ARIANNA lamentó no hablar mejor italiano cuando intentó explicar a la recepcionista del salón de belleza que, si el hombre que esperaba al otro lado de la calle preguntaba por ella, le dijera que la señorita Fitzgerald estaba haciéndose la cera.
–¿Tiene cita? –preguntó la chica, mirando el cuaderno de reservas.
–No –Arianna sacó unos billetes de la cartera–. Solo quiero que le diga a ese hombre que voy a pasar unas horas en el salón, per favore.
Dio los billetes a la sorprendida recepcionista antes de salir del edificio por la puerta trasera hacia un patio que había descubierto en su última estancia en Positano. La puerta adyacente se abría a unas escaleras que accedían a un amplio taller. Allí había varias mesas con máquinas de coser, así como numerosos maniquíes envueltos en tela.
–Llega tarde –la mujer que saludó a Arianna era baja y rechoncha, con el cabello negro recogido en un moño y mirada severa–. Si quiere aprender a coser de la mejor modista de la costa de Amalfi, espero que aprenda a llegar puntual.
–Lo siento… mi dispiace –contestó Arianna avergonzada.
Rosa le dio un retal de muselina.
–Veamos si recuerda algo de lo que le enseñé el verano pasado. Empiece por demostrarme que puede hacer una costura francesa.
Arianna asintió y se puso a trabajar de inmediato. Durante años, se había resistido a seguir los pasos de su padre como diseñadora de ropa, pero un año atrás había llegado a la conclusión de que no desarrollar su creatividad estaba haciéndola infeliz. Tenía una habilidad natural para el diseño y los figurines de moda, y le encantaba jugar con distintos materiales, texturas y colores. Sabía instintivamente si una prenda estaba bien hecha, la importancia de cómo caía una tela y la necesidad de un buen corte para conseguir una prenda verdaderamente bonita.
El verano anterior, había encargado un vestido de noche a una diseñadora y modista local, Rosa Cucinotta. Rosa le había enseñado su taller y Arianna había decidido en ese instante que quería hacer una carrera profesional como diseñadora. Pero aunque dibujaba bien, necesitaba aprender a coser, a hacer patrones y a montar prendas.
Desestimó la idea de matricularse en una escuela de moda en Inglaterra por temor a que la prensa o su padre se enteraran. Si llegaba a tener éxito, quería que fuera por su propia valía, no por el dinero ni la ayuda de Randolph.
Había convencido a Rosa de que le diera clases, y al volver a Londres había estudiado con Sylvia Harding, una famosa diseñadora ya jubilada que había vestido a la realeza. Además, durante los seis meses que había pasado en Australia, había colaborado con un par de jóvenes diseñadores de Sídney. Por primera vez en su vida había tenido que trabajar intensamente, y le había encantado.
Pasó la siguiente hora concentrada en cortar y colocar alfileres en la tela antes de usar la máquina de coser para hacer una costura con la que esperaba satisfacer las elevadas expectativas de Rosa. Cuando terminó, se sintió razonablemente contenta con el resultado. Estaba sentada junto a una ventana desde la que veía a Santino, que tomaba un café en una mesa de la cafetería que estaba al otro lado del salón.
La presencia del guardaespaldas iba a complicar su plan de pasar varias horas al día en el taller. Habría sido más fácil decirle a Santino lo que estaba haciendo, pero se resistía a contarle sus sueños de llegar a tener una marca de moda propia.
Se le hizo un nudo en el estómago al recordar que la había acusado de ser un parásito de su padre. Con veinticinco años, Arianna sabía que debería ser independiente, aunque muchos de sus conocidos, hijos de familias millonarias, vivieran de sus padres o de sus herencias. Pero ella quería ser ella misma… aunque no supiera qué significaba eso. Había dedicado su adolescencia y los últimos años de su vida a odiar a su padre, pero solo había conseguido convertirse en alguien que no le gustaba y a quien no respetaba.
Al mirar a Santino se quedó sin aliento. Tenía las piernas estiradas ante sí y sus impresionantes bíceps podían intuirse bajo las mangas de la camiseta. Arianna había visto que tenía tatuado un tigre rugiendo en la parte superior del brazo derecho. En ese momento, Santino miró el reloj. Debía de estar aburrido, pero tendría que acostumbrarse. Tal vez el aburrimiento era la clave para conseguir que dimitiera.
–¿Está cosiendo o admirando el paisaje? –preguntó Rosa con aspereza.
Arianna giró la cabeza y notó que se ruborizaba al ver que la modista se acercaba y miraba a Santino.
–¿Es su amante?
–¡No! ¡Claro que no!
–¡Qué pena! –Rosa se encogió de hombros–. Es muy guapo –tomó el trozo de tela en el que Arianna había estado trabajando y lo inspeccionó–: Eccellente. Ha mejorado mucho. Aunque le queda mucho por aprender, veo que tiene mano.
–Gracias –Arianna volvió a ruborizarse porque no estaba acostumbrada a que la halagaran.
Era consciente de que en parte era culpa suya. Su obsesión por llamar la atención de su padre le había hecho cometer todo tipo de estupideces, pero ni siquiera había conseguido que le mostrara algún interés enfadándose con ella. Además, Randolph viajaba constantemente, lo que intensificó su sensación de abandono, el mismo que había sentido de forma devastadora cuando su madre la había abandonado de pequeña.
Ver a Celine en Sídney después de más de una década había sido una experiencia extraña, y más aún saber que tenía un hermanastro, Jason, de quince años. Su madre le había explicado que estaba embarazada de su amante ya antes de dejarlos a ella y a su padre. Había intentado llevarse a Arianna con ella, pero Randolph se había negado y a cambio le había ofrecido una generosa cantidad de dinero para que le cediera la custodia y no intentara nunca ponerse en contacto con ella.
Celine había sacrificado la relación con su hija y había aceptado el dinero de Randolph, y aunque Arianna comprendiera sus razones, no le resultaba menos doloroso sentirse como un peón en la amarga ruptura de sus padres.
Al menos habían retomado su relación y, aunque nunca tendrían el vínculo normal entre una madre y una hija. Arianna había prometido a Celine que iría a visitarlos a ella y a Jason. Estaba a punto de empezar un nuevo capítulo de su vida y de lanzar su carrera profesional. Por primera vez tenía un propósito y la determinación de alcanzar el éxito.
Su inesperada fascinación por Santino Vasari era completamente inapropiada. Volvió la mirada de nuevo hacia él. No tenía sentido que le atrajera uno de los esbirros de su padre. Sabía que Randolph lo había contratado para que controlara su comportamiento, y Arianna no comprendía por qué le tentaba contarle que la mayoría eran historias inventadas por los paparazzi, que había fingido ser una mariposa social, saltando de fiesta en fiesta, de un amante a otro, para castigar a su padre y recordarle que existía.
Pero admitirlo sería tanto como arrancarse la máscara tras la que se ocultaba y dejar expuesta a la verdadera Arianna Fitzgerald, la mujer vulnerable y frágil, la chica solitaria a la que todo el mundo abandonaba. No podía permitir que un hombre perturbador la desviara de su camino. Estaba empezando un viaje de autodescubrimiento y un hombre de la sensualidad de Santino Vasari representaba una distracción demasiado peligrosa.
–Juraría que lleva la uñas del mismo color que antes de ir al salón de belleza hace dos horas –dijo Santino cuando Arianna se aproximó a su mesa.
Se puso en pie y ella tuvo que alzar la barbilla para mirarlo a la cara. Arianna odiaba lo pequeña que le hacía sentirse, y no tanto por su imponente físico como por el aire de autoridad y poder que debía de haber adquirido en el ejército.
Se encogió de hombros.
–Son acrílicas y tengo que cambiarlas cada dos semanas. Ya le he dicho que se aburriría –declaró con una sonrisa falsa.
Santino frunció el ceño.
–¿De verdad no puede pensar en nada más interesante que cuidar de su cuerpo?
–Será mejor que recuerde que es un empleado, no mi guía espiritual –replicó Arianna enfadada. Dio media vuelta y pasó de largo junto a su coche–. Acabo de hablar con mi amigo Jonny y voy a pasar la tarde en su yate. No necesito un guardaespaldas –dijo a Santino por encima del hombro–. Vuelva a la villa. Le llamaré para que venga a recogerme.
Aceleró el paso por las calles peatonales, pasando junto a restaurantes, galerías de arte y boutiques. Durante el verano, Positano estaba lleno de turistas y tuvo que abrirse camino entre ellos para bajar a la playa. Cuando estaba a punto de entrar en Giovanni’s, percibió a alguien a su espalda y al volverse lanzó una mirada de indignación a Santino.
–Váyase –dijo entre dientes–. No puedo disfrutar con mis amigos si está cerca. No quiero decir que es mi… –había estado a punto de decir «cuidador», pero se interrumpió.
–Su canguro –se burló Santino–. No se preocupe, seré discreto –dijo él, siguiéndola al interior con indiferencia.
Arianna se encontró con la mayoría de los amigos que había visto la tarde anterior. Se sentó junto a Davina Huxley-Brown y pidió una copa. En realidad, habría querido volver a Villa Cadenza y trabajar en sus diseños, pero era la tarde libre de Filippo e Ida, y la idea de estar a solas con Santino en la villa la incomodaba. Por eso había aceptado la invitación de Jonny.
–Jonny va a mandar una motora para recogernos –dijo Davina–. ¿Quién es el tío bueno con el que has venido?
Arianna fingió sorpresa.
–No he venido con nadie.
–¡Qué pena! Te iba a pedir que me lo presentaras.
Arianna siguió la mirada de su amiga y vio a Santino charlando con las gemelas holandesas Poppy y Posy van Deesen. Al verlo coqueteando con ellas, Arianna pensó, apretando los dientes, que resultaba tan discreto como una bomba nuclear. En ese momento, él la miró y la pilló observándolo. Retirando la vista, dio un sorbo a su copa.
La lancha alcanzó el embarcadero de madera situado junto a la playa y Arianna y algunos otros subieron. Ella se puso el chaleco salvavidas de inmediato, aunque los demás no lo hicieran. Unos minutos más tarde, se aproximaban al Sun Princess, que estaba fondeado en la bahía.
–Tienes mejor aspecto que ayer –la saludó Jonny. Hizo una señal a un camarero para que le diera una copa de champán.
En lugar de rechazarla, Arianna la tomó y avanzó por la cubierta, buscando dónde dejarla. Tenía la extraña sensación de estar siendo observada, y al volverse, vio que el camarero la miraba de una manera que le hizo sentir un escalofrío.
Se volvió de nuevo al oír una voz familiar, y le hirvió la sangre al ver que Santino subía al barco seguido por las gemelas. La lancha había vuelto a recoger a los demás invitados y, evidentemente, había conseguido que lo incluyeran. Llevaba a cada una de las gemelas colgada de un brazo.
–Este es Santino –anunció Poppy–. Estaba solo en el bar y le hemos dicho que viniera. Espero que no le importe a nadie.
–En absoluto –masculló Davina–. Yo lo entretendré encantada –miró a Arianna–. Llevas mucha ropa, cariño, ¿no vas a cambiarte?
–He olvidado traer el biquini.
–Yo tengo uno de sobra –Davina sacó uno turquesa del bolso–. Puede que la copa de la parte de arriba sea un poco pequeña –se encogió de hombros–, pero así estarás más sexy.
Lo último que quería era estar sexy, pensó Arianna al volver a cubierta con el biquini. La parte de arriba no tenía tirantes y temía moverse por si los senos se le salían de las copas. Miró al otro lado y vio a Santino rodeado de un grupo de chicas, incluidas las gemelas y Davina.
Siguiéndola al yate había excedido sus funciones de guardaespaldas, pero entonces recordó que su verdadera función era evitar que saliera en los periódicos. Se echó en una tumbona y ojeó una revista, pero le resultó imposible concentrarse porque oía la sexy voz de Santino mezclada con las risas de la bandada de adoradoras que lo rodeaba.
Era evidente que estaba demasiado ocupado pasándolo bien como para fijarse en ella. Arianna sintió una punzada de celos que le hizo irritarse consigo misma. Ella ya no necesitaba ser el centro de atención. Había madurado y tomado las riendas de su vida, o al menos pensaba hacerlo. Santino le hacía revertir a la vieja Arianna, alguien que se había jurado no volver a ser.
Jurando entre dientes, se puso en pie y caminó por la cubierta en dirección contraria a Santino. En la popa vio a Hugo Galbraith, con quien había salido brevemente, que estaba a punto de montarse en una moto de agua.
–Súbete –le dijo–. Te llevo a dar una vuelta.
Arianna giró la cabeza y vio a Posy van Deesen sentada en las rodillas de Santino. La belleza holandesa se pegaba a él como un sarpullido y Arianna pensó indignada que él parecía encantado. Impulsivamente, tomó un chaleco salvavidas y bajó a la plataforma de atraque. Se sentó detrás de Hugo, pero al ir a ajustarse las tiras del chaleco, se dio cuenta de que era demasiado grande. Hugo ya había arrancado el motor y aceleraba sobre el agua.
–¡Vuelve! –gritó ella, pero el ruido del motor ahogó sus palabras. Se asió con todas sus fuerzas a la cintura de Hugo.
En pocos segundos se habían alejado del yate. Las motos acuáticas estaban prohibidas cerca de la playa, pero a aquella distancia había varias de ellas. Arianna vio de pronto una acercarse rápidamente. Dio a Hugo en el hombro para avisarle del peligro y él intentó cambiar de dirección, pero iban demasiado deprisa como para poder virar bruscamente. Todo sucedió tan rápido que Arianna apenas tuvo tiempo de gritar cuando Hugo y ella salieron lanzados de la moto.
El shock de caer al mar hizo que Arianna abriera la boca y tragara agua. El inadecuado chaleco no la ayudó a mantenerse a flote y le dejaba la cabeza parcialmente sumergida. A poca distancia, la moto acuática seguía girando en círculos, creando un remolino que tiraba de Arianna hacia abajo.
Aterrada, intentó tomar aire,pero volvió a tragar agua, al tiempo que las ondas que formaba la moto le golpeaban la cabeza. El recuerdo de la vez en la que había estado a punto de ahogarse de pequeña pasó por su mente como un relámpago, y Arianna sacudió los brazos y pataleó para mantenerse a flote.
Una de las otras motos que estaban en la zona, se aproximó y desaceleró al acercarse a Arianna.
–Signorina!
El conductor le tendió la mano para ayudarla a subir a la moto, pero ella no podía moverse y se sentía entumecida por el pánico al tiempo que su cara se hundía bajo el agua y la nariz se le llenaba de agua.
–¡Arianna, espera, voy por ti!
Sorprendida al oír una voz familiar, poderosa, giró la cabeza y vio a Santino en una lancha que conducía uno de los tripulantes del yate.
–Signorina, tome mi mano –insistió el desconocido, intentando sujetarla por el hombro.
Ella oyó un golpe de agua y, cuando miró hacia la lancha, vio que Santino nadaba hacia ella. En cuestión de segundos estaba a su lado y la sujetaba para que mantuviera la cabeza a flote.
–Ya te tengo, pequeña.
Su voz sonó extrañamente ronca, como si estuviera preocupado por ella, como si le importara… Arianna se abrazó a su cuello y se asió a él, exhausta y aliviada, porque su vida no iba a acabar en el fondo del mar. Vagamente vio que el desconocido se alejaba mientras Santino y el tripulante la ayudaban a subir a la lancha.
Se abrazó a sí misma y sintió náuseas. Santino le echó una toalla por los hombros y la fue secando.
–La próxima vez, asegúrese de llevar un chaleco salvavidas apropiado –masculló.
Arianna no podía dejar de temblar.
–¿Dónde está Hugo? –preguntó castañeteando los dientes.
–Otro miembro de la tripulación ha saltado de la lancha y ha conseguido controlar la moto acuática antes de ayudar a su novio a subirse a ella –Santino frunció el ceño al tiempo que le retiraba el mojado cabello del rostro–. Se ha llevado un buen susto, pero ya está a salvo, piccola.
Que Santino la llamara afectuosamente «pequeña» hizo que Arianna se desmoronara. Aunque se mordió el labio inferior, las emociones la abrumaron y estalló en llanto.
–¡Creía que iba a ahogarme! ¡No sé nadar! –dijo entre sollozos
Santino dejó escapar un juramento y la estrechó entre sus brazos. El latido de su corazón reverberó en Arianna. Le oyó decir algo en italiano y notó que la lancha se movía, pero aunque se sentía a salvo, no podía olvidar el pánico que acababa de experimentar. Habría querido quitarle importancia, olvidarlo como tantas de las tonterías que solía cometer y que tanta fama le habían dado. Pero no consiguió recomponerse y, llorando desconsoladamente, presionó su rostro contra el pecho de Santino.