RUBY despertó en mitad de la noche, en una cama extraña, en una habitación que no era la suya, con el cuerpo en tensión. Estaba en la más completa oscuridad y en silencio, lo único que se oía era la respiración de Matteo a su lado.
Matteo Rossini, el Director General de Banca Casa di Rossini, que tenía fama de mujeriego y que era al patrocinador del British Ballet. El último hombre de la tierra con el que debía haberse acostado.
¿Qué había hecho? ¿Cómo había podido terminar en su cama?
Repasó mentalmente los acontecimientos de la noche anterior. Se dijo que había habido demasiada emoción, que había desenterrado demasiados recuerdos. Y que había bebido demasiado champán y vino. Ese había sido sin duda el problema.
Intentó recordar cuántas copas se había tomado. ¿Dos? ¿Tres?
¿Era la resaca la culpable de que le doliese la cabeza?
Porque aquello era peor que una resaca.
No tenía sentido engañarse.
Jamás debía haber accedido a pasar la noche allí. Tenía la sensación de haber entregado algo que jamás podría recuperar. Sabía que tenía fama de rara, pero si en ocasiones se apartaba del resto no era porque se sintiese superior, sino todo lo contrario…
Se dijo que tenía que salir de allí cuanto antes.
Pero entonces notó el peso del brazo de Matteo en la cintura.
Quería salir de la cama, pero no se movió. Se quedó muy quieta. Se dijo que tenía que pensar antes de salir corriendo hacia la puerta.
Despertar en la cama de un hombre no era lo peor que le podía pasar en la vida. Le ocurría a muchas personas.
Pero su brazo pesaba tanto, lo tenía tan cerca. Aspiró su olor y después espiró lentamente. Qué noche. Había hecho muchas cosas por primera vez, como sentir y dar placer hasta quedarse profundamente dormida.
Y Matteo, tal y como ella había imaginado, había sido un amante increíble. Y considerado. No tenía mucho con qué compararlo, pero sabía que había sido la primera vez que se había sentido así.
Suspiró y él respondió con un gruñido, como si la hubiese oído.
Ruby se preguntó por qué estaba así. Por qué no podía dormir. Ya le habían dicho antes que le ocurría algo, porque no era capaz de pasar la noche entera con un hombre.
Pero tuvo la sensación de que marcharse de la cama de Matteo, después de lo que habían compartido, no estaba bien.
En la oscuridad de la habitación empezó a distinguir una silla, una mesa, una fotografía enorme de una isla.
El haz de luz que entraba por debajo de la puerta iluminaba suavemente la ropa tirada en el suelo. Su vestido rojo estaba encima de una silla.
Le había gustado ponérselo la noche anterior. Había recibido muchos cumplidos, pero era un vestido que no volvería a utilizar.
Matteo no tardaría en marcharse a Roma, asistiría a más fiestas elegantes con personas elegantes.
Se lo imaginó en ellas.
Con lady Faye y otras mujeres como ella.
Intentó recordar si la había mencionado, o a alguna otra, la noche anterior, tenía la sensación de que no. En realidad, no había hablado casi de él, solo le había contado lo del rugby.
Pero Ruby sabía que había estado con muchas mujeres. Y que ella era una más…
Eso la hizo sentirse incómoda.
Matteo volvió a gruñir. Estaba empezando a despertarse. Si ella se quedaba inmóvil, tal vez volviese a dormirse más profundamente. Entonces, podría escapar sin tener que hablar con él.
La respiración de Matteo volvió a hacerse más intensa y Ruby supo que tenía que aprovechar la oportunidad. Salió de debajo de su brazo y de la cama y, con sumo cuidado, apoyó un pie en el suelo y después el otro.
Buscó los zapatos y recogió el vestido de la silla. Y después atravesó el dormitorio de puntillas, abrió la puerta con cuidado y salió al pasillo.
Tenía que llamar a un taxi y salir de allí lo antes posible. Se vistió y buscó su bolso, y entonces se giró y se dio cuenta de que Matteo la estaba observando desde la puerta de la cocina.
–Hola –le dijo con voz ronca–. Veo que ya te has levantado.
–Sí –le respondió ella–. Tengo que marcharme. Tengo mucho que hacer.
Él abrió el grifo y llenó un vaso de agua.
–Me lo podías haber dicho y habría puesto la alarma. ¿Quieres agua?
Él bebió y se limpió la boca con el dorso de la mano. Y Ruby se quedó hipnotizada mirándolo, pero negó con la cabeza y giró el rostro.
–No, gracias. ¿Puedes llamar a un taxi?
Él puso la cafetera y la miró por encima del hombro.
–¿Un taxi? –le preguntó–. ¿No quieres quedarte a desayunar? Puedo pedir que nos traigan lo que te apetezca. Anoche tenías mucho apetito…
–Tengo prisa.
Él volvió a mirarla, había algo en su mirada que Ruby no supo descifrar.
–En ese caso, no quiero entretenerte.
–Tenía que habértelo dicho anoche, lo siento.
–No pasa nada.
Matteo la miró y después añadió:
–Anoche fue estupendo, Ruby. Una noche increíble.
–Sí. Gracias.
Él levantó ambas manos.
–¿Gracias? No termino de entender lo que está ocurriendo aquí. ¿No te apetece quedarte un rato más?
Se acercó a ella y alargó las manos para apoyarlas en sus hombros, pero Ruby se apartó.
Luego lo miró y, por un instante, deseó poder meterse entre sus brazos y volver a disfrutar con él.
Pero no se movió de donde estaba. No podía volver a dejarse llevar.
Así que negó con la cabeza.
–No puedo. Tengo que marcharme. Lo siento. Tengo… cosas que hacer.
Él la estaba estudiando con la mirada.
–Está bien. No tienes que darme ninguna explicación. Yo también tengo mucho que hacer.
–Sí, espero que todo vaya bien. ¿Puedes llamar a un taxi, por favor?
Él la miró y tomó el teléfono.
–Que venga el coche –dijo.
La miró a los ojos y el café empezó a subir.
–No tardará.
–Puedo esperar abajo.
–Si lo prefieres.
Ruby atravesó el recibidor y sintió que las fotografías que había colgadas en las paredes se burlaban de ella, que estaba desesperada por salir de allí.
Se miró en el espejo y entonces sonó la campana del ascensor.
–Espera –le dijo Matteo, apareciendo con unos pantalones de deporte.
Las puertas se abrieron y ella entró y deseó que volviesen a cerrarse antes de que a Matteo le diese tiempo a llegar, pero llegó y su presencia lo invadió todo.
–No hace falta que hagas esto –le dijo ella, bajando la cabeza.
–Te voy a acompañar al coche.
Bajaron los treinta pisos en silencio. Ella, mirándose los zapatos. El satén de uno de ellos estaba rallado. Él iba descalzo.
–Tengo la sensación de que aquí pasa algo –comentó Matteo–. ¿Qué es lo que he dicho? ¿Qué he hecho mal?
Estaban casi en la puerta. Delante tenían una mesa redonda de cristal con un frutero encima. Apareció un coche.
Él la hizo girarse y Ruby lo miró a la cara. Memorizó las líneas de sus párpados, el puente de su nariz, su labio inferior. No volvería a verlo.
–Lo siento –le respondió–. No eres mi tipo.
Él puso gesto de dolor, como si lo acabase de abofetear.
Un portero apareció en la puerta y la abrió.
La puerta del coche también estaba abierta. Ruby avanzó y entró.
–Nadie lo es –añadió en un susurro mientras el coche aceleraba.