Capítulo 9

 

 

 

 

 

«Truco número 69 de Willy: utiliza siempre un hacha. Cortan una vida mejor que ninguna otra cosa».

 

«Anhela que la bese. Incluso puede que lo desee casi con dolor».

William estuvo a punto de darse puñetazos en el pecho para demostrar su satisfacción masculina.

La lujuria se había apoderado de él desde que Sunny había entrado en el despacho y le había exigido satisfacción. La había imaginado desnuda en su escritorio, con las piernas separadas. Se daría un festín con ella, y ella llegaría al orgasmo gritando de placer. Dos veces.

Su orgullo le pedía a gritos que convirtiera en realidad aquella fantasía. Su orgullo, y solo su orgullo.

Debería haber satisfecho el deseo con otra persona. Las aventuras de una noche eran muy útiles para descargar estrés. Sin embargo, la idea de estar con otra persona le dejaba frío.

«El poder de una compañera eterna», pensó.

Siempre había pensado que quería variedad, para poder crear la mayor cantidad posible de recuerdos. Sin embargo, se olvidaba de las mujeres en cuanto las perdía de vista y, por lo tanto, aquella lógica no tenía sentido.

¿Y si no necesitaba variedad para sentirse satisfecho?

¿Y si solo la necesitaba… a ella?

¿Por qué no besarla y averiguarlo? Con su muerte descartada, gracias a la predicción sobre la derrota de Lucifer, él no tenía nada que explicarle previamente.

¿Y si su segundo beso era tan malo como el primero? No habría ningún problema. ¿Y si era mejor, y se enamoraba de ella?

Sería mejor decirle que no. Y eso era lo que iba a hacer. No. Ni hablar. Ni soñarlo. Iba a decirle que no en cualquier momento…

Ella estaba sentada frente a él, con los ojos enormes, brillantes de deseo, con la respiración acelerada y los pechos tirantes bajo la camiseta.

Estaba casi jadeando… ¿Era de excitación por él? Sí, eso debía ser. ¿Decirle que no? No. Ni hablar. Ni soñarlo. ¿Para qué iba a luchar contra lo inevitable?

El deseo lo empujó a ponerse en pie. La silla cayó hacia atrás, y él, con la cabeza alta, rodeó el escritorio. Se detuvo frente a ella y se apoyó en el borde de la mesa. Antes de nada, quería saber por qué Sunny había tenido aquel repentino deseo de que él la besara. Cabía la posibilidad de que solo quisiera desequilibrarlo. Después de todo, había prometido que iba a castigarlo por mantenerla en cautividad.

Bueno, ya había conseguido desequilibrarlo. Misión cumplida.

Se cruzó de brazos, y ella siguió el movimiento con los ojos entrecerrados. Su olor cambió, pasó de ser dulce a… ¿Qué era aquello? El olor del deseo sexual y el placer, algo que le acarició por dentro a cada respiración.

Se le endureció el cuerpo al instante, le hirvió la sangre, le temblaron las manos, sintió dolor en las entrañas… en todas partes.

¿Qué estaba experimentando Sunny?

–Dices que mis besos no te resultan placenteros –le recordó–. ¿Por qué quieres repetirlo?

Los ojos de Sunny resplandecieron, y él tuvo que contener un gruñido. Estaba a punto de ver otra vez su lado oscuro.

–Eres guapo y fuerte, tienes el equipamiento necesario –dijo ella, mirando su erección y moviendo las cejas de arriba abajo–. Y está a punto de empezar la época de celo, y estoy perdiendo el control. En otras palabras, estoy excitada. Me serviría cualquiera.

A él se le escapó una risotada. Sunny, asediada por el deseo sexual… William sintió una necesidad abrumadora. Entonces, asimiló sus últimas palabras: «Me serviría cualquiera».

Apretó los dientes y le preguntó:

–¿Has tenido alguna vez un orgasmo, duna?

–Oh, sí. A solas, soy una amante increíble. Los mejores que he tenido.

Él se agarró con fuerza al borde de la mesa.

–¿Has tenido un orgasmo con otra persona?

–Yo… sí. No. Tal vez.

–Entonces, no. Dime lo que sentiste cuando nos besamos.

Ella hizo una pausa y, después, admitió:

–Me sentí distraída, estresada e insegura. Claro, que siempre me siento insegura.

–¿Y eso es todo?

¿No había sentido ni la más mínima excitación?

Ella no respondió, lo cual fue una respuesta muy clara.

Él sonrió, y ella empezó a tartamudear. Su fragancia innata se intensificó, y fue como una droga para él. Sin embargo, la sonrisa no duró mucho. Para darle placer a aquella chica, primero tendría que ganarse su confianza, y el único modo de conseguirlo era concederle tiempo. Un tiempo que no tenía.

O, tal vez, pudiera darle placer sin ganarse su confianza. Solo tenía que conseguir que se concentrara en otra cosa que no fuese el miedo. Si la ponía furiosa, podría colar la pasión por debajo de sus defensas. En teoría.

Merecía la pena intentarlo.

–Vamos a hacer otro intento –le dijo–. Después de todo, soy tu amo, y tienes que aprender a responder como es debido.

Ella entrecerró los ojos. Un comienzo prometedor.

–Mi querida duna –prosiguió él–. Esta es la parte en la que tú dices «gracias».

–Yo no tengo amo, idiota pomposo.

Ya lo había conseguido. Furia. Así pues, había llegado el momento de crear pasión.

Ella dijo:

–Ni en el infierno voy a darte las grac…

Entonces, él alargó el brazo, la tomó por la nuca y tiró de ella para estrecharla contra su cuerpo duro. A ella se le separaron los labios a causa de un jadeo de sorpresa, y él la besó y metió la lengua entre sus dientes.

Al principio, ella aceptó su beso con tanta pasividad como la primera vez. Después, se agarró a su camisa y participó activamente, persiguiendo la lengua de William con la suya.

A él se le aceleró el pulso. La recompensó succionando y mordisqueando. A ella se le escaparon gemidos dulces. Tenía los labios carnosos, irresistibles… perfectos. Hasta el último centímetro era perfecta… y suya.

–Abrázame por los hombros –le ordenó él.

Ella obedeció sin vacilación; él metió la mano entre su pelo y, con la otra, la apretó contra sí para frotar su erección contra su entrepierna.

¡Qué gozo! ¿Alguna vez había experimentado algo tan bueno? Quería más. Giró con ella y la sentó al borde del escritorio, y le separó aún más las piernas con las caderas.

Cuando volvió a tocarla con su erección, ella gimió. Su gemido fue como un canto de sirena irresistible para él.

«Me vuelve loco».

«No, no, concéntrate. Debes asegurarte de que ella sienta placer».

Lamió, succionó y mordisqueó, y ladeó la cabeza varias veces, exactamente como les gustaba a la mayoría de las mujeres, pero… Sunny volvió a mostrarse pasiva.

¡Demonios! ¿Qué ocurría? ¿Qué había hecho mal en aquella ocasión?

William alzó la cabeza, dejó de besarla y posó su frente sobre la de ella. Su pulso no se aminoró.

–¿Por qué has parado? –le preguntó ella, jadeando ligeramente–. Estabas haciéndolo un poco mejor que antes.

¿Un poco? ¡Un poco! Él apretó la mandíbula. «Me está provocando».

–Estabas disfrutando del beso, ¿qué ha cambiado?

–¿Con sinceridad? Tú.

Él le tomó la barbilla con dos dedos para obligarla a que lo mirara. En sus ojos había incertidumbre y tristeza, y había desaparecido el brillo. Sus defensas se habían desmoronado y le permitían atisbar a la verdadera Sunny. Le afectó tan profundamente, que no fue capaz de analizarlo.

Al final, le dijo:

–No lo entiendo.

–En un principio, eras como un cable eléctrico, pero cuanto más nos besamos, más te has distanciado, como si fueras un robot programado para besar igual a todo el mundo. Yo podría haber sido cualquiera y no te habría importado. No estabas implicado, no te importaba mi placer ni el tuyo, solo el resultado. Así que tus razones para besarme no tienen nada que ver con el verdadero deseo. Y eso significa que podrías saltar de mi cama a la de otra en un abrir y cerrar de ojos. Y…

–Ya está bien –le espetó él–. Te entiendo.

Su orgullo había quedado hecho jirones.

De algún modo, consiguió encontrar la fuerza necesaria para separar las manos de su pelo sedoso y de su perfecto trasero, y dio un paso atrás. De todas las mujeres a las que había seducido, Sunny era la primera que se había quejado, y la única a la que él había querido impresionar.

«No soy lo suficientemente bueno. Nunca lo soy».

Se frotó el pecho, justo por encima del corazón. ¿Qué príncipe de la oscuridad no podría satisfacer a una mujer?

–¿Por qué te acuestas con tantas mujeres? –le preguntó ella, suavemente.

–¿Y por qué iba a ser? –preguntó él–. Por el placer.

–No lo creo. Creo que hay algo más.

–Pues no. Cuando era un joven príncipe del inframundo, tuve una epifanía asombrosa: si el hecho de que me deseara una mujer me entusiasmaba, ¿no sería mucho más increíble que me desearan muchas mujeres?

–O es que estabas buscando a tu… compañera.

–No.

¿O sí? Se suponía que un compañero eterno completaba a una persona, y eso era algo que él siempre había querido sentir. ¿Y si había estado buscándolo siempre, pero temía reconocerlo?

Tenía que hablar de aquello con alguien y, sorprendentemente, quería que ese alguien fuera Sunny. Ella le había demostrado que era lista y rápida, y que llegaba a conclusiones muy certeras. Sin embargo, al mirarla, vio que sus ojos habían recuperado el brillo calculador, y supo que, en aquel momento, lo único que iba a conseguir de ella eran problemas.

Ella sonrió con dulzura. Demasiada dulzura. Lo abanicó con las pestañas.

–No te flageles, cariño. No eres tan irresistible como pensabas. Y qué. Seguiremos practicando, tú y yo.

Él se dio cuenta de que ella estaba jugando a algún tipo de juego, pero, de todos modos, pensó: «Sí, vamos a practicar. Tú y yo».

William frunció el ceño, la soltó, rodeó el escritorio y se sentó en la butaca. Iba a entregarle un taco de fotografías y a despedirla.

En cualquier momento.

Tenía cosas que hacer. Tenía que dar con la forma de resistirse a su atractivo. Podía desearla, pero no podía enamorarse de ella.

–Ayer me dijiste que llevas un registro de tus fantasías sexuales. Háblame de ellas.

¡Maldición! Eso no era, en absoluto, lo que pensaba decirle. Sin embargo, no retiró la pregunta.

Sin dejar de abanicarlo con las pestañas, ella respondió:

–Te lo contaré encantada si tú me dices con cuánta frecuencia te masturbas y en qué piensas cuando lo haces.

¿Acaso quería avergonzarlo? Pues se iba a enterar enseguida de que no había nada que pudiera avergonzarlo.

–Si haces la media de los últimos ocho mil años, más o menos, incluyendo una década de abstinencia, supongo que dos veces al día.

Ella abrió mucho los ojos.

–¿En serio? ¿Una década entera de abstinencia?

Él se encogió de hombros.

–Todavía no había cumplido los cien años, era un chaval, y Lucifer y yo nos habíamos convertido en enemigos. Hades me dijo que la abstinencia incrementaría mi fuerza y me ayudaría a ganar. Una década después, cuando yo ya no podía aguantar más la lujuria, Hades reconoció que solo me había tomado el pelo.

Qué gracioso había sido todo. William movió la mano y le dijo a Sunny:

–Ahora te toca a ti. Vamos a oír lo de tus fantasías sexuales.

Ella se quedó pensando un momento y, después, con una actitud soñadora, dijo:

–Me imagino a un hombre fuerte y despampanante. Está vestido, pero no por mucho tiempo. Se desnuda y yo miro.

A William se le secó la boca.

–¿Y después?

Ella ronroneó de placer, y él estuvo a punto de desmayarse.

–Entonces, me desnuda a mí también y… pone una lavadora con toda nuestra ropa sucia. Oh, sí. Oh, baby.

William se rio sin poder evitarlo. Le divertía su ingenio, y eso era algo irritante para él. Había evitado darle una respuesta después de conseguir que él le contara lo que ella quería saber, y eso le resultaba muy sexy.

Claramente, necesitaba un plan de actuación. Le dio el taco de fotografías, y le dijo:

–Revisa esto. Si descubres cualquier tipo de mensaje, avísame inmediatamente.

–Claro, pero ¿cómo me pongo en contacto contigo?

Abrió un cajón de su escritorio y le entregó un teléfono de prepago que había preparado para que funcionara en cualquier reino.

–Mi número está en Contactos. La contraseña es…

–Yo lo adivino. ¿Sesenta y nueve sesenta y nueve?

–Por favor, no soy tan infantil. La contraseña es «Emallof», sin espacios. Por si se te olvida, es «Fóllame» al revés.

Ella sonrió divertida.

–¿Cómo es posible que digas palabrotas delante de mí? Nadie más puede hacerlo.

–Tal vez, gracias a mi edad y a mi experiencia –respondió él, encogiéndose de hombros–. He matado a dioses. He ganado y perdido poderes que nadie puede ni imaginar.

–O… ¿por tu especie?

Él asintió con rigidez. No tenía ni idea de cuál era su linaje. ¿Era un ángel caído, un antiguo Enviado, como Axel? ¿Tal vez, un híbrido?

¿Recordaría Axel a sus padres?

William sintió una opresión en el pecho, pero debía ignorar aquel tipo de anhelo. Hades había predicho que, si hablaba con su hermano, moriría una parte de él. Había elegido creer a Hades, y tenía que vivir con las consecuencias, por mucho que le doliera.

–Tienes unas pestañas muy largas –le dijo Sunny, de repente.

Qué interesante, aquel giro. Se apoyó en el respaldo de la silla y cruzó las piernas a la altura de los tobillos, y respondió:

–Me brillan los ojos como dos zafiros, tengo la constitución de un tanque y soy como un semental.

Entonces, ella frunció el ceño con desconcierto.

–No entiendo lo que estás haciendo.

«Pues ya somos dos».

–Has empezado una lista de todas las cosas que te gustan de mí, ¿no? He contribuido.

Sunny se echó a reír, y el sonido de su risa fue como un tintineo melodioso. Él cerró los ojos y se deleitó con aquella caricia auditiva.

–Sí, tengo listas en mi diario.

–Me acuerdo, sí. Tienes una lista de fantasías sexuales.

Demonios, necesitaba defensas más fuertes contra su atractivo. No podía convertirse en un cachorrito enamorado que la siguiera a todas partes. Necesitaba… la magia.

De repente, empezó a formársele un plan en la cabeza. Por supuesto, cuanta más magia poseyera, más aumentaban las posibilidades de «tener un hijo». La experiencia más difícil de su vida. Sin embargo, no podía evitarlo; tenía que hacer algo para combatir aquella fascinación creciente que sentía por el unicornio.

Para adquirir más magia, solo tenía que matar demonios. Las runas de su piel harían el resto, absorberían la inmortalidad de los seres y la convertirían en magia. Era algo parecido a lo que hacían los árboles transformando dióxido de carbono en oxígeno.

Sunny se apoyó sobre la mesa con una mano y chasqueó los dedos de la otra delante de su cara.

Él soltó una maldición. Se había vuelto a quedar ensimismado. ¿Acaso quería morir?

–¿Qué pensamientos son los que te abstraen de mi espectacular presencia? –le preguntó ella, recuperando el brillo calculador de la mirada.

–No importa –respondió él, con cautela–. Tú eres mi descifradora, no mi terapeuta.

–Ooh. Esa es una fantasía nueva que puedo añadir a mi lista –dijo ella, pestañeando una vez más–. Terapeuta sexual y paciente. Solo tengo que elegir al compañero idóneo.

El brillo calculador… Aquella forma de abanicarlo con las pestañas… Lo entendió todo. Sunny quería irritarlo, porque era una parte de su castigo.

Pues cometía un error.

En el territorio del tormento sexual, él era el rey.

–En esa situación, ¿qué haría yo? –le preguntó, con una voz grave y ronca–. ¿Debería mirar, o tomar notas?

Ella tragó salía.

–¿Tomar notas? ¿Qué dices? Tú no eres…

–Tienes razón –dijo él, interrumpiéndola–. ¿Cómo iba a tomar notas, si tendría la cara entre tus piernas?

Al principio, ella parpadeó. Después, se quedó boquiabierta. Entonces, se echó a reír, y sus carcajadas despertaron en él un sentimiento de posesión oscuro y caliente. Tuvo que contenerse para no agarrarla y sentársela en el regazo.

Ella, sin saber que había provocado a una bestia insaciable, se apretó el taco de fotografías contra el pecho y dijo:

–Sé que quieres que me marche ya. Y me voy a marchar. En cuanto me digas tres cosas sobre ti. Y no te niegues. Debes de ser consciente de que estoy decidiendo si me fugo y te dejo aquí plantado.

William se quedó admirado con aquella muestra de coraje.

–¿Crees que tienes elección?

–¿Y tú crees que puedes obligarme a algo?

Dejó de sentir admiración, y empezó a lamentarse de que Sunny tuviera tantas agallas.

–Está bien, tres cosas a cambio de cero intentos de fuga. Uno…

–Besas fatal. Sí, ya lo sé. Vamos, dime cosas que todavía no haya aprendido.

Así que seguía castigándolo.

–No beso fatal, maldita sea.

Se pellizcó el puente de la nariz y trató de conservar la paciencia. En aquel momento, sonó su teléfono móvil para indicarle que había recibido un mensaje. Como necesitaba un momento para respirar, sacó el teléfono y miró la pantalla.

–Seguro que es tu papá. ¿Crees que soy de esas chicas que siempre ha soñado con tener un muchachito a su lado? ¿Vas a contarle que te mueres de lujuria por mí, un unicornio paranoico que tiene múltiples personalidades? Si yo fuera tú, tal vez no lo hiciera. Seguro que nos vendría mejor que estuviera superemocionado cuando me llevaras a su casa para presentármelo.

William apretó los dientes.

–No, no es un mensaje de mi padre –dijo él, y leyó la pantalla.

Era Lucien, el prometido de Anya.

 

Los Enviados quieren ver muerta a Fox. Tienen un buen motivo, hay que reconocerlo: mató a diez Guerreros inocentes. Por ese motivo, Galen está arrasándolo todo a su paso, y se ha convertido también en un objetivo para ellos. ¿Hay algo que puedas hacer para ayudar?

 

Galen era un Señor del Inframundo, exactamente igual que Lucien, salvo que Galen hospedaba a dos demonios: a Celos y a Falsa Esperanza. Fox, la mujer que era la mano derecha de Galen, era de una especie llamada Guardianes de los Portales, cuyo rasgo principal era la capacidad de atravesar cualquier portal en cualquier momento para ir a cualquier sitio. Además, Fox hospedaba al demonio de la Desconfianza. Eran aliados. Hades tenía la esperanza de poder utilizarlos a los dos, especialmente, a Fox. Pero, primero, parecía que él tenía que salvarle la vida.

Además, un aliado era un aliado, y era necesario recordarles eso a los Enviados. Si alguien se enfrentaba a su gente, sufriría por ello.

Respondió al mensaje de texto: Yo me ocupo.

Después, escribió a Zacharel, el único Enviado con el que tenía trato. Uno de los más poderosos.

–¿Quién es Lucien? –preguntó Sunny–. ¿Y quiénes son Anya, Fox, Galen y Zacharel?

–No importa –dijo él, y sintió una punzada de irritación hacia sí mismo, porque tenía ganas de contárselo y pedirle consejo–. ¿Cómo has leído la pantalla? ¿Con magia de los unicornios?

–Puede que sí. O puede que haya utilizado el espejo que hay detrás de ti.

Vaya. William dejó el teléfono a un lado. «¿Por dónde iba?». Ah, sí. Cosas de sí mismo.

–Dos, he sobrevivido al confinamiento y la tortura más veces de las que se pueden contar. Y, tres, mato a todo aquel que me traiciona, siempre, sin excepción. Valoro mucho más la lealtad que el placer.

Ella esbozó una media sonrisa.

–Vaya un príncipe más astuto. Has utilizado los hechos de tu vida para hacerme advertencias.

Una mujer perceptiva. Claramente, tenía que elaborar un plan. Fue a apretar el botón del interfono para hablar con Pandora, pero descubrió que su hermana había estado escuchando toda la conversación. Volvió a pellizcarse el puente de la nariz. Las hermanas eran un asco.

–Pandora, hazme un favor y acompaña a Sunny a su nuevo alojamiento. Cuando estéis allí, va a darte una lista de cosas que necesita. Cómpraselo todo –ordenó, y le lanzó al unicornio un cuaderno y un bolígrafo.

–Sin queja alguna –dijo Sunny.

–Sin queja alguna –respondió él, con ganas de sonreír. No, no, de fruncir el ceño.

–¿Y dónde se va a alojar, eh? –preguntó Pandora, a través del interfono.

¿Y dónde iba a ser?

–En el establo.