11

Lucas


—¿Que hicieron qué?

Mi voz es un leve silbido mientras me siento, ignorando las manos de la enfermera que revolotean a mi alrededor intentando hacer que me quede quieto. La rabia que me atraviesa ahuyenta los restos de la confusión que me ha provocado la medicación que me dio antes. No tengo ni idea de cuánto tiempo he estado inconsciente, pero claramente ha sido demasiado.

—Los terroristas atacaron el hospital hace unas horas —repite Sharipov, con cara tensa y cansada—. Parece que subestimamos sus capacidades y su deseo de llegar hasta tu jefe. Como no encontramos su cuerpo entre los muertos, asumimos que se lo han llevado.

—¿Se han llevado a Esguerra? —Me cuesta mucho no saltar de la cama y estrangular al coronel con mis propias manos, las cuales todavía están descontroladas, lo noto en algún rincón de mi cerebro—. ¿Dejaste que se lo llevaran? Joder, te dije que le pusieras seguridad.

—Lo hicimos. Teníamos a varios de nuestros mejores soldados de guardia.

—¿Varios? ¡Deberían haber sido varias docenas, malditos gilipollas!

La enfermera se estremece ante mi rugido y se sitúa lejos de mi alcance. Una mujer inteligente. En este momento, también la estrangularía con gusto.

Sharipov aprieta la mandíbula.

—Como dije, subestimamos a esta organización terrorista. No volveremos a cometer el mismo error. Fue un baño de sangre. Hirieron a docenas de pacientes y personal del hospital al salir y mataron a todos los soldados de guardia.

—¡Joder! —Golpeo el colchón tan fuerte que la almohada rebota—. ¿Al menos fuisteis capaces de seguirlos? —Majid no es tan estúpido como para llevar a Esguerra a las instalaciones de Al-Quadar en las montañas del Pamir. Ya debe saber que hemos rastreado su ubicación.

Sharipov retrocede prudentemente.

—No. La policía fue avisada de inmediato y enviamos a más soldados, pero los terroristas escaparon antes de que pudiéramos llegar al hospital.

—¡Hijo de puta! —Si no fuera por el yeso que me inmoviliza la pierna, me levantaría de la cama y golpearía al cansado coronel en la cara. Pero tengo que volver a conformarme con golpear sobre el colchón barato. El movimiento brusco hace que me retumbe la cabeza, pero me importa un carajo.

Se llevaron a Esguerra mientras estaba aquí, drogado e inconsciente.

He fallado en mi trabajo y lo he hecho estrepitosamente.

—Dame el teléfono —digo cuando estoy lo suficientemente calmado para hablar—. Necesito hablar con Peter Sokolov.

Sharipov asiente con la cabeza y saca el teléfono del bolsillo.

—Aquí tienes. —Me lo ofrece con cautela—. Ya hemos hablado con él, pero puedes volver a hacerlo.

Luchando contra las ganas de agarrar la mano de Sharipov y romperle el brazo, cojo el teléfono y marco los números para una conexión segura a través de una serie de transmisores. Para mi desgracia, Peter no contesta.

Sharipov me observa, así que oculto mi frustración mientras lo intento de nuevo. Una y otra vez.

—Regresaré en unos minutos —dice Sharipov en mi quinto intento—. Puedes llamar a quien necesites.

Se va y vuelvo a intentar llamar al número de Peter, impulsado por una creciente ira y preocupación. El asesor de seguridad ruso de Esguerra siempre lleva el teléfono encima y no tengo ni idea de por qué, de repente, está incomunicado. ¿Habrán atacado la finca de Esguerra en Colombia? La mera posibilidad me enfurece.

Justo cuando estoy a punto de rendirme, se conecta la llamada.

—¿Sí? —El ligero acento en la voz es inconfundiblemente de Peter Sokolov.

—Soy Kent.

—¿Lucas? —El ruso parece sorprendido—. ¿Estás despierto?

—Joder, sí, estoy despierto. ¿Dónde estás? ¿Por qué no me contestabas?

Se produce una pequeña pausa en la llamada.

—Acabo de aterrizar en Chicago.

—¿Qué? —Eso es lo último que esperaba oír—. ¿Por qué?

—La esposa de Esguerra quiere ser el cebo de Al-Quadar. —Casi salto de la cama. ¡Maldita escayola!

—Sí, lo sé. Esa también ha sido mi reacción. Resulta que Esguerra, ese puto obseso, le implantó unos rastreadores. Si se la llevan para ejercer presión contra Esguerra, tendremos su ubicación.

—¡Joder! —El plan es brillante, aunque estemos jugando con fuego. Si los terroristas encuentran esos rastreadores, la preciosa esposa de Esguerra rezará para que la maten. Y, si de alguna manera Esguerra sobrevive, descuartizará a Peter lentamente por usar a la chica de cebo.

—¿Lo ha propuesto Nora?

—Sí, fue idea suya. —Se aprecia una pizca de admiración en la voz fría del ruso—. No sé qué poder tiene sobre ella, pero está decidida a hacerlo. Yo estaba en contra al principio, pero me ha convencido.

Inhalo y dejo salir el aire lentamente. Debería estar sorprendido porque, después de todo, Esguerra la secuestró, pero no lo estoy. No importa cómo comenzó su relación, está claro que lo que hay entre ellos ahora es mutuo. Me siento tentado a despedazar a Peter por ir en contra de las órdenes de Esguerra, pero sería una pérdida de tiempo y energía. Lo que ya ha hecho no tiene vuelta atrás.

—¿Cuál es el plan exactamente? —pregunto—. ¿Vas a ir a Chicago para asegurarte de que muerdan el anzuelo?

—No. Me voy a Tayikistán ahora mismo. El equipo de rescate ya está en camino. En cuanto la cojan los hombres de Majid, iremos a por ella y a por Esguerra.

—Sabes que quizás no la lleven junto a él. Un vídeo torturándola será tan efectivo como tenerla a su lado de verdad.

—Lo sé.

Por supuesto que lo sabe. Como yo, está acostumbrado a las apuestas a vida o muerte. Podría pasarme una eternidad enumerando los riesgos, pero eso no cambiaría nada. El plan funcionará o no funcionará y no hay nada que pueda hacer al respecto.

—¿Has averiguado lo que ha pasado? —pregunto, cambiando de tema—. Sharipov dijo que quizás había habido algún error.

—¿Un error? —Puedo oír el resoplido burlón de Peter por teléfono—. Más bien tienen una seguridad nefasta. Uno de sus oficiales ha estado trabajando para los ucranianos durante años y los idiotas no tenían ni idea hasta que disparó un misil contra vuestro avión.

—¿Ucrania? —Tiene sentido; ahora que Esguerra está del lado de los rusos, los ucranianos querrán eliminarlo. Pero… ¿cómo se enteraron de nuestra conversación tan rápido? ¿Había micrófonos en el restaurante de Moscú? ¿Buschekov jugó para ambos bandos? ¿O…?

—Fue la intérprete —dice Peter, confirmando mi siguiente suposición—. Hice que la detuvieran en Moscú tan pronto como supe lo que había ocurrido. —Un fuerte pitido me retumba en el oído y me doy cuenta de que he apretado el teléfono tan fuerte que casi rompo uno de los botones de volumen—. ¿Qué cojones…?

—Lo siento. He tocado el botón equivocado —Mi voz suena fría y firme, a pesar de que una lava ardiente me recorre las venas—. ¿La intérprete es una espía ucraniana?

—Eso parece. Seguimos investigando su pasado, pero, hasta ahora, al menos la mitad de su historia parece inventada.

—Ya veo. —Me obligo a aflojar los dedos para no aplastar el teléfono por completo—. Por eso han podido actuar tan rápido.

—Sí. Averiguaron exactamente cuándo pasarías por el espacio aéreo uzbeko y dieron luz verde al agente que tenían allí.

El teléfono emite otro irritante pitido mientras aprieto la mano involuntariamente. Sé cómo averiguaron el momento; se lo dije yo a la puta espía.

—¿Lucas?

—Sí, estoy aquí. —No recuerdo la última vez que estuve tan furioso. Yulia Tzakova, si es que ese es su verdadero nombre, me ha tomado por tonto. Su reticencia inicial, su peculiar aire de inocencia, todo ha sido mentira. Probablemente esperaba acercarse a Esguerra y, como no lo consiguió, se conformó conmigo.

—Tengo que irme —dice Peter—. Te llamaré de nuevo cuando aterricemos. Descansa un poco y mejórate. No puedes hacer nada más ahora mismo. Te mantendré informado de cualquier novedad.

Cuelga el teléfono y me obligo a tumbarme porque el dolor de cabeza ha empeorado debido a la rabia contenida.

Si Yulia Tzakova vuelve a cruzarse en mi camino, lo pagará.

Pagará por todo.

Todavía estoy furioso cuando Sharipov regresa para recuperar el teléfono. Cuando se acerca a la cama, me siento y lo miro fijamente.

—Así que un puto error, ¿no?

El coronel levanta la mano y se frota la nariz.

—Estamos interrogando al oficial responsable ahora mismo. Aún no está claro si…

—Llévame hasta él.

Sharipov me mira perplejo y baja la mano.

—No puedo hacer eso —dice—. Esto es asunto de nuestro ejército.

—Tu ejército la ha cagado a lo grande. Teníais a un traidor a cargo de vuestro sistema de misiles de defensa.

El coronel abre la boca, pero me anticipo a sus objeciones.

—Llévame hasta él —exijo de nuevo—. Necesito interrogarlo yo mismo. De lo contrario, no tendremos más remedio que asumir que otros miembros de tu ejército o de tu gobierno estuvieron también involucrados en el ataque del misil. —Hago una pausa—. Puede que incluso en el ataque terrorista que hubo en el hospital.

Los ojos de Sharipov se abren de par en par ante mi amenaza implícita. Si se descubre que el gobierno uzbeko tiene vínculos con una organización terrorista como Al-Quadar podría ser desastroso para el país. No me sorprendería que el coronel estuviera al tanto de nuestros contactos en Estados Unidos e Israel. Al negarme la oportunidad de interrogar a un oficial traidor, el gobierno uzbeko podría estar convirtiéndose en enemigo de la poderosa organización de Esguerra y adquirir una mala reputación mundial por asociarse con terroristas.

—Tengo que hablarlo con mis superiores —dice Sharipov al cabo de un momento—. Por favor, dame el teléfono.

Se lo entrego y observo cómo sale de la habitación, marcando el número de alguien. Espero, seguro de cuál va a ser el resultado, y efectivamente regresa unos minutos después, diciendo:

—Muy bien, Kent. Traeremos aquí a nuestro oficial en la próxima hora. Puedes hablar con él, pero eso es todo. Nuestros militares se encargarán de lo demás.

Le lanzo una mirada desafiante. Lo único de lo que se encargarán sus militares es del cuerpo del traidor, pero Sharipov no necesita saberlo todavía.

—Tráelo —me limito a decir y, luego, me tumbo y cierro los ojos, esperando que el dolor punzante en el cráneo disminuya en la próxima hora.

Quizás no pueda poner las manos sobre la intérprete ahora mismo, pero, de algún modo, podré vengarme mientras esté aquí.

Cuando llega el traidor, las enfermeras me dan unas muletas y me llevan a otra habitación del hospital. Tardo unos minutos en acostumbrarme a caminar con las muletas y el puto dolor de cabeza no ayuda. Cuando llego, ya tienen al tipo sentado en una cama, con el coronel Sharipov a un lado y un soldado con una M16 al otro.

—Este es Anton Karimov, el oficial responsable del desafortunado incidente con tu avión —dice Sharipov mientras voy cojeando hacia ellos—. Puedes hacerle todas las preguntas que quieras. Su inglés no es tan bueno como el mío, pero debería entenderte.

Una de las enfermeras arrastra una silla y me siento en ella, analizando al sudoroso hombre que tengo ante de mí. Tiene unos cuarenta años, es regordete, con un grueso bigote negro y bastantes entradas. Aún lleva el uniforme del ejército y veo cercos de sudor en las axilas.

Está nervioso. No, más que eso.

Está aterrorizado.

—¿Quién te pagó? —pregunto cuando las enfermeras salen de la habitación. Decido empezar con calma, ya que puede que no me cueste mucho hacer que este hombre confiese—. ¿Quién te dio la orden de que derribaras nuestro avión?

Karimov se encoge visiblemente.

—Na… nadie. Fue solo un error. Limpio los controles y…

Le corto levantando una de las muletas y poniéndole el extremo más lejano contra la ingle. Aunque solo ejerzo una leve presión en sus pelotas, el hombre se pone de un pálido enfermizo.

—¿Quién te dio la orden de que derribaras nuestro avión? —repito, mirándolo. Veo que Sharipov se siente incómodo con mi manera de interrogar, pero lo ignoro. En vez de eso, empujo el palo de madera hacia delante, ejerciendo mayor presión sobre la entrepierna de Karimov.

—Na… nadie —jadea Karimov, retrocediendo para alejarse de la muleta—. Yo solo limpio los…

Me lanzo hacia adelante. Emite un chillido agudo mientras le clavo con la muleta las pelotas al colchón.

—No me mientas, joder. ¿Quién te pagó?

—Kent, esto no es aceptable —dice Sharipov, interponiéndose entre el prisionero y yo.

—Te lo hemos dicho, solo preguntas. Si no paras…

Antes de que termine de hablar, ya estoy de pie, apoyándome en una muleta mientras golpeo al soldado armado con la otra. Ni siquiera levanta la M16 antes de que le golpee en la rodilla y se caiga hacia adelante, lo que me permite cogerle el arma. Un segundo después, tengo el rifle de asalto apuntando a Sharipov.

—¡Vete! —digo, señalando la puerta con la barbilla—. Tú y el soldado, ambos. ¡Iros a tomar por culo!

Sharipov retrocede, con la cara enrojecida.

—No sé qué crees que estás haciendo…

—¡Fuera! —Levanto el arma y le apunto entre los ojos—. ¡Ahora!

Sharipov aprieta la mandíbula, pero hace lo que le digo. El soldado cojea detrás de él, mirándome de mala manera por encima del hombro. No me cabe duda de que volverán con refuerzos, pero ya será demasiado tarde.

En cuanto la puerta se cierra detrás de ellos, vuelvo a centrarme en Karimov.

—Ahora —digo, con un tono casi agradable mientras apunto con el arma al traidor—. ¿Por dónde íbamos?

Los ojos del hombre están llenos de miedo.

—Fue…fue un error. Ya se lo he dicho antes. Nadie me ha pagado. Nadie…

Aprieto el gatillo y veo las balas atravesarle la rodilla. Los disparos y los gritos resultantes agravan mi dolor de cabeza, lo que incrementa mi rabia.

—Te dije que no me mintieras —vocifero cuando los gritos del hombre se calman—. Ahora, dime, ¿quién te pagó?

—¡No lo sé! —Llora agarrándose la rodilla mientras empapa de sangre la cama del hospital—. ¡Todo fue por correo! ¡Todo fue por correo electrónico!

—¿Qué correo?

—¡Mi correo de Yahoo! Llevan años transfiriendo dinero a mi cuenta bancaria y, luego, me piden favores. Pequeños favores. No me reúno con ellos. Nunca los he conocido…

—¿No sabes quiénes son?

—N-no —solloza, tratando de detener la hemorragia con las regordetas manos—. No sé, no sé, no sé…

«¡Mierda!» Me inclino a creerle. Es demasiado cobarde como para no venderlos y así salvar su propio pellejo. Probablemente sabían que no podían confiar en él. Jaquearemos su correo electrónico, pero dudo que eso nos dé muchas pistas.

Escucho gritos y pisadas en el pasillo, por lo que apoyo el arma contra la sudorosa frente de Karimov.

—Última oportunidad —digo con seriedad—. ¿Quiénes son?

—¡No lo sé! —gime lleno de desesperación y sé que está diciendo la verdad. No sabe nada, por lo que no sirve de mucho. Estoy tentado de dejarlo con vida para que Esguerra o Peter se diviertan, pero costaría demasiado sacarlo del país.

Eso significa que solo me queda una cosa por hacer.

Aprieto el gatillo y acribillo a Karimov a balas. Veo cómo su cuerpo golpea contra la pared y la sangre y pedazos de cerebro caen por todas partes. Luego, bajo el arma y respiro profundamente, tratando de calmar el dolor punzante de cabeza.

Cuando las tropas de Sharipov irrumpen en la sala unos segundos después, estoy sentado en la silla, con el arma vacía en el suelo.

—Disculpad el desorden —digo, apoyándome en las muletas para levantarme—. Pagaremos la limpieza de esta habitación.

E, ignorando el horror en las caras de los demás, empiezo a cojear hacia la puerta.