Yulia
—Te lo dije, estoy bien.
Ignorando los reproches de la enfermera, me quito la aguja de la vía intravenosa de la muñeca y me levanto. Estoy mareada y me duele la cabeza, pero necesito ponerme en marcha. A juzgar por la luz del sol que entra por la ventana del hospital, debe ser por la mañana o quizás más tarde. Es probable que el equipo de exfiltración ya se haya ido, pero, por si acaso no fuera así, necesito ponerme en contacto con Obenko de inmediato.
—¿Dónde está mi bolso? —le pregunto a la enfermera, escudriñando desesperadamente la habitación—. Necesito el bolso.
—Lo que necesitas es acostarte —La enfermera pelirroja da un paso hacia mí, cruzando los brazos sobre los enormes pechos—. Tienes un bulto del tamaño de un huevo en la cabeza debido al choque contra el poste y has estado inconsciente desde que te trajeron anoche. El doctor dijo que debemos monitorizarte durante las próximas 24 horas.
La miro fijamente. Siento como si la cabeza se me estuviera abriendo por los puntos, pero quedarme aquí significa firmar mi sentencia de muerte.
—¿Dónde está mi bolso? —repito.
Me siento incómoda al darme cuenta de que solo llevo puesta una bata de hospital, pero ya me preocuparé por la ropa y el maldito dolor de cabeza más tarde.
La mujer pone los ojos en blanco.
—Oh, por el amor de Dios. Si te traigo el bolso, ¿te tumbarás y te comportarás?
—Sí —miento y observo cómo camina hacia un armario al otro lado de la habitación. Abre la puerta, saca el bolso de Gucci y vuelve.
—Aquí tienes. —Me tira el bolso a las manos—. Ahora acuéstate antes de que te caigas.
Hago lo que dice, pero solo porque necesito conservar las fuerzas para el viaje que me espera. Han pasado menos de diez minutos desde que me desperté y estoy temblando por el esfuerzo de estar de pie. Seguramente necesite estar bajo observación médica, pero no hay tiempo para eso.
Tengo que irme de Moscú antes de que sea demasiado tarde.
La enfermera empieza a cambiar las sábanas de una cama vacía que hay junto a la mía mientras saco el teléfono para llamar a Obenko.
Suena y suena y suena…
«¡Mierda!» No contesta.
Lo intento de nuevo. «Vamos, vamos, contesta».
Nada. No responde.
Cada vez más desesperada, intento llamarle por tercera vez.
—¿Yulia?
«Gracias a Dios».
—Sí, soy yo. Estoy en un hospital en Moscú. Casi me atropella un coche. Es una larga historia. Pero salgo ahora y…
—Es demasiado tarde, Yulia —dice Obenko con voz tranquila—. El Kremlin sabe lo que pasó y la gente de Buschekov te está buscando.
Un escalofrío helado se me recorre el cuerpo.
—¿Tan rápido?
—Uno de los agentes de Esguerra tiene buenos contactos con Moscú. Los movilizó en cuanto se enteró de lo del misil.
—¡Mierda!
La enfermera me mira con mala cara mientras amontona las sábanas en una pila enorme sobre la cama vacía.
—Lo siento —dice Obenko, y sé que lo dice en serio—. El jefe del equipo tuvo que retirar a su gente. Rusia no es segura para ninguno de nosotros en este momento.
—Por supuesto —respondo automáticamente—. Hizo lo correcto.
—Buena suerte, Yulia —dice Obenko. Y oigo el clic cuando corta la llamada.
Estoy sola en esto.
Espero a que la enfermera se vaya con el montón de sábanas y, luego, me levanto de nuevo, esta vez sin ninguna intromisión.
El pánico que se apodera de mí es más fuerte que cualquier analgésico. Apenas soy consciente del dolor de cabeza mientras camino hacia el armario donde estaba el bolso y miro dentro.
Tal y como esperaba, mi ropa también está allí, bien doblada. Echo un vistazo rápido a la entrada de la habitación para verificar que la puerta está cerrada; luego, me quito la bata del hospital y me pongo la ropa que llevaba antes. Al hacerlo, me doy cuenta de que el bulto en la cabeza no es mi única lesión. Tengo todo el lado derecho del cuerpo magullado y rasguños por todas partes.
Ese estúpido borracho. Debí haberles disparado a él y a las hienas de sus amigos cuando tuve la oportunidad.
«No». Respiro lentamente. La ira no tiene sentido ahora. Es una distracción que no puedo permitirme. Todavía tengo una pequeña posibilidad de salir de Rusia. No puedo perder la esperanza.
Al menos, no por ahora.
Me recojo el pelo en un moño para que los largos mechones rubios sean menos visibles y, luego, reviso rápidamente el contenido del bolso. Todo está ahí, excepto el dinero que había en la billetera y el arma. Pero eso era de esperar. Tengo suerte de que no me hayan robado hasta el bolso mientras estaba inconsciente. El forro de la parte inferior del bolso tiene cosido algo de dinero de emergencia. Y los ladrones no lo han encontrado, como confirma la falta de rasgaduras en el interior.
Agarrando el bolso con fuerza, camino hacia la puerta y salgo al pasillo. La enfermera no está a la vista y nadie me presta atención al acercarme al ascensor. Bueno, un anciano en silla de ruedas me lanza una mirada afectiva, pero no hay sospecha en su mirada. Sólo está mirando, probablemente reviviendo su juventud.
Las puertas del ascensor se abren con el sonido de una suave campanilla. Entro. Mi corazón late demasiado rápido. A pesar de lo fácil que ha sido mi huida hasta ahora, se me eriza la piel y todos mis instintos me advierten del peligro.
Mi habitación está en el séptimo piso del edificio y la bajada es demasiado lenta. El ascensor se detiene en cada piso, con pacientes y enfermeras entrando y saliendo. Podría haber tomado las escaleras, pero eso hubiera atraído la atención sobre mí innecesariamente. Nadie usa esas escaleras a menos que sea necesario.
Finalmente, las puertas del ascensor se abren en el primer piso. Salgo, rodeada de otras personas y, en ese momento, los veo.
Tres policías entrando en el ascensor al otro lado del pasillo.
«¡Mierda!» Agacho la cabeza y encojo los hombros, tratando de parecer más baja. «No los mires fijamente. No los mires fijamente.» Mantengo la mirada en el suelo y me quedo cerca de un hombre alto y corpulento que ha salido del ascensor delante de mí. Camina despacio y yo también, haciendo todo lo posible para que parezca que estoy con él.
Estarán buscando a una mujer sola, no a una pareja.
Afortunadamente, mi compañero involuntario se dirige a la salida y hay suficiente gente a nuestro alrededor para que no me preste mucha atención. Su gran volumen me proporciona cobijo y lo aprovecho tanto como puedo, manteniendo la postura encorvada.
«Camina más rápido. Vamos, camina más rápido», le ruego al hombre en silencio. Siento tenso cada músculo del cuerpo por las ganas de correr, pero eso destruiría cualquier oportunidad de salir de forma desapercibida de este hospital. Al mismo tiempo, sé que necesito alejarme de aquí cuanto antes. Tan pronto como esos policías se den cuenta de que no estoy en el séptimo piso, pondrán en alerta a todo el hospital.
Finalmente, el hombre y yo llegamos a la salida. Y veo un taxi estacionado al lado de la acera.
«¡Sí!» Me sonríe la suerte.
Dejo al hombre atrás sin volver a mirarlo y me apresuro a subir al taxi justo cuando la mujer de dentro sale.
—A la estación Lubyanka, por favor —le digo al conductor mientras ella cierra la puerta. Lo digo por si la mujer está prestando atención. De esta manera, si la interrogan más tarde, les dirá mi supuesto destino y, con suerte, les despistará un poco sobre mi paradero.
El conductor asiente y se aleja de la acera. Al salir a la carretera, le digo:
—Oh, se me había olvidado. Se supone que tengo que recoger algo en el Hotel Olímpico Azimut de Moscú. ¿Puedes, por favor, dejarme mejor allí?
Se encoge de hombros.
—Claro, sin problemas. Tú pagas, yo te llevo a dónde quieras.
—Gracias.
Me recuesto en el asiento. Estoy demasiado nerviosa para relajarme por completo, pero gran parte de la tensión se desvanece. Estoy a salvo por el momento. He ganado algo de tiempo. Hay un alquiler de coches cerca de ese hotel. Una vez que llegue allí, buscaré un disfraz y conseguiré un coche. Estarán vigilando aeropuertos, trenes y transporte público, pero hay una pequeña posibilidad de que pueda llegar a la frontera ucraniana conduciendo por algunas carreteras menos conocidas.
El viaje parece durar una eternidad. Hay bastante tráfico, pero no tanto como ayer. Aun así, como el conductor frena y acelera cada dos minutos, y el efecto anestésico de la adrenalina está desapareciendo, el dolor de cabeza regresa con toda su fuerza, al igual que el de todos los moretones y rasguños. Para colmo, noto un vacío persistente en el estómago y una sequedad algodonosa en la boca.
Claro, no he comido ni bebido nada desde ayer por la tarde.
Para distraerme de mi desgracia, pienso en Misha, en cómo estaba en la última foto que me envió Obenko. Mi hermanito tenía el brazo alrededor de una chica morena preciosa, su novia actual según Obenko. La chica le sonreía con una adoración que rozaba la admiración. Y él parecía tan orgulloso como solo puede estarlo un adolescente.
«Por ti, Misha». Cierro los ojos para aferrarme a la imagen que tengo en la mente. «Te lo mereces».
—Vaya, esto no es bueno —murmura el conductor. Abro los ojos y veo que los coches se detienen totalmente delante de nosotros—. Me pregunto si habrá habido un accidente o algo. —Baja la ventanilla y asoma la cabeza, mirando a lo lejos.
—¿Es un accidente? —pregunto resignada. Es como si el destino estuviera conspirando para retenerme en Moscú. No basta con que Rusia tenga inviernos tan brutales como para diezmar los ejércitos de sus enemigos, ahora también tiene tráfico para detener a espías.
—No —dice el conductor metiendo la cabeza en el coche—. No lo parece. Quiero decir, hay un montón de coches de policía y todo eso, pero no veo ninguna ambulancia. Debe ser un control, o quizás han detenido a alguien...
Salgo del coche antes de que termine de hablar.
—¡Eh! —grita, pero ya estoy corriendo, abriéndome paso entre los coches parados. Toda la incomodidad que sentía antes se ha esfumado, ahuyentada por una aguda oleada de miedo.
«Un bloqueo policial». De alguna manera, han localizado mi ubicación, o tal vez han cortado todas las carreteras principales con la esperanza de atraparme. De cualquier forma, estoy jodida, a menos que pueda salir de esta ciudad.
El corazón me late un ritmo intermitente mientras corro por la calle, dirigiéndome hacia un callejón estrecho que he visto antes. Tendrán problemas para seguirme en coche y, si tengo suerte, tal vez pueda esquivarlos el tiempo suficiente para encontrar otro taxi.
Cualquier cosa con tal de ganar más tiempo.
Detrás de mí, oigo voces y el sonido de pisadas.
—¡Alto! —grita una voz masculina—. ¡Detente ahora! ¡Estás bajo arresto!
Ignoro la orden y acelero el ritmo. El aire frío me daña los pulmones mientras fuerzo los músculos de las piernas al máximo. El callejón se cierne delante de mí, estrecho y oscuro. Me obligo a seguir corriendo a la misma velocidad, a seguir adelante sin siquiera mirar atrás.
—¡Alto o disparo! —La voz suena más distante, proporcionándome una pizca de esperanza. Tal vez pueda correr más rápido que él. Siempre he sido veloz, tengo las piernas largas, lo que me da ventaja sobre la gente más baja.
Suena un disparo, la bala pasa cerca de mí y choca con el edificio de delante.
«¡Mierda! Está disparando». No sé por qué me sorprende. La policía de Moscú no es precisamente conocida por preocuparse por los ciudadanos a quienes se supone que deben proteger. Solo es la herramienta de un gobierno corrupto, nada más. No debería extrañarme que arriesgaran la vida de ciudadanos inocentes para atraparme.
Suena otro disparo y la nieve salta del suelo tan solo unos metros por delante de mí. Oigo gritos de terror y veo a la gente buscando como loca refugio en la acera.
Ignorando el tumulto, corro hacia el callejón. Delante, hay dos grandes contenedores de basura y, detrás de ellos, una escalera de incendios, de metal, que asciende por un lado del edificio.
Un tercer disparo y la bala rebota en el contenedor de basura. Por poco me alcanza. El policía, o quien sea que me esté persiguiendo, tiene buena puntería.
Casi estoy en la escalera y salto tan alto como puedo, logrando atrapar el último peldaño con las manos. Entonces, con el impulso del salto, subo las piernas hacia arriba y sujeto la barra de metal con los pies. Enganchando las rodillas a la barra, uso toda mi fuerza para subir lo suficientemente alto como para alcanzar con la mano izquierda el siguiente peldaño de la escalera. Funciona. Entonces me elevo hasta adoptar una postura sentada antes de empezar a subir.
Otro disparo y la pared revienta frente a mí. Varios fragmentos de ladrillo vuelan por todas partes.
«Mierda, mierda, mierda». Subo por la escalera tan rápido como puedo sin resbalar sobre las barras de metal heladas. Se oyen gritos y palabrotas debajo de mí y, de repente, siento que la escalera tiembla cuando otra persona salta sobre ella.
Supongo que han decidido intentar capturarme viva.
No miro hacia abajo mientras continúo la peligrosa escalada. Nunca me han gustado las alturas, así que me imagino que es un ejercicio de entrenamiento y una colchoneta gruesa y acolchada me está esperando abajo. Aunque me caiga, estaré bien. Es una mentira total, por supuesto, pero me sirve para seguir en marcha a pesar de que el corazón se me vaya a salir por la garganta.
Antes de darme cuenta, estoy en el techo y salto de la escalera a la superficie plana. El edificio en el que estoy tiene forma de cuadrado con un agujero en el centro que da acceso a un patio grande, una estructura típica de la época soviética que ocupa una manzana entera. Me detengo lo necesario para ver otra escalera en el lado opuesto del cuadrado y, luego, empiezo a correr de nuevo, dirigiéndome hacia ella.
—¡Alto! —grita alguien de nuevo y me doy cuenta, con un sobresalto de miedo, de que ya están aquí arriba, pisándome los talones. Incapaz de resistirme, echo una mirada desesperada hacia atrás y veo a dos hombres corriendo detrás de mí. Llevan uniformes de policía y uno de ellos tiene un arma. Ambos son grandes y, al parecer, rápidos y fuertes. No podré dejarlos atrás mucho tiempo.
Cambiando de estrategia, corro a toda velocidad y uso los dos segundos de ventaja que he ganado para esconderme detrás de una chimenea de cemento. Apoyada en ella, jadeo buscando aire, intentando desesperadamente no hacer ruido mientras recupero el aliento.
Tres segundos después, oigo las pisadas de los hombres.
Es hora de pasar a la ofensiva.
Cuando el primer policía cruza a toda velocidad delante de mí, saco el pie. Tropieza, cae soltando una palabrota y oigo el arma deslizarse por el techo helado.
El tirador está tendido en el suelo y desarmado.
Antes de que su compañero tenga la oportunidad de reaccionar, salto ante él, con la mano derecha convertida en un puño. Automáticamente se agacha hacia la izquierda cuando lo dirijo hacia él y aprovecho el impulso de su movimiento para golpear hacia arriba con el puño izquierdo.
Le golpeo en la barbilla y se tambalea hacia atrás, gruñendo. Sin pausa, busco el arma y veo al otro policía haciendo lo mismo.
Chocamos, rodamos y, por un segundo, rozo el arma con los dedos.
«¡Sí!» La agarro y, mientras el policía intenta inmovilizarme, aprieto el gatillo.
Grita, presionándose el hombro, y lo empujo gracias a la adrenalina, que me da una fuerza casi sobrehumana. Ya estoy de rodillas cuando el segundo policía se me lanza, apretándome brutalmente la muñeca con la mano.
—Suelta el arma, zorra —sisea y, en ese momento, oigo más pasos.
—¿La tienes, Sergey? —grita un hombre, y veo a cinco policías más con las armas desenfundadas.
No tiene sentido seguir peleando, así que suelto el arma. Cae al techo con un ruido sordo mientras Sergey me da la vuelta y me esposa las muñecas detrás de la espalda.
Estoy atrapada.
Ya puedo perder la esperanza.