Capítulo 18

 

 

 

 

 

«Sin camisa, sin zapatos… quítatelo todo».

 

Aquella mujer iba a ser su muerte.

En cuanto se le pasó aquel pensamiento por la cabeza, lo negó. No, no iba a morir. Ni en aquel momento, ni más tarde, ni nunca.

El instinto siempre le exigía que sobreviviera. Sin embargo, William tenía otra razón más para sobrevivir, y era tan imperiosa como la primera.

Cuando había ido a vivir con Hades, había aprendido que los espíritus de los muertos iban arriba o abajo, sin excepción. Los que bajaban se convertían en esclavos de algún miembro de la realeza del inframundo, fuera cual fuera su posición social en vida.

Normalmente, los nuevos llegaban de la mano de Lucien, el guardián de Muerte. Él sentía cuándo moría una persona en los límites de su territorio, iba en busca del cuerpo, liberaba al espíritu y lo acompañaba hasta su hogar eterno.

Todos los días, los reyes, reinas, príncipes y princesas del infierno enviaban hordas de demonios a recoger a los recién llegados. Se guardaban algunas almas, y otras, las vendían. Sin embargo, fueran conservados o vendidos, los muertos siempre acababan probando un poco de su propia medicina. Los asesinos eran asesinados una y otra vez. Los violadores, violados. Los agresores, agredidos. Los mentirosos perdían la lengua, los ladrones, los miembros. Y, por miles de razones distintas, no era posible escapar.

Si él moría y acababa en el territorio de Lucifer…

Con movimientos cortantes, acompañó a Sunny y a Dawn de nuevo al establo, portando la vitrina con el libro. Dawn se metió rápidamente debajo de la cama, el lugar que había elegido para sentirse segura.

William no sabía qué iba a hacer con el unicornio. Sabía lo que debería hacer, sí: dejarla en el establo y olvidarse de ella hasta que hubiese deshecho la maldición. Cada día la deseaba más, la necesitaba más. Si se enamoraba aún más y activaba la maldición… si ella trataba de matarlo…

No podía separarse de ella. Era compasiva, leal, íntegra. Le divertía y lo desafiaba, y excitaba su mente tanto como su cuerpo. Mientras veía cómo ella deshacía su bolsa de viaje, algo muy típico de una novia, sintió nuevos deseos, cosas que nunca hubiera pensado que iba a desear: una compañera cariñosa, la comunión de las almas. Vínculos irrompibles. Adoración y afecto eternos. Él siempre había pensado que estaba por encima de todo eso. O, más bien, siempre le había faltado, pero tenía miedo de conseguirlo, porque estaba seguro de que se lo iban a arrebatar.

Era como si estuviera despertando de un sueño. Como si, por fin, estuviera viviendo de verdad.

Sin embargo… ¿qué ocurría con la maldición?

Ese era un asunto en el que iba a pensar más tarde. En aquel momento, solo podía pensar en Sunny y en las cosas que podrían hacerse el uno al otro.

Cuando mantuvieran relaciones sexuales, ¿se fortalecería su vínculo emocional?

¿Se enamoraría él más rápidamente? ¿Más intensamente?

¡Tenía que saberlo!

Sunny puso la consola de videojuegos delante de la televisión. Después, se encaminó hacia el armario, moviendo las caderas de un modo seductor. Él se excitó, pero trató de controlarse.

–¿Juegas?

–Todavía, no, pero voy a aprender para darte una buena tunda –replicó Sunny, mientras colgaba una de sus camisas al lado de sus vestidos–. Estoy deseando ver cómo te quejas.

Aunque él la estaba oyendo, no procesaba las palabras. Estaba absorto en la contemplación de su ropa junto a la de ella. Sus olores podían mezclarse de otra forma…

«Debo poseerla», pensó.

–Con respecto a tu dificultad para confiar en los demás… –le dijo–, ¿qué fue lo que te preocupó la última vez que te besé? Aparte de mi comportamiento de robot, claro.

Ella colgó un par de pantalones de cuero.

–Que intentaras hacerme daño o robarme el cuerno, mi fuente de vida. Sin él, perdería la magia, mi capacidad de cambiar de forma y mi mejor protección.

¿Cuántos seres habrían intentado robarle el cuerno durante todos aquellos siglos?

–Ya que te niegas a transformarte en unicornio, no puedo intentar robarte el cuerno. Problema resuelto.

Ella se encogió de hombros. «Estás confundido, pero no confío en ti lo suficiente como para contarte la verdad. Todavía».

–Fíate de mí, Sunny. Cuéntamelo. De todos modos, al final confiarás en mí. ¿Por qué no ahora? Considéralo tu regalo de aniversario de dos días conmigo.

–Está bien. Te voy a contar una pequeña historia.

A él se le encogió el estómago, porque tuvo la sensación de que, cuando ella terminara de contarle aquella historia, iba a estar furioso.

–Nuestros cuernos son conductos de poder. El poder es una droga, especialmente para los demonios. Hubo un tiempo en que los unicornios eran todo dulzura y luz, sin una faceta oscura. Vivíamos para mejorar el mundo. Ayudábamos a los desconocidos, concedíamos deseos como si fuéramos el genio de la lámpara y compartíamos nuestras riquezas con los pobres. Y ¿qué recibimos a cambio? Prácticamente, la extinción. Los furtivos ponían trampas y, cuando nos capturaban, nos quitaban los cuernos para vendérselos a los demonios, y nos dejaban indefensos, sin magia. Entonces, Lucifer decidió prescindir de los intermediarios.

La angustia de su tono de voz invadió a William con la velocidad de un balazo.

Y Sunny no había terminado.

–Unos cientos de años después de la destrucción de mi pueblo, un demonio poseyó al chico con el que salía. Yo no me di cuenta hasta que él me clavó cuchillos, uno en cada omóplato y uno en cada tobillo, y me clavó al suelo. Una y otra vez me pidió que adoptara mi forma de unicornio y, cuando yo me negaba, me cortaba un dedo.

Él sintió tanta rabia, que estuvo a punto de perder el control.

–Voy a matarlo. Solo tienes que darme su nombre.

Sunny sonrió con tristeza.

–Ya está muerto. Le dije que iba a cambiar de forma y que le daría el cuerno voluntariamente. Como los unicornios no podemos mentir, me creyó.

–Pero, en vez de eso, tú lo castigaste con tu cuerno.

–Sí. Me convertí en unicornio y le di mi cuerno; se lo clavé en el cuello.

–Buena chica –dijo él. Estaba orgulloso de ella, pero su rabia no se desvaneció tan fácilmente. Puso su preciado libro en el escritorio y se cercioró de que la vitrina estuviera cerrada–. ¿Y si utilizamos la magia para asegurarnos de que yo no pueda robarte el cuerno?

–¿Estarías dispuesto a hacer eso?

–Sí. Considéralo mi regalo.

Ella se irguió.

–¿Y cómo funcionaría el encantamiento?

–Bueno, no sería un encantamiento, sino un juramento que yo no podría incumplir ni con palabras ni con hechos.

–Yo… un momento. Mi paranoia está desbordándose. Esto podría ser un engaño. Juramento ahora, ataque después.

–No, el juramento me impediría cualquier tipo de ataque o traición para siempre. Ya lo verás –le dijo él–. Vamos, ven aquí.

Sunny se acercó.

–Voy a hacer una incisión en las palmas de nuestras manos para que intercambiemos nuestra sangre. ¿Te parece bien?

Hubo una pausa. Después, Sunny lo miró fijamente, asintió y respondió:

–Sí, me parece bien. Vamos a hacerlo.