Capítulo 2

 

 

 

 

 

ME TEMO que no puede despedir al señor Vasari –dijo la asistente de Randolph con el tono paternalista que tanto irritaba a Arianna–. Tengo su contrato firmado por su padre sobre el escritorio.

–Me da lo mismo que haya un contrato –replicó Arianna agitada, poniéndose en pie de un salto–. Es intolerable. No quiero un guardaespaldas.

–Su padre me ha dicho que, si rechaza la protección del señor Vasari, cancelará su asignación mensual –declaró Monica fríamente–. Durante su estancia en Positano, el señor Vasari se alojará en Villa Cadenza y la acompañará allá donde vaya.

Arianna se quedó muda unos segundos. Era la primera vez que su padre usaba el dinero para controlarla y la rabia le recorrió las venas como lava ardiendo. Un año atrás había decidido montar su propio negocio de diseño para no depender de la asignación que recibía mensualmente, pero todavía no había conseguido independizarse. Su desconocimiento empresarial y las dudas sobre sus propios diseños habían impedido que hiciera su sueño realidad. Hacía poco, había dado un nuevo paso adelante, pero para ponerlo en práctica necesitaba usar todo el dinero que había heredado de su abuela, lo que significaba que durante un tiempo seguiría dependiendo de su padre.

Pero se negaba a que un guardaespaldas se convirtiera en una presencia constante en su vida privada, y más aún si se trataba de un hombre tan arrogante como el que la estaba observando con una total indiferencia.

Arianna no estaba acostumbrada a recibir ese trato. Había atraído la atención masculina desde que a los trece años había empezado a transformarse en el tipo de mujer con el rostro y el cuerpo voluptuoso que todo hombre deseaba tener a su lado. Inicialmente, su poder la había asustado, pero con el tiempo había aprendido a utilizar sus atributos femeninos en su favor.

A su pesar, desvió la mirada hacia Santino y descubrió en sus ojos verdes un brillo depredador que le prendió una llamarada en la boca del estómago. Pero, en cuanto le vio entornar los ojos con desdén, se dijo que se lo había imaginado.

Le dio la espalda y bajó la voz. Monica trabajaba para su padre desde hacía años y lo protegía con fiereza. Tanto que Arianna se había sentido a menudo celosa de la relación que había entre ellos.

–Por favor, deje que hable con Randolph –musitó.

–Lo siento. Está reunido, pero le diré que ha llamado –dijo Monica, y colgó antes de que Arianna respondiera.

Arianna tiró el teléfono sobre la tumbona, pero rebotó y cayó al suelo ruidosamente. Lo recogió y maldijo al ver una raja en la pantalla.

–Debería tener cuidado –el tono burlón de Santino la sacó de sus casillas.

–¡Y usted debería irse de mi casa! –le espetó.

Santino se aproximó a ella con una premeditada lentitud.

–Esta no es su casa, sino la de su padre, que es quien paga mi salario –dijo pausadamente–. Mis instrucciones son acompañarla siempre que salga.

Aunque no especificara que debía mantenerla alejada de los paparazzi, Arianna estaba segura de que su padre lo había contratado con ese propósito. Sabía que Fitzgerald Design estaba a punto de salir a bolsa, y suponía que Randolph quería evitar toda publicidad que pudiera alterar el precio de las acciones.

–Lo está pasando en grande, ¿verdad? –dijo enfadada. Le habría encantado borrarle la sonrisa de una bofetada.

Él la miró con impaciencia.

–La verdad es que no tengo especial interés en cuidar de una niña consentida que no valora lo que tiene. Su padre cree que algunos de sus amigos consumen drogas y está preocupado por usted.

–A mi padre no le preocupo yo, sino el buen nombre de su compañía. Pero ya que no puedo echarlo, tendrá que alojarse con el resto del personal.

–Randolph me invitó a disfrutar de las comodidades de Villa Cadenza. Voy a dormir en la habitación de invitados que se encuentra junto a la suya –Santino sonrió cuando ella le dirigió una mirada incendiaria–. Pronto se acostumbrará a mi presencia. Y puede que hasta llegue a disfrutar de mi compañía. Estaba pensando en darme un baño en esa increíble piscina de horizonte infinito. ¿Quiere acompañarme?

–No.

Arianna habría querido gritar y patalear como solía hacer de pequeña, a pesar de que una de sus niñeras le había dicho que cuanto más se portara como una niña mimada, menos atención le prestaría su padre.

Santino se había acercado al borde de la piscina y, sin pararse a pensarlo, Arianna corrió hacia él con los brazos estirados para empujarlo. Aunque estaba delgada y no hizo el menor ruido, Santino debió de percibirla a su espalda, porque se echó a un lado de un salto. Sin tiempo para detenerse, Arianna perdió el equilibrio y cayó al agua dando un grito.

Emergió tosiendo y escupiendo. El agua la espabiló y por un instante, antes de comprobar que hacía pie, la asaltó el pánico. Se sintió como una idiota por haber tenido un comportamiento tan infantil, y la risa de Santino le indicó que él era de la misma opinión. Ella se acercó a la escalerilla y la subió, ignorando la mano que él le tendió para ayudarla.

–Veo que ha cambiado de idea respecto a darse un baño –bromeó él.

Arianna vio que el pareo flotaba en el agua y masculló:

–Váyase al infierno.

–Ya he estado en él –del tono de Santino desapareció todo atisbo de broma–. La provincia de Helmand era un infierno que poca gente, y menos alguien tan privilegiado como usted, se puede imaginar. Durante mi estancia en Afganistán vi morir a muchos hombres buenos, algunos de ellos, mis mejores amigos.

–No sé demasiado sobre la guerra de Afganistán –admitió Arianna.

Ya lo supongo. Los informes de guerra y el número de caídos no suele aparecer en las columnas de cotilleos. Pero le aseguro que el infierno es una fiesta comparado con la guerra en el desierto.

Claro, tenía que ser un héroe de guerra, pensó Arianna, sintiéndose de nuevo avergonzada de no haber hecho en su vida nada de lo que sentirse orgullosa.

Tomó su larga melena entre las manos y después de escurrirla de agua, se la echó hacia atrás. Santino emitió un sonido que hizo pensar a Arianna que había estado conteniendo la respiración, y cuando vio que la observaba como si quisiera devorarla sintió una descarga eléctrica en su interior.

Era consciente de que sin el pareo, el biquini apenas la cubría. Al echarse el pelo hacia la espalda, se le habían elevado los senos y se dio cuenta de que sus pezones endurecidos se notaban provocativamente debajo del sujetador mojado.

Santino se acercó a una pila de toallas que había en un lateral y volvió junto a Arianna con una de ellas.

–Aquí tiene. Será mejor que se tape. Se ve que tiene frío –dijo, posando la mirada deliberadamente en los prietos pezones de Arianna.

Su tono burlón se tiñó de algo más perturbador que le puso la carne de gallina e hizo que se le llenaran los senos. Su mirada estaba cargada de un ardiente deseo y Arianna experimentó la satisfacción de saber que a Santino le irritaba sentirse atraído por ella.

–No tengo frío –musitó sin tomar la toalla. Ladeando la cabeza, observó a Santino disfrutando de sentirse poderosa–. Ahora que me he mojado, puede que vuelva al agua –tras una pausa, continuó–: ¿Lleva bañador? Yo a veces tomo el sol desnuda. Espero que no le moleste.

Santino entornó los ojos.

–Sé que le gusta jugar, Arianna, pero conmigo no va a servirle de nada –sonrió con desdén cuando ella abrió mucho los ojos con fingida inocencia–. Sé de sus numerosos romances con celebridades, y he visto sus fotografías vestida tan provocativamente que hasta una fulana se ruborizaría. Puede usar todos los trucos que quiera, pero no conseguirá impedir que haga el trabajo para el que me ha contratado su padre.

–Claro, todo lo que aparece en la prensa es verdad –dijo ella bruscamente.

Las palabras de Santino le habían hecho sentirse como una cualquiera. Había pasado los últimos años intentando castigar a su padre por no prestarle atención y para ello había buscado la de los paparazzi, con el comportamiento que le había hecho ganarse la etiqueta de niña rica y consentida. Pero con ello solo había conseguido hacerse daño a sí misma.

El desdén de Santino la dejó en carne viva y la enfureció. ¿Qué derecho tenía a juzgarla? Actuaba como un santo, pero ella había descubierto que podía ser su talón de Aquiles, y eso le permitió ocultar su dolor tras una fachada de osadía, tal y como había aprendido a hacer desde pequeña.

Tomó la toalla de la mano de Santino y la dejó caer al suelo antes de dar un paso hacia él. Al ver que cruzaba los brazos en un gesto defensivo, esbozó una sonrisa.

–Parece preocupado, Santino. ¿Cómo cree que intentaré impedirle hacer su trabajo? –musitó, recorriéndole un brazo con los dedos.

El gesto de Santino se endureció.

–Se lo advierto, Arianna –dijo con aspereza–. No soy uno de esos jovencitos con los que tontea. No ponga a prueba mi paciencia.

–¿Cómo podría hacer eso? –ronroneó ella.

El sentido común le dictaba que entrara en casa de inmediato y conservara la poca dignidad que le quedaba. Pero el tono despectivo de Santino había despertado en ella el sentimiento de humillación que tanto odiaba, y decidió demostrarle que no podía tratarla como si fuera una don nadie.

–¿Esto pone a prueba su paciencia? –preguntó con dulzura, subiendo la mano hacia su hombro y palpando sus músculos bajo la camiseta.

Santino ralentizó la respiración mientras Arianna continuaba su exploración con el corazón acelerado. Le pasó los dedos por el mentón, luego por los labios y, acercándose aún más a él, alzó la barbilla para mirarlo a los ojos.

La mirada salvaje que él le dedicó la amedrentó, pero Arianna ya no podía dar marcha atrás sin hacer el más absoluto ridículo. Tomando el rostro de Santino entre las manos, se puso de puntillas y pegó sus labios a los de él. Sin parpadear, Santino mantuvo los brazos cruzados como una pared de granito.

Desesperada por conseguir algún tipo de reacción, Arianna le mordisqueó el labio inferior. Santino permaneció callado, pero su pecho se agitó.

–No diga que no le he avisado –dijo entonces con voz cavernosa.

Súbitamente descruzó los brazos y la sujetó por los hombros. Arianna pensó que la empujaría, pero la atrajo hacia sí hasta que sus senos quedaron presionados contra su pecho. Sus ojos verdes se entornaron y Arianna vio en ellos ardor y furia. Pero inclinó la cabeza y atrapó su boca en un beso abrasador que ella sintió como si quisiera marcarla a fuego.

Nada podía haberla preparado para la sacudida que sintió en el alma cuando él usó la lengua para abrirle los labios. El calor de su cuerpo le resultó peligrosamente adictivo, y, cuando Santino la encerró entre sus brazos como si fueran dos barras de acero, Arianna se derritió en la hoguera de su abrazo.

El beso de Santino hizo realidad todas sus fantasías. Experto y decidido, exigía una respuesta que ella no podía negarle. Cerró los ojos y sus sentidos se deleitaron con la sensación de sus labios recorriendo los de ella, con el sabor de su boca, que despertó cada célula de su cuerpo.

Buscando una mayor proximidad, presionó su pelvis contra la de él. Encajaban como dos piezas de un puzle. Pero antes de que Arianna pudiera registrar el asombroso abultamiento que evidenciaba la excitación de Santino debajo de los vaqueros, él alzó la cabeza, volvió a poner las manos en sus hombros y en esa ocasión, la separó con tanta fuerza que Arianna se habría caído de no haberla sujetado él.

¿Qué piensa hacer ahora, Arianna? –preguntó él con un desdén que no contenía ni un ápice de la pasión que acababa de estallar entre ellos–. ¿Va a acusarme de abusar sexualmente de usted para conseguir que me despidan? No sé si funcionará, princesa. Sería su palabra contra la mía.

Arianna comprendió que insinuaba que nadie la creería a ella. Después de todo, no era más que la chica conocida por su escandaloso comportamiento y por tener una ristra de amantes famosos. Necesitó toda su fuerza de voluntad para no dejarle ver hasta qué punto había conseguido herirla.

–Jamás haría una acusación en falso –dijo en tensión–. Sería una vergüenza cuando hay tantas mujeres que son verdaderamente víctimas de abusos.

Santino la miró sorprendido, pero se encogió de hombros y dijo:

–¿Entonces para qué me provoca? Le he advertido que no juegue conmigo. Su padre me ha contratado como su guardaespaldas, y debo aclararle que entre mis deberes no está el de entretenerla sexualmente. Así que, si eso era lo que esperaba, siento defraudarla.

Arianna habría querido que se la tragara la tierra, pero consiguió forzar una sonrisa tan fría como una capa de hielo.

–¡Qué desilusión! –hizo un mohín teatral–. Al menos ahora sé que no se ahogará en la piscina, señor Vasari: su inflado ego lo mantendrá a flote.

 

 

Santino dejó caer los brazos y apretó los puños mientras Arianna daba media vuelta y se iba hacia la casa. «Espero que estés contento», se dijo, irritado consigo mismo. Para hacer su trabajo, era crucial ganarse la confianza de Arianna y lo único que había conseguido era ofenderla.

Si le quedara algo de sentido común, apartaría la mirada de sus perfectas nalgas, pero, al igual que su autocontrol, lo había perdido en cuanto ella había puesto sus labios en los de él.

Arianna desapareció tras la puerta de cristal de la casa y solo entonces se dio cuenta Santino de que estaba conteniendo el aliento. Se le dilataron las aletas de la nariz, porque, aun a distancia, el olor de su perfume, una interesante mezcla de flores exóticas y de algo más acre y sensual, le aguzó los sentidos.

¿Por qué demonios la había besado? No podía escudarse en el hecho de que ella hubiera empezado. Debería haberse separado de ella, pero Arianna había actuado con una tentativa inocencia que lo había tomado por sorpresa. Porque según lo que sabía de Arianna Fitzgerald, era de todo menos inocente.

Lo cierto era que su capacidad de pensar racionalmente se había nublado en cuanto, al posar la mirada en ella, había sentido una sacudida de deseo tan intensa en la ingle que le había resultado dolorosa, como si le hubieran dado un puñetazo en el pecho y no pudiera respirar.

Esa reacción lo había desconcertado. Estaba rodeado de mujeres hermosas con las que disfrutaba de un sexo sin complicaciones sentimentales. Mujeres inteligentes, elegantes y discretas, que no copaban la prensa sensacionalista medio desnudas.

Todo lo que había oído sobre ella confirmaba su idea de que era una niña consentida. En las fotografías en las que aparecía vestida, se veía que tenía gustos caros que sin duda pagaba un padre que la adoraba a pesar de su vergonzoso comportamiento. En resumen, Arianna era el tipo de mujer que él despreciaba, pero a su libido le daba lo mismo y tenía una erección que le presionaba con fuerza la bragueta de los vaqueros.

El agua turquesa de la piscina espejeaba tentadora bajo el sol. Mientras esperaba a que Arianna se despertara, se había puesto un bañador debajo de la ropa por si le daba tiempo a darse un baño. Apretó los dientes al recordar el comentario de Arianna de que le gustaba tomar el sol desnuda. Saber que era una provocadora coqueta intensificó su pulsante erección. Maldiciéndose por ser tan débil, se quitó la ropa y, sumergiéndose en el agua, nadó hasta que le dolieron los hombros y el oxígeno le quemó los pulmones.

 

 

Más tarde, Santino inspeccionó los terrenos de la villa y le preocupó la ausencia de medidas de seguridad. El mayordomo le había dicho que la puerta principal se cerraba con llave por la noche, pero que a Arianna le gustaba dormir con la ventana de su dormitorio abierta. La facilidad con la que se accedía a Villa Cadenza desde la playa era un problema añadido. Los secuestradores podrían trepar el muro, llevarse a Arianna por una puerta que conducía a la playa y subirla a una lancha sin que nadie de la casa se enterara.

En el momento en el que Santino entraba en la casa oyó un coche. Corrió hacia la parte trasera y vio alejarse las luces de un coche que había visto aparcado en el garaje. Sabía que era el coche de Arianna, y aunque se enfureció con ella por ser tan díscola, lo hizo aún más consigo mismo por no haberla tenido vigilada.

–¿Ha dicho Arianna dónde iba? –preguntó a Filippo.

El mayordomo negó con la cabeza.

–No, pero suele ir al salón de belleza del pueblo; y junto a la playa está Giovanni’s, un bar popular donde suele encontrarse con sus amigos.

En el garaje había también un cuatro por cuatro con las llaves puestas. Santino se subió de un salto y arrancó. La carretera de montaña discurría por una zona deshabitada y le preocupó que los secuestradores tendieran una emboscada a Arianna. En cuestión de segundos descendía a toda velocidad, ciñéndose a las cerradas y peligrosas curvas.

A pesar de que le hervía la sangre, le resultó imposible no admirar el espectacular paisaje. Los imponentes acantilados, poblados de limoneros, descendían hasta la costa. En el horizonte, el azul del mar Tirreno centelleaba bajo el brillante sol. Y aunque la costa se parecía a la de su lugar de nacimiento y el que consideraba su hogar, Sicilia, la diferencia fundamental era que Positano, como otros pueblos de la zona de Amalfi, se había convertido en el destino turístico de las celebridades.

Al tomar otra curva, el pueblo se presentó a sus ojos en toda su pintoresca belleza. Casas de color rosa, ocre y terracota colgaban arriesgadamente de los acantilados como si pudieran caer rodando hasta el mar. En el centro del pueblo se alzaba la iglesia de Santa Maria Assunta, con su llamativa cúpula de teselas azules, verdes y amarillas. Pero Santino mantenía la vista fija en el deportivo plateado que iba delante de él, que tuvo que frenar al encontrarse con un autobús.

Era imposible adelantar en la estrecha carretera y pasaron cinco minutos antes de que el autobús se detuviera en una parada. Un kilómetro más adelante, Arianna tomó una calle empinada y Santino la siguió. La mayoría de Positano era peatonal y los turistas tenían que dejar el coche en los aparcamientos que había a las afueras, pero Arianna continuó hasta un aparcamiento para residentes.

Santino paró detrás del deportivo, saltó del coche, fue hasta el de Arianna y quitó la llave del contacto sin darle tiempo a reaccionar.

–Es usted realmente insoportable –dijo ella lánguidamente, aunque Santino notó que se esforzaba por contener la rabia.

–No me ha parecido que pensara eso cuando me ha besado –sintió una punzada de satisfacción al ver que Arianna se mordía el labio inferior, pero se dijo que su aparente vulnerabilidad era solo fingida.

Unas gafas de sol le tapaban los ojos y le resultó imposible saber qué pensaba. Estaba informal y elegante con unos vaqueros ceñidos blancos, una camiseta de rayas azules y blancas y un pañuelo de seda rojo que le retiraba el cabello cobrizo de la cara. Llevaba un lápiz de labios del mismo color y Santino tuvo que reprimir el descabellado impulso de besarla hasta borrárselo completamente.

¿Por qué no me ha dicho que iba a salir?

–Porque voy al salón de belleza –dijo ella en tono de hastío, indicando con la cabeza un local con el nombre Lucia’s Salon–, y no necesito un guardaespaldas mientras me hago la manicura –levantó las manos–. Como ve, no hay ningún paparazzi que pueda informar de mi mal comportamiento y avergonzar a mi querido papaíto.

Comenzó a caminar hacia el salón y miró enfurecida a Santino cuando vio que caminaba a su lado.

–Si insiste en quedarse, tendrá que esperar fuera, pero no me eche la culpa si se aburre, señor Vasari.

–Dudo que a su lado eso sea posible –dijo él cortante–. Y pensaba que habíamos acordado dejarnos de formalidades, Arianna.

Ella se giró hacia él y, clavándole el índice en el pecho, dijo:

–Yo no he acordado nada, y menos que uno de los esbirros de mi padre me controle cada segundo. Le exijo que me deje un poco de libertad.

A pesar de haberse dicho que debía ganarse su confianza, Santino se enfureció. Habría querido decirle que, lejos de ser un esbirro de su padre, Randolph le había suplicado que la protegiera.

–No está en condiciones de exigir nada. No olvide que su padre ha amenazado con retirarle la asignación mensual si rechaza mi protección. ¿De qué viviría entonces? –preguntó con desdén–. No tiene precisamente una carrera profesional de éxito con la que sufragarse su estilo de vida. No es más que una parásita de su padre.

–Cuando quiera sus consejos, se los pediré –replicó Arianna, volviendo a clavarle el dedo en el pecho.

–Haga eso otra vez y se arrepentirá.

–¿Qué va a hacer? –la voz grave de Arianna sonó burlona–. Va a echarme en su regazo y a azotarme.

Sus palabras evocaron una imagen erótica en Santino que reavivó su deseo violentamente.

–¿Le gustaría que lo hiciera? ¿Le van esos juegos? –preguntó despectivamente, conteniendo las ganas de tirar de ella y besarla.

Era la mujer más insufrible que había conocido, y no conseguía comprender por qué le hacía sentirse más vivo de lo que se había sentido en años.

Alargó la mano y le quitó las gafas. Arianna parpadeó.

–Devuélvamelas inmediatamente.

Santino chasqueó la lengua.

–Pruebe a decir «por favor», ¿o es que sus padres no le enseñaron buenos modales?

Los ojos de Arianna brillaron con una emoción que Santino descartó al instante que pudiera ser tristeza. Era hermosa, rica y lo tenía todo en la vida.

–Mi madre se fugó a Australia con su amante cuando yo tenía once años –dijo ella con frialdad–. Mi padre no supo cómo enfrentarse a mi «difícil comportamiento» porque lloraba todas las noches. Estaba tan desesperado por que volviera al internado que me llevó él mismo. Es la única vez que ha mostrado el más mínimo interés por mi educación. No volví a verlo hasta varios meses después.

Le quitó a Santino las gafas de la mano y, poniéndoselas, añadió con rotundidad:

–Lo único que he aprendido de mis padres es a cuidar de mí misma, porque a ellos no les importo lo más mínimo.