Lucas
Le tiembla el cuerpo mientras alarga la mano hacia el grifo y veo el esfuerzo que le supone cada movimiento. Está débil y delgada, infinitamente más frágil que la última vez que la vi, y que eso me moleste me enfada todavía más.
Esperaba sentir lujuria y odio, incluso regocijarme en su sufrimiento mientras me saciaba con su cuerpo de mentirosa. Pensaba tratarla como un juguete sexual hasta que se disipara mi obsesión y entonces hacer todo lo necesario para averiguar quiénes son las personas que mueven los hilos tras ella.
No conté con esta criatura pálida y desaliñada ni con cómo me haría sentir verla así.
¿Querían matarla de hambre? Eso parece, porque puedo ver todas y cada una de sus costillas. Tiene el estómago hundido, las caderas demasiado marcadas y las extremidades preocupantemente delgadas. Aunque ya era delgada antes, parece haber perdido, en los últimos dos meses, por lo menos seis kilos.
Se las arregla para abrir el grifo y me obligo a mantenerme tranquilo cuando se agacha para coger el champú. No me está mirando, tiene puesta toda la atención en la tarea y siento una ola de rabia, mezclada con deseo y con ese otro sentimiento extraño.
Algo que se parece demasiado a la necesidad de protegerla.
«Joder». Aprieto los dientes, decidido a resistir esta extraña necesidad de entrar en la ducha y apretarla contra mí. No para follármela, aunque mi cuerpo esté deseándolo, sino para abrazarla.
Para abrazarla y consolarla.
Enfurecido, cambio de posición contra la pared viendo cómo empieza a enjabonarse el pelo. A pesar de la delgadez extrema, su cuerpo es grácil y femenino. Tiene los pechos más pequeños que antes, pero siguen estando sorprendentemente grandes, con rosados pezones que se yerguen bajo el chorro de agua. Puedo ver pelo rubio y suave entre las piernas. Después de casi dos meses sin afeitarse ni hacerse la cera, su coño debe haber vuelto a su estado natural. Medio excitado por haberla desvestido, me empalmo del todo y me imagino entrando en la ducha, bajándome la cremallera de los pantalones e introduciéndome en su cálida estrechez sin preliminares. Tomarla sin más, como el juguete sexual que pretendía que fuera.
No hay nada que no me permita hacerlo. Es mi prisionera. Puedo hacer lo que quiera con ella. Nunca he forzado a una mujer, pero tampoco había deseado y odiado a una al mismo tiempo. ¿Sería follármela tan malo como rebanarle la delicada piel para hacerla hablar?
No lo sería. Puedo hacerle daño de la forma que quiera.
Aunque hacerle daño no es lo que quiero ahora mismo. La violencia que se agita en mi interior no está dirigida a ella, sino a quienes le han hecho daño. Cuando vi que Diego la sujetaba con el pelo largo cayéndole lacio y sin vida alrededor de la cara pálida, sentí una furia sin igual. Y, cuando empezó a llorar, necesité toda mi fuerza de voluntad para no abrazarla y prometerle que nadie le volvería a hacer daño.
Ni siquiera yo.
Esa necesidad me volvió loco en ese momento y lo sigue haciendo. No me cabe duda de que la perra sabía lo que estaba haciendo con esas lágrimas, igual que supo cómo sacarme información aquella noche en Moscú. Su frágil apariencia es solo eso: una apariencia. El exterior de rubia preciosa esconde una agente entrenada, una espía que tiene tanta habilidad con los juegos mentales como con los idiomas.
—Se han terminado los cinco minutos —digo, incorporándome para separarme de la pared. Ya se ha lavado el pelo y el cuerpo, y solo está bajo el agua con los ojos cerrados y la cabeza echada hacia atrás—. Sal —digo con una voz dura que no refleja la confusión que siento por dentro.
No dejaré que juegue conmigo de nuevo.
Se sobresalta ante mis palabras, abre los ojos de golpe y corta el agua de la ducha. Sigue temblando, aunque no tan violentamente como antes, y me pregunto cuánto será verdadera debilidad y cuánto simple teatro.
Abriendo la puerta de la ducha, cojo una toalla y se la lanzo.
—Sécate.
Obedece, secándose primero el pelo y, luego, el cuerpo. Mientras lo hace me fijo en los moratones que le cubren las piernas y el tórax y en las ojeras azuladas bajo los ojos cansados.
Joder. No pueden ser falsos.
—Ya está bien. —Reprimiendo la ilógica ola de pena, le arranco la toalla de las manos y la cuelgo del gancho—. Vamos.
Me suplica con la mirada cuando la agarro del brazo, pero ignoro el ruego mudo, sujetándola innecesariamente fuerte. No puedo dejarme llevar por esta debilidad, por esta obsesión que parece estar fuera de control.
Tropieza cuando tiro de ella hacia el umbral de la puerta y me paro para recogerla, diciéndome que será más fácil llevarla en brazos que intentar tirar de ella. Cuando la levanto para apoyarla contra mí, noto la suave presión de sus pechos y el aroma a limpio que desprende, mezclado con la esencia del gel. El deseo me recorre el cuerpo de nuevo, haciéndome olvidar su peso demasiado ligero, y le doy la bienvenida. Esto es precisamente lo que necesito: desearla y nada más. Y, para eso, no puedo dejar que sea un frágil y patético esqueleto.
La necesito más fuerte.
Mi destino era el dormitorio, pero cambio la trayectoria hacia la cocina. Tiene la respiración acelerada, probablemente por el miedo, pero no opone resistencia. Sin duda se da cuenta de que no tendría sentido en el estado de debilidad en que se encuentra.
Cuando llegamos a la cocina, la dejo en una silla y doy un paso atrás. Inmediatamente, encoge las piernas contra el pecho, tapándose gran parte del cuerpo desnudo. Al mirarme, los ojos grandes se le llenan de miedo y el pelo mojado se le queda pegado a los hombros y la espalda.
—Vas a comer —le digo, acercándome al frigorífico. Lo abro y saco pavo, queso y mayonesa y coloco todo sobre la encimera al lado del pan. Mientras hago el bocadillo, la vigilo para cerciorarme de que no está intentando hacer nada, y efectivamente, no lo está haciendo. Solo está ahí sentada, mirando con cautela cómo unto la mayonesa en el pan, le añado unas lonchas de queso y pavo y lo coloco todo en un plato.
—Come —le ordeno, poniendo el plato frente a ella.
Se humedece los labios con la lengua.
—¿Podría beber un poco de agua, por favor?
Claro, debe tener sed también. Sin responderle, voy al fregadero, lleno un vaso de agua y se lo llevo.
—Gracias —dice en voz baja cuando acepta el vaso. Cierra los delgados dedos alrededor de este, rozando los míos en el proceso. Un escalofrió eléctrico me recorre el cuerpo ante el inesperado roce y, de nuevo, siento los pantalones demasiado apretados cuando la polla se me oprime contra la cremallera.
Mira hacia abajo un segundo antes de volver a centrarse en mi cara y veo que se le dilatan las pupilas. Es consciente de mi deseo y eso le asusta. La mano con la que está sujetando el vaso tiembla un poco mientras bebe y aprieta las piernas contra el cuerpo con el otro brazo.
Bien. La quiero asustada. Quiero que sepa que quizá desee su cuerpo, pero no tendré clemencia. No me podrá manipular nunca más.
Mientras bebe, me siento al otro lado de la mesa y me recuesto en la silla, juntando las manos tras la cabeza.
—Come, ya —le ordeno cuando baja el vaso, y obedece. Hunde los perfectos dientes blancos en el bocadillo sin esconder sus ganas.
A pesar de estar hambrienta, come despacio, masticando con cuidado cada bocado. Es un movimiento inteligente, no quiere ponerse enferma por comer mucho demasiado rápido.
—Bueno —digo cuando ya se ha comido un cuarto de la comida—. Entonces ¿cuál es tu verdadero nombre?
Se detiene en mitad de un mordisco y deja el bocadillo.
—Yulia. —Me sostiene la mirada sin pestañear.
—No me mientas. —Separo las manos y me echo hacia delante—. Una espía nunca utiliza su verdadero nombre.
—No he dicho que sea Yulia Tzakova. —Coge el bocadillo de nuevo y toma otro bocado antes de seguir explicándose—. Yulia es un nombre bastante común en Rusia y Ucrania y resulta que también es mi nombre real. Es la versión rusa de Julia.
—Ah. —Tiene sentido y estoy tentado a creerla. Es más fácil conservar parte de tu verdadera identidad cuando vas de incógnito—. Bueno, Yulia, ¿cuál es tu verdadero apellido?
—Mi apellido no importa. —Tuerce los suaves labios—. La chica a la que pertenecía ya no existe.
—Entonces no importará que me lo digas, ¿verdad? —Muy a mi pesar, estoy intrigado. Aunque no importe, quiero saber su apellido.
Quiero saberlo todo sobre ella.
Se encoge de hombros y toma otro bocado del bocadillo. Veo que no tiene intenciones de responderme.
Aprieto los dientes, recordándome que debo ser paciente. Los rusos no han sido capaces de sacarle nada útil en dos meses, así que no puedo hacerla hablar en solo una hora. La prioridad número uno es que coma y que recobre fuerzas. Las respuestas vendrán después. Se las sacaré como sea.
Por ahora, reviso mentalmente la información que Buschekov me envió sobre ella. No fueron capaces de descubrir mucho. Todo lo que ha reconocido es que tiene veintidós años, no veinticuatro como dice su pasaporte falso, y que nació en Donetsk, una de las zonas en guerra del este de Ucrania. El gobierno ucraniano se negó a reclamarla como una de los suyos, así que la organización para la que trabaja debe ser privada o estrictamente secreta. Su título en Lengua Inglesa y Relaciones Internacionales de la Universidad Estatal de Moscú parece ser real, hay registro de una Yulia Tzakova graduada hace dos años y Buschekov fue capaz de localizar a profesores y compañeros que verificaron su asistencia a clase.
¿La reclutaron los ucranianos en la universidad o la enviaron ellos ahí? No sería descabellado que hubiera estado trabajando para ellos desde la adolescencia. No se suele reclutar a agentes tan jóvenes, pero sí puede ocurrir.
—¿Cuánto llevas haciendo esto? —le pregunto cuando casi ha terminado el bocadillo. Ha recobrado un poco de color en las mejillas y parece menos temblorosa—. Espiando para Ucrania, me refiero.
En lugar de responder, Yulia toma un sorbo de agua, baja el vaso y me mira directamente.
—¿Puedo usar el baño, por favor?
Tenso las manos sobre la mesa.
—Claro, cuando respondas a la pregunta.
No parpadea.
—Lo he estado haciendo durante un tiempo —dice después de un rato—. Ahora, ¿puedo mear en el inodoro? ¿O lo hago aquí?
La furia latente en mi interior se aviva y cedo ante ella. En un instante estoy a su lado, agarrándola del pelo y tirando de ella para levantarla. Lanza un grito de dolor, me agarra de la muñeca con las manos, pero no le doy la oportunidad de empezar una pelea. En menos de dos segundos, la tengo doblada sobre la mesa con el brazo torcido sobre la espalda y la cara apretada contra la superficie. El plato con las sobras del bocadillo resbala de la mesa y se estrella contra el suelo, pero me importa una mierda.
Va a aprender una lección importante ahora mismo.
—Dilo otra vez. —Me inclino sobre ella, atrapando su cuerpo desnudo bajo el mío. Oigo que respira rápida y superficialmente mientras la silueta de su culo me roza la entrepierna y se me endurece la polla cuando oscuras imágenes de sexo me inundan la mente. En esta posición, solo tengo que abrir la bragueta y estaré en su interior.
La tentación es casi insoportable.
—Desde que tenía once años —responde con voz débil y amortiguada contra la mesa—. Llevo en esto desde que tenía once.
«¿Once?». Sorprendido, la dejo libre y doy un paso atrás. ¿Qué tipo de agencia recluta a una cría?
Antes de que pueda procesar la información, se escurre de la mesa y se pone frente a mí.
—Por favor, Lucas. —Vuelve a tener la cara pálida y le tiemblan los labios—. De verdad que necesito ir al baño.
«Joder».
La agarro del brazo.
—Tienes cinco minutos —le advierto cuando hacemos el camino de vuelta al baño—. Y no intentes encerrarte, tengo la llave.
Asiente y desaparece dentro del baño con el pelo medio seco cayéndole por la delgada espalda.
Negando con la cabeza vuelvo a la cocina para limpiar.
No quiero que se corte los pies descalzos con los trozos del plato roto.