Capítulo 6

 

 

 

 

 

LOS PASOS de Santino resonaban en la calzada mientras corría hacia el puerto. Aunque no había visto qué dirección había tomado Arianna, la oyó gritar.

–Arianna, ¿dónde estás? –gritó, corriendo desesperado.

Bajo la luz de la luna la vio cruzar la playa y el alivio lo golpeó como un puñetazo en el pecho. Saltó a la arena y corrió hacia ella, atrapándola cuando se echó en sus brazos. Respiraba agitadamente y todo su cuerpo temblaba.

Cara, ¿qué ha pasado? –le alzó el rostro y las lágrimas que vio en sus ojos removieron sentimientos que, tras la muerte de su madre, se había jurado no volver a sentir.

Arianna tomó aire con dificultad.

–Se me han acercado dos hombres y uno de ellos me ha sujetado por el brazo. Pero he conseguido soltarme y esconderme detrás de unos botes. Han debido de oírte y han huido. Me han roto el vestido…

Le temblaba la voz y Santino vio uno de los tirantes del vestido que apenas se sujetaba por un hilo. Aunque lo recorrió una furia ciega, consiguió dominarse y le acarició el cabello a Arianna como si fuera un potrillo agitado.

–Estoy segura de que el que me ha sujetado era el piloto que chocó con nuestra moto acuática–dijo temblorosa–. El otro trabajaba de camarero en el yate de Jonny. Ayer noté que no dejaba de mirarme.

Santino aguzó la vista hacia la playa. Se acercaba una tormenta y la luna había desaparecido tras las nubes. Arianna se había librado de los hombres, pero algo le decía que seguía corriendo peligro. La estrechó contra sí.

–Menos mal que has llegado –Arianna consiguió sonreír débilmente y Santino admiró su valor–. Es la segunda vez que me rescatas en dos días. Parece que sí necesito un guardaespaldas –añadió con tristeza.

Santino apretó los dientes. Había prometido a Randolph no hablarle del plan de secuestro, pero estaba poniendo en peligro su seguridad. No podía arriesgarse a llevarla de vuelta a Villa Cadenza.

Sacó el teléfono y llamó a Paolo, un amigo de la infancia. Aquella tarde habían quedado en que Paolo llevaría su barco de Sicilia a la costa de Amalfi por si la amenaza de secuestro cristalizaba y necesitaba salir de allí con Arianna. Ese escenario acababa de convertirse en realidad, y una vez más Santino estaba furioso consigo mismo por haber fracasado en su deber de protegerla.

–Vamos, debemos irnos –dijo, ocultando su temor de que los dos hombres, quizá con refuerzos, siguieran acechándolos.

–Me he dejado las sandalias en la playa –protestó Arianna–. Deja que vaya a por ellas. Los hombres se han ido. Puede que no fueran a hacerme nada y que yo me haya dejado llevar por mi imaginación.

Pero Santino prácticamente la arrastró hacia el puerto. A su espalda, oyó el ruido de neumáticos y al volverse vio a cuatro hombres bajar de un coche y barrer con linternas la zona. Maldijo entre dientes.

–Olvida las malditas sandalias. Tenemos que irnos.

¿A dónde? –Arianna abrió los ojos desmesuradamente al ver que se detenían junto a una lancha motora–. Santino, ¿qué está pasando? Quiero volver a Villa Cadenza.

–Es demasiado peligroso –Santino oyó pasos por el muelle, entre las embarcaciones, y se dio cuenta de que tenía que actuar–. Cara, tienes que confiar en mí –dijo, antes de tomarla en brazos y subirla a la motora.

Paolo ya había soltado las amarras y esperaba en la cabina con el motor encendido. Santino le hizo una señal, y enseguida abandonaban el puerto.

–¡Bájame! –Arianna golpeó el pecho de Santino cuando la bajó al salón. La dejó sobre un sofá.

Tranquilízate, gata salvaje.

–¡Cómo que me tranquilice! –exclamó Arianna–. Acaban de asaltarme dos desconocidos y he sido secuestrada por mi guardaespaldas.

Santino apartó la mirada de sus senos perfectamente dibujados bajo su vestido dorado.

–Yo no te he secuestrado –masculló–. Te estoy llevando a mi casa de Sicilia donde podré protegerte mejor de la mafia que quiere secuestrarte y pedir un rescate a tu padre.

Arianna lo miró con desconfianza.

–Me cuesta creer esa historia.

–¿Por qué? Tu padre es inmensamente rico y tu presencia constante en la prensa les ha facilitado localizarte. Llevan siguiéndote desde hace un año y saben que pasas los veranos en Positano. Conocen a tus amigos y uno de los miembros de la banda se presentó al puesto de camarero en el yate de Jonny. Fue quien alertó a los demás miembros de que salías en la moto acuática.

¿Cómo has averiguado todo eso? –Arianna se mordió los labios y Santino no pudo evitar recordar lo suaves y voluptuosos que eran.

Dejando escapar una maldición, se quitó la chaqueta y se aflojó la corbata al tiempo que se dirigía al mueble bar.

–No sé tú, pero yo necesito una copa –dijo, confiando en que el alcohol anestesiara el deseo que seguía devorándolo.

Arianna negó con la cabeza.

–¿Me puedes dar un vaso de agua, por favor?

Santino tomó una botella de agua del frigorífico, se sirvió un whisky y volvió para sentarse junto a ella en un sofá que ocupaba uno de los lados del salón.

Tras dar un sorbo al líquido ámbar, explicó:

–Descubrí el plan de tu secuestro mientras trabajaba infiltrado para atrapar a un grupo de narcotraficantes en el sur de Italia. Las autoridades no consiguieron localizarte para avisarte, así que hablaron con tu padre, que a su vez me contrató como guardaespaldas. La policía italiana está haciendo lo posible por arrestar a los miembros de la banda, pero hasta entonces, estás en peligro –se pasó la mano por el cabello–. La mejor manera de protegerte es esconderte en Sicilia, donde no se les ocurrirá buscarte.

–¿Por qué no me lo contaste? –Arianna estaba perpleja, pero al instante alzó la barbilla y lo miró airada–. No tenías derecho a ocultarme esa información.

–Tu padre prefirió que no lo supieras. Temía tu reacción porque después de la sobredosis que tomaste el año pasado, piensa que eres emocionalmente débil.

–¡Yo no tomé una sobredosis! –dijo Arianna indignada–. Al menos tal y como lo cree mi padre –las motas doradas de sus ojos refulgieron–. Accidentalmente, tomé demasiado jarabe contra la gripe y tuvieron que llevarme al hospital cuando el ama de llaves me encontró inconsciente. Terminé en Cuidados Intensivos porque desarrollé una neumonía. Pasé cinco semanas en el hospital, durante las que Randolph ni me visitó ni me llamó. No creo que fuera consciente de hasta qué punto estuve grave.

El temblor de su voz removió un sentimiento profundo en Santino que prefirió ignorar. Vació el vaso de un trago y fue a servirse otro.

–La indiferencia de mi padre fue una prueba más de lo poco que le importo –añadió Arianna abatida.

Si es así, ¿por qué me contrató de guardaespaldas?

–Mi rapto daría lugar a publicidad negativa que podría devaluar las acciones de Fitzgerald Design cuando salga a bolsa. Además, a mi padre le horrorizaría tener que pagar un rescate. A él solo le importa el dinero –Arianna apretó los labios para evitar que le temblaran–. Ni siquiera estoy segura de que pagara el rescate para salvarme.

–Por supuesto que sí –dijo Santino–. Tu padre no es un ogro.

–Hace poco me enteré de que pagó a mi madre para que no luchara por mi custodia. No porque quisiera que permaneciera con él, sino porque le obsesiona controlarlo todo –Arianna se rio con amargura–. Randolph puede ser encantador cuando quiere. Sería capaz de contratar a un exmiembro de los Servicios Aéreos Especiales para que secuestrara a su hija, a la que solo considera una molestia –Arianna miró a Santino con expresión especulativa–. Me gustaría saber cómo consiguió convencerte de que aceptaras el trabajo.

Se puso en pie de un salto, furiosa, y añadió:

–Deberías haberme dicho la verdad en lugar de tratarme como si fuera una niña.

–Te has comportado como tal –replicó Santino ásperamente, intentando ignorar la punzada de culpabilidad que sintió–. Estabas decidida a desafiarme.

–Porque pensaba que mi padre te había mandado a controlarme. Y puede que siga siendo la verdad. Solo tengo tu palabra para creer que hay un plan para secuestrarme.

–¿Qué crees que querían los hombres de la playa, Arianna?

Ella palideció y la culpabilidad volvió a asaltar a Santino. Arianna había sufrido una experiencia espantosa, y lo único que habría querido hacer era abrazarla y consolarla.

–Puedo enseñarte el correo electrónico que me ha mandado hoy la policía –dijo él–. Uno de los camareros del yate de Jonny me resultó familiar. La policía ha confirmado que es uno de los miembros de la banda.

–Entiendo –Arianna se dejó caer en el sofá como si le fallaran las piernas. Volvió a mordisquearse el labio inferior y Santino habría querido suavizárselo con la lengua.

Arianna le había vuelto loco toda la noche mientras bailaba con una sucesión de hombres. Todos ellos unos fatuos jovencitos aislados de la realidad gracias a su riqueza y su vida privilegiada, igual que ella. Por eso era extraño que tuviera la sensación de que Arianna no encajaba con aquel grupo de gente.

Hizo girar el whisky en el vaso y se preguntó por qué se empeñaba en encontrar en la personalidad de Arianna elementos que contradijeran a la superficial princesa que los tabloides adoraban. ¿Qué más le daba a él? Frunció el ceño. Los comentarios que había hecho sobre su padre lo habían tomado por sorpresa. ¿Era posible que su empeño en llamar la atención no fuera más que una manera de ocultar la vulnerabilidad que él había creído atisbar ocasionalmente?

Irritándose consigo mismo por esas reflexiones, y más aún por la fascinación que le producía su precioso cuerpo, se puso en pie. Arianna estaba buscando algo en su bolso y sacó un frasco de píldoras.

–Son analgésicos –aclaró al ver que Santino la miraba con suspicacia–. Padezco migrañas por el estrés –dijo con vehemencia–. ¿Tienes idea de cuánto tiempo pasaremos en Sicilia?

Santino se encogió de hombros.

–Pueden pasar varias semanas antes de que detengan a la banda.

–¡Pensaba que serían unos días! ¡Tengo que estar en Londres a mediados de septiembre para la Semana de la Moda!

–¡Ah, claro, es fundamental que vayas a un desfile de moda! –dijo él sarcástico–. Le diré a la policía que actué con presteza para no alterar tu agenda social.

Santino subió a cubierta preguntándose qué le había hecho pensar que Arianna era algo más que una preciosa fachada vacía y por qué se sentía tan desilusionado.

Fue a la cabina de mando a hablar con Paolo. Mientras charlaban se dio cuenta de que estaba contento de volver a Sicilia, a Casa Uliveto, su casa familiar, que era lo único que se permitía amar, aparte de a su hermana.

Santino recordaba como un periodo maravilloso su vida hasta los quince años, cuando todo había cambiado. Su madre había muerto y su padre se había hundido en la depresión. A esa edad le había aterrado ver cómo el amor y el dolor habían destrozado a Antonio. Y todavía la idea de que el amor tenía un poder tan destructivo le asustaba más que la propia guerra.

Volvió inquieto al salón, diciéndose que la ansiedad que sentía por estar junto a Arianna se debía exclusivamente a que era su responsabilidad. Esbozó una sonrisa al pensar cuánto odiaría ella saberlo. Su fiera independencia lo sorprendía, como sus airadas reacciones lo excitaban. Estaba preciosa cuando se enfadaba, y exquisita cuando dormía. Llegó a la puerta del salón y se paró en seco al ver su delicada figura tumbada en el sofá.

Estaba echada sobre el costado y sus senos se alzaban hacia el escote, recordando a dos redondos melocotones que Santino habría querido saborear. El pronunciado corte de su falda se había abierto sobre un muslo largo y de aspecto sedoso. Su sensualidad lo atraía como el canto de una sirena, pero la forma en que su cabeza descansaba sobre una mano y entornaba los labios resultaba extrañamente inocente.

Santino pensó que, incluso dormida, Arianna emitía señales contradictorias. ¿Era la joven superficial de las revistas o el ser etéreo que despertaba su sentimiento protector, además de despertar muchas otras cosas menos altruistas? ¿Quién era la verdadera Arianna Fitzgerald?

Miró hacia el bar y le tentó servirse otro whisky, pero se resistió. Ver a su padre, rodeado de cervezas a las tres de la tarde, demasiado borracho como para recoger del colegio a Gina, le había enseñado que el alcohol no era la salvación. Tomó su chaqueta y tapó a Arianna con ella, intentando convencerse de que era solo para mantenerla caliente, no porque quisiera ocultar a su vista la tentación que representaba su sensual cuerpo.

 

 

El sol se filtraba por las ranuras de las contraventanas sobre la colcha de la cama. Arianna abrió los ojos y poco a poco fue recordando por qué estaba en una habitación desconocida. Estaba en la villa de Santino en Sicilia y aquel era el dormitorio de su hermana. Santino le había dicho que era la casa en la que había crecido y que su padre la había conservado al ir a Inglaterra. Su hermana, Gina, vivía en Nueva York.

Se sentó con cautela. La cabeza todavía le dolía un poco después de la migraña que había empezado en el barco que los condujo a Sicilia. Los analgésicos la habían noqueado y apenas recordaba nada del viaje. Tenía una vaga noción de que Santino la había llevado en brazos por una playa y por unas escaleras hasta la casa. Pero ella estaba adormecida y no había prestado atención a su entorno, aunque sí había percibido sus musculosos brazos y el firme latido de su corazón bajo su cabeza.

La había llevado al dormitorio y ella había estado lo bastante despierta como para poder quitarse el vestido antes de meterse en la cama y dormirse. Miró el reloj y le asombró ver que eran cerca de la once de la mañana. Por eso tenía el estómago vacío. Notó el suelo frío bajo los pies al levantarse. La decoración de muebles oscuros y ropa de cama azul clara era sencilla, pero bonita. Y en el cuarto de baño se repetía la misma combinación de colores.

Arianna se vio en el espejo e hizo una mueca de espanto. Tenía el cabello alborotado y los ojos manchados de rímel. Ella nunca se iba a la cama sin desmaquillarse y ponerse cremas caras, pero lo único que tenía con ella era un cepillo de dientes, un frasco de perfume y brillo para los labios. Ni siquiera tenía zapatos, porque sus sandalias se habían quedado en la playa. Pero en lugar de lamentarlo, se dio cuenta de que no tener pertenencias le resultaba extrañamente liberador.

La recorrió un escalofrío al pensar en los dos hombres que se habían acercado a ella en la playa. Inicialmente había pensado que eran un par de borrachos, pero saber que eran miembros de una banda que pretendían secuestrarla había convertido una anécdota incómoda en un episodio de terror. Las noticias recientes sobre la esposa de un famoso futbolista a la que sus secuestradores habían matado cuando su marido contactó con la policía era prueba de la crueldad con la que actuaba la mafia.

Le picaba el hombro y al mirárselo vio que tenía un arañazo. Se lo había hecho con un anillo el hombre que había tirado del tirante de su vestido. Sintió náuseas. Se sentía sucia y asqueada y se metió apresuradamente en la ducha.

Santino le había dicho que en el armario de su hermana encontraría algo de ropa. Se puso unos pantalones cortos vaqueros y un top de seda sin mangas, color canela. Era una suerte que Gina Vasari y ella tuvieran la misma talla.

También encontró unas chancletas de cuero. Como no había secador tuvo que dejar que se le secara el pelo al aire y se formaran sus rizos naturales. Al mirarse en el espejo se encontró desnuda sin maquillaje, y se irritó consigo misma al preguntarse qué pensaría Santino de su aspecto.

El corazón se le paró un segundo cuando entró en la cocina y lo encontró. También él llevaba pantalones cortos y una camiseta negra que se pegaba a sus impresionantes abdominales. Arianna había seguido el delicioso olor a beicon y el estómago le rugió al ver a Santino servirlo en dos platos junto con huevos y champiñones.

Él le dedicó una mirada ardiente mientras ella todavía vacilaba en la puerta.

–Lo único que me gustó de Devon fue el desayuno inglés –dijo, empujando uno de los platos hacia ella–. Sírvete café.

–Estoy muerta de hambre –admitió ella, sentándose.

–Yo también –contestó él, en un tono de insinuación tan evidente que a Arianna se le puso la carne de gallina y se le endurecieron los pezones cuando él la recorrió con la mirada.

No llevaba sujetador porque no llevaba uno debajo del vestido de la fiesta, y no había encontrado ninguno en el armario de Gina. La seda rozaba delicadamente sus sensibles y endurecidos senos, haciendo que se sintiera profundamente femenina.

Santino se sentó frente a ella.

–Estás preciosa, Arianna –dijo con voz ronca.

Ella no supo si le tomaba el pelo.

–No llevo maquillaje.

–No lo necesitas, tienes una piel preciosa.

Santino se calló bruscamente y Arianna tuvo la impresión de que estaba irritado consigo mismo. Para liberarse del poder hipnótico que ejercía sobre ella, se concentró en la comida.

–¡Qué bueno! –murmuró después de probarla–. ¿Dónde aprendiste a cocinar?

–En el ejército aprendí a ser autónomo. Pero solo sé lo básico.

–¿Por qué dejaste el ejército?

–Serví en el Regimiento de Paracaidistas diez años, durante los que hice tres viajes a Afganistán, y decidí que había llegado el momento de hacer otra cosa –Santino bebió café antes de seguir–: Un buen amigo mío, Mac, resultó gravemente herido y quedó inválido, así que lo dejamos y decidimos poner un negocio juntos.

–¿De qué? –preguntó Arianna con curiosidad.

–Mi padre abrió una tienda de delicatessen en Devon en la que vendía aceite de oliva de nuestros olivos. Mi padre la desatendió tras la muerte de mi madre y estaba prácticamente en la bancarrota cuando Mac y yo la salvamos. Luego él se ha dedicado a otros negocios.

A Arianna le costaba imaginarse a Santino llevando una tienda.

–Sé por mi padre que has estado en los Servicios Aéreos Especiales –musitó.

Santino se encogió de hombros y Arianna se dio cuenta de que no le apetecía hablar de ello, pero no pudo contener su curiosidad y preguntó:

¿Tiene tu tatuaje un significado especial?

Santino asintió.

–Tomé parte en una misión en Helmand cuyo nombre en clave era «Tigre». Los que sobrevivimos nos lo hicimos en honor de los que fallecieron o quedaron inválidos.

Aunque habló sin un ápice de emoción, Arianna vio que un nervio le palpitaba en la mejilla.

–¿Y la cicatriz de tu espalda… también es de Afganistán? –preguntó. Había sido un shock ver la cicatriz que le recorría el omóplato y el cuello hasta perderse por debajo del cabello.

Santino se tensó. Cuando Arianna ya pensaba que no iba a contestar, dijo en tono crispado:

–Mi patrulla sufrió una emboscada y recibí un tiro justo donde el chaleco antibalas no me protegía. Habría muerto si Mac no me hubiera retirado de la línea de fuego. Pero la zona estaba minada y Mac perdió las dos piernas cuando una bomba explotó bajo sus pies.

–Debió de ser horrible –dijo Arianna sobrecogida.

–Helmand fue el infierno –replicó Santino bruscamente–. No sabes la culpabilidad que siento por que mi mejor amigo no vaya a poder caminar nunca más.

Con voz temblorosa, Arianna musitó:

No fue culpa tuya. Mac decidió ayudarte.

Santino apretó los dientes.

–Claro que fue culpa mía Mac ni siquiera sabía que estaba vivo cuando vino a por mí. Si me hubiera abandonado, no estaría condenado a una silla de ruedas el resto de su vida.

Impulsivamente, Arianna posó su mano sobre la de Santino y lo miró con expresión compasiva.

–¿Qué habrías hecho tú en la situación contraria? Dudo que hubieras dejado morir a tu amigo.

Santino frunció el ceño.

–Claro que no.

–Si hubieras perdido las piernas por salvarlo, ¿culparías a Mac?

–No, me alegraría de que hubiera sobrevivido –Santino exhaló con fuerza–. Entiendo a dónde quieres llevarme –entrelazó los dedos con los de Arianna–. No hubiera esperado tanta comprensión de una mujer que solo se dedica a ir de compras y a salir de fiesta –bajó la mirada a sus manos y pasó el pulgar por la muñeca de Arianna, cuyo pulso latía aceleradamente–. Tengo curiosidad por saber quién es la verdadera Arianna Fitzgerald.

–Que vaya a fiestas no quiere decir que no sienta empatía –desesperada por disimular el daño que su comentario le había causado, Arianna dijo en broma–: Si los tabloides lo supieran, quizá me etiquetarían como «la golfa con el corazón de oro».

Retiró la mano y se concentró de nuevo en la comida, pero había perdido el apetito. Santino rellenó las dos tazas de café y la estudió detenidamente.

–¿Por qué el dueño de una tienda de Devon se infiltró en una banda de traficantes de droga italiana? –preguntó entonces ella. Algo de la historia no encajaba.

Santino se rio.

De hecho, vendí la tienda hace tiempo. Para entonces, Mac ya la había dejado y había abierto una agencia de investigación. Es quince años mayor que yo y anteriormente había trabajado en la policía –Santino se puso serio–. Su hermana pequeña, Laura, murió de manera sospechosa y Mac estaba seguro de que el novio camello estaba implicado en su muerte. Descubrió que tenía contactos con la mafia italiana y me pidió que me infiltrara en la banda para acabar con ella.

–¿No fue muy peligroso? Si llegan a descubrirte podrían haberte matado.

Santino se encogió de hombros.

–Había cierto riesgo. Pero Mac estaba destrozado y yo se lo debía. Cuando me enteré de que la banda pensaba secuestrar a una rica heredera inglesa, tu seguridad fue más importante que la ejecución de la venganza de Mac. Pero, si la policía acaba con la banda, también se hará justicia con Laura.

Arianna reflexionó mientras se terminaba el café. Según a lo que Santino le decía, su objetivo real había sido protegerla, no controlarla, y eso le hacía avergonzarse de su comportamiento.

Pero al menos ya sabía la verdad. Y no podía culparlo por habérsela ocultado; menos aún si su padre le había engañado respecto a la sobredosis.

Miró a Santino y se le paró el corazón al ver que la observaba. Era excepcionalmente guapo; sus marcadas facciones eran de una bella rudeza. Lo único que las suavizaba era su boca sensual y el esbozo de una sonrisa que le hizo desear que rodeara la mesa, la tomara en sus brazos y la besara, tal como prometía el brillo de sus ojos verdes.

Él le había dicho que sentía curiosidad por saber quién era la Arianna de verdad. Y allí, en su casa, alejada de los focos y de su gente, podía dejar de fingir. Quizá podía probarle que no era la chica alocada de los periódicos. ¿Y si le decía que no quería seguir siendo esa persona, que no era ni mucho menos la mujer de reputación escandalosa por la que se la conocía?

¿Le daría lo mismo? ¿Y por qué necesitaba ella su aprobación?

La respuesta hizo que le diera un vuelco el corazón. Estaba enamorándose de Santino. En su primer encuentro supo que la perturbaba, que tenía el poder de herirla. Pero también la hacía sentirse más viva de lo que se había sentido nunca, y ese sentimiento era tan peligrosamente adictivo como sospechaba que podía serlo el enigmático hombre que le había robado el corazón.