Capítulo 21

 

 

 

 

 

«Si no me quedo en el banco después de hacer un ingreso en mi cuenta, ¿por qué iba a quedarme con una mujer?».

 

William se puso rígido y ladró:

–¿Adónde crees que vas?

–Al escritorio –respondió ella. No quería que su belleza masculina la arrastrara de nuevo a la cama, así que se mantuvo de espaldas a él y se agachó para recoger la ropa–. Tengo que trabajar con tu libro.

–Ni hablar. No hemos terminado de disfrutar –dijo él.

Se teletransportó a su lado y la tomó de la cintura para llevarla a la cama de nuevo. La tendió a su lado y la acurrucó contra su cuerpo. El medallón rebotó entre ellos.

Aunque no quería, Sunny sonrió sin poder evitarlo.

–¿Por qué crees que estoy interesada en seguir disfrutando?

–Para empezar, porque soy un genio. Y tengo el superpoder de mirar a una mujer y saber automáticamente lo que quiere y necesita.

–Ah. ¿Y es eso lo que yo necesito ahora? –le preguntó ella, irónicamente, mientras le pellizcaba suavemente un pezón–. ¿Estar más contigo?

–Ya has tenido lo que querías –dijo él, mordisqueándole el lóbulo de la oreja–. Unos cuantos orgasmos. Ahora me toca a mí…

–¡De eso, nada! –exclamó ella–. Tú también has tenido lo que querías, igual que yo.

–Y, ahora, quiero información –prosiguió él–. ¿Por qué llevas este medallón, y no el otro?

Vaya. Aquel tema era perfecto para estropear el estado de ánimo. Cualquier detalle que le diera podía revelarle otros detalles que él no podía conocer todavía.

–Este me lo dieron –dijo. Sin embargo, había elegido mal las palabras, y se corrigió–. Me llegó a través de mi madre. El otro, no.

Él observó el medallón un poco más. Después, tomó uno de sus pechos con una mano.

–¿Qué haces tú para divertirte? Aparte de matar demonios y seres malvados, quiero decir.

A ella se le escapó un gemido.

–Pienso en formas nuevas de cazar y matar a seres malvados. Algunas veces, Sable me acompaña. Ella…

¡Salvia! Había delatado al otro unicornio. Bueno, ya podía contarle el resto a William.

–Cuando Lucifer destruyó nuestro pueblo, solo quedamos seis supervivientes. Nos separamos, pensando que tendríamos más posibilidades de sobrevivir si nos mezclábamos con otras especies. Si necesitamos a otro unicornio por algún motivo, enviamos un SOS mágico. Yo lo hice antes del congreso de descifradores. Sable respondió y me acompañó. Se suponía que iba a estar esperándonos en la habitación del hotel, pero no estaba. O vio a algún cazador furtivo y escapó, o la cazaron. Yo estoy intentando convencerme de que consiguió huir.

Él lo pensó un momento.

–Creo que tienes razón. Cuando mis hombres mataron a los furtivos y a los coleccionistas, liberaron a los cautivos, pero antes les hicieron fotos. Yo revisé todas las imágenes y no había ningún unicornio.

–Bueno, todavía nos queda el cinco por ciento.

–No. No encontraron a los que quedaban porque ya estaban muertos. Me han enviado mensajes de texto.

Un momento… ¿Todos los inmortales que habían intentado cazarla estaban muertos? ¿Así, tan fácilmente? Llevaba siglos huyendo, y William había resuelto el problema en pocos días.

Sunny se maravilló. Aquel hombre… era incluso más poderoso de lo que ella había imaginado.

–¿Has dejado en libertad a los otros descifradores de código?

–Sí. Esta mañana, temprano, tal y como te prometí.

A ella se le alegró el corazón.

–¿Qué más quieres saber, cariño? –le preguntó. Si iban a estar juntos, fuera el tiempo que fuera, tenía que confiar en él.

–Cuéntamelo todo. No hay ningún detalle insignificante.

–¿Qué sabes de la sociedad de los unicornios? –le preguntó ella.

–No mucho. Sé que estáis mejor en manadas.

–Eso es cierto.

Cuánto echaba de menos a sus compañeros. Aunque, allí, en brazos de William, tenía una sensación de pertenencia y de sosiego que nunca había experimentado, y era algo embriagador. No quería perder aquello.

–Los rebaños son como ciudades, hay muchos. Las manadas son como barrios dentro de esas ciudades. Cuantos más miembros tengan, más fuerte es su magia. Los reyes son como los presidentes, y los príncipes, como gobernadores. Todos los años, los rebaños se reunían para celebrar el Festival del Intercambio. Las hembras que habían llegado a la edad adecuada se intercambiaban para impedir la endogamia. Yo era la hija del mejor guerrero del rey y, el día de mi nacimiento, me comprometieron con el príncipe Blaze, que tenía tres años. Yo tenía dieciséis cuando nos casamos. No sé por qué, pero creía que Blaze iba a dejar de utilizar nuestra manada como harén personal, pero no lo hizo.

Cuanto más hablaba, más tenso se ponía William, y ella sabía por qué. Una vez, él había usado el mundo entero como harén personal, y había destruido muchos matrimonios. Sin embargo, Blaze y él eran diferentes. William tenía un temperamento más violento, pero era mucho más bondadoso. No mentía. Y la hacía reír, cosa que Blaze no había hecho nunca.

Le besó el pecho por encima del corazón, y apoyó allí la mejilla. Su temperatura corporal subió, y ella notó un delicioso calor que la envolvía.

Se le estaban cerrando los ojos, pero trazó lentamente el tatuaje que él tenía en el pecho. Eran dos pequeñas espadas a cada lado de una más grande.

–¿Qué significa esta imagen?

–Es el sello de Hades –dijo él–. Duérmete, Sunny. Casi estás dormida ya.

–No, es que…

Se le escapó un bostezo enorme que acabó con su negativa. ¡De acuerdo! Pero ella se negaba a dormir con nadie tan cerca, aunque fuera William. Y no había puesto ninguna trampa. Y, además, aún no quería terminar con la conversación.

–Háblame de Gillian. Sí, sé cómo se llama. Y, no, no te voy a decir quién me lo ha dicho.

–No es necesario. Ha sido Pandora. Pero no hemos terminado de hablar de ti.

–¿Ah, sí? Bueno, pues si lo que quieres es posponer esta conversación sobre tu anterior novia, allá tú. Yo no accederé a mantener relaciones sexuales hasta que cambies de opinión.

¿Atormentarle sexualmente, negarle orgasmos? ¡Para ella también iba a ser horrible! ¿De dónde había salido aquella faceta suya tan descarada?

A él debió de gustarle, porque sonrió.

–Ya te estás negando a mantener relaciones sexuales, preciosa.

–Bueno, pues me negaré también a las sesiones de juegos sexuales.

–Sí, ya. Ahora que has probado lo bueno, vas a asaltarme, como mínimo, tres veces al día. Así que, ¡adelante! Te reto a que intentes negarte.

–Estás muy, muy equivocado en eso de que te voy a asaltar tres veces al día –dijo ella. Posiblemente, querría asaltarlo cinco o seis. Pero, de todos modos…–. Muy bien, tú te lo has ganado. Mi tienda de caramelos está cerrada.

–A alguien se le está olvidando la época de celo.

Vaya, margarita.

–Responde a mi pregunta sobre la chica, y, tal vez… ¡tal vez! yo decida abrir la tienda de caramelos en algún momento. Como las vacaciones, por ejemplo. Y todas las noches, antes de irnos a dormir.

Él exhaló un suspiro.

–No era mi novia. Yo pensaba que estaba enamorado de ella. Si eso hubiera sido cierto, la habría esperado. Pero tenía miedo de la maldición, y seguí acostándome con otras mujeres. Eso debería haberme dado la pista de que había cometido un error y de que estábamos destinados a ser amigos, no compañeros de por vida. Después, ella se casó con otro, y a mí me hirió más el orgullo que el corazón. Eso debería haber sido otra pista importante. Entonces, la besé, y me di cuenta de que no había ninguna chispa entre nosotros.

Sunny le pasó los dedos por el esternón, y sintió que a él se le aceleraba el corazón. Eso la entusiasmó.

–Entre nosotros sí hay chispa, claramente.

–No, Sunny, entre nosotros arde todo el fuego del infierno.

«Debe de ser cierto. Me estoy derritiendo…». ¿Y si…? ¿Y si ella era su compañera vital? ¿Y si él se enamoraba de ella?

¿Acaso quería su amor, a pesar de la maldición? Oh, salvia. La maldición. William no se había permitido a sí mismo amar a Gillian por culpa de la maldición, y cabía la posibilidad de que tampoco se permitiera amarla a ella. Si había alguien que tuviera la capacidad de matarlo, era ella, con su cuerno. Tal vez William temiera más aún la maldición por tratarse de un unicornio.

–Puedes estar tranquilo –le dijo–. Estoy prácticamente segura, en un noventa por ciento, de que la maldición no me afectará nunca.

A él se le aceleró el corazón; ella lo notó bajo la palma de la mano.

–Explícate.

–Algunos inmortales están hechos a prueba de balas, ¿no? Pues yo estoy hecha a prueba de maldiciones. Los cuernos de los unicornios son sifones, aparte de conductores. Las maldiciones y los encantamientos no pueden adherirse a nosotros.

A él se le pasaron varias emociones por el rostro. Esperanza, duda, emoción… Miedo.

–¿Y podrías succionar la maldición de mí?

–Ojalá, pero no. Lleva tanto tiempo formando parte de ti, que si te la quitara, te mataría, del mismo modo que quitarle a alguien al demonio al que alberga acaba también con esa persona. Después de eso, necesitarías una especie de parche espiritual, y esa no es mi especialidad.

Él se quedó decepcionado, y ella se entristeció.

–Cuéntame cómo fue tu infancia –le pidió, para distraerlo y, también, para satisfacer su curiosidad.

Él se puso tenso.

–No recuerdo mi infancia.

–¿De verdad? ¿No tienes ni un solo recuerdo?

–Uno –dijo él–. En sueños, veo un recuerdo. Una Enviada nos dice a otro niño y a mí que nos quiere, pero que no deberíamos haber nacido. Entonces, aparece un hombre sin cara detrás de ella, y le clava un puñal en el corazón. Después, todo se desvanece.

–Oh, William, lo siento muchísimo. Yo me alegro, y mucho, de que hayas nacido –le dijo, y lo besó.

–Le conté ese recuerdo a Hades –prosiguió él–, y me dijo que me olvidara de la mujer y del niño. Que nunca hablara de ellos, porque hasta las paredes tienen oídos, y que, si alguna vez alguien descubría mi vínculo con ese niño, o si alguna vez yo lo conocía, moriría una parte de mí.

Y, sin embargo, a ella se lo había contado. «No solo le gusto. Soy importante para él».

–Gracias por confiar en mí –le dijo–. ¿Y qué pasa con el resto de tus recuerdos?

–Creo que alguien los borró, pero no sé por qué.

–Bueno, hay muy pocas formas de borrar la memoria de un inmortal –dijo–. Al igual que los miembros del cuerpo, la memoria puede regenerarse. ¿Hay excepciones? Pues… sí. Sin embargo, a mí me parece que tus recuerdos pueden haber sido ocultados por la magia, no borrados, y, en ese caso, puedo ayudarte. Quizá. Probablemente. El problema es que no siento que haya ninguna maldición en ti.

Sunny recordó la barrera que se había encontrado cuando había tocado el libro por primera vez, y vio muy clara la respuesta.

–Creo que la bruja añadió el cualificador mágico.

Él frunció el ceño.

–No lo entiendo.

–La mujer que te ame te matará, pero solo después de que tú te enamores de ella, ¿no? Lilith se aseguró de que la maldición no pudiera extraerse de ti, solo de la mujer –dijo Sunny. Volvió a bostezar; la emoción de aquel descubrimiento no podía con su fatiga.

Se le cerraron los ojos, y ya no pudo mantenerlos abiertos.

–William –dijo, como si estuviera drogada–. Creo que estoy a punto de quedarme dormida… ¿Sabes cuánto tiempo hace que no…

El mundo se quedó a oscuras.