15

Yulia


La pesada puerta de metal situada al final del pasillo produce un sonido metálico que hace que me sobresalte, respondiendo a ese sonido como si se tratase de una descarga eléctrica, condicionada por lo que va a ocurrir después.

Vienen a por mí otra vez.

Empiezo a temblar, otro acto reflejo. Por mucho que quiera seguir siendo fuerte están empezando a acabar conmigo, destrozándome poco a poco. Cada extenuante interrogatorio, cada pequeña o gran humillación, cada día que se convierte en noche mientras estoy aquí, sentada, sin comida y sin poder dormir, se combina y debilita cada vez más mi fuerza de voluntad. Sé que esto es solo el principio, porque Buschekov insinuó muchas más cosas la última vez que me tuvo en aquella sala con espejos.

Me siento encima del catre con la intención de controlar la respiración y me tapo con una manta fina y sucia. Puede que fuera de la prisión sea mayo, pero dentro sigue siendo invierno. El frío aquí es eterno, capaz de penetrar en las paredes de piedra gris y en las barras de metal oxidado y de colarse entre las grietas del suelo y del techo. No hay ninguna ventana, por lo que el sol nunca calienta las celdas. Vivo dentro de un gris fluorescente y las frías paredes que me rodean se estrechan cada día un poco más.

Pasos.

Al escucharlos, meto los pies envueltos en calcetines dentro de las botas. Los calcetines están sucios, al igual que el mono que llevo puesto. Llevo sin ducharme tres semanas y, sin duda, apesto; son esas pequeñas humillaciones pesadas para deshumanizarme.

—Yulechka… —Esa familiar voz cantarina me hace temblar aún más. Igor es el guardia al que más odio, el que tiene las manos más largas y el aliento más asqueroso. Incluso teniendo cámaras por todos los rincones, consigue encontrar oportunidades para tocarme y hacerme daño—. Yulechka… —repite acercándose a la celda, y puedo ver el regocijo en los pequeños y brillantes ojos marrones. Usa la forma más familiar de mi nombre, la que generalmente usarían los padres u otros miembros de la familia como una palabra que refleja cariño y ternura, pero en sus gruesos labios tiene un tono sucio y pervertido, como si fuese un pedófilo hablándole a un niño—. ¿Estás lista, Yulechka? —Alcanza la cerradura de la puerta de la celda mientras me mira.

Lucho contra el impulso de pegarme a la pared. Mejor opto por levantarme y tirar la manta, ya que aprovecha cualquier excusa para ponerme las manos encima y prefiero no darle ninguna oportunidad. Me acerco a los barrotes y me quedo ahí, esperando mientras me da un vuelco al estómago debido a las náuseas.

—Quieren que salgas otra vez —dice mientras me coge del brazo. Casi vomito cuando me agarra de la muñeca, con esos dedos rechonchos y pegajosos rozándome la piel. Cierra de golpe las esposas sobre esa muñeca y entonces me agarra del otro brazo, acercándose—. He escuchado que no vas a volver por aquí —susurra y siento cómo su mano me agarra el culo, introduciendo dolorosamente los dedos en la raja—. Es una pena. Te echaré de menos, Yulechka.

Me sube el vómito por la garganta cuando huelo su aliento, una mezcla de olor a cigarrillos rancios y a dientes podridos. Resisto con todas mis fuerzas para no apartarme de él. Rebelarme significa que me tocará aún más, lo sé por experiencia. Así que me quedo ahí, esperando a que me suelte. No va a violarme, de esa humillación me he librado gracias a las cámaras, por lo que lo único que tengo que hacer es quedarme quieta y no vomitar.

Así, unos segundos después, me esposa la otra muñeca y se retira, con una expresión de decepción que le oscurece los rasgos.

—Vamos —dice bruscamente agarrándome por el codo mientras inhalo una bocanada de aire que no ha sido intoxicado por su hedor, rezando para que mi estómago se calme. Ya vomité una vez, cuando me dieron de comer una carne grasienta después de no alimentarme durante tres días; al acabar me hicieron limpiar el vómito con la manta que está en el catre.

Para mi alivio, las náuseas van desapareciendo a medida que Igor me arrastra por el pasillo. Entonces asimilo lo que acaba de decir.

«No vas a volver».

¿Qué quiere decir? ¿Van a moverme a otra instalación o por fin han decidido que no merece la pena intentar sacarme información? ¿Van a ejecutarme? ¿Es eso lo que Buschekov insinuó cuando dijo que estaban a punto de darle una nueva autorización?

Se me acelera el pulso y otra oleada de náuseas recorre mi interior. No estoy preparada para esto. Pensaba que lo estaba, pero ahora que ha llegado el momento quiero vivir.

Quiero vivir para ver a Misha.

A no ser que les dé a los rusos lo que quieren, no volveré a ver a Misha.

La hermana de Obenko y su familia se verán obligados a esconderse, y mi hermano irá con ellos. La vida feliz de Misha se acabará y será culpa mía.

«No». Mi determinación vuelve.

Es mejor que muera.

Por lo menos así podré salir de este agujero de una vez.

A pesar de mi determinación, siento las piernas como si estuvieran hechas de gelatina cuando Igor me lleva por un pasillo que no conozco. Nos alejamos de la sala de interrogatorios, lo que significa que el guardia no mentía.

Hoy va a pasar algo diferente.

—Por aquí —dice Igor, arrastrándome hacia una serie de puertas dobles. Se abren al acercarnos y parpadeo por el repentino torrente de luz cegadora.

Luz solar.

Noto la luz caliente y pura sobre la piel, una sensación muy distinta a las luces frías y fluorescentes de la prisión. El aire que entra por las puertas también es diferente: es más puro, lleno de los olores de una ciudad en primavera que para nada reflejan desesperación y sufrimiento.

—Aquí la tenéis —dice Igor empujándome, haciendo que atraviese las puertas y, para mi sorpresa, una voz de mujer con acento ruso repite sus palabras en inglés.

Mientras lucho contra esta claridad abrumadora entrecerrando los ojos, giro la cabeza y veo a una mujer de mediana edad de pie al lado de cinco hombres en un patio estrecho; detrás de ellos hay una gruesa pared con alambre de espino en la parte más alta, junto con algunos guardias.

—¿Quién eres? —le pregunto a la mujer en inglés, pero no me responde. En su lugar, se gira para mirar a uno de los hombres: un hombre alto y delgado que parece ser su jefe.

—Ya puedes irte, gracias —le dice él, hablando en inglés americano sin acento, y entonces me doy cuenta de que debe ser una intérprete.

Asiente y avanza deprisa hacia una verja situada al otro extremo del patio. El hombre se acerca a mí y veo cómo una expresión de repugnancia le cruza el rostro. Seguro que ha olido la gran cantidad de duchas que me faltan.

—Vamos —dice agarrándome por el brazo y apartándome de Igor.

—¿A dónde me lleváis? —Intento mantenerme tranquila. Esto no es para nada lo que esperaba. ¿Qué querrán los americanos de mí? A no ser que… ¿Podrían estar con…?

—A Colombia —dice el hombre, confirmando mis peores pesadillas—. Julian Esguerra solicita tu presencia.

Y, antes de que pueda asimilar este nuevo golpe, me arrastra hacia la verja.

No sé en qué momento empiezo a luchar; si es cuando ya hemos pasado las puertas de la prisión o cuando nos acercamos a la furgoneta negra. Lo que sí sé es que una bestia se despierta en mi interior e intento golpear con todas las fuerzas que me quedan al hombre que me sujeta.

No tenía ni idea de que el traficante de armas pudiera estar vivo y, llegados a este punto, no me importa. Al animal asustado que reside dentro de mí solo le importa el poder evitar el terrible tormento que me espera al final de este viaje. He leído el archivo de Esguerra y he escuchado los rumores. No es solamente un hombre de negocios despiadado.

También es un sádico.

Como tengo las manos esposadas, uso los pies para darle una patada en la rodilla al jefe, agacharme y girar a la vez, haciendo que deje de sujetarme el brazo. Suelta un grito maldiciendo, pero yo ya estoy rodando por el suelo y alejándome de los cinco hombres. Obviamente, no llego muy lejos. Me alcanzan en menos de un segundo y dos hombres enormes me inmovilizan contra el suelo, haciendo que me ponga en pie después. Sigo luchando contra ellos; les doy patadas, les muerdo y les grito mientras me empujan al fondo de la furgoneta. Justo cuando las puertas se cierran y la furgoneta arranca dejo de resistirme, cansada y temblorosa. Jadeo agitadamente y parece que el corazón se me va a salir del pecho de lo rápido que late.

—Hija de puta, cómo apesta —murmura el hombre que me sujeta, haciendo que me ardan las mejillas por la vergüenza; como si fuese culpa mía que me hayan convertido en esta criatura asquerosa.

Más tarde me amordazan, seguramente para evitar que grite otra vez. Me esposan las muñecas a los tobillos y después me arrojan a una esquina de la furgoneta, sentándome a unos metros de ellos. Solo me tocan para eso y, cuando, después de unos minutos, mi pánico ciego desaparece, empiezo a pensar de nuevo.

Julian Esguerra quiere que vuelva con él, lo que significa que no murió en el ataque del misil. ¿Cómo es posible? ¿Me mintió Obenko o, simplemente, Esguerra tuvo mucha suerte? Y si el traficante de armas ha sobrevivido, ¿qué habrá pasado con el resto de la tripulación?

¿Qué habrá pasado con Lucas Kent?

Siento una punzada en el pecho bastante familiar al pensar en su nombre. Solo le conozco de esa noche, pero aun así he estado afligida y le he llorado en los fríos confines de mi celda. ¿Es posible que esté vivo? Y, si lo está, ¿lo veré de nuevo?

¿Será él quien me torture?

No. Cierro los ojos con fuerza. No puedo pensar en eso ahora. Tengo que tomarme las cosas con calma, paso a paso, tal y como hacía en la sala de interrogatorios. Probablemente las siguientes horas serán las últimas que pase sin experimentar un dolor intenso, si no son las últimas horas de mi vida; no puedo desperdiciar este preciado tiempo preocupándome por el futuro.

No puedo malgastarlo pensando en un hombre que probablemente esté muerto.

Así que, en lugar de pensar en Lucas Kent, pienso en mi hermano otra vez. Pienso en su alegre sonrisa y en la manera en la que me abrazaba con sus diminutos y regordetes brazos cuando era pequeño. Tenía ocho años cuando nació y a mis padres les preocupaba que me molestara la intrusión de un bebé recién nacido en nuestra familia, que estaba muy unida. Pero no fue así. Me enamoré de Misha desde que lo conocí en el hospital y lo cogí por primera vez y, al sentir lo pequeño que era, supe que mi trabajo era protegerle.

«Es muy bonito que Yulia quiera tanto a su hermano», les decían a mis padres sus amigos. «Mirad qué bien cuida de él. Algún día será una madre maravillosa».

Mis padres asentían, mirándome rebosantes de alegría, y yo me esforzaba el doble en ser una buena hermana, en hacer todo lo posible para asegurarme de que mi hermanito estaba sano, era feliz y estaba a salvo.

La furgoneta se detiene, sacándome de mis pensamientos; entonces me doy cuenta de que hemos llegado y me sacude el pánico.

—Vamos —dice el líder del grupo cuando se abre la puerta de la furgoneta y veo que estamos en una pista de aterrizaje delante de un avión privado de la marca Gulfstream. No puedo andar con las muñecas esposadas a los tobillos, así que el hombre que se estaba quejando antes de mi olor me lleva de la furgoneta al avión, cuyo interior es lo más lujoso que he visto nunca.

—¿Dónde quiere que la ponga? —le pregunta al líder; y veo que tienen un dilema. Los amplios asientos de la cabina están tapizados con piel color crema, igual que el sofá junto a la mesita de café. Aquí todo está limpio y cuidado, menos yo.

—Ahí —responde, señalando un asiento bajo la ventana—. Diego, cúbrelo con una manta.

Un hombre de pelo negro asiente y desaparece en la parte trasera del avión. Vuelve un minuto más tarde con lo que parece ser una sábana; la coloca sobre el asiento y el hombre que me sostiene me deja allí.

—¿Quiere que le quitemos la mordaza y las esposas? —le pregunta al jefe, y el hombre delgado niega con la cabeza.

—No. Deja que la muy zorra se siente así, que aprenda la lección.

Al decir eso, se alejan; y me dejan mirando por la ventana e intentando no pensar en lo que me espera cuando aterrice el avión.