Lucas
Una niña. Era una puta niña cuando la llevaron a Moscú y la obligaron a acostarse con los asquerosos cabrones del gobierno.
La rabia que me recorre es tan intensa que podría incinerarme las entrañas. He empleado hasta la última pizca de autocontrol que tengo para disimular mi reacción ante Yulia. Si no me hubiera ido de casa en aquel momento, seguramente habría atravesado la pared con el puño.
Una hora después sigo enfadado, así que golpeo el saco de arena que tengo delante, canalizando mi furia en cada golpe. Veo a los hombres a mi alrededor mirándome con curiosidad. Llevo así cuarenta minutos, sin mucho más que un descanso para beber agua.
—Lucas, ¿te has vuelto loco, gringo?, ¿qué mosca te ha picado? —La voz de un hombre me distrae, me giro y me encuentro a Diego. El alto mexicano sonríe y los dientes blancos destacan sobre el rostro bronceado—. ¿No deberías guardar algo de energía para tu prisionera?
—Que te jodan, pendejo. —Molesto por la interrupción, cojo la botella de agua del suelo y le doy un trago. Por lo general Diego me cae bien, pero ahora la idea de usarlo como saco de boxeo me parece muy tentadora—. Mi prisionera no es asunto tuyo, joder.
—Ayudé a traerla aquí, así que, de alguna forma, sí que es asunto mío —me contradice, aunque la sonrisa le desaparece del rostro al darse cuenta de que estoy de mal humor—. Es la zorra que provocó el accidente, ¿verdad?
Me seco el sudor de la frente.
—¿Por qué dices eso? —Creía que solamente Esguerra, Peter y yo sabíamos lo de Yulia.
Diego se encoje de hombros.
—La trajimos de una prisión rusa y todo el mundo sabe que los ucranianos estaban detrás. Encaja. Además, te lo tomas como algo personal, así que… —Le lanzo una mirada tan intensa que su voz se apaga.
—Como he dicho, no es asunto tuyo, joder —mascullo con frialdad. Lo último que quiero es hablar de Yulia con otros hombres. Lo que debería haber sido lo más fácil del mundo, vengarse, se ha convertido en un caos de proporciones épicas. La chica que está atada en la silla del salón no es lo que pensaba que era y no tengo ni puta idea de qué hacer con ella.
—No te preocupes. —Diego sonríe de nuevo—. Pero dime, ¿te la has follado ya? Hasta con el hedor de la cárcel seguía estando buena...
Le doy un puñetazo en la cara antes de que termine de hablar. No es un acto muy responsable por mi parte; pero no puedo contener la furia que me invade. Se tambalea hacia atrás por la fuerza del golpe y me abalanzo sobre él, tirándolo al suelo. La pierna se me resiente por el brusco movimiento pero ignoro el dolor, destrozándole la sorprendida cara a golpes.
—Kent, ¿qué cojones? —Unas manos fuertes me agarran y me separan de mi víctima, resistiendo mis intentos de deshacerme de ellas—. ¡Cálmate, tío!
—¿Qué pasa aquí? —La voz de Esguerra cae como un jarro de agua fría sobre las llamas de mi furia. Cuando me tranquilizo, me doy cuenta de que Thomas y Eduardo me sujetan por los brazos mientras nuestro jefe está a pocos metros de la entrada del gimnasio.
—Solo ha sido un pequeño un malentendido. —Consigo mantener la voz firme a pesar del instinto asesino que me recorre el cuerpo. Al ver que he dejado de forcejear, Thomas y Eduardo dan un paso atrás con expresión neutral.
Sé que tengo que decir algo al respecto y me giro hacia el guardia que acabo de atacar.
—Lo siento, Diego, me has pillado en un mal momento.
—Ya, no jodas —murmura, poniéndose en pie con esfuerzo. Le sangra la nariz y se le empieza a hinchar el ojo izquierdo—. Tengo que ponerme hielo.
Se apresura a salir del gimnasio, y Esguerra me lanza una mirada inquisitiva.
Me encojo de hombros como si el problema no tuviera importancia y, para mi alivio, Esguerra no insiste. En lugar de eso, me informa de que nuestro proveedor de Hong Kong ha llamado al final de la tarde. Cree que es buena idea que esté presente. Luego, regresa a su oficina y yo me quedo con los guardias disparando a latas de cerveza, intentando no pensar en mi cautiva.