5

Lucas


Me despierto con la sensación poco familiar de un cuerpo bonito en mis brazos y el leve olor a melocotones en mi nariz. Al abrir los ojos, veo el pelo rubio enmarañado extendido sobre la almohada frente a mí y un hombro delgado y pálido asomándose por debajo de la manta.

Me sobresalto, pero al poco me acuerdo.

Estoy con Yulia Tzakova, la intérprete contratada por los rusos para la reunión de ayer.

Me vienen los recuerdos de anoche y me arde la sangre. Joder, fue superexcitante.

Todo en ella era perfecto, solo pensar en ese sexo tan intenso me la pone dura. No sé qué esperaba cuando aparecí en su puerta, pero no era lo que sucedió anoche.

La había observado durante toda la reunión, disfrutando de la forma en que tradujo sin esfuerzo, con una voz suave y sin acento. No fue una sorpresa que llamara mi atención. Siempre me han gustado las rubias altas y con piernas largas, y Yulia Tzakova es tan bella como ellas, con esos ojos claros azules y su fina estructura ósea. No comió gran cosa durante la comida, solo mordisqueó un par de aperitivos, pero bebió té y me vi mirando cómo sus labios rosados y brillantes tocaban el borde de su taza de porcelana… en la suave columna blanca de su garganta, que se movía mientras tragaba. Quería sentir esos labios cerrándose alrededor de la base de mi polla y ver su garganta moverse mientras tragaba mi semen. Quería quitarle esa ropa elegante y doblarla sobre la mesa, para agarrarle ese cabello largo y sedoso mientras la penetraba, follándola hasta que gritara y se corriera.

La deseaba a ella… y ella solo parecía tener ojos para Esguerra.

Incluso ahora, saber que se acercó a mi jefe me deja un sabor amargo en la boca. No debería importarme, Esguerra siempre ha sido un imán para las chicas y eso siempre me ha dado igual. De hecho, me divierte la forma en que las mujeres se le echan encima, aun cuando sospechan cómo es de verdad. Incluso su nueva esposa, una bonita y pequeña niña estadounidense que secuestró hace casi dos años, parece haberse enamorado de él. Es lógico que Yulia intente seducirlo, o al menos eso es lo que me dije a mí mismo mientras miraba cómo ella se comía a Esguerra con los ojos durante toda la reunión.

Si ella lo deseaba, para él sería bienvenida.

Pero él no la deseaba. Me sorprendió esa última parte, aunque en los últimos dos años no lo he visto liarse con ninguna mujer. Si por él fuera, se pasaría todo el tiempo en su isla privada. Hasta hace unos meses no supe que tenía a su chica estadounidense allí, con la que terminó casándose. La chica, Nora, debe de haber satisfecho sus necesidades todo el tiempo. Seguro que aún lo hace y excepcionalmente bien, dado que Esguerra no le dedicó ni una mirada a Yulia.

Estuve tentado a olvidarme también de la intérprete, pero él me pidió que la cacheara. Ella estaba allí temblando con su elegante abrigo y tuve la oportunidad de sentirla, de pasar mis manos sobre su cuerpo en busca de armas. No había ninguna, pero su respiración cambió cuando la toqué. No me miró, no se movió, pero noté un ligero tirón en su respiración y vi que se le enrojecían las mejillas pálidas. Hasta ese momento, no pensé que se hubiera fijado en mí, pero entonces me di cuenta de que así era y que, por algún motivo, había estado forcejeando contra esa atracción hacia mí. Así pues, cuando Esguerra rechazó su invitación, tomé la decisión impulsiva de seducirla.

Solo una noche y solo para aplacar el deseo.

No fue difícil obtener su dirección, lo que tardé en llamar a Buschekov, y luego me presenté en su puerta, esperando ver a la misma mujer soltera y confiada que coqueteaba con mi jefe.

Pero no fue la misma quien me saludó.

Era una niña que parecía poco más que una adolescente, con su hermoso rostro sin maquillar y su cuerpo alto y esbelto envuelto en una bata nada elegante. Me dejó entrar en su piso después de decirle explícitamente lo que quería, pero la mirada de sus grandes ojos azules era la de un conejillo asustado. Durante un instante, dudé de si me quería allí; parecía tan nerviosa como un animalillo frente a un zorro. Su ansiedad era tan palpable que me pregunté si había cometido un error al ir, si de alguna manera había interpretado mal su experiencia o el nivel de su interés en mí.

Solo una caricia, me dije mientras me cogía el abrigo. Solo una caricia y si ella no quiere, me voy, pensé. Nunca había forzado a una mujer en mi vida y no tenía la intención de hacerlo con ella, con una chica que parecía extrañamente inocente a pesar de sus conexiones corruptas con el Kremlin.

Una chica a la que deseaba más con cada segundo que pasaba.

Me dije que me limitaría a esa caricia, pero en cuanto la toqué, supe que mentía. Su piel cremosa era suave como la de un bebé, los huesos de su mandíbula tan delicados que eran casi frágiles. Mi mano parecía marrón y áspera en comparación con su perfección pálida; mi palma se veía tan grande que podría haberle aplastado la cara con un apretón fuerte.

Se quedó inmóvil cuando la toqué y noté el pulso latiendo a un lado de su cuello. Cuando la registré antes, olía caro, como un perfume elegante, pero ese ya no era el caso. De pie frente a mí, con las mejillas coloradas, olía a melocotones e inocencia. Lógicamente, sabía que tenía que ser por el gel de ducha, pero aún se me hacía la boca agua por las ganas de lamerla, de probar esa carne limpia y con aroma a fruta.

De ver lo que escondía debajo de esa bata grande y tan poco sexi.

Dijo algo acerca de una copa, o tal vez era café, pero apenas la escuché, toda mi atención estaba en la piel pálida que se veía por la parte superior de su bata.

—No —le dije automáticamente—, nada de café.

Y luego alcancé el lazo de su bata, mis manos parecía que actuaban por su propia cuenta. La prenda cayó con un leve tirón, revelando un cuerpo sacado de mis sueños más húmedos. Pechos altos y grandes con pezones rosados duros, una cintura lo suficientemente pequeña para agarrar con las manos, caderas suavemente curvas y piernas muy largas. Y entre esas piernas, ni siquiera un indicio de vello, solo el montículo liso y desnudo de su coño.

Se me puso tan dura la polla que dolió.

Ella se sonrojó aún más, un rubor apareció en su rostro y su pecho, y se evaporó cualquier autocontrol que yo pudiera tener. Acaricié su pecho, moví mi pulgar sobre su pezón y observé sus pupilas expandirse, oscureciendo sus ojos azules.

Estaba respondiendo. Todavía asustada, quizás, pero respondía al tacto.

No era mucho, pero bastaba. No podría haberme marchado en ese punto ni aunque una bomba hubiera explotado junto a nosotros.

—Eres muy directo, ¿verdad? —susurró, mirándome, y le dije que no tenía tiempo para jugar. Era cierto, aunque solo fuera porque notaba que me sentía más intenso, más violento que cualquier cosa que hubiera conocido antes. En ese momento, hubiera hecho lo que fuera necesario, cruzar cualquier línea y hasta cometer algún crimen.

—¿Y si digo que no? —preguntó, su voz temblaba ligeramente, y pensó en todo lo que podía pasar si, de hecho, decía que no.

—¿A ti qué te parece? —pregunté, deteniéndome mientras intentaba adivinar la respuesta, pero no respondió. Debía de notar esas ganas enormes dentro de mí y decidió no seguir jugando. Vi la aceptación en sus ojos, sentí la forma en que se inclinaba hacia mí, como si me concediera permiso.

Entonces la toqué y sentí el calor suave entre sus piernas. La penetré con un dedo y noté su humedad.

Me deseaba… a no ser que no estuviera húmeda por mí. A no ser estuviera pensando en Esguerra en ese momento. Esa idea me llenó de rabia.

—¿Siempre te mojas tanto con los hombres que no deseas? —le pregunté, incapaz de ocultar mis celos irracionales, y ella me dijo que sí me deseaba. Antes había deseado a Esguerra y ahora me deseaba a mí.

—¿Te molesta eso? —preguntó, y por primera vez desde que llegué a su apartamento, parecía la mujer experimentada y segura del restaurante en vez de la chica asustada que me había saludado en la puerta.

La dicotomía me fascinó y me excitó, incluso cuando la rabia continuaba ardiendo en mis venas.

—No —le dije, empujando otro dedo en su sexo resbaladizo y encontrando su clítoris con mi pulgar—. Para nada.

Su mirada se suavizó y se desenfocó un poco; noté que me apretaba los dedos con el sexo y que se volvía aún más húmedo al tacto. Me agarró el brazo como si quisiera detenerme, pero su cuerpo dio la bienvenida a mis caricias. La miré atentamente, observando cada expresión en su rostro, escuchando cada jadeo y gemido mientras movía mis dedos dentro y alrededor de su coño. Estaba receptiva, tanto, que no tardé en aprender lo que le gustaba, lo que hacía que se me mojaran los dedos. Notaba su cuerpo empezando a tensarse, su respiración acelerada y se me puso la polla tan dura que parecía que iba a estallar.

—Sí, eso es. —Presioné su clítoris con fuerza—. Córrete para mí, preciosa, así.

Y lo hizo. Su mirada se volvió distante, ciega, y su coño se estremeció entre mis dedos. La sostuve hasta que sus contracciones se detuvieron, mi mano todavía agarraba su cabello sedoso, y le dije con satisfacción:

—Muy bien. No ha estado mal, ¿no?

Al principio no me respondió y, por un momento, volví a preguntarme si la había malinterpretado, si de algún modo la estaba forzando a ello. Pero luego extendió la mano y con atrevimiento me agarró las pelotas por encima de los vaqueros.

—Ha estado bien —susurró, mirándome—. Ahora te toca a ti.

Y no necesité nada más. Me sentía como una bestia desatada, pero de alguna manera me las arreglé para besarla de una manera casi civilizada, saboreando sus labios en lugar de devorarlos, mientras por dentro moría por hacerlo. Su boca era deliciosa, como el té caliente y la miel y, por un instante, pude mantener algo de control, fingir que no era un salvaje lleno de lujuria.

Pero realmente lo era y cuando se le resbaló la bata por los hombros, estallé; la empujé contra la pared. Gracias a las dos décadas de experiencia, me acordé de ponerme un condón y al momento la estaba levantando y diciéndole que me envolviera con sus piernas mientras la embestía, incapaz de esperar ni un segundo más.

Se ceñía a mi alrededor, tan increíblemente prieta y caliente que casi me corrí, sobre todo al notar que contraía el coño y se tensaba todo su cuerpo ante mi embestida. Preocupado por si le había hecho daño, me detuve un momento, esperando hasta que subiera bien las piernas y se agarrara a mis caderas, y luego comencé a follarla duro, con un deseo intensísimo que no había experimentado nunca. Quería estar dentro y no volver a salir, tomarla tan fuerte hasta dejar mi huella en sus carnes.

La observé mientras la follaba y supe el momento exacto en que alcanzaba el clímax. Sus ojos se agrandaron, como por sorpresa, y luego noté que se le estremecía el sexo y le entraban espasmos. La sensación era tan intensa que no pude contener mi propio orgasmo. Me inundó incontrolablemente y hundí mi pelvis en ella; necesitaba metérsela tan adentro como pudiera, fundirme con ella en este placer explosivo y alucinante.

Fue el mejor clímax de mi vida. Me sentía drogado, consumido por su sabor y su tacto, y por unos momentos, pensé que para ella habría sido igual, pero luego me empujó.

—Déjame bajar, por favor —dijo, con expresión angustiada, y fue como un cubo de agua fría.

Le di dos orgasmos y ella me miraba como si la hubiera violado. Como si la hubiera asaltado en un callejón.

Algo dentro de mí se retorció y se endureció. Curvando mis labios en una sonrisa sardónica, dije:

—Ya es tarde para arrepentirse, guapa. —Bajándola para ponerme de pie, aparté mis manos de su culo firme y bien proporcionado. Mi polla se deslizó hacia fuera de ella cuando di un paso atrás y el condón, lleno de mi semen, comenzó a soltarse.

Lo saqué y lo dejé caer al suelo. Sus ojos siguieron el movimiento y se puso colorada de nuevo. Estaba avergonzada por lo que había sucedido, me di cuenta, y me enfadé aún más.

Me invitó a entrar, dijo que me deseaba, su puto cuerpo me dijo que me deseaba, y ahora hacía como si todo hubiera sido un gran error.

Como si le faltara tiempo para huir de mí.

A la mierda, decidí, me hervía la sangre con una mezcla de furia y lujuria renovada. Si creía que la dejaría salirse con la suya, estaba muy pero que muy equivocada.

Y el resto de la noche, me dediqué a mostrarle lo equivocada que estaba. Le lamí el coño y la follé hasta que me suplicó que parara, hasta que su voz se volvió ronca por gritar mi nombre y tuve la polla en carne viva por hundirla en sus carnes apretadas. La hice correrse media decena de veces antes de permitirme mi segundo orgasmo, y luego tuve que contenerme para no tomarla por tercera vez cuando se despertó para ir al baño.

Tuve que contenerme porque, de alguna manera y aunque parecía imposible, quería más.

Todavía quiero más.

Hija de puta. Le dije a Yulia que regresaría algún día, pero si este deseo malsano no desaparece, tendré que regresar a Moscú antes de lo previsto, tal vez en cuanto hayamos terminado en Tayikistán.

Sí, eso es, decido cuando me levanto y empiezo a vestirme.

Haré mi trabajo y luego, si la chica rusa sigue en mi mente, volveré a por ella.