Capítulo 3

 

 

 

 

 

MATTEO Rossini iba a dejar el boxeo y el casino por ir al ballet? ¿De verdad?

Se imaginó a sus amigos gritando y levantando las copas para brindar. Mientras sacaba el esmoquin y lo dejaba encima de la cama pensó que al menos a ellos les parecería gracioso.

Había tenido muchas ganas de salir esa noche. Era una oportunidad para relajarse después del circo mediático que había tenido que soportar con Faye. Y la noticia de que iba a poder hacerse con Arturo Finance era la guinda del pastel.

Tenía la sensación de estar casi en la recta final.

Pero todo tendría que esperar mientras él iba al ballet.

Se secó los hombros y se echó a reír al pensar que la idea ya no le disgustaba tanto como media hora antes. Y todo gracias a Ruby.

No tenía la sensación de que esta quisiese sacar nada de su madre.

Era como un soplo de aire fresco y él tenía ganas de novedad y, dado que estaba obligado a pasar las siguientes horas con ella, iba a disfrutarlo todo lo posible.

Se estaba poniendo los pantalones cuando llamaron a la puerta. Se quedó escuchando y volvió a oír dos golpes muy suaves. Suaves, pero decididos. Se dijo que Ruby quería tratar un tema de trabajo y eso lo decepcionó ligeramente.

Se puso la camisa y abrió la puerta.

–Hola, ¿va todo bien?

A juzgar por la expresión de Ruby, no todo iba bien.

–Siento molestarle –le dijo esta, bajando la mirada–, pero tengo que darle esto para que se lo ponga.

Le tendió un paquete pequeño.

De su madre.

Él continuó abrochándose la camisa y miró el paquete.

–¿Lo puedes abrir tú? –le preguntó mientras iba hacia la mesa en la que había dejado los gemelos.

Ella levantó la vista y la volvió a bajar, pero después de haberlo recorrido con la mirada. Él sonrió.

El juego había empezado.

Ruby abrió el paquete y le tendió una pajarita roja y un pañuelo para la chaqueta.

–¿Va todo bien?

–¿Qué? Sí, por supuesto. Solo me preguntaba por qué se molesta con estas cosas.

–¿Qué cosas?

–Los gemelos. ¿Para qué sirven? No lo entiendo.

–¿No te han dicho nunca que eres demasiado directa? –le preguntó él mientras se los abrochaba.

–Suelo decir lo que se me pasa por la cabeza. No pretendo ofender, pero es la primera vez que veo a alguien usándolos.

Él terminó y tiró de las mangas para comprobar que estaban perfectamente rectas. Ella lo observó y eso lo fue calentando cada vez más.

Hacen que los puños de la camisa queden mejor. Me gustan. Una camisa bonita merece unos gemelos bonitos. Y, dado que veo que la respuesta no te convence del todo, añadiré que me los regaló una exnovia. Después de que rompiéramos.

Sonrió y después añadió:

–No soy tan malo como me pintan.

–Bueno… Por supuesto –comentó ella con poco convencimiento.

Él arqueó una ceja y se ató la pajarita.

¿Qué había esperado? Se giró a tomar la chaqueta mientras pensaba en las fotografías que sus amigos le habían enviado junto a comentarios relativos a su atrofia emocional.

No se había molestado en leerlos en profundidad. Quien lo conociese bien sabía la verdad. Y quien lo conociese bien sabía que sus emociones se habían atrofiado con Sophie. Lo único de lo que él estaba convencido era que no podría encontrar a otra Sophie…

Habían sido pareja durante toda la universidad. Ella, con su larga melena rubia y él, una prometedora estrella del rugby. Había sido la época más feliz de su vida. Había tenido la sensación de tener el mundo a sus pies.

Hasta la noche en que le habían dado la noticia de la muerte de su padre. Aquella noche había perdido toda la fuerza y la confianza en sí mismo. Había sentido que el mundo se tambaleaba bajo sus pies. Había pensado que su padre era un hombre fuerte y seguro. Siempre había tenido todas las respuestas. Había sido un hombre inteligente y honrado, había querido a su madre… y Claudio había sido su mejor amigo.

Habían sido casi inseparables, más que hermanos. Lo único que se había interpuesto entre sus padres había sido la sofocante presencia de Claudio en sus vidas, hasta que había ocurrido algo y todo había cambiado.

Matteo había tenido la sospecha de que Claudio había intentado acercarse a su madre y su padre se había enterado. Tenía que haber sido algo así.

Su padre había luchado para salvar el banco. Había trabajado incansablemente durante semanas, pero había sido muy difícil. Las personas con mucho dinero querían todavía más, mucho más. Y Claudio les había ofrecido un dividendo que no habían podido rechazar.

Pero había sido la muerte de su padre lo que lo había destrozado, más que las pérdidas del banco.

La pena de su madre había sido inconsolable y él se había quedado a su lado, la había cuidado y había tomado las riendas del banco a sabiendas de que habría sido lo que habría querido su padre.

Y había pasado por todo aquello sabiendo que no podía ir a peor. Sabiendo que Sophie estaba a su lado.

Por eso había decidido tomar un avión aquella noche, sabiendo que su cuerpo caliente lo estaría esperando, y después un taxi que dos horas más tarde lo dejaría en St Andrew’s en aquella mañana lluviosa y fría. Pensando en meterse a su lado en la cama, sentir su abrazo y enterrarse en ella para aliviar su dolor…

¿Cuántas veces reviviría aquellos momentos? El ruido de la gravilla, su aliento helado. El frío de la llave al meterla en la cerradura, las luces encendidas en el pasillo, la televisión, las gafas encima de la mesa.

Había andado como un autómata en dirección al ruido del agua de la ducha al caer.

Y entonces había visto a su preciosa Sophia, desnuda y mojada, abrazando con las piernas a otro hombre. Al entrenador del equipo nacional de rugby, que había ido hasta Escocia para pedirle a él que jugase para su país.

¿Cómo no iba a estar emocionalmente atrofiado? Lo estaría durante el resto de su vida.

–La mayoría de las personas no se creen todo lo que leen. Yo no lo hago. No sé si te sirve de consuelo.

Él miró a Ruby, con su rostro de ángel, con esos enormes ojos marrones y esos labios rojos. Tan dulce. Y pensó que, si se estaba preocupando por él, estaba perdiendo el tiempo.

–No te preocupes por mí, por favor –le dijo, abrochándose el último botón de la chaqueta–. Soy un chico grande.

Le guiñó un ojo y sonrió. Apoyó una mano en su hombro, un hombro delicado y suave como la seda. Se acercó un paso más a ella y vio cómo se le dilatan las pupilas, era lo que solía ocurrir siempre que se acercaba a dar su primer beso a una mujer…

¿Acaso no sería perfecto empezar la velada dándole un beso a Ruby? Se había sentido tentado nada más verla, y ella parecía corresponderlo.

Al fin y al cabo, aquella podía terminar siendo la noche perfecta.

Su erección se lo corroboró. Solo quedaba una cosa por hacer.

–Pero a su madre debe de dolerle leer esas cosas –dijo ella, girando el rostro.

Él se quedó inmóvil, se dio cuenta de que acababan de rechazarlo.

Lo que sienta mi madre no es asunto tuyo ni de nadie más –se oyó decir–. Ojalá todo el mundo se ocupase solo de sus problemas.

Ella se ruborizó y Matteo se arrepintió inmediatamente de haber utilizado un tono tan duro.

Ruby no parecía dada a hablar de los demás. Solo había querido ser amable. Y lo peor de todo era que tenía razón. Él sabía que a su madre le dolía leer esas noticias en la prensa, y la culpa era solo suya.

Alargó una mano, pero Ruby se disculpó en un susurro y se alejó. Él observó casi hipnotizado cómo se movía su cuerpo dentro del vestido.

Y entonces el avión pasó por una turbulencia. Y ella se tambaleó. Se agarró del sillón más cercano durante dos largos segundos. Matteo supo que estaba sintiendo dolor, pero no emitió quejido alguno.

Corrió hacia ella.

–¿Estás bien?

–Perfectamente, gracias –respondió ella, con la mirada clavada al frente y una sonrisa automática.

–¿Te has hecho daño? Sé que estás lesionada y que por eso no bailas. ¿Seguro que estás bien?

Ella arqueó las cejas con desdén.

–Estoy bien, gracias. Voy a sentarme un poco, si no le importa.

–Ruby, agárrate.

La vio sentarse con cuidado, con la espalda muy recta, y vio otra vez aquella sonrisa, la reconoció, era una sonrisa de dolor. Todo el mundo tenía una careta.

Se sentó enfrente de ella, que echó las rodillas hacia la izquierda, como apartándose de él.

–¿Qué es lo que te duele? ¿La cadera? ¿La rodilla?

No pasa nada, está casi curada.

–¿Qué ocurrió?

–Una caída. Nada más.

–Debió de ser una buena caída, para tardar casi seis meses en curarse.

Ella siguió sonriendo.

–Yo también he tenido muchas lesiones –le contó Matteo–. Jugué al rugby durante años, en la universidad. Supongo que ya te lo habrás imaginado.

Inclinó la cabeza para enseñarle las cicatrices que tenía en la oreja. Por suerte, aquello y lo de la nariz era lo único que se veía a simple vista, aunque había perdido la cuenta de las fracturas que había sufrido y de las lágrimas que había derramado.

–Me iban a fichar para jugar en la selección inglesa.

–¿De verdad?

Él asintió.

–¿Y qué ocurrió?

Es una historia muy larga. Cuéntame, ¿qué te ha ocurrido a ti?

–Es complicado.

–Estoy seguro de que seré capaz de entenderlo. He practicado muchos deportes de un modo u otro, y sé lo mucho que sufre el cuerpo. El ballet es duro. Tal vez no sea lo mismo, pero respeto lo que hacéis.

Ella había dejado de sonreír y lo estaba observando con cautela, pero su cuerpo seguía muy tenso.

–No siempre he sido un banquero aburrido –continuó Matteo–. Ni nací vistiendo traje.

–¿Y qué le pasó? –le preguntó ella–. ¿Por qué no intentó alcanzar su sueño?

–Antes cuéntame lo de tu lesión –le pidió él.

–Rotura de ligamento cruzado –respondió ella.

–¿Anterior? ¿Posterior?

–Anterior. Me han tenido que operar. Dos veces.

–Es doloroso –comentó él–. Deberías tener cuidado. Podría ser el final de una bonita carrera.

–Soy consciente de ello.

–Ya me lo imagino. Supongo que no piensas en otra cosa. Uno de mis compañeros de universidad tuvo que dejar el rugby por eso. Una pena. Tenía por delante un brillante futuro. No tengo ni idea de lo que estará haciendo ahora. No creo que tuviese un plan B…

Entonces vio que a Ruby se le caía la careta y le temblaban los labios.

Lo siento –le dijo–. Sé que no es lo que necesitas oír en estos momentos. La danza es tu vida, ¿verdad? Te entiendo perfectamente.

–¿Cómo me va a entender si no le ha pasado?

Ruby sacudió la cabeza y se giró para alejarse más de él y mirar por la ventana.

–Lo entiendo porque el rugby era mi vida. El banco era el trabajo de mi padre, pero entonces murió y todo se tambaleó bajo mis pies. Y aquí estoy ahora.

Miró a su alrededor, estaba rodeado de lujo. Solo le faltaba cerrar el acuerdo con Arturo.

A juzgar por la expresión del rostro de Ruby, ella estaba pensando lo mismo.

–No es igual –le dijo–. Usted tenía un plan B. Yo no tengo nada más. Solo esto. Llevo toda la vida preparándome para ser bailarina principal. No sé hacer nada más, casi ni puedo con esto.

Se tocó la falda del vestido y lo miró a los ojos como implorándole piedad, y él pensó que sería muy sencillo enamorarse de una mujer así. Fuerte, pero vulnerable.

No obstante, él iba a mantener las distancias con ella y con cualquier otra, en especial con una mujer así porque sabía que al final querría de él más de lo que le podía dar.

Tomó su barbilla con un dedo para que lo mirase.

–Lo estás haciendo bien. No tienes de qué preocuparte –le dijo, recordando a su padre cuando intentaba animarlo.

Pero ella negó con la cabeza.

No. Soy un desastre. Me he dejado las notas que tomé en casa, encima de la mesa de la cocina. Y pasé horas escribiéndolas. No se me quedan las cosas en la cabeza, salvo los pasos de ballet, y hace meses que no bailo. Me aterra la idea de haber olvidado eso también.

–Bueno, vamos poco a poco. Hasta el momento lo has hecho muy bien. Yo no tenía ni idea de que iba a ver un ballet basado en un poema de Rumi.

–¿No le importa que haya sido un desastre hasta ahora? No quiero estropearle la velada.

–Va a ser una velada diferente.

–El ballet le va a encantar, eso se lo puedo asegurar.

Ruby sonrió de oreja a oreja y él se preguntó si aquella sería su arma más letal. Decía que no se le daba bien nada más que bailar, pero él estaba seguro de que era capaz de conquistar a cualquiera, hombre o mujer, con aquella sonrisa.

El avión tocó tierra y avanzó por la pista. La velada pintaba bien. Tal vez la disfrutase.

Era evidente que el juego había empezado.