3

Yulia


Entra a mi apartamento en cuanto la puerta se abre. Sin dudar, sin saludar; entra sin más.

Sorprendida, doy un paso atrás; el pasillo, corto y estrecho, de pronto se me antoja tan pequeño que me agobia. Había olvidado lo grande que es Kent, lo anchos que son sus hombros. Yo soy alta para ser mujer —lo bastante para fingir ser modelo si la tarea lo requiere—, pero él me saca una cabeza. Con el grueso abrigo que lleva, ocupa casi todo el pasillo.

Aún sin mediar palabra, cierra la puerta tras él y se me acerca. Me aparto de manera instintiva, sintiéndome como una presa acorralada.

—Hola, Yulia —murmura, y se detiene cuando salimos del pasillo. Su pálida mirada está fija en mi rostro—. No esperaba verte así.

Trago saliva, tengo el pulso disparado.

—Acabo de darme un baño. —Quiero parecer tranquila y segura, pero me tiene totalmente desconcertada—. No esperaba visitas.

—No, ya lo veo. —Sus labios forman una leve sonrisa que suaviza las duras líneas de su boca—. Y, aun así, me has dejado entrar. ¿Por qué?

—Porque no quería seguir hablando a través de la puerta. —Respiro para serenarme—. ¿Quieres un poco de té? —Es una pregunta estúpida, teniendo en cuenta para qué está aquí, pero necesito unos instantes para recomponerme.

Alza las cejas.

—¿Té? No, gracias.

—¿Te guardo entonces el abrigo? —Parece que no puedo dejar de hacer de anfitriona; uso la cortesía para ocultar la ansiedad—. Tiene pinta de dar calor.

Me mira con aire divertido.

—Claro. —Se quita el abrigo y me lo da. Quedan a la vista un jersey negro y unos vaqueros oscuros remetidos en unas botas negras de invierno. Los vaqueros se le ciñen a las piernas y le marcan unos muslos musculosos y unas pantorrillas fuertes; y veo que en el cinturón lleva una funda con un arma dentro.

De manera irracional, se me acelera la respiración al verla y me las veo y me las deseo para que no me tiemblen las manos cuando cojo el abrigo y me acerco a colgarlo en el armarito. No me sorprende que vaya armado —me sorprendería que no lo estuviese—, pero el arma es un potente recordatorio de quién es Lucas Kent.

De qué es Lucas Kent.

No es para tanto, me digo, intentando calmar mis nervios crispados. Estoy acostumbrada a los hombres peligrosos. Me crie entre ellos. Este hombre no es tan distinto. Me acostaré con él, conseguiré la información que pueda y después saldrá de mi vida.

Sí, eso es. Cuanto antes lo haga, antes acabará todo.

Cierro la puerta del armario, esbozo una sonrisa ensayada y me doy la vuelta para mirarlo, al fin lista para retomar el papel de seductora segura de sí misma.

Pero él ya está a mi lado, ha cruzado la habitación sin hacer un solo ruido.

Mi pulso se vuelve a disparar y mi compostura se va al garete. Está lo bastante cerca para ver las estriaciones grises de sus ojos azul pálido, lo bastante cerca para tocarme.

Y, al cabo de un segundo, me toca. Levanta la mano y me roza la mandíbula con los nudillos.

Le miro, confundida por la respuesta instantánea de mi cuerpo. Me aumenta la temperatura y se me endurecen los pezones, mi respiración es cada vez más rápida. No tiene sentido que este extraño rudo y despiadado me ponga tanto. Su jefe es más atractivo, más llamativo y, sin embargo, es a Kent a quien mi cuerpo reacciona. Lo único que me ha tocado hasta ahora es la cara. No debería ser nada, pero, de alguna manera, me resulta íntimo. Íntimo y perturbador.

Vuelvo a tragar saliva.

—Señor Kent, Lucas, ¿estás seguro de que no quieres algo de beber? Quizás un café o…

Mis palabras terminan con un suspiro jadeante cuando me coge el cinturón del albornoz y tira de él con tanta facilidad como sin abriera un paquete.

—No. —Mira cómo se abre el albornoz, que deja expuesto mi cuerpo desnudo—. Nada de café.

Y entonces me toca de verdad; con la palma de la mano, grande y fuerte, me recoge el pecho. Tiene los dedos encallecidos, ásperos. Fríos de estar en la calle. Mueve el pulgar sobre mi pezón endurecido y noto una sensación muy intensa desde lo más profundo de mi alma, una espiral de deseo tan desconocida como su roce.

Luchando contra el deseo de apartarme, me humedezco los labios.

—Eres muy directo, ¿no?

—No tengo tiempo para juegos. —Los ojos le resplandecen cuando vuelve a mover el pulgar sobre mi pezón—. Los dos sabemos por qué estoy aquí.

—Para acostarte conmigo.

—Sí. —No se molesta en suavizarlo, en ofrecerme algo más que la cruel verdad. Sigue sujetándome el pecho, tocando mi carne desnuda como si fuera su derecho—. Para acostarme contigo.

—¿Y si digo que no? —No sé por qué lo pregunto. No es así como se supone que deberían ir las cosas. Tendría que estar seduciéndolo, no intentando alejarlo. Pero algo en mi interior se rebela ante la suposición de que soy suya y puede hacerme lo que quiera. No es el primer hombre que lo supone, pero nunca me había molestado tanto. No sé qué ha cambiado esta vez, pero quiero que se aparte de mí, que deje de tocarme. Lo deseo con tanta fuerza que aprieto los puños y se me tensan los músculos por la necesidad de luchar.

—¿Estás diciendo que no? —Lo pregunta con calma, su pulgar rodea ahora mi areola. Mientras busco una respuesta, desliza su otra mano hasta mi pelo y me agarra posesivamente la nuca.

Lo miro y recupero el aliento.

—¿Y si fuera así? —Para mi disgusto, me sale una voz débil y asustada. Es como si fuera virgen otra vez, acorralada por mi entrenador en el vestuario—. ¿Te irías?

Esboza una media sonrisa.

—¿Tú qué crees? —Aprieta los dedos alrededor mi pelo y tira lo justo para que se note pero no duela. Su otra mano, la de mi pecho, continúa con suavidad, pero no importa.

Tengo mi respuesta.

Así que cuando quita la mano de mi pecho para deslizarla hasta mi vientre, no me resisto. En su lugar, separo las piernas para dejar que me toque el coño, recién depilado. Y cuando me introduce un dedo con brusquedad, no intento apartarme. Me quedo de pie, intentado controlar la respiración, intentando convencerme de que esto no es diferente de cualquier otro encargo.

Pero lo es.

No quiero que lo sea, pero lo es.

—Estás mojada —murmura, y me mira mientras me introduce aún más el dedo—. Muy mojada. ¿Siempre te excitas tanto con hombres a los que no deseas?

—¿Qué te hace pensar que no te deseo? —Para mi alivio, la voz me sale más firme esta vez. Lo pregunto con suavidad, casi con diversión, mientras sostengo su mirada—. Te he dejado entrar, ¿no?

—Te acercaste a él. —Kent tensa la mandíbula y me quita la mano de la nuca para agarrarme un mechón de pelo—. Antes le deseabas a él.

—Eso es. —Esa muestra de celos típicamente masculina me tranquiliza porque me coloca en un terreno que conozco. Consigo suavizar el tono, hacerlo más seductor—. Y ahora te deseo a ti. ¿Te molesta?

Kent entrecierra los ojos.

—No. —Me introduce un segundo dedo mientras presiona el pulgar contra mi clítoris—. Para nada.

Quiero decir algo inteligente, soltar una réplica ágil, pero no puedo. Me sacude un placer agudo y sorprendente. Se me tensan los músculos interiores aferrándose a sus dedos ásperos e invasores, y tengo que contenerme muchísimo para no gemir en voz alta. Alzo las manos involuntariamente para agarrarle el antebrazo. No sé si intento apartarle o hacer que siga, pero no importa. Bajo la suave lana del jersey noto que en su brazo hay músculos de acero. No puedo controlar sus movimientos; solo puedo aferrarme a él mientras empuja cada vez más en mi interior con sus dedos despiadados.

—Te gusta, ¿verdad? —murmura mirándome a los ojos y jadeo cuando empieza a mover el pulgar sobre mi clítoris, de lado a lado y después de arriba a abajo. Curva los dedos en mi interior y reprimo un gemido cuando alcanza un punto que envía una punzada de sensaciones aún más intensas a mis terminaciones nerviosas. Noto una espiral de sensaciones en mi interior, el placer se intensifica y me doy cuenta, sorprendida, de que estoy al borde del orgasmo.

Mi cuerpo, normalmente lento en responder, palpita de deseo ante el roce de un hombre que me da miedo; algo que me sorprende tanto como me perturba.

No sé si me lo ve en la cara o nota la tensión en mí, pero se le dilatan las pupilas y se le oscurecen los ojos.

—Sí, eso es. —Su voz es un murmullo grave y profundo—. Córrete para mí, preciosa. —Presiona con fuerza el pulgar contra mi clítoris—. Eso es.

Y lo hago. Con un gemido ahogado, alcanzo el clímax alrededor de sus dedos; los bordes de sus uñas cortas y afiladas se me clavan en la carne. Se me nubla la vista y siento un hormigueo en la piel mientras surco esta ola de sensaciones. Y entonces me dejo caer sobre él, solo sujeta por su mano en mi pelo y sus dedos dentro de mí.

—Muy bien —dice con voz profunda; y, cuando vuelvo a enfocar, veo que me mira atentamente—. Ha estado bien, ¿verdad?

No soy capaz ni de asentir, pero parece que no necesita confirmación. ¿Por qué iba a hacerlo? Noto la humedad en mi interior, que ahora cubre esos dedos duros y masculinos; unos dedos que aparta de mi lentamente, mirándome a la cara todo el tiempo. Quiero cerrar los ojos, o al menos apartar la vista de su penetrante mirada, pero no puedo. No sin demostrarle lo mucho que me asusta.

Así que, en lugar de echarme atrás, le observo yo a él y veo señales de excitación en sus fuertes rasgos. Tiene la mandíbula muy apretada al mirarme, un pequeño músculo palpita cerca de su oreja derecha. E, incluso a través de su bronceado tono de piel, veo el color intenso de sus afilados pómulos.

Me desea con todas sus fuerzas y saberlo me alienta a actuar.

Extiendo el brazo para agarrar el duro paquete de su entrepierna.

—Sí que ha estado bien —susurro, alzando la vista para mirarle—. Y ahora te toca a ti.

Se le dilatan aún más las pupilas e hincha el pecho con una inspiración profunda.

—Sí. —Su voz está cargada de lujuria, me acerca más a él agarrándome del pelo—. Sí, creo que me toca.

Y, antes de poder replantearme la prudencia de mi insolente provocación, baja la cabeza y atrapa mi boca con la suya.

Jadeo y entreabro la boca por la sorpresa, y él enseguida aprovecha la situación para besarme con pasión. Su boca, de apariencia dura, resulta sorprendentemente suave en la mía; sus labios son cálidos y delicados mientras su lengua explora con ansia el interior de mi boca. En ese beso hay habilidad y confianza; es el beso de un hombre que sabe cómo satisfacer a una mujer, cómo seducirla con el solo roce de sus labios.

El calor que hierve en mi interior se intensifica, la tensión dentro de mí vuelve a aumentar. Me sujeta tan cerca de él que mis pechos desnudos presionan contra su jersey, la lana me roza los duros pezones. Noto su erección a través de la áspera tela de sus vaqueros; presiona contra mi vientre y demuestra así cuánto me desea, lo frágiles que son en realidad sus pretensiones de control. Ni me doy cuenta de que el albornoz se me ha resbalado y me ha dejado completamente desnuda y me olvido de ello cuando él emite un gruñido gutural y me empuja contra la pared.

La inesperada superficie fría en mi espalda me aclara la mente por un instante, pero él ya se está desabrochando los pantalones, me separa las piernas con las rodillas y levanta la cabeza para mirarme. Oigo el rasgado de un paquete de aluminio y entonces me rodea el trasero para levantarme del suelo. Me agarro a sus hombros y se me acelera el corazón cuando me ordena con voz ronca:

—Rodéame con las piernas. —Y me baja hasta su rígido pene, todo esto mientras me sostiene la mirada.

La embestida es fuerte y profunda, me penetra hasta el fondo. Me tiembla la respiración por su fuerza, por esa brutalidad intransigente. Se me tensan los músculos internos a su alrededor, tratando en vano de impedir que entre. Su polla es tan grande como el resto de su cuerpo, tan larga y gruesa que me estira hasta llegar a doler. Si no estuviera tan mojada, me habría desgarrado. Pero estoy mojada y, tras unos instantes, mi cuerpo empieza a relajarse, a amoldarse a su grosor. De manera inconsciente, levanto las piernas y abrazo con ellas sus caderas tal y como me había dicho; la nueva postura hace que se deslice aún más dentro de mí, la sensación me hace gritar.

Entonces comienza a moverse, le centellean los ojos mientras me mira. Cada embestida es tan fuerte como la primera, pero mi cuerpo ya no intenta luchar contra ellas. Estoy más mojada aún y eso facilita las penetraciones. Cada vez que me embiste, su ingle presiona contra mi sexo y me presiona el clítoris; vuelvo a sentir la tensión de mi interior, que aumenta a cada segundo. Me doy cuenta, anonadada, de que estoy a punto de alcanzar mi segundo orgasmo… y entonces sucede, la tensión alcanza su clímax y explota, diluyendo mis pensamientos y electrificando mis terminaciones nerviosas.

Noto mis propias palpitaciones, noto cómo mis músculos aprietan y liberan su pene, y entonces veo su mirada desenfocada cuando deja de embestir. Un gemido ronco y profundo se escapa de su garganta mientras presiona contra mí y sé que él también se ha corrido: mi orgasmo lo ha llevado al límite.

Estoy jadeando, lo miro, observo que sus pálidos ojos azules vuelven a centrarse en mí. Sigue en mi interior y, de repente, me abruma la intimidad de la situación. Él no es nadie para mí, es un extraño, pero aun así me ha follado.

Me ha follado y yo se lo he permitido porque es mi trabajo.

Trago saliva y le empujo en el pecho mientras separo las piernas de su cintura.

—Por favor, déjame bajar. —Sé que debería hacerle arrumacos y alimentar su ego. Debería decirle lo fantástico que ha sido, que me ha dado más placer que nadie. No mentiría; nunca me había corrido dos veces con un hombre. Pero no consigo hacerlo. Me siento demasiado desnuda, demasiado expuesta.

Pero con este hombre no tengo el control y saberlo me asusta.

No sé si lo nota o solo quiere jugar conmigo, pero en sus labios aparece una sonrisa sarcástica.

—Ya es tarde para arrepentirse, guapa —murmura; y, antes de poder responderle, me baja y deja de agarrarme el culo. Su suave pene sale de mi cuerpo cuando se aleja y veo, todavía respirando de manera irregular, cómo se quita el condón con indiferencia y lo tira al suelo.

Por algún motivo, esa acción me hace ruborizar. Hay algo malo, sucio, en ese condón ahí tirado. Puede que sea porque me siento como él: usada y desechada. Veo el albornoz en el suelo y voy a recogerlo, pero la mano de Lucas sobre mi brazo me detiene.

—¿Qué haces? —pregunta, mirándome. No parece preocupado en lo más mínimo por seguir con los vaqueros desabrochados y la polla al aire—. Todavía no hemos acabado.

Se me corta la respiración.

—Ah, ¿no?

—No —dice mientras se acerca. Para mi sorpresa, noto cómo se le pone dura contra mi estómago—. Ni de coña.

Y, sujetándome del brazo, me lleva hacia la cama.