Yulia
Siete horas y media.
El tren se ha quedado parado en ese túnel durante siete horas y media. El alivio que siento cuando al fin se abren las puertas en la siguiente parada es muy grande. De hecho, me hace temblar.
O puede que tiemble de hambre y sed. Es imposible averiguarlo.
Salgo del dichoso tren, me abro paso a través de una manada de cansados y estresados trabajadores y me subo a la escalera mecánica. Necesito llamar a Obenko inmediatamente; mis jefes deben estar enfadados y preocupados.
—¿Yulia? ¿Qué cojones? —Como esperaba, Obenko está furioso—. ¿Dónde estás?
—En Rizhskaya —le nombro una estación a unas veinte paradas de mi destino—. Estaba en la línea Kaluzhsko-Rizhskaya.
—Ah, joder. Te has quedado atascada por culpa de ese idiota.
—Sí. —Me apoyo en una pared helada al final de la escalera mientras la gente pasa a toda velocidad por mi lado. Según las últimas noticias del conductor del tren, el motivo del retraso ha sido una toma de rehenes dos trenes por delante de nosotros. Un ciudadano checheno tuvo la brillante idea de atarse una bomba casera y amenazar con explotarla si no se hacía lo que pedía. La policía consiguió reducirlo, pero les llevó horas hacerlo sin incidentes. Considerando la seriedad de la situación, es un milagro que hayamos podido bajar del tren antes de que cayera la noche.
—Vale. —Obenko parece un poco más calmado—. Llevaré al equipo al punto de recogida. ¿Vuelven a circular los trenes?
—Los de la línea de Kaluzhsko-Rizskaya, no. Dicen que volverán a funcionar esta noche. Voy a tener que coger un taxi. —Me apoyo en el otro pie mientras la vejiga me recuerda que han pasado horas desde la última vez que fui al baño. Necesito ir y comer con extrema urgencia, pero primero, hay algo que debo saber.
—Vasiliy Ivanovich —digo con indecisión, dirigiéndome a mi jefe por su nombre completo y patronímico—, ¿salió bien la operación?
—El avión fue derribado hace una hora.
Se me doblan las rodillas, y, por un momento, la estación se desenfoca. Si no fuera por la pared en la que estoy apoyada, me hubiera caído.
—¿Ha habido supervivientes? —Mi voz suena ahogada, y tengo que aclararme la garganta antes de seguir—. Quiero decir, ¿estás seguro de que el objetivo ha sido eliminado?
—No hemos recibido el informe de bajas todavía, pero no creo que Esguerra haya sobrevivido.
—Ah, bien. —La bilis me sube por la garganta y siento que voy a vomitar. Me cuesta tragar, pero consigo decir—: Tengo que irme a buscar un taxi.
—Vale. Mantennos informados si hay algún problema.
—Lo haré. —Pulso el botón para colgar y apoyo la cabeza en la pared, tomando una bocanada de aire fresco. Estoy mareada, el estómago se me agita por la acidez y el vacío. Tengo el metabolismo rápido y nunca he manejado bien el hambre, pero no recuerdo un sentimiento así de fuerte por la falta de comida.
«Ojos azul claro en blanco y ciegos. Sangre que corre por una mandíbula dura y cuadrada…».
«No, para». Me obligo a enderezarme y a separarme de la pared. No voy a permitirme pensar en eso. Sólo tengo hambre, sed y estoy cansada. Cuando acabe con estos problemas, todo volverá a estar bien.
Tiene que estarlo.
Antes de intentar coger un taxi, voy a una pequeña cafetería que está al lado de la estación y uso su baño. También me pido una taza de té caliente y devoro tres pirozhki rellenos de carne, unos pequeños pasteles salados. Después, sintiéndome mucho más humana, salgo para ver si puedo encontrar un taxi.
Las calles de alrededor de la estación son una pesadilla. El tráfico parece estar completamente paralizado y todos los taxis parecen estar ocupados. No me sorprende, sabiendo lo que ha pasado con los trenes, pero aun así es muy molesto.
Empiezo a andar rápidamente con la esperanza de que pueda llegar a pie a un sitio con menos tráfico. No tiene sentido coger un coche para moverme solo dos manzanas en dos horas. Ahora que el avión ha sido derribado, tengo que llegar hasta mis jefes lo más rápido posible.
«El avión». Contengo la respiración cuando las nauseabundas imágenes invaden mi mente otra vez. No sé por qué no puedo dejar de pensar en esto. He tratado con Lucas durante menos de veinticuatro horas, y he pasado la mayor parte del tiempo temiéndole.
Y el resto de ese tiempo gritando de placer entre sus brazos, me recuerda una pequeña voz.
«No, para».
Aumento la velocidad zigzagueando entre los peatones que se mueven lentamente. «No pienses en él, no pienses en él...». Dejo que las palabras se repitan en mi cabeza al compás de mis pasos. «Vuelves a casa, a Misha...». Cojo un poco más de velocidad y esta vez estoy casi corriendo. Ir así de rápido no solo me permite llegar antes a mi destino, sino que también me mantiene caliente. «No pienses en él, vuelves a casa...».
No sé cuánto tiempo ando así, pero cuando las luces de las farolas se encienden, me doy cuenta de que ya está oscureciendo. Miro el teléfono y veo que son casi las seis de la tarde.
He estado andando durante dos horas y media, y el tráfico está tan mal como antes.
Me paro y miro frustrada a mi alrededor. He estado andado durante horas por grandes avenidas para incrementar las posibilidades de coger un taxi, pero parece que ha sido una estrategia fallida. Quizás tengo que alejarme de las zonas principales de tráfico y probar suerte por calles más pequeñas. Si encuentro un coche allí, a lo mejor el conductor puede llevarme fuera de la ciudad por otros caminos. Le pagaré lo que me pida.
Girando por una de las calles perpendiculares, veo un parque a una manzana de distancia. Decido que voy a atajar cruzándolo diagonalmente y, después, iré por una de las calles más pequeñas que hay al otro lado. Sigo moviéndome en la dirección correcta, pero estaré lejos de la zona más concurrida. Quizá encuentre un autobús allí, si no encuentro un taxi.
Tiene que haber alguna manera de que pueda llegar a mi destino en las próximas horas.
Me vibra el teléfono en el bolso y lo cojo.
—¿Sí?
—¿Dónde estás? —Obenko parece tan frustrado como yo—. El jefe del equipo se está poniendo nervioso. Quiere haber cruzado la frontera para cuando el Kremlin sepa lo que ha pasado.
—Todavía estoy en la ciudad, sigo andando. El tráfico está imposible. —La nieve cruje bajo mis pies cuando entro en el parque. No se han molestado en limpiarla, así que todos los caminos están cubiertos por una espesa capa helada.
—Joder.
—Pues sí. —Intento no resbalarme con el hielo cuando esquivo una mierda de perro—. Estoy haciendo todo lo que puedo para llegar esta noche, lo prometo.
—Vale. Yulia... —Obenko se para por un momento—. Sabes que vamos a tener que retirar el equipo si no llegas antes de mañana, ¿no? —dice en voz baja, casi arrepentido.
—Lo sé. —Mantengo un tono calmado—. Allí estaré.
—Bien. Procura que sea así.
Cuelga y ando más rápido a causa de una ansiedad creciente. Si el equipo se va sin mí y me cogen, estoy muerta. El Kremlin no es conocido por ser amable con sus espías y el hecho de que nuestra agencia no aparezca en los libros, hace que este asunto sea diez veces peor. El gobierno ucraniano no negociará para que me devuelvan porque no tienen ni idea de que existo.
Casi he salido del parque cuando oigo las carcajadas de un hombre borracho y la nieve cruje bajo sus zapatos.
Echando un vistazo detrás de mí, veo, a unos cien metros, a un pequeño grupo de hombres, agarrando unas botellas con las manos enguantadas. Van haciendo eses por la acera, pero su atención está, sin lugar a duda, puesta en mí.
—¡Eh, jovencita! —me grita uno de ellos arrastrando las palabras—. ¿Quieres venirte de fiesta con nosotros?
Desvío la mirada y empiezo a andar más rápido si cabe. Sólo están borrachos, pero incluso los borrachos pueden ser peligrosos cuando son seis contra una. No les tengo miedo, tengo una pistola y me han entrenado, pero no necesito más problemas esta noche.
—¡Jovencita! —vuelve a gritar, esta vez más fuerte—. Eres una maleducada, ¿sabes?
Sus amigos se ríen como una manada de hienas, y el borracho grita de nuevo:
—¡Que te jodan, zorra! ¡Si no quieres venir de fiesta, simplemente dilo, joder!
Les ignoro y sigo mi camino, metiendo la mano izquierda en el bolso para tocar la pistola, por si acaso. Cuando salgo del parque y entro en la calle, el sonido de sus voces se disipa, y me doy cuenta de que ya no me siguen.
Aliviada, saco la mano del bolso y sigo por la calle a un ritmo ligeramente más lento. Me duelen las piernas y siento que se me está formando una ampolla a un lado del talón. Las botas planas son mucho más cómodas que unos tacones, pero no están hechas para andar durante tres horas a un ritmo rápido.
Ahora me encuentro en una zona más residencial, lo que es bueno y malo a la vez. Aquí no hay tanto tráfico, solo pasan unos cuantos coches por la calle, pero hay pocas farolas y esta zona está casi desierta. Vuelvo a escuchar la risa de un hombre a lo lejos y me obligo a ir más rápido, ignorando la incomodidad de los músculos cansados.
Ando unas cinco manzanas antes de verlo: un taxi parado al lado de la acera a unos cincuenta metros. Un hombre bajito y delgado se está bajando. Aliviada, grito:
—¡Espera!
Corro hacia el coche justo cuando empieza a cerrar la puerta.
Estoy casi al lado del taxi cuando, de reojo, veo unas luces y escucho el rugir de un motor.
En una fracción de segundo, me tiro hacia un lado, cayendo al suelo cuando un coche pasa cerca de mí.
Mientras ruedo por el asfalto helado, escucho al conductor riéndose a carcajadas con tono borracho y, después, algo duro me golpea en un lado de la cabeza.
Mi último pensamiento mientras el mundo se vuelve negro es que, a fin de cuentas, debería haber disparado a aquellos borrachos.