14

Lucas


Paso los dedos sobre el teclado del portátil mientras miro la pantalla y me pregunto si será sensato lo que estoy a punto de hacer. Respiro hondo y empiezo a teclear. El correo que le escribo a Buschekov es corto y conciso: «Esguerra solicita que se le envíe a Yulia Tzakova para tenerla bajo su custodia e interrogarla a fondo».

Hago clic en «enviar» y me levanto, disfrutando de la libertad de moverme sin muletas. Ya han pasado dos semanas desde que me retiraron la escayola, pero todavía me siento eufórico cada vez que me pongo en pie y soy capaz de andar sin ayuda.

Salgo de la biblioteca que hace las veces de oficina y me dirijo a la cocina para prepararme un bocadillo. Nunca se me ha dado muy bien la cocina, así que el bocadillo es de lo más simple: jamón, queso, lechuga y mayonesa dentro de dos rebanadas de pan.

Me siento a comer a la mesa para no sobrecargar la pierna. Aunque se está curando bien, aún tengo que luchar contra mi tendencia a cojear; solo han pasado dos meses desde que me la rompí y todavía necesita tiempo para sanarse por completo.

Mientras como, pienso en la posible respuesta de los rusos a mi correo electrónico. No creo que a Buschekov le entusiasme la idea de perder a su prisionera, pero tampoco creo que se oponga demasiado. Las armas de Esguerra son las mejores del mercado y, con el conflicto recrudeciéndose en Ucrania, el Kremlin necesita más que nunca nuestras entregas clandestinas a los rebeldes.

De una forma u otra respetarán la petición de Esguerra, que es, en realidad, mi petición; lo que significa que, después de estar dos meses obsesionado con ella, por fin le voy a poner las manos encima a Yulia Tzakova.

No puedo esperar, joder.

Durante los dos días siguientes intercambio media docena de correos con Buschekov. Como era de esperar no le entusiasma mucho la idea y al principio dice que solo hablará del asunto con Peter Sokolov.

—Sokolov no está actualmente disponible —le digo a Buschekov cuando hablamos por videollamada. El oficial ruso está usando una intérprete otra vez, esta vez una mujer de mediana edad—. Ahora yo soy el representante de Esguerra en todos los asuntos y quiere que Tzakova esté bajo su custodia lo antes posible, junto con la información que hayáis sido capaces de descubrir sobre ella hasta ahora.

—Eso no es posible —replica Buschekov cuando la traductora le transmite mis palabras—. Es un asunto de seguridad nacional…

—Gilipolleces. Solo pedimos los archivos de sus antecedentes, eso no tiene nada que ver con la seguridad nacional rusa.

Cuando la mujer lo interpreta, Buschekov se queda callado durante unos segundos y sé que está pensando en la mejor manera de tratarme:

—¿Por qué la necesitáis? —me pregunta finalmente.

—Porque queremos localizar al individuo o a la organización específica responsable del ataque del misil. —O, al menos, eso es lo que me digo a mí mismo: que quiero interrogar a la chica personalmente para encontrar a los hijos de puta que derribaron nuestro avión.

Los ojos incoloros de Buschekov no parpadean.

—No necesitáis a Tzakova para eso. Os daremos la información en cuanto la tengamos.

—Así que no la tenéis. Después de dos meses. —Estoy tan sorprendido como impresionado de que no hayan sido capaces de doblegar a la chica. Su entrenamiento debe haber sido de primera categoría para poder resistir un interrogatorio tan largo.

—La tendremos pronto. —Buschekov cruza los brazos delante del pecho—. Hay formas más eficaces de obtener información y nos acaban de autorizar para usarlas.

Se me contraen los músculos del estómago. He estado intentado no pensar en lo que le han podido hacer en Moscú, pero de vez en cuando esos pensamientos me invaden la mente junto con los recuerdos de la noche que pasamos juntos. Quiero que Yulia sufra, pero la idea de que unos guardias rusos a los que no les pongo cara abusen de ella despierta en mí algo oscuro y horrible.

—No me importan vuestras autorizaciones. —Me obligo a mantener la voz calmada al acercarme a la cámara—. Lo que vas a hacer es remitirla bajo nuestra custodia. Ese es el trato si quieres continuar con nuestra relación de negocios.

Se queda mirándome y sé que se lo está pensando, preguntándose si estoy de farol. Lo estoy, porque Esguerra no ha autorizado nada de esto, pero Buschekov no tiene por qué saberlo. Para el oficial ruso represento a la organización de Esguerra y estoy a punto de acabar con lo que ha sido una asociación beneficiosa para ambos.

—No sería bueno para vosotros, ¿sabes? —dice Buschekov finalmente—. No os beneficiaría ir en contra de nosotros.

—Puede que no. —No parpadeo ante su no tan velada amenaza—. O puede que sí. Los enemigos de Esguerra rara vez acaban bien.

Con esto me refiero a Al-Quadar, que ha sido diezmado desde nuestro regreso. Llevamos unos meses en guerra con el grupo terrorista, desde que intentaron obtener un explosivo de Esguerra secuestrando a Nora. Sin embargo, las cosas se han intensificado desde que volvimos de Tayikistán: hemos ido tras los proveedores de los terroristas, sus financieros y sus parientes lejanos; nadie que estuviese remotamente conectado al grupo terrorista ha podido escapar de nuestra ira. El número de muertos asciende a cuatrocientos y los servicios de inteligencia lo han notado.

Buschekov se queda callado durante unos tensos segundos y me pregunto si se ha dado cuenta de que es un farol. Pero, de pronto, dice:

—De acuerdo. Os la enviaremos en un mes.

—No. —Sostengo la mirada de Buschekov mientras la mujer traduce mis palabras—. Antes. Vamos a enviar un avión para recogerla mañana.

—¿Qué? No, eso es…

—Es tiempo suficiente para tenerlo todo listo —digo interrumpiendo a la intérprete—. Recuerda: queremos a la chica y los archivos. Créeme, no quieres decepcionarnos.

Antes de que pueda protestar, cuelgo la videollamada.

A la mañana siguiente entreno con Esguerra y el resto del equipo como es habitual. Al igual que yo, Esguerra casi ha vuelto a la normalidad, ya que les ha dado una paliza a nuestros tres nuevos reclutas. Yo, como aún no tengo la pierna recuperada por completo, me limito a boxear y a hacer prácticas de tiro al blanco, envidiándole al ver que él si puede pelear sin problemas.

Mientras abandonamos el área de entrenamiento, le informo de las últimas novedades de Peter Sokolov. Resulta que el ruso se las ha apañado para conseguir que Esguerra le diera la lista y ahora está acabando con las personas que salían en ella una a una, eliminándolas sistemáticamente.

—Ha habido otro golpe en Francia y dos más en Alemania —le digo a Esguerra mientras me limpio el sudor de la cara con una toalla. En esta zona de Colombia, cerca de la Amazonia, siempre hace calor y hay humedad—. Se ve que no está perdiendo el tiempo.

—Sabía que no lo haría —dice Esguerra—. ¿Cómo lo ha hecho esta vez?

—Al francés se lo encontraron flotando en un río, tenía marcas de haber sido torturado y estrangulado por lo que supongo que Sokolov lo secuestraría primero. A uno de los alemanes le pusieron un coche bomba, al otro le disparó un francotirador —digo sonriendo—. Puede que estos no le cabrearan tanto.

—O, simplemente, aprovechó la oportunidad.

—También —digo dándole la razón—. Probablemente sepa que la Interpol le pisa los talones.

—Seguro que sí. —Esguerra parece distraído, así que decido que es un buen momento para comentarle la situación con Yulia.

—Por cierto —digo, manteniendo mi tono de voz casual—, he pedido que traigan a Yulia Tzakova desde Moscú.

Esguerra se para y me mira:

—¿La intérprete que nos vendió a los ucranianos? ¿Por qué?

—Quiero interrogarla personalmente —le explico mientras me cuelgo la toalla al cuello—. No confío en que los rusos hagan un buen trabajo.

Esguerra entrecierra los ojos y su prótesis ocular parece inquietantemente real.

—¿Es porque te la follaste aquella noche en Moscú? ¿De eso se trata?

Una ola de ira me hace apretar la mandíbula.

—Fue ella la que me jodió. Literalmente. —Hasta ahí me siento cómodo admitiendo—. Así que, sí, quiero ponerle las manos encima a esa pequeña zorra. Pero también creo que puede tener información que nos resulte útil.

O, por lo menos, espero que la tenga, porque así podría justificar la obsesión enfermiza que tengo con ella.

Esguerra estudia mi expresión durante un segundo y después asiente.

—En ese caso, adelante. —Continuamos caminando y me pregunta—: ¿Ya lo has negociado con los rusos?

Asiento.

—Al principio me dijeron que solo negociarían con Sokolov, pero les convencí de que no sería muy inteligente por su parte estar en tu contra. Buschekov cambió de idea cuando le recordé los recientes altercados en Al-Quadar.

—Bien. —Esguerra parece claramente complacido. En el mundo del tráfico ilegal de armas la reputación lo es todo y el hecho de que los rusos cedan es una buena señal para nuestras relaciones con clientes y proveedores.

—Sí, nos viene bien —digo antes de añadir que llegará aquí mañana.

Esguerra levanta las cejas.

—¿Dónde piensas tenerla? —pregunta. Que no cuestione mi iniciativa es una prueba de su confianza en mí; desde que le salvé la vida en Tailandia me ha dado mucha libertad.

—En mi habitación —le digo—. La interrogaré allí.

Sonríe, haciéndome ver que sabe a lo que me refiero.

—Muy bien. Disfrútalo.

—Oh, lo haré —digo con un tono grave—. Tenlo por seguro.

Literalmente cuento las horas que quedan para que Yulia se suba al avión. Me planteé volar hasta Moscú para recogerla, pero, después de pensarlo un poco, decidí enviar a Thomas, un antiguo piloto de la armada, y a otros hombres de confianza. Habría sido raro si hubiese ido yo, ya que al ser segundo comandante de Esguerra se me necesita en la finca, no en tareas menores como la recuperación de una espía.

—Si hay algún problema, házmelo saber de inmediato —le digo a Thomas, aunque estoy seguro de que no lo habrá.

En menos de veinticuatro horas, Yulia Tzakova estará aquí.

Será mi prisionera y nadie la salvará de mí.