Yulia
Los dos hombres que hay frente a mí encarnan el peligro. Lo exudan. Uno rubio, otro moreno: deberían ser polos opuestos, pero de alguna manera se parecen. Emanan las mismas sensaciones.
Esas sensaciones que me congelan por dentro.
—Quiero hablar de un asunto delicado con vosotros —dice Arkady Buschekov, el oficial ruso que está a mi lado. Su mirada pálida se centra en la cara del hombre moreno. Buschekov habla en ruso e inmediatamente repito sus palabras en inglés. Mi interpretación es fluida y mi acento, indetectable. Soy una buena intérprete, aunque no sea este mi verdadero trabajo.
—Adelante —dice el moreno. Se llama Julian Esguerra y es un traficante de armas de gran éxito. Lo sé por el archivo que he repasado esta mañana. Es el tipo importante aquí hoy, el tipo al que quieren que me acerque. No debería ser muy difícil. Es un hombre increíblemente atractivo, de ojos azules y penetrantes en un rostro muy bronceado. Si no fuera por esa sensación escalofriante, me sentiría atraída por él. Dada la situación, lo fingiré, pero él no lo sabrá.
Nunca lo saben.
—Seguro que conocéis las dificultades en nuestra región —dice Buschekov—. Nos gustaría contar con vuestra ayuda para resolver este asunto.
Traduzco sus palabras haciendo todo lo posible por ocultar mi creciente emoción. Obenko tenía razón. Algo se cuece entre Esguerra y los rusos. Lo sospechó al oír que el traficante iba a viajar a Moscú.
—¿Qué tipo de ayuda? —pregunta Esguerra. Parece solo ligeramente interesado.
Cuando traduzco sus palabras para Buschekov, echo un vistazo al otro hombre de la mesa: el del pelo rubio corto, de corte tipo militar.
Lucas Kent, la mano derecha de Esguerra.
He procurado no mirarle. Me pone aún más de los nervios que su jefe. Por suerte, no es mi objetivo, así que no tengo que simular interés por él. Por alguna razón, sin embargo, mi mirada no deja de sentirse atraída por sus duros rasgos. Con su cuerpo alto y musculado, su mandíbula cuadrada y su mirada feroz, Kent me recuerda a un bogatyr: un noble guerrero de los cuentos tradicionales rusos.
Me descubre mirándole y le centellean los pálidos ojos al fijarse en mí. Enseguida miro hacia otro lado y reprimo un escalofrío. Esos ojos me hacen pensar en el hielo del exterior, azul grisáceo y de un frío glacial.
Gracias a Dios no es a él a quien tengo que seducir. Será muchísimo más fácil fingirlo con su jefe.
—Hay ciertas partes de Ucrania que necesitan nuestra ayuda —dice Buschekov—. Pero con la opinión internacional que hay ahora mismo, sería problemático ir a ofrecer esa ayuda.
Enseguida traduzco lo que ha dicho, otra vez centrada en la información que tengo que dar. Esto es importante; es la razón principal por la que estoy hoy aquí. Seducir a Esguerra es secundario, aunque probablemente siga siendo inevitable.
—Así que quieres que lo haga yo —dice Esguerra, y Buschekov asiente cuando lo traduzco.
—Sí —dice este—. Nos gustaría que un cargamento considerable de armas y otros suministros llegase a los luchadores por la libertad en Donetsk. Que no puedan rastrearlo y relacionarlo con nosotros. A cambio, se os pagarían los honorarios habituales y garantizamos un salvoconducto hasta Tayikistán.
Cuando le transmito las palabras, Esguerra sonríe con frialdad.
—¿Eso es todo?
—También preferiríamos que evitarais tratos con Ucrania de momento —añade Buschekov—. Dos sillas para un solo culo, ya me entiendes.
Hago lo que puedo al traducir esa última parte, pero en inglés no suena ni de lejos tan contundente. También me guardo absolutamente todas las palabras en la memoria para poder trasladárselas a Obenko más tarde. Esto es exactamente lo que mi jefe esperaba que oyera. O, mejor dicho, lo que temía que oyera.
—Me temo que necesitaré una compensación adicional para eso —dice Esguerra—. Como sabes, no suelo tomar partido en esta clase de conflictos.
—Sí, eso hemos oído. —Buschekov se lleva un trozo de selyodka, pescado salado, a la boca y lo mastica despacio mientras mira al traficante de armas—. Quizás quieras replantearte esa postura en nuestro caso. Puede que la Unión Soviética haya desaparecido, pero nuestra influencia en la región sigue siendo bastante significativa.
—Sí, lo sé. ¿Por qué crees que estoy aquí? —La sonrisa de Esguerra me recuerda a la de un tiburón—. Pero la neutralidad es un lujo caro y difícil de abandonar. Estoy seguro de que lo entiendes.
La mirada de Buschekov se torna más fría.
—Lo entiendo. Estoy autorizado a ofrecerte un veinte por ciento más del pago habitual por tu cooperación en este asunto.
—¿Veinte por ciento? ¿Cuando estás reduciendo a la mitad mis beneficios potenciales? —Esguerra ríe en voz baja—. Va a ser que no.
En cuanto lo traduzco, Buschekov se sirve un poco de vodka y le da vueltas en el vaso.
—Un veinte por ciento más y la custodia del terrorista de Al-Quadar capturado —dice tras unos instantes—. Es nuestra última oferta.
Traduzco lo que dice y echo otro vistazo al rubio, con una inexplicable curiosidad por ver su reacción. Lucas Kent no ha dicho una sola palabra en todo este rato, pero noto cómo lo mira todo, cómo lo absorbe todo.
Y noto cómo me mira a mí.
¿Sospecha algo o simplemente le atraigo? En cualquier caso, me preocupa. Los hombres como él son peligrosos y tengo la sensación de que este puede serlo incluso más que la mayoría.
—Pues trato hecho —dice Esguerra, y me doy cuenta de que está ocurriendo. Lo que Obenko temía va a pasar. Los rusos van a conseguir las armas para los llamados luchadores por la libertad y el desastre de Ucrania alcanzará proporciones épicas.
Bueno, eso ya es problema de Obenko, no mío. Lo único que tengo que hacer es sonreír, estar guapa e interpretar; y eso hago durante el resto de la comida.
Cuando termina la reunión, Buschekov se queda en el restaurante para hablar con el propietario y yo salgo con Esguerra y Kent.
En cuanto ponemos un pie fuera, un frío cortante se apodera de mí. El abrigo que llevo es elegante, pero no sirve para un invierno ruso. El frío atraviesa la lana y me llega hasta los huesos. En cuestión de segundos, los pies se me convierten en témpanos de hielo porque las finas suelas de mis zapatos de tacón no sirven de mucho para protegerlos del suelo helado.
—¿Te importaría llevarme al metro más cercano? —pregunto cuando Esguerra y Kent se acercan al coche. Se nota que tirito y cuento con que ni siquiera unos criminales despiadados dejarían a una mujer guapa congelarse sin motivo—. Creo que está a unas diez manzanas de aquí.
Esguerra me observa durante un segundo, entonces le hace un gesto a Kent.
—Regístrala —ordena con brusquedad.
Mi corazón se acelera cuando el rubio se acerca a mí. Sus duras facciones no muestran ninguna emoción, su expresión no cambia ni cuando sus grandes manos me registran de la cabeza a los pies. Es un cacheo normal —no intenta manosearme ni nada así—, pero cuando acaba estoy tiritando por un motivo distinto; una sensación extraña e inoportuna me ha calado hondo.
No. Me esfuerzo por respirar con normalidad. Esta no es la reacción que necesito y él no es el hombre ante el que debo reaccionar.
—Está limpia —dice Kent mientras se aleja de mí, y procuro controlar una exhalación de alivio.
—Vale. —Esguerra me abre la puerta del coche—. Sube.
Entro y me siento junto a él en la parte de atrás, agradeciendo mentalmente que Kent se haya quedado delante con el conductor. Por fin puedo pasar a la acción.
—Gracias —digo, dedicándole a Esguerra mi sonrisa más cálida—. Te lo agradezco de verdad. Está siendo uno de los peores inviernos de los últimos años.
Para mi decepción, la cara del apuesto traficante de armas no muestra ni un ápice de interés.
—Sin problema —contesta, mientras saca el teléfono. Aparece una sonrisa en sus sensuales labios cuando lee el mensaje que ha recibido y empieza a teclear una respuesta.
Lo observo y me pregunto qué lo puede haber puesto de tan buen humor. ¿Un trato que ha salido bien? ¿Una oferta mejor de la esperada por parte de algún proveedor? Sea lo que sea le está distrayendo de mí, y eso no es bueno.
—¿Vas a quedarte aquí mucho tiempo? —pregunto, poniendo una voz suave y seductora. Cuando me mira, sonrío y cruzo las piernas, cuya longitud enfatizan las medias de seda negra que llevo puestas—. Te puedo enseñar la ciudad, si quieres. —Le miro a los ojos al hablar, poniendo una mirada lo más invitadora posible. Los hombres no saben diferenciar entre esto y un deseo genuino; mientras parezca que una mujer les desea, ellos creen que es así de verdad.
Y, para ser justa, la mayoría de las mujeres sí desearían a este hombre. Es más que atractivo; guapísimo, en realidad. Muchas matarían por tener la oportunidad de estar en su cama, incluso con ese punto cruel y oscuro que emana. El hecho de que a mí no me diga nada es problema mío, uno en el que tendré que trabajar si quiero completar la misión.
No sé si Esguerra sospecha algo o simplemente no soy su tipo, pero en lugar de aceptar mi oferta, me responde con una fría sonrisa.
—Gracias por la invitación, pero nos iremos pronto y me temo que estoy demasiado cansado para visitar la ciudad como se merece.
«Mierda». Oculto mi decepción y le devuelvo la sonrisa.
—Claro. Si cambias de opinión, ya sabes dónde encontrarme. —No puedo decir nada más sin levantar sospechas.
El coche se detiene delante de mi parada de metro y yo salgo intentando pensar cómo voy a explicar mi fracaso en este asunto.
«¿No me deseaba?». Sí, seguro que eso podría funcionar.
Respiro hondo y me ciño con fuerza el abrigo sobre el pecho; corro hacia la estación de metro, decidida, al menos, a alejarme del frío.