ARIANNA solo aceptó la invitación porque era el cumpleaños de Jonny. Era un buen amigo, y había pocas personas a las que pudiera considerar amigos de verdad. Tener un padre multimillonario le había obligado a identificar a los supuestos amigos que solo querían asociarse con ella para promover sus negocios. Se había equivocado más de una vez, y le costaba confiar en la gente.
La fiesta era de etiqueta y se iba a celebrar en la discoteca más de moda de la ciudad de Amalfi, Indira Club. La lista de invitados incluía una mezcla de gente rica y celebridades que Jonny conocía por su programa de reality, Toffs. Inevitablemente, en la entrada se agolparían los paparazzi.
Arianna había decidido un año atrás, durante una gripe que se había convertido en neumonía, que quería abandonar el mundo glamuroso del que había formado parte desde los dieciocho años. Por eso le resultaba irónico que para dar a conocer sus diseños una vez lanzara su sello de moda, tendría que atraer la atención de la prensa. Su decisión de establecer su propia compañía no era un capricho pasajero; y tenía que confiar en que sus modelos fueran lo bastante buenos como para conquistar el mercado.
El vestido que había elegido ponerse era una de sus creaciones. Realizado en organza de seda dorada con un tul superpuesto, la parte superior se ceñía a su cuerpo con unos finos tirantes y se abría en una amplia falda. Era un diseño romántico, inspirado en los cuentos de princesas de su infancia.
Ya solo necesitaba un guapo príncipe, pensó con melancolía mientras se ponía perfume. Adoraba la fragancia que una famosa firma parisina había creado para ella, aunque pronto no podría permitirse comprar perfumes tan caros, pero era un precio que estaba dispuesta a pagar para independizarse de su padre.
Animada por ese pensamiento, tomó su bolso y su chal y salió del dormitorio. Cuando estaba a medio camino de la escalera, vio a Santino acercarse al pie y vaciló. Él se detuvo y pareció deslumbrado por su aspecto.
–Está preciosa –dijo con voz grave.
–Gracias –respondió ella, intentando sonar indiferente, aunque notó que se ruborizaba bajo la mirada escrutadora de Santino, en la que percibió un deseo que le contrajo las entrañas.
Estaba espectacular en esmoquin. Se había recortado la barba y se había peinado más cuidadosamente que de costumbre, aunque su cabello seguía rizándose rebeldemente sobre el cuello de la chaqueta.
–¿No cree que va demasiado elegante para ser un mero guardaespaldas? –preguntó son sorna.
–Es lo que indica la invitación –Santino sacó una tarjeta del bolsillo–. Su amigo Jonny me invitó cuando nos conocimos en el yate y le dije que éramos muy amigos –añadió, dedicándole un guiño insinuante que enfureció a Arianna.
–¿Por qué le dijo eso?
–Supuse que preferiría que sus amigos no supieran que soy su guardaespaldas.
–Le he dicho que no hace falta que venga al Indira Club. Es una fiesta con invitación y la entrada está prohibida a los paparazzi. Si se empeña, puede escoltarme a la entrada para asegurarse de que no haga nada escandaloso.
–Pero gracias a esto… –Santino le acercó la tarjeta– puedo entrar. Así no tendrá que dar explicaciones. Dígales que soy su pareja.
Arianna sacudió la cabeza.
–¡Ni hablar!
–Puede decirles que intimamos después de que la rescatara –continuó Santino como si ella no hubiera dicho nada.
Arianna fue a decirle que preferiría ir con Jack el Destripador, pero no era verdad. El brillo de los ojos verdes de Santino la intrigaba y la excitaba, y, cuando él le ofreció el brazo, ella acabó aceptándolo. Por debajo de la tela de la chaqueta, notó sus músculos y aunque ocultara el tatuaje del tigre rugiendo bajo la ropa, Arianna se dijo que no debía olvidar que Santino era un animal salvaje.
Pero al menos por esa noche, el tigre tenía la apariencia de estar domado. Santino la acompañó al exterior y le abrió la puerta del coche.
–¿Quiere que baje la capota?
Arianna hizo una mueca.
–No, gracias, o me despeinaré y parecerá que me he arrastrado por el suelo.
–Aun así, seguiría estando perfecta –dijo él caballerosamente
Arianna lo miró cuando él se sentó al volante y, al encontrarse sus miradas, volvió a experimentar una sensación que no se atrevía a analizar. Giró la cabeza para mirar por la ventanilla antes de decir:
–Seguro que Davina y las gemelas Van Deesen estarán encantadas de verlo.
–No se ponga celosa, cara. Solo tendré ojos para usted.
–No estoy celosa –replicó ella, mirándolo enfadada. Y hubiera jurado que Santino sonreía.
Guardó silencio mientras intentaba calmar sus emociones. El potente deportivo volaba por la sinuosa carretera de la costa, cuyas curvas cerradas Santino tomaba con una habilidosa seguridad. El paisaje era espectacular, con los verticales acantilados pendiendo sobre la carretera a un lado y cayendo en picado sobre la costa al otro. El sol poniente dibujaba trazos rosas y dorados en el cielo, que se reflejaban en el mar.
Arianna estaba demasiado tensa como para disfrutar de la vista.
–No soy su cara –musitó, enfadada consigo misma por el salto que le había dado el corazón al oír el cariñoso apelativo carente de significado para él.
Después de volver de Positano cuando la había encontrado en el taller, se había refugiado en su dormitorio. Pero finalmente, el aburrimiento y la soledad la habían impulsado a ir a la cocina, que era donde había pasado los mejores momentos de su infancia, ayudando a Ida en la cocina y observando a Filippo mientras se dedicaba a su hobby de arreglar relojes.
Pero al entrar había encontrado a Santino a la mesa, tomando una cerveza y charlando con la pareja. Hablaban en italiano y al ver que al entrar ella se callaban, Arianna se había sentido como una intrusa, así que se había servido un vaso de zumo y se había marchado.
Le había recordado a las raras ocasiones en las que su padre estaba en casa y ella entraba en una habitación en la que entretenía a sus invitados. Randolph jamás la presentaba a sus amigos ni la animaba a quedarse.
Cuando salió de la cocina oyó que Santino, Filippo e Ida retomaban la conversación, y su resentimiento hacia él aumentó. Pero se dijo que, si hubiera actuado como una adulta y no como una niña mimada, tal vez la habrían invitado a quedarse.
Al recordar lo sola que se había sentido al volver a su cuarto, se le llenaron los ojos de lágrimas. La princesa en su torre de marfil… Miró a Santino de soslayo y se preguntó por qué le importaba lo que pensara de ella.
–Tiene nombre italiano y habla la lengua como un nativo, ¿cómo pudo servir en el ejército británico si es italiano? –preguntó, dejándose vencer por la curiosidad.
–Tengo doble nacionalidad. Mi padre era siciliano y mi madre inglesa. Nací y viví en Sicilia hasta la adolescencia; entonces nos mudamos al suroeste de Inglaterra.
–¿Quiénes?
–Mis padres, mi hermana pequeña, Gina, y yo. Mi madre procedía de una familia de granjeros de Devon. Conoció a mi padre en unas vacaciones en Sicilia. Por lo visto, se enamoraron a primera vista; se casaron en un mes y yo nací al año. Mi madre era feliz en Sicilia; pero a veces me pregunto si sabía que estaba enferma y por eso quiso volver a su lugar de nacimiento –dijo Santino como si hablara consigo mismo. Miró a Arianna–. Mi madre murió de un tumor cerebral al año y medio de mudarnos a Inglaterra.
–Lo siento –dijo Arianna–. Debió de ser especialmente difícil, dado que llevaban poco tiempo allí.
–Sí –aunque no mostró la menor emoción, Arianna vio que Santino apretaba el volante con fuerza.
–¿Volvieron a vivir a Sicilia?
–No, mi padre prefirió quedarse en Devon, cerca de la tumba de mi madre. Nunca se recuperó de su muerte; cuando murió, hace unos años, pensé que por fin se liberaba de su dolor.
–Es muy triste, pero también muy hermoso que amara tanto a su madre.
–¿Usted cree? –Santino apretó los dientes–. Mi padre se dio a la bebida y nos dejó a mi hermana y a mí en manos de nuestros abuelos. Prácticamente criaron a Gina, que entonces solo tenía ocho años. Ahora, gracias a su esfuerzo y dedicación, ha alcanzado el éxito como compradora de ropa para una exclusiva boutique de Nueva York
Arianna se preguntó si era un reproche indirecto. La hermana de Santino debía de haber sufrido por la pérdida de su madre, pero había podido apoyarse en otros miembros de su familia. Cuando Celine se había ido a Australia, ella se había quedado sola.
–¿Sus abuelos se ocuparon también de usted?
–Lo intentaron, pero yo era un joven difícil –Santino frenó al tomar una curva especialmente cerrada–. Me sentía extraño en Devon y en el colegio; echaba de menos mi vida y a mis amigos de Sicilia.
–¿Por qué decidió unirse al ejército?
–Para cuando cumplí diecisiete años ya había tenido problemas con la policía por vandalismo. Me alisté porque pensé que era mejor que acabar con antecedentes penales –Santino hizo una pausa–. El ejército me proporcionó una sensación de pertenencia y me devolvió el respeto por mí mismo.
–Yo comprendo bien qué se siente al estar perdido –admitió Arianna, desconcertándose por abrirse a Santino cuando nunca había querido hacerlo con nadie.
Él frunció el ceño.
–¿Alguna vez se ha sentido perdida, Arianna? Se crio rodeada de lujo, es espectacularmente guapa y tiene el mundo a sus pies. Si está perdida, solo usted tiene la culpa –dijo con severidad–. Podría usar su riqueza y la fascinación que siente la prensa por usted para recaudar dinero para causas benéficas. Pero solo se dedica a ir de fiesta en fiesta, y a pasar de un affaire a otro.
–¡No todo lo que lee es verdad! –saltó Arianna.
Pero aunque fuera cierto que habían publicado un montón de mentiras sobre ella, no lo eran algunas de las fotografías que se habían publicado de ella saliendo borracha de discotecas, a veces casi sin ropa. Durante un tiempo le había resultado más fácil emborracharse que enfrentarse a sus emociones.
Miró por la ventanilla mientras un tenso silencio sustituía a la camaradería que se había establecido brevemente entre ellos. Al llegar al club, Arianna vio una nube de fotógrafos frente a la entrada. Santino tomó una calle lateral y aparcó en la parte trasera.
–Será mejor que entremos por aquí –comentó como respuesta a la mirada inquisitiva de Arianna.
–¿Le ha ofrecido mi padre una bonificación si no aparezco en los tabloides hasta que la compañía salga a bolsa? –preguntó sarcástica.
–Arianna… –Santino fue a decir algo, pero, cuando le tendió la mano para ayudarla a bajar del coche, ella se la retiró de un golpe.
–Randolph es un manipulador y solo pretende controlar mi vida –dijo con amargura. Y saliendo del coche se recogió la falda y, sin mirar atrás, atravesó la cocina bajo la asombrada mirada del personal.
La voz del DJ la guio hacia la sala principal cuya pista de baile estaba ya abarrotada, y vio a Jonny apoyado en la barra.
–No te he visto llegar –dijo él, pasándole una copa de champán. Al ver que bebía varios sorbos rápidos, frunció el ceño–. ¿Qué pasa, Arianna?
–Nada –mintió ella–. Necesitaba un trago. ¿Vas a bailar conmigo, chico del cumpleaños?
–Solo si me prometes que tu novio no me va a romper las piernas –dijo Jonny–. Ayer comentó que estuvo en el ejército.
Arianna siguió la mirada de Jonny hacia Santino, que estaba apoyado en una columna. Su altura hacía que fuera fácil localizarlo, y su gesto sombrío hizo que a Arianna se le encogiera el corazón.
–No hay nada entre nosotros –masculló.
–Quizá deberías decírselo. Por cómo te mira, yo diría que piensa lo contrario –comentó Jonny, guiándola hacia la pista de baile.
Durante las siguientes horas, Arianna brilló. Pasó de un compañero de baile a otro, como una mariposa dorada, se rio, coqueteó y bebió demasiado champán, tal y como se habría esperado de Arianna Fitzgerald, la reina de las fiestas. Durante ese tiempo se esforzó por no mirar a Santino, pero su sexto sentido le decía que estaba observándola, y por eso se reía y coqueteaba más ostensiblemente. Comparados con él, todos los hombres le resultaban insulsos, y cuando se plantó delante de ella, para sustituir a Hugo Galbraith, Arianna se quedó muda.
–Me toca a mí –dijo a Hugo. Su sonrisa no neutralizó su tono amenazador, y Hugo se echó a un lado apresuradamente.
Arianna no tuvo tiempo de reaccionar. Santino le rodeó la cintura con un brazo y con la mano libre tomó la de ella y se la llevó al pecho al tiempo que el DJ ponía una balada.
–Se ve que lo está pasando bien –musitó.
–Estamos en una fiesta y socializar es mi especialidad –replicó ella con una sonrisa tensa.
Los músculos del brazo de Santino se contrajeron a la vez que él la estrechaba contra sí hasta que su mejilla descansó contra la solapa de su chaqueta y notó, perpleja, la presión de su erección contra el vientre.
–¿Era uno de los chicos guapos con los que ha bailado?
–¿Quién? –preguntó Arianna desconcertada.
–Su amante.
–No tengo ningún amante –Arianna se dio cuenta demasiado tarde de que por la mañana le había hecho creer que estaba con un hombre en lugar de trabajando en el taller de Rosa–. Quiero decir que no está en la fiesta. ¿Le inquietaría que estuviera?
–Todo sobre usted me inquieta, cara.
La voz ronca de Santino reverberó en Arianna, pero se dijo que se había imaginado que sonara dolido, o que el brillo de enfado de sus ojos se hubiera suavizado. Sin embargo, no hubo nada de imaginado en que Santino inclinara la cabeza y a apenas unos milímetros de sus labios, dijera:
–Estoy seguro de que puedes notar hasta qué punto me inquietas –susurró al tiempo que bajaba la mano hasta su trasero y presionaba su pelvis contra la de él.
Sentir su sexo endurecido provocó un pulsante calor entre las piernas de Arianna. Se estremeció de deseo, pero, cuando Santino le rozó los labios con los de él, susurró:
–Habías dicho que no volverías a besarme.
–Mentía –masculló él. Y lo demostró atrapando sus labios.
Fue un beso abrasador. Santino la embistió con decisión, absorbiendo su aliento, saboreándola. Y Arianna no ofreció la menor resistencia. Sus manos subieron a su pecho y se presionó contra él.
El beso la transportó a un universo paralelo en el que solo cabían ellos dos, y se lo devolvió con la abrasadora intensidad del fuego que la consumía.
–Tenemos que irnos de aquí, cara mia –le susurró Santino al oído, antes de mordisquearle el lóbulo de la oreja.
Arianna se estremeció de placer, pero el hechizo en el que le había hecho caer el beso se rompió, y la realidad la golpeó como una bofetada. No ya porque supiera que el apelativo afectuoso estaba vacío de contenido, sino porque se habían comportado como un par de adolescentes delante de todo el mundo. Una vez más, era el centro de atención por el motivo equivocado y saber que no había paparazzi no la consoló. Irguiéndose, se soltó de los brazos de Santino.
–¿No te preocupa que otros invitados publiquen fotos de nosotros? –se alegró de conseguir dotar a sus palabras de un tono burlón con el que disimuló la vergüenza y el dolor que sentía–. Si los tabloides se hacen con ellas, dudo que mi padre esté contento contigo.
Santino frunció el ceño.
–Arianna…
–Déjame –Arianna parpadeó para contener las lágrimas que le ardían en los ojos. Prefería morirse a dejar que Santino viera hasta qué punto la había herido.
Le oyó llamarla, pero ya había dado media vuelta y se abría camino por la pista de baile hacia la salida.
Fuera del local, los paparazzi se habían dispersado. A su espalda, oyó a Santino suplicante:
–Arianna, espera…
Pero ella continuó alejándose. Humillada y desesperada por estar a solas, se encaminó hacia el puerto. El sonido de las embarcaciones mecidas por el agua le sonó extrañamente melancólico. Una figura salió de las sombras y la adelantó. Arianna vio el rostro del hombre bajo la luz de una farola y tuvo la extraña sensación de haberlo visto antes.
Cuando llegó a la playa que había al final del puerto, se quitó las sandalias y caminó por la orilla. Todavía sentía un cosquilleo en los labios y se le contrajeron las entrañas al recordar la poderosa reacción que el beso de Santino había despertado en ella. Lo odiaba porque no lograba comprender por qué la alteraba de aquella manera.
–Signorina, per favore, ¿tiene fuego?
La voz le resultó familiar. Arianna se volvió y vio al hombre que acababa de adelantarla y se dio cuenta de que era el mismo que había provocado el accidente del día anterior. Con él había otro hombre, y al asomar la luna tras una nube, Arianna identificó al camarero que le había hecho sentirse incómoda en el yate de Jonny.
–No, no fumo –dijo, elevando la voz con la esperanza de que hubiera alguien cerca y la oyera.
Ninguno de los dos hombres se movió y a Arianna se le aceleró el corazón al darse cuenta de que estaba en una playa, sola y de noche. Se tropezó al alcanzarla una ola y mojarle el vestido. Los dos hombres eran fornidos y de aspecto rudo, y, cuando avanzaron hacia ella con aire amenazador, Arianna retrocedió hacia el mar.
–¿Qué quieren? –preguntó atemorizada.