Capítulo 6

 

 

 

 

 

QUÉ ESTABA haciendo? ¿Cómo podía estar desnuda delante de él? ¿Es que no tenía vergüenza? ¿Había perdido acaso la cabeza?

No, ni sentía vergüenza ni había perdido la cabeza. Sencillamente, deseaba a Omar con todo su ser, y lo deseaba de tal modo que la espera resultaba dolorosa. Al igual que él, quería más; y lo quería ya.

Sin embargo, tenía miedo de lo que pudiera pasar cuando Omar supiera que lo había engañado. Si se acostaban, sería más doloroso. Y ni siquiera sabía por qué le costaba tanto decir la verdad. Solo se trataba de confesarle que no era la doctora Edith Farraday.

No parecía difícil. Pero lo era.

Y, como si no tuviera suficientes problemas, Omar se quitó la túnica por encima de la cabeza y se quedó en calzoncillos, desequilibrándola un poco más con su masculina belleza. Tenía un cuerpo tan potente, tan fuerte y de hombros tan anchos que ella se sintió inmensamente femenina.

–Te deseo, habibi.

¿Habibi?

–Significa… «mi amada».

Beth estuvo a punto de rendirse. La tentación de acostarse con él era irresistible. Además, ¿qué tenía de malo? Solo sería una noche, algo que recordaría el resto de su vida. Y luego, cuando se despertaran, le contaría la verdad.

Pero se refrenó.

–No, esto no está bien.

–Lo sé.

–¿Lo sabes?

–Claro. Eres virgen, y supongo que lo eres porque quieres llegar así al matrimonio –dijo él–. Lo comprendo perfectamente, y estoy dispuesto a esperar. Pero antes, necesito saber algo.

–¿Qué necesitas saber?

Omar le puso las manos en las mejillas.

–¿Me deseas?

A Beth se le llenaron los ojos de lágrimas. Lo deseaba con toda su alma, pero se resistía porque estaba convencida de que no lo podía tener. Al fin y al cabo, Omar seguía creyendo que era Edith.

–No debo desearte, Omar.

–¿Que no debes? –preguntó él con extrañeza.

–No, no debo. Pero te deseo de todas formas.

Omar la miró con intensidad, le dio un beso en las mejillas y dijo algo en su idioma

–¿Qué has dicho?

–Si me quieres, repite esas palabras y bésame como yo a ti.

Omar repitió las palabras, y ella las pronunció sin entender lo que significaban, antes de darle un beso en las dos mejillas. Le pareció algo extrañamente ceremonial, pero lo pasó por alto porque habría hecho cualquier cosa por conseguir que ese momento durara para siempre.

Luego, Omar inclinó la cabeza y le dio un beso tan dulce en los labios que a ella se le hizo un nudo en la garganta.

–No sabes lo feliz que me has hecho, Beth.

Él le acarició el cuello y descendió hasta sus senos, que lamió y succionó. Beth cerró los ojos, dominada por el placer. Pero, lejos de poner fin a sus atenciones, Omar la tumbó de espaldas en la cama y continuó con la exploración de su cuerpo, bajando cada vez más.

Cuando le quitó las braguitas, ella e estremeció sin poder evitarlo. Sentía el sol que entraba por el balcón y calentaba su piel desnuda; sentía la suavidad del colchón en el que estaba y, segundos después, liberado ya Omar de su ropa interior, sintió sus musculosas piernas contra la cara interior de los muslos.

–Mírame, Beth.

Beth obedeció. Omar estaba de rodillas, entre sus piernas, completamente desnudo. Su cuerpo era una maravilla de superficies duras y morenas, aunque sus ojos se clavaron de inmediato en la parte más dura de todas, que apuntaba hacia ella, erecta.

Era la primera vez que veía a un hombre desnudo, y su curiosidad la llevó a extender una mano y acariciar su miembro viril. Le pareció tan suave como el terciopelo y tan rígido como el acero.

Encantada, lo empezó a masturbar. Pero él soltó un grito y dijo:

–Deja de tocarme, o tendré que atarte a la cama.

Omar la volvió a cubrir de besos. Besó sus párpados, su frente, sus pechos. Le pasó la lengua por los pezones y siguió hacia su estómago, rozando su piel con sus ásperas mejillas, Y luego, tras separarle las piernas con delicadeza, lamió el lugar más secreto de su cuerpo.

El placer fue tan potente que le arrancó un suspiro. Su primera reacción fue la de alcanzarlo y abrazarse a él, pero se acordó de lo que había dicho sobre atarla a la cama y le dejó hacer.

Omar cambió de ritmo e intensidad, sin detenerse en ningún momento. Le introdujo un dedo y, más tarde, otro. Beth estaba tan fuera de sí que echó la cabeza hacia atrás y comenzó a gemir, aferrada a sus hombros mientras él insistía una y otra vez. Sus pechos se habían vuelto más pesados. Su cuerpo estaba tenso como la cuerda de un arco.

Y entonces, llegó al clímax. Lo alcanzó con un grito de alegría desbordante, de un tipo de alegría que ni siquiera sabía que existiera.

Al cabo de unos momentos, él alcanzó algo que había dejado en la mesilla.

–Nunca he estado con una mujer virgen –le confesó–. No quiero hacerte daño.

Beth, que aún tenía cerrados los ojos, los abrió.

–No me lo harás.

Omar se puso el preservativo que estaba buscando, se colocó entre sus piernas y la penetró centímetro a centímetro. Pero el placer se convirtió en dolor, y ella sintió miedo.

–No te preocupes, habibi. Pasará.

Omar entró hasta el fondo y se detuvo, dándole tiempo para acostumbrarse a él. Beth se tranquilizó y, enseguida, se llevó la sorpresa de que el dolor desaparecía y se convertía en algo muy distinto.

Él se empezó a mover de nuevo, reavivando su excitación y despertándole un placer más intenso que el anterior. De hecho, lo era tanto que Beth volvió a cerrar los ojos, perdida en sus abrumadoras sensaciones.

–No –susurró Omar–. Mírame. Mírame mientras te tomo.

Beth lo miró, y lo siguió mirando durante todo el camino de acometidas lentas, rápidas, potentes, profundas. Lo miró hasta que el orgasmo la alcanzó y la sumió en un éxtasis tan profundo que no parecía existir nada más.

 

 

Omar había hecho lo posible por refrenarse, consciente de que Beth era virgen. Se había obligado a cubrirla de besos y explorarla lentamente hasta que estuviera preparada. Y había sido una verdadera tortura; sobre todo, cuando ella extendió una mano y lo empezó a masturbar, llevándolo al límite de su paciencia.

Por eso la había amenazado con atarla. ¿Qué otra cosa podía hacer?

Pero eso carecía de importancia en ese momento. Al final, había perdido el control de todas formas. Se había dejado llevar y, cuando Beth se estremeció de placer, provocando que sus magníficos senos oscilaran, lo perdió definitivamente y se deshizo en su cuerpo de un modo tan delicioso y feroz que se sintió al borde del desmayo.

En su agotamiento posterior, se apretó contra ella y la tomó entre sus brazos. Todo estaba bien. O, por lo menos, lo estuvo hasta que bajó la vista y descubrió que el preservativo se había roto.

Omar sintió un escalofrío, aunque intentó convencerse de que no importaba. A efectos prácticos, ya estaban casados. Beth no lo sabía, pero el rito de darse besos en las mejillas era una costumbre de Samarqara que equivalía a un compromiso matrimonial. Y, si ya eran marido y mujer, querrían tener hijos.

Luego, el sueño pudo con los dos y, cuando Omar se despertó, tenía tanta hambre que estuvo a punto de pedir que les subieran algo de comer. Sin embargo, faltaban pocas horas para la cena, y decidió esperar. A fin de cuentas, habían preparado un banquete como conclusión del mercado de novias; y, por otra parte, no quería que nadie se enterara de que se había acostado con Beth.

Desgraciadamente, sus buenas intenciones acabaron en nada, porque el visir entró en la habitación al cabo de unos segundos y se quedó atónito al verlos.

–¿Qué ha hecho?

–¿Qué quiere decir con eso? –replicó Omar.

Beth se despertó entonces y, al encontrarse delante de Khalid, corrió a taparse con la sábana.

–¡Esa mujer es un fraude, Majestad! No es la doctora Edith Farraday. La verdadera doctora está en Houston, en su laboratorio.

–¿Cómo que está en Houston? Está aquí, conmigo.

–La mujer que está en la cama es la hermana gemela de Edith, Beth Farraday.

Omar se giró hacia Beth, sin poder creerse lo que acababa de oír.

–Te lo iba a decir –declaró ella con un hilo de voz.

–¿No eres la doctora Edith Farraday?

Beth sacudió la cabeza.

–Entonces, ¿quién eres?

–¡No es nadie! –intervino el visir–. ¡Trabaja en una tienda!

Omar miró a Khalid y le ordenó que se fuera, pero no le obedeció.

–Majestad, no me parece sensato que se quede con esta…

–¿Tengo que repetírselo otra vez?

Khalid le hizo una reverencia y salió de la habitación a regañadientes, dejándolos a solas. Omar volvió a mirar a la mujer con quien había hecho el amor y dijo, sonriendo con frialdad:

–Ahora sé por qué quisiste que te llamara Beth.

–Lo siento. Lo siento mucho.

Él sacudió la cabeza. Había confiado en ella. Había decidido tomarla por esposa y convertirla en reina. Y ella lo había traicionado.

–Maldita seas, Beth.