Capítulo 9

 

 

 

 

 

TRES frustrantes semanas más tarde, Santino tuvo que reconocer que se había equivocado. Pero el problema no era su inversión en la marca de moda de Arianna.

El lanzamiento oficial de Anna tendría lugar en la Semana de la Moda de Londres, a comienzos del año. El éxito que había tenido entre los periodistas en la muestra de pre-otoño, había dado lugar a una creciente clientela. Hasta el punto de que él la había aconsejado que se mudara a un estudio más grande y contratara a cortadoras y costureras. Hasta entonces, ella lo hacía todo, y Santino sabía que solía trabajar hasta bien entrada la noche.

También lo habían impresionado su ética profesional y su determinación para tener éxito. En sus reuniones semanales, había demostrado tener una aguda inteligencia y capacidad de aprendizaje. Santino se dio cuenta pronto de que ansiaba que llegaran sus encuentros. El humor ácido de Arianna le hacía reír. Además, escuchaba bien y se descubrió contándole cosas que jamás había compartido con nadie; episodios de su paso por Afganistán, o historias de sus compañeros y de su sentimiento de culpabilidad por Mac.

–Dudo que te guste oír estas historias –dijo un día al mirar el reloj y ver que habían pasado más de dos horas.

–Deberías hablar de ello en lugar de guardártelo –replicó Arianna con dulzura, haciendo que Santino se conmoviera y estuviera a punto de no poder reprimir la tentación de abrazarla y besarla.

Se preguntó cuándo había pasado de ser la niña mimada de comportamiento escandaloso a la trabajadora, divertida y compasiva mujer que había llegado a conocer bien. Pero entonces se dio cuenta de que no se había producido una transformación, sino que esa era la verdadera Arianna Fitzgerald.

Santino le daba vueltas a aquellas ideas un viernes por la tarde, cuatro días antes de Navidad mientras conducía por una zona de Londres que tenía el dudoso honor de ser uno de los barrios más desfavorecidos de la ciudad. El problema era Arianna; mejor dicho: su obsesión con Arianna. Pensaba en ella constantemente y eso tenía que acabar. La única solución posible era tener un affaire con ella. Otra, habría sido asignarle uno de sus ejecutivos para continuar las tutorías sobre marketing, como James Norton, subdirector de financiación. Pero había visto cómo miraba a Arianna y le bastaba recordar que prácticamente salivaba al verla para sentir un ácido corrosivo en la boca del estómago.

No comprendía la posesividad que sentía respecto a Arianna y eso le inquietaba. En el pasado, las mujeres pasaban por su vida sin dejar huella. Disfrutaba de su compañía y del sexo y no volvía a pensar en ellas cuando la relación acababa. Por eso quería creer que la solución a su problema con Arianna era acostarse con ella. La química sexual que había habido entre ellos desde el principio seguía siendo tan fuerte como en Sicilia, solo que allí el sentido del deber le había hecho reprimirse.

Siguiendo las indicaciones del navegador, Santino aparcó en una calle estrecha de casas victorianas transformadas en apartamentos. Comprobó la dirección en el papel que le había dado el mayordomo de Lyle House, donde había ido a buscar a Arianna. No le había quedado más remedio que cancelar la cita del viernes porque había tenido una reunión en Alemania. La siguiente cita estaba programada para después de las Navidades, así que la excusa para verla era comentar con ella una idea para la promoción de Anna. Pero el mayordomo le informó de que Arianna se había mudado de la casa de su padre al volver de Italia.

Un grupo de jóvenes con latas de cerveza estaba junto a la puerta principal. Miraron a Santino con suspicacia, pero su altura y envergadura le proporcionaba una ventaja evidente y se retiraron para dejarle pasar. De uno de los apartamentos salía música a todo volumen, y Santino apretó los labios al ver una bolsa de basura abierta en la escalera que conducía al primer piso.

Arianna abrió la puerta cuando llamó y miró con cautela por la ranura que dejaba la cadena de seguridad. Al ver a Santino abrió los ojos de sorpresa.

–¿Qué haces aquí?

–Yo iba a preguntarte lo mismo –dijo él en tensión, siguiéndola al sórdido apartamento que contenía una cama, un sofá, una vieja televisión, y una mínima cocina y un aseo al otro lado de un pasillo–. ¿Por qué estás viviendo en este cuchitril?

–No puedo permitirme otra cosa. Los alquileres en Londres son exorbitantes y solo cuento con el dinero que heredé de mi abuela. Con el de la cuenta de negocios pago el estudio, pero no lo uso para gastos personales.

–¿Por qué dejaste la casa de tu padre?

–Porque quiero librarme de su control. No quiero que nadie me acuse de depender de él ni económica ni empresarialmente. Anna debe ser completamente independiente de Fitzgerald Design.

Santino recorrió la habitación. Al volverse hacia Arianna vio que tenía el mismo gesto de inquietud que había visto en Casa Uliveto, cuando se movía como un ratoncito atemorizado, y sintió un instantáneo sentimiento de culpabilidad por haber sido demasiado rudo con ella para poder combatir su deseo.

–¿Querías algo? –preguntó ella–. Es tarde y estaba a punto de irme a la cama.

Tenía el cabello recogido con una pinza y unos rizos húmedos indicaban que acababa de ducharse. Santino bajó la mirada a la holgada camisa de hombre que llevaba y sintió un calor intenso al continuar el recorrido por sus piernas desnudas e imaginárselas enredadas a su cintura. Anhelaba pegar sus labios a su delicada clavícula y desabrochar los botones uno a uno para poder sentir en sus manos sus preciosos senos.

–Ven a Nueva York conmigo a pasar las Navidades –dijo bruscamente. Apretó los dientes al ver la mirada de sorpresa de Arianna al mismo tiempo que se preguntaba a sí mismo si se había vuelto loco. Una vez más, lo controlaba una parte de su anatomía distinta de su cabeza.

Yo-yo –balbuceó Arianna–. Tengo otros planes.

–¿Qué planes? –dijo él con aspereza–. O mejor, ¿con quién? ¿Con el amante que te ha dado esa camisa?

Arianna replicó con frialdad:

–Jonny me ha dado unas camisas que iba a tirar porque sabe que me gustan como camisón. Y aunque no sea de tu incumbencia, no tengo ningún amante.

–La semana pasada cené en el Dorchester y te vi con Jonny Monaghan –masculló Santino, recordando cómo le había torturado imaginársela pasando la noche con el aristócrata en una de las suites del hotel.

–Jonny es solo un buen amigo. Insisto: no es de tu incumbencia, pero lleva años enamorado de Davina –Arianna puso los brazos en jarras–. Sabes perfectamente que mi primera vez fue contigo. Y tengo que admitir que después de esa insatisfactoria experiencia no me ha apetecido repetir.

–¿Insatisfactoria? –repitió Santino como si lo hubiera abofeteado.

–Así es. No sé tú, pero yo no sentí nada excepcional –por debajo del tono arrogante de Arianna, Santino intuyó algo que lo enfureció consigo mismo. Sabía que la había herido y en aquel instante se lo confirmó el temblor de los labios de Arianna–. No sé qué quieres –concluyó ella, bajando la voz.

–¿Estás segura? –Santino no era consciente de haberse acercado a ella como si fuera un imán. La tenía tan cerca que podía sentir el calor que emanaba su cuerpo. El aroma de su piel lo cegaba de deseo.

Vio cómo sus ojos se oscurecían cuando le retiró la pinza del cabello y sus rizos cayeron en cascada sobre sus hombros. Arianna no se resistió cuando la estrechó entre sus brazos.

Entonces deja que te lo demuestre –susurró contra sus labios antes de besarla con el deseo que había reprimido desde que la dejara en un avión en Sicilia.

 

 

Arianna sabía que no debía abrir los labios al beso de Santino, pero no pudo evitarlo. Sabía que era una locura, pero no le importaba. Tras meses echándolo de menos y tres semanas anhelando que la acariciara, estaba inerme ante su sensual embestida. El brillo de sus ojos verdes revelaba un anhelo que Santino no podía ocultar. La firme presión de su sexo contra la pelvis la impulsó a arquearse contra él, buscando la proximidad de su musculoso cuerpo.

Arianna se dijo que su inesperada visita le había nublado la mente y le imposibilitaba pensar mientras todo su ser se concentraba en los labios de Santino sobre los suyos. Cuando él deslizó la lengua en su boca se sacudió con el deseo que solo aquel hombre despertaba en ella. Se abrazó a sus hombros, anclándose a su poderoso cuerpo mientras su corazón se henchía.

Aquel beso era tal y como lo había soñado durante las largas noches de insomnio tras su vuelta de Sicilia. Sentía los senos pesados y un calor líquido entre los muslos. Santino sabía a gloria y, cuando tomó su rostro entre las manos, sintió su corta barba rasparle las palmas. Él hundió una mano en su cabello y, rodeándola por la cintura con el otro brazo, la alzó del suelo y la llevó hasta la cama.

–Te deseo –dijo Santino con voz ronca–. Y sé que tú a mí también. Tu cuerpo te traiciona deliciosamente, cara –deslizó los dedos por la pechera de la camisa y encontró sus endurecidos pezones. Arianna se estremeció cuando se los frotó con el pulgar. Pero la arrogancia que había percibido en su voz le recordó la frialdad con la que la había rechazado.

¿Qué clase de idiota era, mostrándose de nuevo vulnerable? ¿Dónde estaba la dignidad por la que tanto había luchado?

Irguiéndose, se separó de él.

–Es verdad que te deseo –dijo con voz ronca. No tenía sentido negar lo evidente–. Pero a pesar de mi limitada experiencia, sé que no quiero sexo sin compromiso. Sé que hay a quien le funciona, pero yo he esperado veinticinco años para perder la virginidad, y quiero algo más que eso.

La cara de sorpresa de Santino le habría hecho reír si no se sintiera al borde de las lágrimas.

–¿Qué esperabas? –preguntó él mordaz–. ¿Una declaración de amor? ¿Una alianza?

Arianna se pensó la respuesta.

–Solo querría una declaración si fuera sincera. En cuanto al matrimonio… –hizo una mueca–. La experiencia de mis padres me ha hecho desconfiar de él. Pero sí aspiro a tener una relación que incluya amistad y respeto.

–Yo te respeto –insistió él–. Pero no tengo intención de enamorarme.

Arianna intentó ignorar cómo se le encogía el corazón.

–¿Por qué no? ¿De qué tienes miedo?

Santino juró entre dientes.

–El amor no es más que una palabra bonita para el deseo. Lo que hay entre nosotros es real y sincero.

Alargó las manos hacia Arianna y el roce de sus dedos en la mejilla estuvo a punto de quebrarla. A punto. Pero sabía que no se respetaría a sí misma si sucumbía a la tentación de que Santino le demostrara lo maravilloso que era el sexo con él. Porque estaba segura de que no sería suficiente para ella, que quería de él lo que Santino no estaba dispuesto a dar, y eso la destrozaría.

Retrocedió y se abrazó la cintura para reemplazar el calor de los brazos de Santino.

–Será mejor que te marches –dijo en un susurro. Una punzada de orgullo le hizo repetir las palabras que él había usado en Sicilia–. Olvidaremos que esto ha pasado.

Los ojos de Santino centellearon.

–Me iré si estás segura de que eso es lo que quieres. Pero no volveré a pedírtelo, cara.

Arianna miró la moqueta raída cuando oyó que Santino abría la puerta. Al oír que se cerraba, alzó la cabeza y corrió hasta la puerta, apretó la mejilla contra ella y escuchó los pasos que se alejaban. La tentación de abrirla y llamarlo fue enorme. Habría querido pasar la Navidad con él en Nueva York en lugar de sola, en aquel espantoso lugar. No podía evitar echar de menos su antigua vida rodeada de lujo. Pero no podía permitir que Santino la salvara. Tenía que salvarse por sí misma.

Permaneció apoyada en la puerta hasta que las pisadas enmudecieron, diciéndose que había hecho lo que debía. Pero su victoria la dejó vacía.

 

 

Las Navidades fueron un periodo de actividad frenética, y Arianna estuvo ocupada a principios de año trasladándose a su nuevo estudio de la calle Bond, que incluía un gran taller y una amplia sala de exposición. Estar ocupada la ayudaba a no pensar en Santino. Pero, por las noches, le torturaba imaginárselo asistiendo a fiestas en Nueva York, con mujeres hermosas y experimentadas.

Echaba de menos sus reuniones con él, que siempre se prolongaban durante el almuerzo. Santino era generoso con su tiempo cuando le explicaba estrategias empresariales y tenía fantásticas ideas de promoción. Era comprensible que se hubiera convertido en millonario, aunque Arianna sospechaba que la clave estaba en su determinación y su capacidad de trabajo. Él le había dicho que estaba demasiado ocupado como para tener una vida privada, y Arianna se preguntaba si esa era su excusa para evitar las relaciones personales.

¿Por qué no aceptaba que era con ella con quien no quería una relación?, se preguntó con rabia. En lugar de pensar en él como una adolescente enamorada, debía concentrase en su trabajo. Tener un taller mayor le había permitido contratar a una modista y a una cortadora, mientras que en la sala de exposición mostraba las prendas terminadas y ofrecía un servicio de asesoramiento. El alquiler en la calle más exclusiva de Londres era exorbitante, pero Santino había insistido en que necesitaba estar en la zona adecuada para atraer a la clientela adecuada.

Le habría gustado que Santino acudiera a la inauguración de su primera tienda Anna, pero no había sabido nada de él desde que se había ido de su apartamento, diez días atrás. Lo echaba de menos desesperadamente y a menudo se preguntaba por qué lo había rechazado cuando añoraba estar en sus brazos…

El sonido de la campanilla de la puerta hizo que saliera del despacho, asumiendo que sería su primera clienta, pero le sorprendió ver a un mensajero, que le entregó una caja. Al abrirla, encontró un exquisito ramo de lirios, fresias y campanillas cuyo perfume impregnó el aire.

En el ramo había un sobre, y a Arianna se le aceleró el corazón al ver que era una invitación a una cena y un baile de beneficencia de la Sociedad de Empresarios. Al dar la vuelta a la tarjeta, leyó:

 

Te recogeré en el estudio a las siete.

Por favor, ven.

Tuyo, Santino.

 

Arianna se preguntó por qué habría firmado «tuyo», cuando era evidente que no lo era. Pero tras poner el ramo en un florero y dejar la tarjeta apoyada en él, cada vez que la veía se le iluminaba el rostro.

Para la tarde siguiente estaba hecha un manojo de nervios. Santino no había llamado para asegurarse de que lo acompañaría y su arrogancia hizo que Arianna se preguntara si no estaría cometiendo un error.

Tenía sentido que Santino la recogiera en el estudio porque estaba cerca del hotel en el que se celebraba la cena. Arianna se había puesto uno de sus diseños: un vestido palabra de honor de terciopelo negro, ceñido en el torso y con falda amplia de tul negro y plateado. Llevaba el cabello suelto, retirado del rostro con una cinta de terciopelo y una gargantilla de diamantes.

Cuando oyó el timbre, corrió a abrir con el corazón acelerado.

–Hola –dijo, ruborizándose al notar que tenía la respiración agitada.

Santino estaba espectacular con un esmoquin y una fina camisa de seda blanca.

Él la observó detenidamente y con un brillo fiero en sus ojos verdes, musitó:

Bellissima.

Arianna fingió no entenderlo y se llevó la mano al cuello:

–Perteneció a mi abuela.

La sonrisa pícara de Santino le aceleró el pulso.

–No estaba seguro de que fueras a venir –su tono levemente ronco borró toda duda en Arianna, que sonrió y dijo:

–Voy por mi abrigo.

–Espera. Dame la muñeca –Santino metió una mano en el bolsillo y Arianna se tensó cuando le colocó un precioso brazalete de diamantes.

Se mordió el labio inferior.

–No puedo aceptarlo.

–Es tu regalo de Navidad. Y la manera de disculparme por comportarme como un idiota la otra noche –mirándola con curiosidad, Santino preguntó–: ¿Has pasado unas buenas Navidades?

–He estado ocupada. Me ofrecí de voluntaria en un refugio para personas sin hogar.

Santino seguía sujetando la muñeca de Arianna y, tomándole la mano, se la besó.

–Poca gente conoce a la verdadera Arianna Fitzgerald –musitó con voz aterciopelada–. Me encantaría tener la oportunidad de ser una de ellas.

Mientras Arianna pensaba si hablaba en serio y cómo contestarle, Santino la ayudó a ponerse el abrigo. El aire frío de la noche refrescó las acaloradas mejillas de Arianna de camino al coche.

¿Lo has pasado bien en Nueva York? –preguntó en tono casual cuando iban hacia el hotel–. ¿Has ido a muchas fiestas?

–A ninguna. He estado con mi hermana y su prometido. Gina está en los primeros meses de embarazo y sufre de náuseas matutinas, así que he hecho de cocinero. Después fui a ver a mis abuelos a Devon para intentar convencer a mi abuelo de que contrate a alguien que le ayude en la granja. ¡Tiene casi ochenta años y sigue ordeñando las vacas!

–¿Te quedarás con la granja en el futuro?

Santino negó con la cabeza.

–Supongo que la venderemos, a no ser que Gina la quiera. En teoría iban a quedársela mis padres, pero, cuando murió mi madre, mi padre dedicó los siguientes diez años a beber hasta matarse –dijo con amargura.

La conversación concluyó porque llegaron al hotel, pero había bastado para que Arianna se diera cuenta de lo difícil que tenía que haber sido la adolescencia de Santino, y se preguntó si esa era la razón de que Santino fuera tan huraño. El afecto que teñía su voz al hablar de su hermana era la prueba de que, aunque las reprimiera, era capaz de sentir emociones profundas.

Arianna había acudido a numerosas fiestas de la alta sociedad, pero aun así, le impresionó la magnificencia del salón. De cena se sirvieron cinco platos exquisitos, aunque la proximidad de Santino la alteraba demasiado como para disfrutar de la comida. Bebió champán, pero las burbujas que sentía en su interior se debían a las miradas cargadas de Santino y al roce de su muslo contra el de ella bajo la mesa.

Después de la cena, se sucedieron los discursos de los representantes de las empresas y organizaciones que habían participado en el evento. Santino se disculpó, y Arianna se sorprendió al ver que subía al estrado.

De pie, tras el atril, explicó que había fundado una organización benéfica para ayudar a los excombatientes heridos a encontrar trabajo. La había llamado «Es Posible», y ofrecía asistencia práctica junto con apoyo psicológico para quienes sufrían los traumas de la guerra. Santino habló emotivamente de su socio, Mac Wilson, que había perdido las piernas en una explosión, y del numeroso personal del ejército que había quedado inválido y necesitaba encontrar una nueva carrera profesional.

Más tarde, durante el baile, Santino estrechó a Arianna contra sí y acarició su frente con su aliento. Sus cuerpos se movieron en completa armonía, y con un suspiro, Arianna se entregó a la música y al irresistible y misterioso hombre que la sostenía en sus brazos como si fuera un bien precioso.

Cuando ya recorrían las calles en el coche, lamentó que el baile hubiera concluido. Santino pareció leerle el pensamiento y, mirándola de soslayo, preguntó con voz ronca:

¿Quieres venir a casa a tomar una copa?

Instintivamente, Arianna supo que Santino no la presionaría si decía que no, que no volvería a preguntárselo.

Su voz interior le dijo que no tenía nada que perder. La química sexual que había entre ellos había sido palpable toda la noche, y la atención que Santino le había dedicado no había sido fingida. El deseo que sentía por ella era visible en la intensidad de su mirada. Ya no era su guardaespaldas. Arianna comprendió entonces que había sido su sentido del honor lo que le había impedido hacerle el amor en Sicilia. Pero en aquel instante, ya no necesitaba que la protegiera.

Se habían detenido en un semáforo y Arianna buscó la mirada de Santino en la oscuridad del coche.

–Está bien –dijo con voz tranquila–. Pero ya he bebido suficiente.

La lenta sonrisa que él le dedicó la hizo estremecerse.

–Tendremos que pensar en hacer alguna otra cosa, cara mia.