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Lucas


Cuando llego al avión, el equipo entero, incluyendo a Esguerra, ya ha embarcado y va vestido con el uniforme de combate. Los trajes son a prueba de balas e ignífugos, lo que los hace excesivamente caros. Agradezco que Esguerra insista en que nos los pongamos para cada misión; ayudan a minimizar las bajas entre nuestros hombres.

Soy el último en embarcar y, como piloto el avión, en cuanto me visto, salimos hacia Tayikistán, donde la organización terrorista Al-Quadar tiene su última fortaleza. Esguerra la descubrió hace poco y, desde que los gilipollas le jodieron secuestrando a su mujer hace unos meses, está decidido a borrarlos del mapa. Los rusos nos garantizan un paso seguro (de eso trató la reunión con Buschekov), así que espero que no haya problemas. De todos modos, vigilo el radar a medida que nos alejamos de Moscú y nos acercamos a Asia Central.

En esta parte del mundo, nunca se es lo suficientemente cauto.

Una vez alcanzada la altitud de crucero, pongo el piloto automático del avión y compruebo todas mis armas, desmontándolas para limpiarlas antes de volver a unirlas. Es una de las primeras cosas que aprendí en la Marina: asegúrate de que tus armas estén listas antes de cada combate. El equipo de Esguerra es excelente y nunca me ha fallado, pero siempre hay una primera vez.

Satisfecho de que todo está en orden, guardo las armas y miro otra vez al radar.

Nada fuera de lo normal.

Apoyándome en el respaldo del asiento, estiro las piernas. Ya puedo sentirlo: el subidón de adrenalina, el zumbido de la emoción en lo más profundo de mis venas.

La expectación que me fascina antes de cada batalla.

Mi mente y mi cuerpo ya están preparados, a pesar de que todavía nos quedan unas cuantas horas antes de llegar a nuestro destino.

Esto es para lo que he nacido, lo que me encanta hacer. Llevo la lucha en la sangre. Es por lo que me alisté en la Marina justo al salir del instituto y por lo que no podía soportar la idea de seguir el camino que mis padres tenían pensado para mí. La universidad, la facultad de Derecho, unirme al prestigioso bufete de mi abuelo... No me imaginaba haciendo ninguna de esas cosas. Me hubiera ahogado en esa vida, asfixiado hasta morir en aburridas y selectas salas de conferencias de Manhattan.

Mi familia no lo entendía, obviamente. Para ellos, el derecho de sociedades, el dinero y el prestigio que eso trae consigo son la cumbre del éxito. No podían entender por qué quería hacer algo distinto, por qué quería ser algo diferente a su niño bonito.

—Si no quieres hacer Derecho, puedes probar en la facultad de Medicina —dijo mi padre cuando le conté mis intereses en primero de bachillerato—. O, si no quieres estudiar durante tanto tiempo, puedes meterte en un banco de inversiones. Puedo conseguirte un periodo de prácticas en Goldman Sachs este verano, quedaría muy bien en tu solicitud para Princeton.

No acepté su oferta. En ese momento no sabía a dónde pertenecía, pero sabía que no era a Goldman Sachs, ni a Princeton ni al instituto por el que mis padres habían pagado un dineral para que fuera. Yo no era como mis compañeros de clase. Era demasiado inquieto, lleno de energía acumulada. Practicaba todos los deportes, tomé clases de todas las artes marciales que encontré, pero no era suficiente.

Algo faltaba.

Descubrí lo que ese algo era una noche durante mi último año, cuando estaba llegando borracho a casa de una fiesta en Brooklyn. En una estación de metro vacía me atacó un grupo de matones que esperaban obtener algo de dinero fácil de un niño pijo de Upper East Side. Iban armados con navajas y yo no llevaba nada, pero estaba demasiado borracho como para que me importara. Todo el entrenamiento que recibí en aquellas clases de artes marciales empezó a hacer efecto, y me encontré en la primera batalla real de mi vida.

Una batalla en la que acabé apuñalando a un hombre y viendo su sangre derramarse por mis manos.

Una batalla en la que conocí el alcance de la violencia que había en mí.

Estamos sobrevolando Uzbekistán, a unos ciento sesenta kilómetros de nuestro destino, cuando Esguerra entra en la cabina del piloto.

Al oír abrirse la puerta, me doy la vuelta para verle.

—Llegaremos en aproximadamente una hora y media —digo adelantándome a su pregunta—. La pista de aterrizaje está helada, la están descongelando ahora. Los helicópteros ya tienen el depósito lleno y están listos para salir.

Necesitamos que esos helicópteros lleguen a la cordillera del Pamir, donde creemos que puede estar el escondite de los terroristas.

—Excelente —dice Esguerra, con un brillo en sus ojos azules—. ¿Hay alguna actividad inusual en esa zona?

Niego con la cabeza.

—No, todo está tranquilo.

—Bien. —Entra en la cabina y se sienta en el asiento del copiloto—. ¿Cómo te fue con la chica rusa anoche? —me pregunta abrochándose el cinturón.

Siento una fugaz punzada de celos, pero después recuerdo lo receptiva que estuvo Yulia conmigo durante toda la noche.

—Bastante bien —digo mientras sonrío al recordar las imágenes que llenan mi mente—. Te lo perdiste.

—Sí, seguro —dice, pero puedo notar que no lo siente en absoluto. Este hombre está obsesionado con su joven esposa. Tengo la impresión de que si la mujer más guapa del mundo desfilara desnuda delante de él, ni siquiera parpadearía. A Esguerra le han echado el lazo, nada más y nada menos que una chica a la que ha mantenido presa.

La idea me hace sonreír.

—Tengo que decir que nunca pensé que te vería como un hombre felizmente casado —le comento, divertido.

Esguerra arquea las cejas.

—¿En serio?

Me encojo de hombros mientras mi sonrisa desaparece. No soy muy amigo de mi jefe. Nunca he pensado que Esguerra sea especialmente amigable, pero, por alguna razón, hoy parece más accesible.

O tal vez estoy de buen humor gracias a la preciosa intérprete.

—Claro —le digo—. Generalmente a la gente como nosotros no se nos considera buenos maridos.

De hecho, no conozco a dos personas menos apropiadas para la vida doméstica.

Esguerra se ríe por lo bajo.

—Bueno, no sé si, estrictamente hablando, Nora me considera «buen marido».

—Pues si no lo hace, debería. —Me giro hacia los mandos—. No la engañas, la cuidas y has arriesgado tu vida por salvarla. Si eso no es ser un buen marido, entonces no sé qué es. —Mientras hablo, me doy cuenta de que hay un parpadeo en la pantalla del radar.

Lo miro de cerca frunciendo el ceño.

—¿Qué es eso? —El tono de Esguerra se vuelve serio.

—No estoy seguro —empiezo a decir y, en ese momento, un violento golpe sacude el avión y casi me tira del asiento. El avión se inclina bruscamente y la adrenalina explota en mis venas a medida que oigo los frenéticos pitidos de los mandos, que se han vuelto locos.

«Nos han dado».

La idea aparece clara como el cristal en mi mente.

Sujetando los mandos, intento poner recto el avión mientras nos adentramos en una espesa capa de nubes. Mis latidos van como un cohete, puedo oír las palpitaciones en los oídos.

—Mierda, joder, mierda, mierda, puta mierda.

—¿Qué nos ha golpeado? —Esguerra parece tranquilo, casi desinteresado. Puedo oír los motores rechinando y chisporroteando y me llega olor a humo, junto con el sonido de los gritos.

Estamos ardiendo.

«Hostia puta».

—No estoy seguro —consigo decir. El avión está cayendo en picado y no puedo enderezarlo más de un segundo—. ¿Eso qué coño importa?

El avión tiembla y los motores emiten un espantoso chisporroteo a medida que nos dirigimos directamente contra el suelo. Las cimas de la cordillera del Pamir ya se ven en la distancia, pero estamos demasiado lejos para llegar hasta allí.

Nos vamos a estrellar antes de alcanzar nuestro objetivo.

«Joder, no». No estoy listo para morir.

Maldigo y sigo peleándome con los mandos, haciendo caso omiso de las señales que me informan de la inutilidad de mis esfuerzos. El avión se estabiliza bajo mi control y los motores funcionan por un momento, pero volvemos a caer en picado otra vez. Repito la maniobra recurriendo a todos los años de experiencia como piloto, pero aun así sigue siendo inútil.

Lo único que consigo hacer es frenar el descenso por unos segundos.

Dicen que la vida pasa por delante de tus ojos antes de morir. Dicen que piensas en todas las cosas que podrías haber hecho de manera diferente, todas las cosas que no has tenido la oportunidad de hacer.

No pienso en nada de eso.

Estoy demasiado ocupado intentando sobrevivir todo cuanto pueda.

Esguerra está a mi lado en silencio y sus manos se agarran al borde del asiento mientras el suelo se aproxima a nosotros a toda velocidad. Los objetos pequeños empiezan a parecer cada vez más grandes. Puedo distinguir los árboles del bosque sobre el que estamos volando y, después, veo cada una de las ramas sin hojas y cubiertas de nieve.

Estamos cerca, muy cerca, y hago un último intento de pilotar el avión, dirigiéndolo hacia un grupo de pequeños árboles y arbustos a unos noventa metros de distancia.

Y, después, allí estamos, estrellándonos contra los árboles con una fuerza devastadora.

Curiosamente, mi último pensamiento es ella, la chica rusa a la que no volveré a ver.