Lucas
Mientras Esguerra discute sus nuevas preocupaciones logísticas con nuestro proveedor de Hong Kong, permanezco sentado en silencio. Solo presto atención a medias a la videollamada. No entiendo cómo una mujer puede confundirme tanto. Un segundo quiero cuidarla, que se ponga fuerte y sana y, al siguiente, estoy indeciso entre follármela o matarla allí mismo.
Prostitución infantil.
Eso es básicamente lo que hicieron con ella. Cuando tenía once años se la llevaron, la entrenaron y a los dieciséis la soltaron en Moscú con instrucciones de acercarse a las más altas esferas del gobierno ruso.
Me pongo enfermo solo de pensarlo. No sé qué me enfada más: que le hayan hecho eso o que esté relacionada con el accidente de avión que mató a cuarenta y siete de nuestros hombres y casi quemó vivos a otros tres.
¿Cómo se puede odiar tanto a alguien y, al mismo tiempo, querer vengar todas las putadas que le han hecho?
—Gracias por su tiempo, señor Chen —dice Esguerra, con una educación poco común en él, y veo al viejo arrugado de la pantalla asentir mientras repite las mismas palabras. Es importante respetar las costumbres de esa parte del mundo, incluso si se trata con criminales.
En cuanto Esguerra cuelga, me levanto, impaciente por volver con Yulia.
—Nos vemos mañana —digo.
Asiente, sin dejar de trabajar en el ordenador.
—Nos vemos —responde mientras me marcho.
Ya es de noche cuando salgo a la calle oscura, cálida y húmeda. La oficina de Esguerra es un edificio pequeño al lado de la casa principal, que está a un buen trecho de las viviendas de los guardias, donde está mi casa. Podría haber venido conduciendo, pero me gusta caminar y, después de estar sentado dos horas, estoy deseando estirar las piernas y aclararme las ideas.
Antes de haber andado una docena de pasos, escucho que me llama una mujer y me doy la vuelta para ver cómo la criada de Esguerra, Rosa, cruza deprisa el gran jardín. Sujeta contra el pecho una especie de olla tapada.
—¡Lucas! ¡Espera! —Parece que se ha quedado sin aliento.
Me paro, intrigado por saber qué quiere. Recuerdo vagamente a Eduardo hablando de ella. Probablemente estuviesen saliendo juntos entonces. Por lo que dijo, nació en esta finca; sus padres trabajaban para Juan Esguerra, el padre del jefe. La he visto por ahí y hemos intercambiado saludos un par de veces, pero nunca he hablado con ella de verdad.
—Toma —dice, parándose delante de mí y tendiéndome la olla—. Ana quería que te lo diera.
—¿Sí? —Sorprendido, cojo el pesado obsequio. El aroma que sale de debajo de la tapa es intenso y delicioso y se me hace la boca agua—. ¿Por qué?
El ama de llaves de Esguerra a veces regala las galletas o la fruta que ha sobrado a los guardias, pero es la primera vez que me da algo a mí solo.
—No sé. —Por algún motivo, Rosa se pone colorada—. Creo que hizo sopa de sobra y ni Nora ni el señor la han querido.
—Ya veo. —En realidad no lo veo, pero no voy a discutir por algo que huele delicioso—. Bueno, estaré encantado de comérmela si ellos no la quieren.
—No la quieren. Es para ti. —Me dedica una sonrisa vacilante—. Espero que te guste.
—Seguro que sí —digo estudiando a la criada. Es guapa, con curvas voluptuosas y brillantes ojos marrones y, cuando veo que se ruboriza aún más bajo mi mirada, me doy cuenta de que tal vez no sea el ama de llaves de mediana edad la que está detrás de esto.
Le gusto a Rosa. De repente, estoy seguro.
Hago todo lo que puedo para ocultar mi incomodidad cuando le deseo buenas noches y me doy la vuelta. Hace un par de meses me hubiese sentido halagado y hubiese aceptado encantado la invitación evidente detrás de la sonrisa tímida de la chica. Ahora, sin embargo, lo único en lo que puedo pensar es en la rubia de piernas largas que me espera en casa y todas las cosas sucias y salvajes que quiero hacer con ella.
—¡Adiós! —me grita Rosa mientras retomo mi caminata. Le respondo con una sonrisa indiferente por encima del hombre.
—Gracias por la sopa —le digo, pero ella ya se apresura hacia la casa, con el vestido negro de criada ondulando a su alrededor como un velo.
En cuanto llego a casa, pongo la olla en la nevera y, después, voy a la sala de estar. Mi prisionera está exactamente donde la dejé: atada en la silla en medio de la habitación. Yulia tiene la cabeza baja y la larga melena rubia le cubre casi toda la parte superior del cuerpo. No se mueve mientras me acerco y me doy cuenta de que tiene que haberse quedado dormida.
Me pongo en cuclillas delante de ella y empiezo a desatarle los tobillos, intentando ignorar la reacción de mi cuerpo a su cercanía. Tiene las piernas atadas separadas, por lo que veo los suaves pliegues entre los muslos y recuerdo con repentina claridad el sabor de su coño… y lo bien que me sentía cuando me rodeaba la polla.
«Joder».
Me miro las manos, decidido a concentrarme en lo que estoy haciendo. No ayuda. Cuando le rozo con los dedos la piel de seda, me fijo en que tiene los pies largos y esbeltos, como el resto del cuerpo. A pesar de su altura, tiene una complexión delicada, con tobillos tan delgados que puedo rodear cada uno entre el pulgar y el índice.
«No me costaría nada romperle esos huesos tan frágiles». El pensamiento interrumpe mi lujuria y me aferro a él, agradecido por la distracción. Es justo lo que necesito: pensar en ella como un enemigo, no como una mujer deseable. Y, como enemigo, será fácil torturarla. Con solo un poco de fuerza podría partirle el pie por la mitad. Lo sé porque ya lo he hecho antes. Hace un par de años, un fabricante de misiles tailandés nos la jugó y nos vengamos matando a toda su familia. La esposa intentó esconder a su marido y a sus hijos adolescentes, pero la torturamos hasta que nos dijo dónde estaban y, en el proceso, le rompimos todos los huesos de las piernas.
Desde entonces no hemos tenido ningún problema en Tailandia.
Eso es lo que debería hacer con Yulia: hacerle daño, que me cuente sus secretos, y, luego, matarla. Es lo que Esguerra espera de mí.
Es lo que pensaba hacer cuando me cansara de ella.
La pierna se mueve, tensándose ante mi sujeción, y, al levantar los ojos, veo que Yulia está despierta mirándome a la cara con sus ojos azules.
—Has vuelto —dice con un hilo de voz y asiento enmudecido por una brutal oleada de renovado deseo. La polla, que ya estaba medio dura, se me convierte en una barra de hierro bajo los pantalones y me doy cuenta de que estoy subiendo involuntariamente con la mano derecha por la cara interna de su pantorrilla. Más y más arriba… Siento cómo se va tensando, cómo le cambia la respiración al mismo tiempo que se le dilatan las pupilas, y sé que está asustada.
Asustada y puede que algo más, a juzgar por el color que se va apoderando de su cara.
Me es imposible resistirme al oscuro impulso y dejo que la mano siga su camino, deslizando los dedos sobre la pálida curva de la rodilla y la suavidad de la cara interna del muslo. Tiene tan tensos los músculos de la pierna que vibran bajo mi contacto y, bajo el velo del pelo, se le han endurecido los pezones, convirtiéndose en firmes botoncitos de color rosa.
Al tragar saliva, mueve la tráquea.
—Lucas…
No oigo lo que dice porque, en ese instante, me vibra el teléfono ruidosamente en el bolsillo.
«Me cago en la puta».
Lívido frustrada, despego la mano del muslo de Yulia y saco el teléfono. Bajo la mirada y veo un mensaje de Diego: «Posible problema en Torre Norte Uno».
Quiero reventar el teléfono contra la pared, pero me resisto. En vez de eso, me levanto y voy a la oficina, para que Yulia no pueda oírme.
Cojo aire para tranquilizarme y llamo a Diego.
—¿Qué pasa? —ladro en cuanto descuelga—. ¿Qué es tan importante?
—Hemos detenido a un intruso cerca de la frontera norte. Dice que es pescador, pero no estoy seguro.
Intento controlar la ira. Diego ha hecho bien en avisarme, aunque la interrupción no haya podido ser más inoportuna.
—Vale. Llego en quince minutos.
Vuelvo a la sala de estar y desato rápidamente a Yulia, intentando ignorar la furiosa erección.
—¿Tienes que ir al baño? —pregunto mientras la pongo en pie y ella asiente desconcertada—. Vamos, entonces. —La arrastro por el pasillo y prácticamente la lanzo al cuarto de baño—. Date prisa.
Sale cinco minutos después, con la cara recién lavada y el aliento le huele a pasta de dientes. Le miro las manos para asegurarme de que están vacías y la llevo a la habitación. Sin quitarle los ojos de encima, cojo una manta y la tiro al suelo, a los pies de la cama. Luego, abro el cajón de la mesita de noche, saco un rollo de cuerda que ya tenía preparado y le digo a Yulia que se ponga sobre la manta. Se queda quieta y veo que observa la cuerda que tengo en las manos.
—Ponte —repito acercándome a ella—. Sobre la manta. Ya.
Se tensa cuando la empujo hacia la manta y, por un segundo, estoy seguro de que va a intentar resistirse. Pero, en vez de eso, obedece rígidamente, doblando las largas piernas bajo el resto del cuerpo.
—Túmbate. —Le suelto el brazo para empujarla hacia abajo por los hombros. El suave tacto de su piel hace que me palpite la polla y tengo que inhalar profundamente para luchar contra el impulso de tirármela antes de irme. Tal y como estoy ahora no me harían falta más de un par de minutos para vaciar los huevos y la tentación de abrirle las piernas y follármela es casi imposible de resistir. Si solo quisiese un polvo rapidito, ya estaría dentro de ella.
—Lucas. —Le tiemblan los labios cuando me mira—. Por favor, n…
—Que te tumbes de una puta vez. Ya —grito cuando pierdo la paciencia. Si tengo que tocarla, no voy a ser capaz de resistirme.
Pálida, Yulia me obedece y se estira sobre la manta. En cuanto está en posición horizontal, me coloco de rodillas a su lado, le cojo las muñecas y se las pongo por encima de la cabeza. Con cuidado de no cortarle la circulación, le envuelvo las muñecas con la cuerda y ato el otro extremo a la pata de la cama. Luego, repito el proceso con los tobillos, uniéndoselos a la otra pata, ignorando lo tensa que está. El resultado es que está tumbada de lado sobre la manta, con las muñecas y los tobillos atados a los dos extremos de la cama.
Al levantarme contemplo mi obra. Con lo que pesa la cama, las ataduras de Yulia son mucho más seguras que las de la silla y, además, está en una postura más cómoda para dormirse si el asunto del intruso lleva más tiempo del que espero.
Antes de irme, cojo una almohada y me agacho para ponérsela debajo de la cabeza. El pelo le tapa la cara, así que aparto los mechones rubios y sedosos mientras intento ignorar el deseo que me recorre el cuerpo. Me mira con los ojos como dos estanques de color azul oscuro, y casi suelto un gruñido cuando se humedece los labios con la lengua.
—No tardo —digo, obligándome a ponerme de pie y apartarme de ella.
Y antes de que cambie de idea sobre el polvo salgo de la habitación y me voy a Torre Norte Uno.