SANTINO no sabía reaccionar ante el llanto. Le recordaba demasiado a la muerte de su madre y a cómo su padre había llorado como un niño. El Santino de quince años se había avergonzado al ver llorar a Antonio Vasari. El hombre fuerte y animado al que había idolatrado se había derrumbado al morir su esposa de un tumor cerebral. El especialista había dado a Dawn Vasari un año de vida, pero solo había durado seis meses, dejando atrás un marido, una hija de ocho años y un hijo adolescente destrozados.
Santino suplicó a su padre que volvieran a Sicilia, desde donde se habían mudado a Devon el año previo al diagnóstico de su madre. Pero Antonio se había negado a abandonar el lugar en el que ella había nacido y muerto. Santino recordaba el final de su adolescencia como un continuo vagar por Dartmoor mientras intentaba buscar un sentido a la vida, diciéndose que amar no compensaba la agonía de la pérdida del ser amado.
Había llorado a solas en su dormitorio la tarde del entierro de su madre mientras su padre y su hermana compartían su dolor en el salón con otros parientes. Pero él se había sentido como un extraño y había rehuido la compañía de los demás. Llorar no había servido para aliviar su dolor. Y no había vuelto a llorar… nunca.
En cambio sí comprendía el miedo. Lo había visto en los ojos de sus compañeros en Afganistán, cuando sufrían una emboscada y ninguno estaba seguro de sobrevivir. Sabía lo que era enfrentarse cara a cara con la muerte. Estrechó el tembloroso cuerpo de Arianna y dejó que se desahogara.
Era consciente de que no la había protegido. Había saltado a la lancha en cuanto la vio subir a la moto acuática y, al ver el accidente que la había lanzado al agua, se le había parado el corazón. Frunció el ceño al recordar el peligroso comportamiento del otro conductor. Había dado la impresión de que se acercaba deliberadamente a la moto en la que iba Arianna. Y luego había intentado que ella se subiera a la suya. ¿Había querido rescatarla o sus intenciones habían sido más siniestras?
Santino se pasó la mano por la nuca y por la cicatriz. Los secuestradores debían de haber visto en los periódicos que Arianna había llegado a Positano. Pero ¿cómo podían saber que estaba en el yate de no ser porque estuvieran vigilándola? Santino intentó convencerse de que el accidente con la otra moto acuática había sido una coincidencia, pero su instinto le decía lo contrario.
La lancha se detuvo cerca de una playa apartada poco conocida por los turistas que, tal y como había esperado Santino, estaba vacía. Tras dar instrucciones al tripulante, tomó a Arianna en brazos y la depositó cuidadosamente en la arena. Arrodillándose, le dijo:
–Échese para que pueda inspeccionarla –y le sorprendió que Arianna obedeciera–. ¿Le duele algo? Se ha dado un buen golpe.
–Estoy bien –Arianna tenía los ojos cerrados–. Solo estoy un poco temblorosa.
–No me extraña –Santino sintió un nudo en el estómago al pensar en que podía haberse ahogado.
Arianna levantó los párpados y lo miró con sus grandes ojos marrones a los que el sol arrancaba destellos dorados. Santino pensó que era preciosa, pero se obligó a concentrarse en una profesional inspección de sus brazos y piernas para asegurarse de que no se había roto nada.
–¿Por qué ha subido a la moto acuática si no sabe nadar?
–Supongo que piensa que porque soy una idiota, que es lo que piensa mi padre… Si es que piensa en mí –dijo ella.
Santino no sabía cómo interpretar el dolor que intuía en su voz y la vulnerabilidad que manifestaba, y que hasta ese momento había dado por fingida. Había creído saber cómo era: mimada, rica y superficial. En ese momento recordó que al conocer a Randolph le había parecido frío y arrogante.
–No creo que sea una idiota –dijo con brusquedad–. ¿Cómo es posible que no sepa nadar cuando tiene esa espectacular piscina en Villa Cadenza?
–Estuve a punto de ahogarme cuando era pequeña y desde entonces siento pánico cuando no toco fondo. Mi padre me había dejado en la parte menos profunda, pero se puso a hablar por teléfono y no vio que me iba hacia el otro extremo. Cuando dejé de hacer pie, le llamé, pero, como estaba hablando por teléfono, no me oyó.
Arianna se sentó y se abrazó las rodillas.
–Recuerdo la sensación de que la boca se me llenara de agua. Me atraganté; no podía respirar. Afortunadamente, otro cliente del hotel me vio y me salvó. Cuando mi padre acabó de hablar por teléfono, me riñó por portarme mal –Arianna se rio con amargura–. Ese día aprendí dos cosas: que debía temer al agua, y que no le importaba a mi padre.
–Los traumas de la infancia pueden afectarnos en la vida adulta –comentó Santino, recordando la rabia que lo había dominado tras la muerte de su madre.
Unirse al ejército le había ayudado a controlarla. Pero luchar en una guerra brutal y ver morir a dos de sus mejores amigos había incrementado su recelo, puesto que se negaba a llamarlo miedo, hacia cualquier vínculo afectivo.
–Probé el hipnotismo para superar mi miedo –añadió Arianna–. Y varias de mis niñeras intentaron enseñarme a nadar, pero se dieron por vencidas.
–En el futuro, le aconsejo que no deje que su novio la lleve en la moto acuática –masculló Santino.
No entendía por qué al verla subir a la moto y abrazar a su amigo había sentido algo que se negaba a interpretar como celos. Él jamás había sentido otra cosa por una mujer que no fuera deseo sexual.
Arianna le lanzó una mirada esquiva.
–Hugo no es mi novio.
–Su amiga Davina me ha dicho lo contrario.
–Probablemente porque usted le gusta y quería eliminarme como posible competencia –Arianna se encogió de hombros en un habitual gesto de indiferencia que Santino encontraba cada vez más irritante–. Pero no sé de qué se preocupa. No tengo el menor interés en usted.
–¿No? –el monosílabo quedó suspendido en el aire como un reto, al tiempo que Santino fijaba la mirada en Arianna.
Seguía sintiendo la adrenalina que se le había disparado al rescatarla del agua, mezclada con la indefinible emoción que había despertado en él que llorara en sus brazos.
Vio que los ojos de Arianna se oscurecían y que se le dilataban las pupilas, y la tensión sexual volvió a estallar entre ellos. La misma que había sentido Santino en Villa Cadenza y que había conseguido dominar. En ese momento, sin embargo, en aquella playa desierta, era como si estuvieran solos en el mundo; y como si no pudiera hacer nada para evitarlo, inclinó lentamente la cabeza.
El pecho de Arianna se movió agitado y Santino la oyó exhalar, pero ella mantuvo la mirada fija en él. Era una tentación a la que no pudo resistirse y, con un gemido, Santino reclamó su boca.
Los labios de ella sabían a sal y, cuando metió la lengua en su boca, su dulce aliento se mezcló con el de él. Arianna vaciló por una fracción de segundo que a Santino se le hizo eterna. Con una urgencia que no había experimentado nunca, intensificó la presión de sus labios y el corazón se le aceleró cuando finalmente ella ladeó la cabeza y abrió la boca.
Su rendición acabó con todo rastro de contención en Santino. Besándola profundamente, exploró la sensual forma de sus labios antes de entrelazar su lengua con la de ella. Luego deslizó los labios por su mejilla hacia la oreja y se la mordisqueó antes de ir bajando por su cuello hacia su clavícula. Tenía una piel de satén y sus senos se apretaron mullidos contra su firme torso cuando la atrajo hacia sí. Ella levantó las manos a sus hombros y él se echó en la arena, a su lado, mientras recorría las sensuales curvas de su cuerpo con los dedos.
Su estrecha cintura lo fascinaba, la suave curva de sus caderas aún más. Tenía una erección tan intensa que casi le dolía. Temió estallar si no la poseía, si no se perdía entre sus muslos de seda y se adentraba en ella. El aroma de su excitación femenina era tan dulce que tuvo la seguridad de que el deseo de Arianna era tan intenso como el suyo. Su respiración era tan errática como el palpitar de su corazón.
Impulsado por un deseo más febril del que había experimentado nunca, deslizó los dedos hacia el vientre de Arianna, y notó que se contraía cuando los bajó hasta su entrepierna.
–¡No!
La palabra estalló en la mente de Santino y lo catapultó a la realidad. ¿Qué demonios estaba haciendo? No podía hacer el amor a Arianna por mucho que lo deseara. Se había comportado como un adolescente cargado de hormonas.
Se incorporó hasta sentarse y se protegió los ojos del resplandor del sol con la mano a la vez que exploraba con la vista la playa vacía. Su trabajo era proteger a Arianna, pero de haber llegado un secuestrador, probablemente armado, no habría podido hacer nada por salvarla.
Arianna se sentó a su vez y se pasó los dedos por el cabello con los ojos muy abiertos. Santino apartó la mirada de sus senos y masculló:
–Supongo que no es ni el sitio ni el momento adecuados.
Ella lo miró airada.
–Desde luego que no. Ni ahora ni nunca accedería a tener un rollo sexual con usted.
Dolido por su tono despectivo, Santino contestó:
–No es eso lo que me ha dado a entender. ¿O ese es el tipo de juegos que le gustan?
–¿Es que no puedo cambiar de opinión? –Arianna habló con aspereza, pero Santino vio que le temblaban los labios y se avergonzó de sí mismo–. Reconozco que le he dejado seguir, pero no esperaba que me besara –miró a su alrededor y se mordió el labio inferior–. ¿Por qué me ha traído aquí en lugar de al yate? ¿Por qué ha mandado la lancha de vuelta? ¿Había planeado seducirme? ¿Pensaba que se lo debía por haberme rescatado?
–Por supuesto que no –negó Santino–. Solo pensaba que le sentaría bien recuperarse antes de volver al yate.
Santino apretó los dientes, indignado consigo mismo. Se enorgullecía de ser íntegro, pero la acusación de Arianna no iba del todo errada. El accidente la había dejado traumatizada y le había hecho recordar el episodio de su infancia en el que había estado a punto de ahogarse. Una vez más, su vulnerabilidad lo había desconcertado, pero eso no le había impedido intentar seducirla. Dejando escapar un juramento, se sumergió en el agua y nadó con furia.
Unos minutos más tarde oyó un motor y vio que la lancha volvía a recogerlos. Santino fue a hablar con el piloto. Cuando volvió a mirar hacia la playa, no vio a Arianna y sintió pánico, pero enseguida la localizó sobre unas rocas. Sin embargo, cuando se aproximó a ella vio que retrocedía.
–No pienso volver a subir en la lancha –dijo abrazándose a sí misma–. Supongo que piensa que soy una idiota.
Santino frunció el ceño.
–¿Por qué se insulta a sí misma? –preguntó, sin poder explicarse por qué habría querido estrecharla en sus brazos y consolarla–. Es lógico que tema al agua después de lo que le pasó. No pienso que sea estúpida.
Santino sospechaba que Arianna era mucho más lista de lo que la gente creía, pero aquel no era el momento de preguntarse por qué se comportaba como una cabeza hueca. Alzó la mano para enseñarle que llevaba su bolso con sus cosas.
–He pedido al marinero que trajera esto. Vístase. Volveremos al pueblo por las escaleras que suben a lo alto del acantilado.
Arianna lo miró con inquietud, pero súbitamente sonrió. No con la falsa sonrisa que había dedicado a sus amigos, sino con una, espontánea y cálida, que dejó a Santino sin aliento.
–Gracias –musitó ella.
Trescientos escalones permitían subir el acantilado. Santino los contó para distraerse del sexy trasero de Arianna envuelto en los ajustados vaqueros blancos. Caminaron hasta el coche en silencio y Arianna no protestó cuando él se puso al volante.
De camino a la villa, se quedó dormida. Santino la miró de reojo y al recordar los segundos en los que la había sentido estremecerse bajo sus caricias, tuvo que apretar los dientes y desviar la mirada.
Quince minutos más tarde, aparcaba delante de la puerta de Villa Cadenza.
–Despierte, bella durmiente –dijo, tocándole el hombro.
Arianna levantó los párpados y lo miró soñolienta con sus aterciopelados ojos marrones. Santino tuvo que obligarse a no mirarle los labios y se pasó la mano por la nuca y la cicatriz, que siempre le recordaba lo frágil que era el ser humano.
–Lo que ha pasado antes ha sido un imperdonable error –dijo–. No debería haberla besado.
Arianna enarcó las cejas.
–En realidad, ha cometido dos errores. También me ha besado junto a la piscina.
–Pero ese beso lo instigó usted.
–No le he oído quejarse.
Santino miró a Arianna con reprobación.
–La cuestión es que no debe volver a pasar.
Arianna bajó del coche con una forzada sonrisa que hizo pensar a Santino que la mujer que le había sonreído en la playa era solo fruto de su imaginación.
–Resultaría más convincente si dejara de mirarme como si me visualizara desnuda en su cama –masculló ella, antes de entrar en la casa y dejar a Santino con una imagen mental que le hizo tener un erección instantánea.
Asió el volante con fuerza para contener el impulso de ir tras ella y demostrarle que no era ni mucho menos tan indiferente a él como fingía.
El sonido de voces discutiendo en el patio rompió el silencio del taller de Rosa. Arianna miró la hora y se sobresaltó al ver que llevaba tres horas ensimismada en su tarea.
Al enseñar a Rosa los dibujos que había hecho para un vestido de noche, la modista la había animado a hacer una toile de jouy, una prueba en muselina. Normalmente, la toile se colocaba en un maniquí, pero Arianna había decidido probársela ella misma.
Se asomó a la ventana y le dio un vuelco el corazón al ver a Santino discutiendo con la encargada del salón de belleza. Maldiciéndolo, se quitó la prenda y se puso precipitadamente la falda y la blusa.
La tarde anterior, en la villa, se había enfurecido al ver que Santino le había confiscado las llaves de sus dos coches. Pero él se había limitado a decirle que podía conducirlos ella misma siempre que él la acompañara.
Como dudaba de que Santino creyera la excusa de que volvía al salón de belleza cuando lo que quería era ir al taller de Rosa, se había escapado de Villa Cadenza y había tomado un autobús al pueblo. Usar el transporte público era una novedad a la que tendría que acostumbrarse cuando viviera de sus propias ganancias.
Obviamente, Santino había descubierto su huida y había acudido a buscarla. Con su limitado italiano, Arianna creyó entender que Santino acusaba a la encargada del salón de belleza de haber participado en su desaparición. Bajó corriendo las escaleras mientras se subía la cremallera de la falda y salió al patio sofocada y jadeante.
–¿Qué hace aquí? –preguntó enfadada.
La expresión angustiada con la que Santino la miró sorprendió a Arianna. Estaba pálido y despeinado, como si se hubiera pasado los dedos por el cabello frenéticamente.
–¡Arianna! –caminó hacia ella–. ¿Está bien? Temía que… –se calló bruscamente.
Arianna estaba desconcertada.
–¿Qué temía exactamente?
Santino no respondió y fue imposible adivinar qué pensaba una vez recuperó su habitual gesto impasible.
Arianna hizo una mueca.
–Supongo que temía que estuviera metiéndome en algún lío.
–Para variar –dijo él con un desdén que hizo enrojecer a Arianna.
Creyó que Santino iba a decir algo, pero en ese momento la puerta que había a su espalda se cerró de un portazo por el viento.
Santino alzó la mirada a la ventana del edificio del que ella había salido y frunció el ceño.
–¿Por qué se ha ido sin mí? Le he dicho que su padre quiere que la acompañe allá donde vaya.
–Y yo le he dicho que necesito un poco de intimidad. Estoy harta de que mi padre quiera controlarme –dijo Arianna con amargura. Y se irguió ante la mirada de censura de Santino.
–Lleva la blusa mal abrochada –masculló él.
Arianna bajó la vista y vio que se había saltado un ojal.
–¿A qué viene tanto secreto? –insistió él–. La mujer del salón de belleza me ha dicho que no ha estado allí ni ayer ni hoy. ¿Dónde ha ido?
Hizo ademán de acercarse a la puerta, y Arianna supo que, si la abría, subiría las escaleras y descubriría el taller. Se interpuso en su camino, pero Santino era demasiado grande como para poder detenerlo, así que se resignó a tener que decirle la verdad.
–He venido a ver a alguien –musitó.
Santino miró de nuevo su blusa, luego se fijó en su cabello alborotado y en sus mejillas, que Arianna sabía que debían de estar rojas porque arriba hacía calor. Santino miró entonces hacia la ventana. No había nada que indicara que allí hubiera un taller; podría haberse tratado de un apartamento privado. Santino vio a Arianna abrocharse bien la blusa y su expresión se endureció.
–Supongo que se refiere a un amante –dijo con aspereza–. ¿Ha saltado de la cama y se ha vestido precipitadamente para bajar?
Arianna se quedó tan perpleja con la acusación que no respondió. Santino continuó en el mismo tono:
–¿Pasó ayer la tarde con él mientras yo la esperaba? –sus ojos verdes centelleaban–. ¿Por eso se ha escapado hoy?
–No me he escapado.
Santino le había proporcionado una buena excusa para sus excursiones y Arianna no se sentía obligada a decirle la verdad. Pero sí sintió una leve punzada de dolor al concluir que se había imaginado el gesto de preocupación por ella que había creído ver en su rostro la tarde anterior, en la playa. Estaba hecho de hierro y granito.
–Puedo hacer con mi vida lo que quiera y con quien quiera –dijo con indiferencia.
–Como su guardaespaldas, debo saber dónde va y con quién está.
Arianna sintió que le hervía la sangre. Santino la trataba como si fuese una niña díscola y le enfureció que se creyera en el deber de informar a su padre de cada uno de sus pasos. En realidad, era un espía para evitar escándalos como el que había protagonizado un año antes, cuando la prensa publicó la noticia de su noche loca con un famoso futbolista.
La historia había sido una pura invención. Había bailado con el futbolista en una discoteca y los paparazzi les habían visto marcharse juntos. Lo que no habían contado fue que Scott Hunter había parado un taxi y ella había vuelto sola a su casa con un espantoso dolor de cabeza.
Alzó la barbilla y dedicó una mirada gélida a Santino.
–¿De verdad espera que le dé una lista de mis amantes?
–Por lo que he oído, es demasiado larga.
Por una fracción de segundo, a Arianna se le pasó por la cabeza contarle que solo eran rumores, pero se dijo que no le importaba lo que pensara. O no había motivo para que le importara.
–¿Tengo que asumir por su tono de censura que es virgen? –preguntó con dulzura–. ¿Se está reservando para la noche de bodas? –tuvo la satisfacción de ver que lo provocaba–. ¿O es un caso de doble rasero? Usted puede tener las parejas sexuales que quiera, pero si yo hago lo mismo… ¿soy una golfa?
–Esta conversación no tiene sentido –dijo él, apretando los dientes–. Y para su información, no tengo intención de casarme.
A Arianna le dio un vuelco el corazón al darse cuenta de que Santino estaba teniendo que hacer un esfuerzo para contener la ira. Algo le dijo que no le convenía tensar más la cuerda, pero aun así preguntó:
–¿No será que está frustrado porque no tiene sexo?
Súbitamente, Santino la tomó por los hombros y la atrajo hacia sí hasta que sus senos chocaron con su torso. Ella lo miró a los ojos, consciente de que había jugado con fuego. El calor de la mirada de Santino la abrasó, y la despectiva sonrisa que trazaban sus labios la hirió más de lo que habría estado dispuesta a admitir.
–Los dos sabemos que podría hacerla mía cuando me diera la gana –dijo él.
Arianna abrió la boca para negarlo, pero las palabras quedaron atrapadas en su garganta. El rostro de Santino estaba tan cerca que el vello de su barba le arañaba la mejilla; su aliento le acariciaba los labios y un temblor de deseo la recorrió como lava al tiempo que inclinaba la cabeza a la espera de que él reclamara su boca. No fue consciente de hasta qué punto se había traicionado a sí misma. Todo su ser se concentraba en Santino, en el deseo que la devoraba. Y se quedó mirándolo con los ojos desorbitados cuando él masculló algo en italiano y la alejó de sí de un empujón.
–La idea de que viene directamente de la cama de otro hombre le quita atractivo. Es como llegar tarde a un banquete y que queden solo los restos –declaró despectivamente. Pero por cómo respiraba, Arianna supo que le había costado resistirse.
Tuvo la tentación de llevarlo al taller y demostrarle que se equivocaba, que allí no escondía a ningún amante. Pero desestimó la idea de inmediato porque sabía que, si le revelaba sus planes, se los contaría a su padre.
Así que se encogió de hombros y, posando la mano en el pomo de la puerta, dijo:
–Se equivoca si cree que me importa lo que piense de mí, Santino –abrió la puerta y le lanzó una mirada provocativa por encima del hombro–. Voy a estar ocupada otra hora. Puede esperarme en el coche.