estaba impresionante. Había dejado de ser la vecina de al lado y se había convertido en una mujer a la que cualquier hombre con sangre en las venas habría deseado llevarse a la cama.
La miró fijamente. Se había puesto unos pantalones de seda con rayas y una blusa también de seda y su libido se disparó hasta la estratosfera.
El pelo, que un rato antes había llevado recogido, caía sobre sus hombros. Y en vez de unas sandalias cómodas llevaba puestos unos zapatos planos de piel.
–Estás… muy guapa –le dijo Matías haciendo un gesto a la dependienta para que le diese las bolsas–. Gracias.
Georgina notó que se ruborizaba. Matías la estaba mirando, por primera vez en su vida, como un hombre miraba a una mujer. Aunque fuese consciente de que no se sentía atraído por ella, al menos ya no era invisible…
Fue a tomar su mochila, pero él se la arrebató.
–Se nos ha olvidado el bolso –le dijo a la dependienta–. No puedes llevar… esto.
Y aquello hizo que Georgina volviese a aterrizar y recordase que aquello era solo una farsa.
Ni a Matías le gustaba ella ni a ella le gustaba Matías. Y, aunque le hubiese gustado, habría sido solo porque era muy sexy.
Pero nunca había sido su tipo y, además, después de lo de Robbie, no quería saber nada de ningún otro hombre. Si alguien llegaba a su vida, alguien serio y estable, con un toque de creatividad… lo aceptaría, pero no iba a sentirse atraída por alguien inadecuado.
Robbie no había sido la persona adecuada para ella, pero, como era culto e inteligente, Georgina no había mirado más allá. Se había enamorado de la idea de estar enamorada.
El viaje hasta Cornualles no resultó tan incómodo como ella se había imaginado.
Matías, tal y como le había anticipado, se puso a trabajar y solo apagó el ordenador cuando faltaban veinte minutos para llegar a casa de su madre. Entonces, la interrogó acerca de lo que le había contado exactamente a su madre.
–No mucho –admitió ella–. Fue algo que se me ocurrió sobre la marcha y después me fui a Londres corriendo, a contártelo.
–Me cuesta creer que fueses tan impetuosa –murmuró él.
–¿Tú nunca haces nada sin pensarlo?
–¿A ti qué te parece?
–Me parece que es muy extraño. Creo que tus padres eran la pareja más impulsiva que he conocido, en especial, comparados con los míos, y tú eres todo lo contrario. Tu madre se lanzó a montar la granja ecológica, empezó con el Reiki… y después hizo lo del santuario para los burros… qué pena que no saliese adelante.
Georgina suspiró.
–Nadie predijo que sería un error.
–Yo sí, y no era más que un adolescente –le respondió él en tono frío–. Mis padres son un buen ejemplo de por qué hay que evitar hacer las cosas de manera impulsiva.
Lo que a Georgina le parecía romántico y encantador, él lo veía como un lamentable hándicap.
–Tal vez –continuó Matías–, si hubiesen empezado con la granja desde el principio y se hubiesen especializado en eso, las cosas podrían haber ido mejor, pero intentaron probar distintas cosas y, como era de esperar, fracasaron.
–Fueron felices. No fracasaron.
Matías gruñó, no quería continuar con una conversación que no iba a llevarlos a ninguna parte.
–Entonces, ¿no le has contado ninguna historia? –preguntó–. Mejor. Cuantas menos mentiras, menos complicaciones.
–¿Y más fácil será terminar con nuestra relación?
A Georgina le maravillaba que pudiese verlo todo en blanco y negro. No le sorprendía, pero volvió a pensar en lo diferentes que eran. Eso, en cierto modo, la tranquilizó.
–¿Quieres que planeemos eso ahora también? –añadió.
–No es necesario. Déjamelo a mí. Como te dije, yo cargaré con la culpa.
Sorprendida, Georgina se dio cuenta de que ya estaban llegando a casa de Rose. Habían pasado por delante del camino que llevaba a casa de sus padres, donde estaba viviendo ella mientras estos se hallaban en Australia. Las casas estaban rodeadas de campo y se veía el mar a lo lejos.
La casa de Rose estaba situada sobre una colina y Georgina se fijó por primera vez en lo poco que se ocupaba su dueña de los campos que, en el pasado, había cultivado con Antonio. Tanto el terreno como la casa parecían viejos y descuidados a pesar de todo el dinero que Matías gastaba en ellos.
–Todo parece gastado –comentó él, como si le hubiese leído el pensamiento–. He intentado convencer a mi madre de que se mude a un lugar más práctico, pero no atiende a razones.
–Tiene muchos recuerdos entre esas cuatro paredes –murmuró Georgina.
Aquello sorprendió a Matías, que nunca hubiese pensado en aquello.
Su cerebro no funcionaba así. No veía la casa de ese modo. Llevaba tanto tiempo fuera que, cuando la miraba, solo veía hormigón y vidrio, y problemas.
Rose los estaba esperando con la puerta abierta, sonriendo de oreja a oreja.
Era una mujer rechoncha, había tenido el pelo rubio, pero en esos momentos estaba cubierto de canas. Tenía unos grandes ojos azules y rasgos delicados. De joven había sido muy guapa, pero en esos momentos parecía frágil.
Pero sonreía y en cuanto bajaron del coche empezó a hacerles preguntas. Abrazó a Matías y Georgina se fijó en que él se ponía tenso un instante antes de devolverle el abrazo a su madre.
«No está acostumbrado a semejantes muestras de afecto», pensó, sorprendida. Aunque tenía que habérselo imaginado, sabiendo que casi no tenía relación con su madre.
Después, Matías volvió al lado de Georgina e hizo algo inesperado y previsible al mismo tiempo.
Puso el brazo alrededor de sus hombros.
Y ella quiso apartarse, pero se quedó inmóvil, casi sin respirar.
Rose siguió hablando animadamente mientras entraban en la casa. Matías respondió, pero Georgina estaba tan aturdida que no entendió lo que decían.
De repente, oyó que decía:
–A eso que te responda Georgie.
–¿Qué? –preguntó ella, parpadeando con fuerza, mientras aceptaba la taza de té que le ponían delante.
Miró a Matías sintiendo que el corazón se le salía del pecho.
–¿Que cómo surgió lo nuestro? Mi madre quiere saber todos los detalles.
Georgina no había tenido en cuenta que tendría que haber contacto físico, pero, si se suponía que eran pareja, tendrían que hacer todo lo que hacían las parejas.
Como tocarse.
Y como aceptar el beso que Matías estaba a punto de darle.
Un beso rápido pero cuyo efecto fue devastador. Georgina intentó que su cerebro volviese a funcionar. Él volvía a hablar con su madre y ella se sentía furiosa por sentirse así.
Se apartó de él y se sentó delante de la taza de té que había dejado encima de la mesa. Rose la imitó y Matías se quedó de pie, inspeccionando la cocina.
–Venga, cuéntame cómo ocurrió –insistió Rose–. Sé que os conocéis de toda la vida, pero ¿cuándo os disteis cuenta…? ¡Jamás lo habría imaginado!
Hablaba sin parar y, por suerte, sin dar tiempo a que Georgina respondiese por el momento.
–¡Mira que guardarme el secreto, Georgie! ¡No tenía ni idea de que estuvieses yendo y viniendo de Londres, a ver a Matías!
–Los trenes funcionan tan bien, son tan rápidos… –balbució ella.
–Aunque comprendo que ninguno de los dos quisiera decirme nada, por si acaso…
–Ah, sí… –dijo ella, mirando a Matías, que estaba arqueando las cejas y dando un sorbo a su taza de té–. Ya sabes… las relaciones pueden ser… impredecibles.
–Por supuesto, querida. Tú lo sabes mejor que nadie. Estoy segura de que has sido muy cauta…
–Sí, muy cauta –repitió ella en voz baja.
–Pero has hecho lo correcto –continuó Rose, pensativa–. En vez de precipitarte y tener cualquier otra relación has esperado a tener superado lo que ocurrió antes de volver a salir con alguien.
Rose miró a su hijo de manera afectuosa.
–Cariño –le dijo–, no sabes lo mucho que deseaba…
Y se le quebró la voz, pero después continuó:
–Pero todavía no me habéis contado cómo ocurrió. ¿Fue tan romántico como parece?
Matías miró a Georgina y dijo exactamente lo que ella tenía la esperanza de que no dijera:
–Cielo, ¿se lo cuentas tú?
Ella pensó que era muy buen actor. Le hablaba de manera cariñosa y cercana, mientras seguro que estaba pensando en su trabajo.
Georgina se obligó a sonreír.
–Por supuesto, cariño…
Mientras ella se servía otra taza de té y perdía un par de minutos, Matías se acercó y apoyó las manos en sus hombros y se los masajeó.
A Georgina le costó respirar. Estaba furiosa.
–Cuéntale a mi madre qué fue lo que hizo que te enamoraras perdidamente de mí –murmuró Matías.
–Ni idea –respondió ella, apartándole las manos con cuidado, pero con firmeza.
Él le dio la vuelta a la mesa y se sentó enfrente de ella, para poder ver bien la expresión de su rostro.
Georgina intentó ignorarlo. Sonrió a Rose e hizo acopio de valor.
–Quiero decir que no fue su humildad ni su amabilidad, ni tampoco su simpatía, lo que me llamó la atención. ¡Ya conoces a tu hijo, Rose! Es, por decirlo de alguna manera, difícil. Y en ocasiones podríamos decir que… incluso arrogante…
Matías siguió observándola divertido y le dedicó una sonrisa.
–Entonces, cariño, si no fue mi naturaleza bondadosa ni mi ambición lo que te gustó de mí, debió de ser mi brillante personalidad, ¿no?
Ella pensó que no había hablado de bondad ni de ambición.
–Digamos –continuó él, para deleite de su madre– que conseguí que se le acelerase el corazón y lo ha tenido acelerado desde entonces, ¿verdad, cariño?