... Y un principio que no se debe olvidar

 

 

 

La degustación del vino es ante todo una fiesta. Éste es un principio básico que no deberían olvidar los buenos catadores, aunque sean degustadores profesionales.

Una de las experiencias más penosas es ver cómo alguien se esfuerza en utilizar el léxico especializado del vino sin conocerlo o se aventura a catar un vino sin sentirlo. Es mejor ser discreto y sencillo, pero auténtico y emotivo.

—¿Cuál es su calificación? —me preguntaron en cierta ocasión, en un tribunal de examen de unos sommeliers.

Me daba pesar ser duro con aquel buen muchacho que se había aprendido tenazmente el léxico de la cata y manejaba colores, reflejos, aromas y sabores con un desconcierto total y una angustia terrible en el rostro. Pero al fin me atreví a emitir mi diagnóstico.

—Habla el esperanto como un nativo.

Aunque más desagradable puede ser la experiencia contraria cuando algún cazurro —llevado por su ego— se empeña en reducir a su nivel una obra de arte. Suelen ser aquellos que presumen de llamar «al pan pan y al vino vino»... O sea, gente sensible e interesante... Igual que hacen con el vino, juzgan a mujeres y hombres, o se atreven con cualquier tema de la vida y de la cultura. Siempre es bueno observar cómo las personas entienden la sensualidad y la belleza y, por eso, el vino es un escaparate de psicología y de convivencia.

No merece la pena convertir el juego de la degustación en una colección de dogmas que conducen a disputas o que impiden disfrutar de la sensualidad del vino. El ánimo pedagógico nos ha obligado más de una vez, a lo largo de estas páginas, a deconstruir las emociones en un discurso racional. Pero no se puede hacer bien el amor con un manual de instrucciones.

Hemos evitado de manera consciente referirnos a reglamentos oficiales y a complicadas menciones que tienen interés para los organismos que controlan el vino pero que ofrecen poca información al aficionado. En especial cuando se trata de denominaciones altisonantes y complicadas siglas que tienen muy variable interpretación según los países y las bodegas que se adscriben a una u otra para evitar cargas fiscales. No hay sentido más realista y práctico que el de la verdadera ciencia y por eso hemos procurado definir los conceptos del vino con sentido enológico. Las etiquetas, cuando están bien documentadas, constituyen una primera aproximación a la estética del vino, a la técnica de elaboración y crianza y a la historia o los méritos de las grandes marcas. Pero cuando se convierten en un jeroglífico de siglas burocráticas (VLQPDR) y en un carnaval de horribles precintos de papel que se despegan es mejor no ponerse las gafas y comenzar a servir y a catar el buen vino. Las pretensiones de mención de algunos vinos me hacen pensar en Groucho Marx:

—Oh, Excelencia...

—Usted tampoco me parece mal, señora...

 

Uno de los mejores vinos del mundo —château petrus— nunca quiso otra mención que Grand Vin... Hay muchos grandes vinos que no llevan menciones de crianza. Y otros vulgarísimos que sólo hablan de su edad. «Cuando una mujer te cuenta su edad es que no tiene nada que contarte», decía con sabiduría Oscar Wilde.

Del mismo modo las estrellas y premios en las notas de cata se han convertido en un desagradable negocio de ciertos gurús internacionales que reparten la gloria o el flagelo, según sus gustos o intereses. Para un buen aficionado es mejor mantenerse ignorante. Y esta discreta recomendación valdría incluso para los honrados elaboradores que sufren la frustración de esos concursos. En la vida es preferible no aceptar premios cuando uno no está dispuesto a pagarlos.

Lo mismo podría decirse de ciertas formas agresivas e irreverentes de la publicidad que me parecen reñidas con la cultura del vino. Una casa de champagne ofreció un magnum a los vencedores del Westminster Dog Show: no hace falta profanar tanta historia y tanto trabajo humano para darle un premio a un caniche.

Es más elegante lo que opinaba mi amiga Sarah Melbourne: «Lo mejor de una cita con un hombre a veces es el vino».

Deberíamos acabar este libro de una forma alegre y festiva, igual que se reciben los vinos nuevos. Una vieja tradición europea consiste en celebrar la llegada de los vinos nuevos colgando ramas de pino en las puertas de las tabernas, las posadas y los bares, como siguen haciendo los Heurigen en Austria. Esta costumbre se remonta a la época de Carlomagno, cuando el emperador permitió en todo el Imperio romano germánico que los elaboradores anunciasen así el vino que vendían en sus propias casas.

Jean Charles Sournia en su Histoire de l´alcoolisme hace referencia a un pueblo de Nueva Caledonia que organiza fiestas en las que no se bebe alcohol, pero se embriagan soplando las ascuas del fuego hasta que se desmayan o caen en síncope. Última moraleja: si tiene que soplar en el test antialcohólico, no se propase...

La moderación es buena para el que bebe y para el que sopla. Pero la mala interpretación es siempre un riesgo que deben asumir los autores, los que enseñan y los que discuten. Es mejor brindar, porque un buen vino es... irrefutable.