«Conocerme es desearme».
William se paseó de un lado a otro por la habitación, poniendo por todos lados notitas que les recordaran utilizar preservativos. Mientras, Sunny lo observaba con preocupación, porque sus movimientos eran tensos y cortantes, y no quería mirarla. Le ocurría algo.
Habían vuelto a casa hacía una hora. Él le había dado el libro y se había puesto a preparar las notas, despotricando en voz baja sobre la maldición.
–Tenemos que hablar –dijo ella, por fin.
–No estoy de humor para charlar.
–¿Y eso qué importa? He dicho que tenemos que hablar, no que queramos hablar. Ahora que somos oficialmente una pareja, tu deber es proveerme de lo que pueda necesitar.
–Entonces, habla.
En serio, ¿qué le ocurría? Antes de entrar en la mazmorra, era bueno y dulce. Tal vez la antipatía de sus hijos se le hubiera contagiado.
De repente, tuvo un acceso de náuseas que la tomó por sorpresa.
–Si estás tan preocupado, encadéname en la celda con Evelina hasta que termine la época de celo.
–No –dijo él–. Me ocuparé de ti.
–Todavía estoy descifrando tu libro, William, y hay momentos en los que quiero matarte. Además, ¿y si las notas no sirven para nada y se nos olvida usar preservativos? Este no es el mejor momento para tener un bebé.
–¿Porque no quieres que ponga a un aliado mío en tu vientre?
–No, hasta que Lucifer no haya muerto.
Él no dijo nada más, y Sunny interpretó su silencio como una afirmación. Así pues, cadenas. Era decepcionante, pero necesario.
Cuando él se agachó y puso una nota en el suelo, ella notó un aleteo en el vientre, y se le escapó un jadeo.
Él se quedó inmóvil, y a ella se le aceleró el corazón. Él se irguió lentamente y la miró de frente. En cuanto vio su expresión, su miembro se endureció, y el cuerpo de Sunny se preparó para la invasión, con dolor y calor.
Sintió una excitación sexual más intensa que nunca. Las sensaciones la bombardearon, y los dolores más deliciosos se extendieron por su cuerpo… hasta que se hicieron demasiado fuertes. Se le empaparon las bragas y se le contrajo el clítoris. Estaba desesperada por él. Tenía un cosquilleo en la piel. La necesidad de aparearse se volvió imperiosa.
La época de celo se había adelantado.
–William –dijo, entre jadeos–. Ya está sucediendo… Es la época de celo.
Demasiado pronto. Tantos esfuerzos, para nada. Los recordatorios para usar preservativo solo servían fuera de aquel periodo. Si él lo recordaba, ella no podría tener un orgasmo, y el sexo solo sería una forma de tortura para ella.
–Tienes que marcharte, por favor. No, quédate. ¡No! Márchate. Pero, antes, ¡las cadenas! ¡Date prisa!
Un pestañeo. Él se desvaneció. Otro pestañeo. Apareció a los pies de la cama. Irradiaba calor.
–No me voy a marchar a ningún sitio, Sunny.
–Pero es que… estás preocupado, y es lógico. Pero no voy a poder correrme sin que tú lo hagas también, dentro de mí. Sin eso, solo conseguiríamos empeorar las cosas.
–Eres mi mujer –dijo él–. Lo que necesites, te lo daré. Si es mi simiente, te la daré.
–¡No!
–De todos modos, voy a estar preocupado. Tengo miedo. ¿Y si nos vemos obligados a separarnos por la maldición? Yo no quiero hacerte daño de ninguna manera, pero embarazada… –William se estremeció–. Tú conseguirías el propósito de la maldición, lo cual significa que te quedarías sola con un niño al que criar. Serías objetivo de Lucifer, y eso es lo que no quiero.
Él solo quería protegerla. A pesar de todo lo que tenían en contra, la quería… Pero…
Ella también lo quería, sin duda. Porque, en aquel momento, Sunny terminó de entregarle su corazón a William el Oscuro, el Eterno Lujurioso, hijo de Hades y príncipe del infierno. La había puesto a ella por delante de todo, por encima de sus necesidades.
«Quiero a este hombre. Es mío, y yo soy suya». Iban a estar juntos para siempre. Iban a formar una manada, una familia. Para ella, eso lo era todo.
–Cariño, quiero conseguir esto contigo. De verdad. Prométeme que me vas a encerrar en la celda después de que termine la época de celo, y que te alejarás de mí hasta que se deshaga la maldición. De ese modo, después podremos estar juntos. Aquí, y ahora.
–Estoy dispuesto a destruir mundos enteros con tal de estar contigo –le dijo él, con un rugido.
–Entonces, tómame ahora. Con fuerza –dijo ella.
Era la última vez que iba a verlo antes de poder destruir la maldición. ¿Por qué no iba a atesorar todos los recuerdos que pudiera?
Sin dudarlo, él se sacó la camisa por la cabeza, y la visión de su pecho dejó a Sunny embobada. Y, también, el extremo de su erección, que sobresalía por la cintura de sus pantalones de cuero, luchando por romper la cremallera.
Él se acarició el miembro ante su mirada.
–¿Es esto lo que quieres?
Ella se estremeció. Si el sexo tuviera voz, sería la de William. Ronca, grave, profunda, como una caricia que llegaba a todas las partes de su cuerpo.
–Más que nada –dijo ella–. Dámelo.
Él, con una sonrisa llena de picardía, la agarró del tobillo y tiró de ella hasta el colchón. Ella se echó a reír cuando él le rasgó el vestido y se lo quitó, y la dejó en ropa interior.
–Eres un tesoro, Sunny –le dijo William.
Enganchó los dedos en la cintura de las bragas y se las bajó por las piernas.
El aire fresco acarició la piel acalorada de Sunny. Ella gimió y onduló las caderas, buscando el contacto con él. Y él dio unos gruñidos suaves de deseo. La colocó del modo que quería, con las rodillas separadas, pero con el trasero salido a medias del colchón.
–Quédate así –le pidió.
Se quitó las botas y los pantalones. Su erección quedó libre, y él, desnudo, le proporcionó una magnífica visión.
–Dime que esto es mío, Sunny –dijo él, cubriéndole el sexo con una mano.
–Es tuyo –respondió ella, agarrándole el miembro por la base.
–Um, um –murmuró él. Se liberó de su mano y añadió–: Quiero durar más que mi unicornio.
Entonces, le besó la mano.
Después, introdujo uno de los dedos en su cuerpo y le acarició el clítoris con el dedo pulgar, y ella, con un grito, alzó las caderas.
–Tú, completamente abandonada al placer, y esta puerta al paraíso que me empapa la mano… Es la visión más bella del universo.
Él era la visión más bella del universo. Se inclinó hacia delante y sacó el dedo de su cuerpo. Ella protestó, pero, rápidamente, él posó las manos en el colchón, a ambos lados de sus caderas, y puso el miembro sobre su pubis. El contacto…
Ella tomó aire bruscamente.
¡Era delicioso! Calor contra calor. Acero duro contra seda húmeda. Él empezó a frotar la erección contra su clítoris, y se inclinó para atrapar un pezón con los labios. Ella se quedó extasiada por aquella sensación gloriosa e intensa.
Entonces, frenética, lo rodeó con los brazos y le clavó las uñas en la espalda. No era exactamente lo que se había imaginado, sino mejor. Él le succionó el otro pezón, y le lamió el esternón antes de ascender hasta su boca. Le besó las comisuras de los labios, con ternura, con una mirada de pasión.
«Él me necesita a mí tanto como yo a él».
Él lamió la unión de sus labios y, cuando los abrió, metió la lengua en su boca para que se entrelazara con la de ella. Fue un beso lleno de reverencia, pero muy pronto se escapó de su control.
El aire se cargó de electricidad a su alrededor. La presión y la desesperación se multiplicaron. Necesitaba la fricción. Se estremeció, arqueó la espalda y frotó su clítoris contra el miembro erecto de William. Pero necesitaba más…
–William, por favor, no me hagas esperar más. Si no tengo un orgasmo, me voy a morir. ¡Por favor!
–¿Necesitas a tu hombre? –le preguntó él, sin apresurarse, aunque le cayeran gotas de sudor por la frente.
–¡Sí!
–¿Quién es tu hombre, Sunny? Dilo.
–Tú. William.
–Te importo.
–Sí. Mucho.
En los ojos de William se reflejó una enorme satisfacción. La tendió boca abajo y la alzó para que quedara apoyada sobre las manos y las rodillas, pero no entró en su cuerpo inmediatamente. Oh, no. Pasó los dedos por su espina dorsal antes de taparle los ojos con una venda…