9

Lucas


«Voces. Pitidos a lo lejos. Más voces».

Los sonidos van y vienen, como lo hace el zumbido de mis oídos. Siento la cabeza pesada y espesa y el dolor me envuelve como una manta de pinchos.

«Vivo. Estoy vivo».

La idea se cuela en mi interior lentamente, por etapas. Junta a ella vienen unas afiladas punzadas en el cráneo y ganas de vomitar.

¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado?

Intento descifrar las voces.

Son dos mujeres y un hombre, a juzgar por los diferentes tonos. Están hablando en otro idioma, uno que no reconozco.

Las ganas de vomitar se intensifican, así como las punzadas en la cabeza. Utilizo todas mis fuerzas para abrir los ojos.

Sobre mí parpadea un fluorescente con un brillo agonizante. Incapaz de soportarlo, cierro los ojos.

Una voz de mujer grita algo, y escucho pasos rápidos.

Una mano me toca la cara, los dedos de algún extraño me rozan los párpados. Una luz radiante brilla otra vez ante mis ojos y me pongo tenso. Aprieto las manos mientras el dolor me ataca de nuevo. Instintivamente quiero luchar, atacar a quien sea, pero algo me impide mover los brazos.

—Ten cuidado. —El hombre habla inglés, pero con acento extranjero—. La enfermera te está explorando.

La mano se aleja de mi cara, y me obligo a mantener los ojos abiertos a pesar del dolor de cabeza. Todo parece borroso, pero, después de parpadear un par de veces, soy capaz de enfocar al hombre que está al lado de la cama.

Vestido con un uniforme de oficial militar, parece tener unos cincuenta años, con una cara delgada y angulosa. Ve que lo miro y dice:

—Soy el coronel Sharipov. ¿Puedes decirme cómo te llamas, por favor?

—¿Dónde estoy? ¿Qué ha pasado? —pregunto con voz ronca, intentando mover los brazos una vez más. No puedo, y me doy cuenta de que estoy retenido, esposado a la cama. Cuando intento mover las piernas, lo consigo con la derecha, pero no con la izquierda. Hay algo grande y pesado que impide que la mueva y tirar de ella hace que sisee de dolor.

—Estás en un hospital en Tashkent —dice Sharipov contestando a mi primera pregunta—. Te has roto una pierna y tienes un traumatismo craneoencefálico grave. Te recomendaría que no te movieses.

Tashkent. Eso quiere decir que estoy en Uzbekistán, el país que hace frontera con nuestro destino, Tayikistán. A medida que lo proceso, la niebla de mi mente se disipa y voy recordando lo que pasó.

Los gritos. El olor a humo.

La colisión.

«Joder».

—¿Dónde están los demás? —Enfadado de golpe, forcejeo con las ataduras de las muñecas—. ¿Esguerra y el resto?

—Te lo digo en un momento —dice Sharipov—. Primero, tengo que saber tu nombre.

La punzante agonía de la cabeza no me deja pensar.

—Lucas Kent —digo a regañadientes. No tiene sentido mentir. No parece que Sharipov se haya sorprendido cuando he mencionado a Esguerra, lo que significa que tiene alguna idea sobre quiénes somos—. Soy la mano derecha de Esguerra.

Sharipov me estudia.

—Ya veo. En ese caso, señor Kent, estará encantado de saber que Julian Esguerra ha sobrevivido y que también está aquí, en el hospital. Se ha roto un brazo, unas costillas y tiene una herida en la cabeza, que no parece ser demasiado seria. Estamos esperando a que recupere la consciencia.

Parece que me va a explotar la cabeza, pero soy consciente de que siento un atisbo de alivio. El tío es un asesino amoral, algunos podrían decir que es un psicópata, pero he llegado a conocerle con los años y le respeto. Sería una pena que hubiera muerto por culpa de un misil desviado. Lo que me recuerda:

—¿Qué coño ha pasado? ¿Por qué estoy retenido?

El coronel me mira incesantemente.

—Estás retenido por tu propia seguridad y por la de las enfermeras, Kent. Vuestro trabajo es el que es y no queríamos poner en riesgo al personal. Es un hospital de civiles y...

—Me cago en la puta. —Aprieto los dientes—. Prometo no hacer daño a las enfermeras, ¿vale? Quitadme las putas esposas. Ahora.

Nos miramos sin parpadear unos segundos. Después, Sharipov hace un gesto breve y seco con la cabeza y le dice algo a una de las enfermeras en un idioma extranjero. Una mujer con el pelo oscuro viene y abre las esposas, mirándome de forma cautelosa todo el tiempo. La ignoro, manteniendo la atención en Sharipov.

—¿Qué ha pasado? —repito, ahora en un tono más calmado, juntando las manos para frotarme las muñecas mientras la enfermera se escabulle al otro lado de la sala. El dolor punzante de cabeza empeora con el movimiento, pero sigo preguntando—: ¿Quién disparó al avión, y qué les pasó a los otros hombres?

—Me temo que la causa del accidente está siendo investigada ahora mismo —dice Sharipov. Parece un poco incómodo—. Puede que haya habido un error de... comunicación.

—¿Un error de comunicación? —Le dedico una mirada incrédula— ¿Nos habéis disparado? Sabíais que teníais que garantizarnos una entrada segura, ¿no?

—Claro. —Parece incluso más incómodo—. Por eso estamos investigando la situación ahora mismo. Es imposible que haya habido un error.

—¿Un error? —«Los gritos, el humo»—. ¿Un puto error? —Parece que un batería se ha ido a vivir a mi cerebro—. ¿Dónde coño están los otros?

Sharipov se encoge de miedo casi imperceptiblemente.

—Me temo que solo hay tres supervivientes aparte de ti y de Esguerra. Todavía están inconscientes. Espero que puedas ayudarnos a identificarlos. —Saca un teléfono del bolsillo del pecho y me enseña la pantalla—. Este es el primero.

Se me forma un nudo en el estómago. Conozco al hombre de la foto.

John "el Hombre de Arena" Sanders, un expresidiario británico. Hábil con los cuchillos y las granadas. He entrenado y jugado al billar con él. Era divertido incluso cuando estaba borracho.

Puede que ya no vuelva a ser divertido, no con la mitad de la cara achicharrada.

—El avión explotó —dice Sharipov, probablemente en respuesta a mi expresión—. Tiene quemaduras de tercer grado por la mayor parte del cuerpo. Va a necesitar grandes injertos de piel, si sobrevive. ¿Sabes cómo se llama?

—John Sanders —digo con voz ronca, incorporándome para coger el teléfono. Me duele el cuerpo al moverme y la sien me palpita con un dolor nauseabundo otra vez, pero tengo que ver a los demás. Acercándome el teléfono, paso a la siguiente foto.

Esta cara es casi irreconocible, excepto por la cicatriz en la esquina del ojo izquierdo. Es un recluta reciente, dudé en traerlo a esta misión.

—Jorge Suarez —digo secamente, antes de pasar a la siguiente imagen.

Esta vez ni siquiera puedo hacer una suposición. Lo único que veo es carne quemada.

—¿Sigue vivo? —Miro a Sharipov. Puedo sentir cómo el nudo del estómago empeora, y sé que es en parte por el traumatismo.

El coronel asiente.

—Está en estado crítico, pero puede que se recupere. Si miras la siguiente imagen, verás la parte inferior de su cuerpo. No está tan quemado.

Luchando contra las náuseas, hago lo que me dice y estudio las piernas peludas cubiertas con tiras del traje de protección rasgado. La explosión ha debido atravesar el equipo de protección; el material está diseñado para soportar una pequeña exposición al fuego, no para la explosión de un avión. Es difícil decir quién es este hombre solo por las piernas. A menos... Entrecierro los ojos, miro más de cerca la imagen y lo veo.

Un tatuaje de un pájaro debajo de una de las tiras del traje de protección.

—Gerard Montreau —digo con certeza. El joven francés es el único que tiene tatuajes en el equipo.

Bajando el teléfono al pecho, miro a Sharipov.

—¿Por qué no me he quemado? ¿Cómo escapé de la explosión? ¿Y Esguerra? ¿Está...?

—No, está bien —me asegura Sharipov—. O, al menos, no tiene quemaduras. Vosotros dos estabais en la cabina del piloto, que se separó del cuerpo del avión durante la colisión. La parte trasera del avión explotó, pero el fuego no os alcanzó.

El dolor punzante de la cabeza se hace insoportable y cierro los ojos tratando de procesarlo todo.

Cinco hombres de cincuenta. Es todo lo que queda de nuestro grupo. El resto ha muerto. Quemados o reventados en pedacitos. Puedo imaginar su miedo a medida que el fuego envolvía la parte trasera del avión. El hecho de que haya supervivientes no es nada más que un milagro, solo que los tres hombres de las fotografías no lo verán así.

«Un error». Vaya puta trola.

Voy a llegar al fondo de esto, pero primero, tengo que hacer mi trabajo.

Obligándome a volver a abrir los ojos, miro de soslayo a Sharipov, que está cogiendo con cuidado el teléfono que todavía sostengo. ¿Qué coño piensa este hombre que voy a hacer? ¿Estrangularle mientras estoy tumbado e incapacitado en un hospital?

No lo haré, salvo que me entere de que él es el responsable de este «error».

—Tienes que ponerle guardaespaldas a Esguerra —le digo, agarrando con más fuerza el teléfono—. No está a salvo.

El coronel frunce el ceño.

—¿Qué quieres decir? El hospital es seguro.

—Tiene muchos enemigos, incluyendo a Al-Quadar, el grupo terrorista cuya fortaleza está justo pasando vuestra frontera. Tenéis que organizar la protección y lo tenéis que hacer ya.

Sharipov sigue dudando, así que añado:

—Vuestros aliados del Kremlin no estarán contentos si muere o lo secuestran mientras está bajo vuestra custodia. Especialmente después de este desafortunado «error».

La boca de Sharipov se tensa, pero, después de un momento, dice:

—Vale. Traeré a unos pocos soldados. Se asegurarán de que nadie que no esté autorizado se acerque a tu jefe.

—Bien. Utiliza más de unos pocos. Cuarenta o cincuenta estarían bien. Estos terroristas le tienen ganas. —La cabeza me está martirizando y la pierna escayolada me empieza a doler como solo puede hacerlo un hueso roto—. Además, tienes que ponerme en contacto con Peter Sokolov.

—Ya hemos hablado con él. Sabe dónde estáis, y ha enviado un avión para rescataros a ti y a los demás. Ahora, por favor… —Sharipov extiende la mano—. Devuélveme el teléfono, Kent.

Abro la boca para insistir en hablar con Peter yo mismo, pero antes de que pueda decir una palabra, siento algo afilado que me pincha en el brazo. De inmediato, una fuerte laxitud se extiende por mi cuerpo, aliviando el dolor. De reojo, veo a una enfermera dando un paso atrás, sujetando una jeringuilla.

—¿Qué coño...? —empiezo a decir, pero es demasiado tarde.

La oscuridad se apodera de mí, y ya no soy consciente de nada.