16

Yulia


—Venga, vámonos. —Unas manos ásperas me levantan del asiento y me despiertan de golpe de un sueño inquieto—. Hemos llegado.

«¿Llegado?». Se me acelera el corazón al darme cuenta de que ya hemos aterrizado. Debo haberme quedado dormida en algún momento durante el vuelo. El cansancio debe haberle ganado la batalla a la ansiedad.

Es otro hombre el que me lleva ahora, el líder lo llamó Diego. La manera en que me agarra no es especialmente delicada cuando me sujeta contra el pecho. Sin embargo, me alegro de que no me hagan caminar. Después de pasar todo el vuelo con los tobillos y las muñecas esposados, no estoy segura de que tenga preparados los músculos doloridos para hacerlo. Eso sin mencionar que estoy tan hambrienta que me siento mareada y con náuseas. Me han quitado la mordaza para darme un poco de agua a mitad del vuelo, pero no se han molestado en darme de comer.

En cuanto Diego sale del avión, me inunda una ola de humedad, haciéndome sentir como si hubiera entrado en unas termas rusas, o a lo mejor en una selva tropical. Esta última opción es quizá la mejor comparación por la cantidad de árboles cubiertos de hiedra que rodean la pista de aterrizaje.

A pesar del terror que me recorre las venas, estoy maravillada ante la vegetación que me rodea. Me encanta la naturaleza, siempre me ha encantado, desde que era pequeña, y este sitio me atrae de todas las maneras posibles. El aire puro está cargado con el aroma de la vegetación tropical, los insectos zumban en la hierba y el sol brilla a pesar de que hay algunas nubes en el cielo. Durante un par de minutos de felicidad, siento como si estuviera en el paraíso.

Entonces oigo un coche acercarse y me doy de bruces contra la realidad.

El propietario de este paraíso va a torturarme y matarme.

Noto un nudo en el estómago vacío. No quiero dejarme llevar por el miedo, pero no puedo evitar que el temor me recorra el cuerpo cuando el coche, un todoterreno negro, se para frente al avión.

De la puerta del conductor sale un hombre alto, de hombros anchos, el sol brilla sobre su pelo corto de color claro.

Se me corta la respiración mientras fijo los ojos en sus duras facciones.

Lucas Kent.

Está vivo.

Sus ojos claros me sostienen la mirada y el mundo se desenfoca a mi alrededor, se desvanece. Me olvido del hambre y de la incomodidad, de las esposas que me aprisionan a mí y a mi miedo por el futuro.

Lo único de lo que soy consciente es de la irracional y cruel alegría que siento porque Lucas esté vivo.

Empieza a andar hacia mí y me obligo a respirar de nuevo. Es más grande todavía de lo que recordaba, tiene los músculos de los hombros anchos y fuertes. Ataviado con una camiseta de camuflaje sin mangas y pantalones desgastados, con un rifle de asalto colgándole sobre el pecho, parece exactamente lo que es: un despiadado mercenario trabajando para un profesional del crimen.

—Yo me encargo a partir de ahora, Diego —dice acercándose a mí y empiezo a temblar cuando hace el amago de cogerme, desviando la mirada de la mía. Diego me entrega sin mediar palabra y mi temblor se intensifica en cuanto siento de nuevo las manos de Lucas sobre mí, su contacto me quema a través del basto tejido del mono carcelario.

Dando un paso atrás, se da la vuelta y empieza a llevarme hacia el coche, sujetándome con fuerza contra el pecho. No muestra ningún tipo de repulsión hacia mi falta de higiene y siento un escalofrío mientras el calor que desprende se filtra hacia mi interior, derritiendo algo del frío que seguía teniendo dentro. Debería estar aterrada, pero siento esa sensación de nuevo, esa atracción irracional que solo he experimentado con él. A la vez, noto una presión en las sienes, y me escuecen los ojos como si estuviera a punto de llorar.

«Vivo. Está vivo».

No parece real. Nada de esto parece real. Mi realidad es una celda gris y apestosa en una cárcel rusa. Mi realidad son las manos repulsivas de Igor y la sala de interrogatorios con espejos de Buschekov. Es hambre, sed, anhelo; anhelo de la vida que perdí cuando el coche de mis padres patinó sobre el hielo, del hermano que solo vi en fotos y del hombre que conocí durante un solo día.

Del hombre que creía que había matado… el que me sostiene en este momento.

¿Será un sueño? ¿Un sueño creado por mi mente exhausta y exenta de sueño? Quizá incluso estoy inconsciente sobre la mesa de interrogatorios con esa chirriante alarma a punto de devolverme de golpe a la consciencia.

La cara de Lucas se difumina ante mí y me doy cuenta de que estoy llorando. Se me llenan los ojos de grandes y horribles lágrimas que acaban derramándose por las mejillas. Automáticamente me las intento secar, avergonzada, pero no alcanzo debido a que tengo todavía las manos esposadas a los tobillos. El movimiento acaba siendo brusco y torpe, y veo cómo la cara de Lucas se pone rígida cuando me mira.

—Hija de puta —dice en un tono tan bajo que casi no puedo oírlo—. ¿Crees que puedes manipularme con lágrimas?

Me sujeta más fuerte, cogiéndome con más firmeza y severidad cuando se para frente al todoterreno y me lanza una mirada, como si estuviera esperando una respuesta. Cuando no le doy ninguna, se le endurecen aún más las facciones.

—Vas a pagar por lo que hiciste —promete con voz furiosa—. Vas a pagar por todo.

Y, de este modo, me empuja a través de la puerta abierta del coche y me lanza sobre el asiento trasero. En cuanto mi espalda choca con el cuero mullido, sé que estaba equivocada.

Esto no es un sueño

Es una pesadilla.

El trayecto dura solo unos minutos. Lucas conduce en silencio, sin decirme nada más, y utilizo el tiempo para recomponerme. De alguna manera, pensar en su amenaza me ayuda a retener las lágrimas. Mi inesperada alegría se está convirtiendo en un miedo gélido mientras proceso el hecho de que Lucas Kent está vivo, y que será, en efecto, el que me hará pagar por lo que hice.

¿Significa eso que el avión sí se estrelló? Si es así, ¿cómo sobrevivieron Esguerra y él? Quiero preguntárselo a Lucas, pero no me atrevo a romper el silencio, no cuando siento su furia flotando en el ambiente como una malévola fuerza esperando a ser desatada. Se ha quitado el arma y la ha dejado en el asiento del copiloto, pero eso no disminuye el halo de amenaza que desprende.

Puede matarme con sus propias manos si así lo desea.

Cuando el coche sale de la zona boscosa, veo una gran casa blanca en la distancia. Está rodeada por cuidados campos verdes que contrastan con la incontrolable selva que hemos dejado atrás. Más allá, a una docena de metros, veo torres de vigilancia. La imagen no me sorprende, la ficha de Esguerra decía que su finca en Colombia estaba altamente fortificada a pesar de su apartada localización al borde de la Amazonia.

No vamos a la casa grande, sino que damos la vuelta y nos dirigimos, a través de la selva, hacia un grupo de casas más pequeñas y edificios cuadrados de una sola planta. Me doy cuenta de que debe ser donde viven los guardias y el resto de la gente de Esguerra cuando veo a hombres armados y, de vez en cuando, a alguna mujer, saliendo y entrando de las viviendas.

El coche se detiene frente a una de las casas individuales, la que tiene un porche delantero, y Lucas sale dejando el arma dentro. Cierra con fuerza la puerta a sus espaldas y me encojo, intentando no ceder ante la ansiedad que me ahoga. Siento el miedo espeso y amargo en la garganta. De alguna manera, es peor saber que será Lucas el que me haga esas cosas horribles, que será él el que me arranque las uñas o me corte trocito a trocito. Es peor porque hubo momentos, en esa cárcel de Moscú, en los que solía imaginarme que estaba con él, en los que fantaseaba con que él me cogía y yo me sentía segura entre sus brazos.

Lucas rodea el coche y abre la puerta trasera. Metiéndose dentro, me agarra y tira de mí hacia fuera, sin mediar palabra, mientras me sujeta contra el pecho y cierra la puerta con el pie de un portazo. Me sujeta de forma firme y severa, y sé que esto es solo el principio.

Mis fantasías están a punto de romperse bajo el peso de la realidad.

Me lleva por las escaleras del porche, caminando sin esfuerzo, como si yo no pesara nada. Su fuerza es formidable, aunque no haya seguridad en ella. Al menos, no para mí. Quizá para alguna mujer en el futuro, alguien a quien quiera cuidar y proteger.

Alguien a quien no odie tanto como me odia a mí.

Cuando abre la puerta principal y se gira para poder pasar por ella, veo de reojo caras curiosas que nos miran desde la calle. Hay algunos hombres y una mujer de mediana edad y, por un absurdo momento, me siento tentada a pedirles ayuda, a suplicarles que me salven. La idea se disipa tan rápido como aparece. Estas personas no son inocentes transeúntes, son los empleados de un sádico contrabandista de armas y son cómplices absolutos del destino que se cierne sobre mí.

Así que me mantengo en silencio mientras Lucas me lleva al interior de la casa y, de nuevo, cierra la puerta con el pie. No me mira, así que aprovecho la oportunidad para estudiarle, especialmente la marcada mandíbula. Sigue furioso, la ira radia de él como el calor de una llama. Esto hace que me pregunte por qué está tan enfadado. Seguro que este tipo de cosas, torturar a los enemigos de Esguerra, es una rutina para él. Habría esperado fría indiferencia, no furia volcánica.

Pensándolo bien, tendría sentido que me hubiera llevado a algún almacén o a un cobertizo, a algún sitio que no le importara manchar de sangre y de diversos fluidos corporales. Sin embargo, me encuentro en una casa residencial, aunque con los muebles básicos. Un sofá negro de cuero, una televisión de pantalla plana, una alfombra gris y paredes blancas. La habitación que atravesamos no es lujosa, pero salta a la vista que no es una cámara de tortura. ¿Será la casa de Lucas? Y, si lo es, ¿por qué estoy aquí?

No tengo tiempo para pensar demasiado en ello porque me lleva a un amplio baño blanco. Hay una bañera grande, una ducha con puertas de cristal y un lavabo junto a un inodoro.

Definitivamente no es una cámara de tortura.

—¿Por qué me has traído aquí? —digo con voz ronca y áspera por la falta de uso. No he hablado desde que los hombres de Esguerra ahogaron mis gritos en Moscú—. Es tu casa, ¿verdad?

Los músculos de la mandíbula de Lucas se tensan, pero no responde. En su lugar, me lleva a la ducha, me deja sobre el suelo de baldosas y saca una llave. Cogiendo mis esposas, las abre y las separa de las de los tobillos. Entonces me levanta del suelo de un tirón.

—Necesitas una puta ducha —dice bruscamente—. Desnúdate. Ya.

Me flaquean las rodillas y siento los músculos de las piernas incapaces de aguantar el repentino dolor que me produce mantenerme en pie, aunque agradezco poder poner al fin recta la dolorida espalda. Me da vueltas la cabeza por culpa del hambre crónica y el agotamiento y, gracias a que Lucas me está sujetando del brazo, no me desplomo otra vez en el suelo.

«¿Una ducha? ¿Quiere que me dé una ducha?». Antes de que pueda procesar la extraña orden, deja escapar un ruido de impaciencia y agarra la cremallera del mono, bajándola bruscamente.

—Espera, yo puedo… —Trato de coger la cremallera con la mano temblorosa, pero es demasiado tarde. Lucas me hace girar, aplastándome la cara contra el cristal de la ducha y tira del mono hacia abajo hasta las rodillas, dejándome solo con unas bragas anchas de talle alto y un sujetador deportivo dado de sí, la única ropa interior que me permitían llevar en la cárcel. En un segundo me arranca ambos y me hace girar de nuevo para que le mire.

—No me hagas decirlo dos veces. —Me agarra con fuerza la mandíbula mientras me sujeta del brazo con la otra mano—. Harás lo que yo diga, ¿lo entiendes? —Le brillan los ojos por algo más que una fría furia.

Lujuria.

Aún me desea.

Me palpita el corazón a un ritmo furioso al darme cuenta de que estoy desnuda ante él. Debería habérmelo esperado, pero, por alguna razón, no lo hice. En mi cabeza, lo que pasó entre nosotros era totalmente independiente del castigo que está a punto de infligirme. Tenía que haber sido más lista.

Para hombres como Lucas Kent, la violencia y el sexo van de la mano.

—¿Lo entiendes? —repite, clavándome los dedos en la mandíbula, por lo que parpadeo afirmativamente, el único movimiento que soy capaz de hacer. Al parecer, es suficiente porque me suelta y da un paso atrás.

—Lávate —ordena, saliendo del plato de ducha y cerrando las puertas de cristal tras él—. Tienes cinco minutos.

Cruzando los brazos sobre el pecho enorme, se apoya contra la pared y se queda mirándome, esperando.