Capítulo 1

 

 

 

 

 

«Olvídate de la capa de la invisibilidad. Prefiero llevar una capa que me haga estar tan bueno como el demonio».

William, el Eterno Lujurioso

 

TERCER NIVEL DE LOS CIELOS.

THE DOWNFALL, UNA DISCOTECA PARA INMORTALES.

PRESENTE.

 

William se abrió paso entre la gente que abarrotaba la discoteca. Había vampiros, cambia–formas y hadas, y los fue apartando a todos de su camino. Cuando se tropezaban unos con otros y chocaban entre sí, protestaban, pero, al ver su expresión de rabia homicida, se quedaban callados.

–Que alguien se atreva a atacarme –rugió–. Os desafío.

El noventa por ciento de los inmortales salieron corriendo del edificio.

Durante aquellos siglos, tanto amigos como enemigos habían comparado a William con una granada sin seguro. Podía explotar en cualquier momento e incendiar todo el mundo.

Dos mujeres se quedaron en la barra, mirándolo con interés.

–Me he enterado de que ha vuelto al infierno para luchar contra Lucifer –le susurró una a la otra.

Él, que tenía un oído muy fino, lo oyó todo.

–Pues pobre Lucifer –respondió la otra–. He oído decir que el Eterno Lujurioso es incluso más poderoso en el infierno que fuera.

Aquellas dos bellezas estaban en lo cierto. Él estaba en guerra con Lucifer, tal y como había vaticinado Lilith, y en el infierno su poder se ampliaba y sus habilidades sobrenaturales se volvían siniestras.

La primera mujer le sonrió y le lanzó un beso, y le preguntó a la otra:

–Me pregunto qué está haciendo aquí.

–Pregúntaselo a él –le sugirió su amiga–. Vamos, Helen, ¡pregúntaselo!

–Ni hablar, Wendy. Tú ya has oído su voz, ¿no? Es como una sirena, tiene el poder de seducir con una sola palabra. Por desgracia para él, yo he decidido reservarme para Strider. Él se cansará de Kaia algún día. Tal vez. Probablemente.

William suspiró. Estaba allí para liberarse de la maldición de Lilith. ¡Por fin!

El día anterior, una poderosa vidente le había dado una noticia increíble: que iba a encontrar muy pronto a la única persona del mundo capaz de descifrar el código mágico del libro. Ella, o él, se había inscrito para asistir a un congreso de criptoanalistas en Manhattan.

¿Sería ese criptoanalista mortal o inmortal? ¿Joven o viejo? ¿Frágil o fuerte?

«No importa. Voy a encontrar a quien estoy buscando, o moriré en el intento».

Una vampiresa se interpuso en su camino. Era una morena muy bella con un top escotado y una minifalda; aquel era el uniforme de la discoteca. Sonrió dulcemente. Con demasiada dulzura, en realidad.

–Estás ahuyentando a todos los clientes antes de que nos den las propinas –le dijo. Y, con sensualidad y coquetería, le pasó un dedo por encima de los pectorales–. Estoy a punto de pedirles a los de seguridad que te echen.

Podrían intentarlo, sí, pero siempre que a alguien se le ocurría ponerle las manos encima, moría de una forma horrible. Aquello era necesario. Si no castigaba a aquellos que osaban hacerle daño, los demás pensarían que también podían enfrentarse a él.

Miró a su alrededor y distinguió con facilidad a los encargados de seguridad del local: eran Berserkers y guerreros Fénix. Volvió a suspirar. Disfrutaría mucho obligándoles a suplicar una piedad que él no tenía, pero no podía perder el tiempo.

–Te pago el doble de lo que ganes en una semana –le dijo a la vampiresa. Sus riquezas eran incalculables–, si echas a los rezagados.

–Ahora mismo –dijo ella y alzó el puño–. ¡Vamos, todo el mundo fuera! ¡Ahora mismo! Rápido, rápido, rápido, antes de que empiece a cortar apéndices –amenazó. Después, sonrió con malicia–. O puede que le diga a Bjorn que me habéis hecho llorar.

Entonces, todo el mundo se levantó de sus sillas rápidamente para salir. Ah, bien hecho. Bjorn era uno de los tres dueños de The Downfall; era medio enviado, un asesino de demonios con más poder que los ángeles, y medio temido. Una de las especies más violentas que existían. Tenía un carácter tan oscuro y legendario como el suyo, pero solo estallaba cuando alguien hacía llorar al sexo débil.

Claro. Los años cincuenta habían vuelto, con su misoginia incorporada. ¿Las mujeres, el sexo débil? A William se le escapó un resoplido. Su pasado y su presente habían sufrido un tremendo impacto por parte de tres mujeres, y su futuro iba a verse afectado por otra. Una le había dicho que no debería haber nacido, y él siempre había cargado con aquel estigma. Otra lo había maldecido y había afectado a todas las relaciones que había tenido en su vida. La tercera le había ofrecido esperanza en una situación desesperada, algo que ni siquiera había hecho Hades, su ídolo. Y la última intentaría matarlo si se enamoraba de ella.

William respiró profundamente, movió la cabeza para aclarársela y siguió adelante. Olía a cera de las velas, a hormonas, a perfume y a sudor. En cuanto vio a la última de las clientas, el motivo por el que había ido a la discoteca, su ira se mitigó y se convirtió en fastidio.

Keeleycael, conocida también como la Reina Roja, tenía un poder inimaginable y era muy molesta. Era tan vieja como el tiempo y podía ver el futuro hasta tal punto, que los recuerdos se le mezclaban en la mente. Algunas veces tenía que esforzarse para separar el presente, el pasado y el futuro. Casi siempre estaba confusa y le costaba hacer cosas sencillas, como vestirse. Aquel día, por ejemplo, llevaba la ropa del revés y le colgaba un calcetín de los pantalones vaqueros. Llevaba un collar hecho de caramelos.

–¡William! ¡Willy! ¡Will! –exclamó, saludándolo con una mano.

Era bellísima. Tenía el pelo rosa claro, la piel dorada y los ojos verdes. Estaba sentada en una de las mesas del fondo del local.

–Sé que te vi ayer, pero te he echado mucho de menos. O a lo mejor te vi hace diez o veinte años… ¿O quince?

Maravilloso. Ya había empezado a volverse loca. Hacía tiempo, aquella mujer había sido la prometida de Hades y había estado a punto de convertirse en su madrastra. Aunque la pareja se había separado, él había seguido queriéndola mucho. Hacía poco tiempo, Keeleycael se había casado con Torin, un señor del inframundo poseído por un demonio, y uno de sus mejores amigos.

En cuanto llegó a su mesa, se sentó a su lado.

–Hola, Keeley.

Ella sonrió con dulzura, y él sintió una punzada de afecto.

–Qué agradable es que hayas venido a esta reunión inesperada conmigo.

Cuidado. Aquella conversación era la más importante de su vida, y necesitaba que ella estuviera lúcida. Si le hacía una pregunta equivocada, podía provocar su completo descentramiento.

¿Sabes cómo se llama la persona que puede descifrar el código?

–¿Por qué? ¿Porque todo lo que te prometió Lilith se ha cumplido? Una guerra con Lucifer, un pasado y presente llenos de tristeza, sin relaciones románticas verdaderas, y un futuro poco prometedor…

–Sí –dijo él, con los dientes apretados.

Con aquella maldición sobre los hombros, él no se arriesgaba a pasar más de una o dos noches seguidas con la misma mujer, y quería que eso cambiara.

No porque esperara sentar la cabeza, no. Después de todo lo que había sufrido, se merecía tener un final feliz con tantas mujeres como quisiera.

¿Acaso había cambiado su opinión sobre la monogamia? Sí, pero para los demás. Sus amigos tenían compañeras estables, y eran perfectos ejemplos de amor y lealtad. Sin embargo, él seguía prefiriendo la variedad. Una sola amante nunca podría satisfacer sus necesidades.

Para él, las mujeres eran como especias. Algunos días, deseabas especias dulces, y otros, especias picantes. O saladas. No había ningún motivo para tener que conformarse siempre con el mismo sabor.

–Bueno –dijo él–, ¿sabes cómo se llama?

–Sí –dijo ella–. Si no, ¿para qué iba a invitarte a esta fiesta de revelación?

Él se pellizcó el puente de la nariz.

–¡Sorpresa! –exclamó ella–. La persona que puede descifrar el código del libro es una mujer, y es la mujer de tu vida.

¿Cómo? William sintió terror. Vio formarse ante sí miles de problemas que solo tenían una solución.

–Sé que hace poco pensaste que habías conocido a la mujer de tu vida, pero te equivocaste –le dijo Keeleycael.

Él sintió una opresión en el pecho. Había conocido a una muchacha humana, Gillian Shaw, que había tenido una infancia aún más trágica que la suya. Como no quería que se cumpliera la maldición, había luchado implacablemente contra todo lo que sentía por ella, jugando al juego del «Y si…» consigo mismo.

¿Y si se comprometía con ella y Gillian terminaba matándolo?

¿Y si él la mataba a ella, sin querer? ¿Podría perdonárselo algún día?

Al final, ella se había enamorado de otro, de alguien que la necesitaba. Un idiota, porque necesitar a los demás siempre acababa en sufrimiento.

–No voy a poner a disposición de mi futura asesina el objeto de mi salvación –le dijo a Keeleycael–. Prefiero matarla directamente e impedir que la maldición se cumpla.

Pero… ¿podía de veras matar a la única mujer de su vida, solo porque, algún día, ella trataría de matarlo a él?

Keeley se quedó mirándolo boquiabierta.

–¿Estarías dispuesto a renunciar a la única oportunidad de conocer la felicidad eterna?

–Sí –respondió él, con una gran tensión en los hombros. ¿Cómo iba a echar de menos algo que no había tenido nunca?

–¿Y si no puedes vencer a Lucifer sin ella? –le preguntó Keeley.

Él se quedó paralizado.

–¿Es que no puedo?

–¿Te acuerdas cuando te dije que el hijo de Scarlet y de Gideon te ayudaría a romper la maldición?

–Sí –respondió él con cautela. Scarlet y Gideon formaban parte de su selecto grupo de amigos. Eran hombres y mujeres poseídos por demonios, conocidos como los Señores del Inframundo, y sus amantes. Del mismo grupo que Torin y Keeley.

–Por mucho que los quiera, dudo que su bebé tenga el poder necesario para ayudar a un príncipe del inframundo.

–Está bien, tienes razón. Lo he expresado mal. Su bebé no te va a ayudar a ti. Va a ayudar a tus hijas. Hijas que no tendrías sin la mujer de tu vida.

¿Cómo? ¿Hijas? ¿Niñas que crecerían y se convertirían en bellas mujeres y se enamorarían de idiotas a quienes él tendría que asesinar? ¡No!

–Otro motivo más para matar a la encargada de descifrar el código. No voy a tener hijos.

–Claro que vas a tenerlos. Tantos como para organizar un equipo deportivo –replicó ella, y se inclinó hacia él como si no acabara de soltar aquella bomba–. No creo que puedas enamorarte de esa mujer en solo dos semanas, ¿no? Así que déjala vivir catorce días para que pueda trabajar en el código. Promételo o no te doy la lista de nombres.

–Está bien –dijo él. No tenía que preocuparse. Cuando uno era inmortal, dos semanas no eran nada. Pero… ¿qué quería decir con eso de «la lista de nombres»? Solo podía haber una, ¿no?–. Si se porta bien, te prometo que no le haré daño durante catorce días.

Él nunca hacía una promesa sin algún resquicio.

–¡Excelente! Ahora, antes de que te revele los diecinueve nombres de mi lista…

–¿Diecinueve? –rugió él.

–Sí. Tendrás que decirme por qué aumenta tu poder cuando estás en el infierno. Y no me digas que no. En nuestro mundo, tienes que dar para recibir.

Así que ella también había oído lo que decían las chicas de la barra. William suspiró.

–No sé cuál es el motivo. Solo sé que, aquí, me salen alas de humo y que, allí, ese humo está mezclado con sopor, una toxina que provoca dolor. Aquí, me salen garras. Allí, de esas garras gotean poena, un veneno mortal. Aquí no tengo colmillos. Allí, si quiero, puedo hacer que me crezcan unos colmillos enormes.

–¿Por eso empezaste a vivir en el reino de los mortales en cuanto tu padre y yo rompimos?

Él asintió. Temía que, si se quedaba, tal vez se convirtiera en alguien tan malo como Lucifer.

–Qué interesante. Creo que debes llevarte a tu descifradora al infierno –dijo Keeley. Estiró el brazo y mostró una fila de manchas de tinta que comenzaba en el interior del codo y terminaba en la palma de su mano–. ¡Tachán! Los nombres, tal y como había prometido.

Él memorizó todas las palabras con una sola mirada. Después, enarcó una ceja.

–¿Uno de los descifradores se llama Espagueti y otro Albóndiga?

–Oh, no. Perdón, eso era mi cena.

–Tu nombre también figura en la lista.

Entonces, ella sonrió.

–Era la cena de Torin.

«Oh, Dios, espero no estar nunca tan enamorado como mis amigos».

¿Cuál es el nombre de mi descifradora?

Apareció la camarera, le dio una botella de champán a Keeley y murmuró:

–Cortesía de la casa. ¡No me mates! –exclamó, y salió corriendo.

La Reina Roja se puso a beber directamente de la botella. Él esperó.

–Keeley –dijo por fin–. Te he preguntado una cosa.

–Ah, sí, sí. Ya me acuerdo. Querías saber dónde podías encontrar una corona del infierno.

Él se quedó inmóvil. Hacía mucho, mucho tiempo, el Más Alto, el líder de los enviados, había hecho once coronas. Cada persona que poseyera una de aquellas coronas se convertiría en un rey muy poderoso, fuese quien fuese. Si alguien perdía aquella corona, lo perdía todo.

El joven Lucifer, después de fallar en su intento de usurpar al Más Alto, consiguió robar diez de aquellas once coronas, y se las entregó a Hades. Hades eligió a quienes iban a gobernar a su lado y reservó la décima corona para Lucifer. Sin embargo, Hades hizo que los otros reyes la robaran después de la coronación de Lucifer.

Ahora, Hades decía que aquella décima corona se había perdido. William tenía pensado encontrarla y convertirse en el décimo rey del infierno para, así, debilitar y humillar a su antiguo hermano.

Aunque tenía los nervios a flor de piel, luchó por mantener la compostura.

–¿Sabes dónde está la décima corona?

–No. ¿Por qué iba a saberlo?

«No voy a matarla. No, no lo voy a hacer».

–Bueno, ¿recuerdas entonces el nombre de mi compañera?

–No, pero sí me acuerdo de cómo era –dijo Keeley, y sonrió con dulzura–. Tu mayor sueño se va a hacer realidad, pero, también, tu peor pesadilla… ¡Que lo disfrutes! Y buena suerte.