Lucas
Cuando llego a la torre de vigilancia, Diego y los otros han atado al tipo en un pequeño cobertizo cerca de allí. Fuera está oscuro como la boca del lobo y no hay electricidad en el cobertizo, así que llevo una linterna a pilas para examinar al intruso.
En cuanto le enfoco con la luz, veo que es un colombiano, de treinta y pocos años. Su ropa parece barata y bastante sucia, aunque eso podría ser el resultado de la pelea con nuestros agentes. Está amordazado, posiblemente para prevenir que moleste a los guardias con sus súplicas.
Retrocedo y me vuelvo hacia Diego. El joven mexicano tiene un ojo morado, recuerdo de mi arrebato por lo de Yulia. Por un momento, pienso en disculparme de una forma más sincera, pero decido que ahora no es el momento.
—¿Dónde lo has encontrado? —pregunto.
—Estaba cerca del río —responde Diego manteniendo el tono bajo—. Tenía un bote, dice que estaba pescando.
—Pero tú no le crees.
—No. —Diego mira al tipo—. Su bote no tiene ni un arañazo. Está totalmente nuevo.
—Ya veo —Diego tiene razón en sospechar. Pocos pescadores de esta zona pueden permitirse un bote nuevo—. De acuerdo. Desatadlo y veamos qué dice.
Son las dos de la mañana cuando el intruso habla por fin. No disfruto tanto de la tortura como Esguerra, así que dejo que los guardias lo intenten primero. Le pegan, rompiéndole algunas costillas y, luego, le pregunto qué está haciendo aquí. Intenta mentir, afirmando que había llegado a la finca por accidente, pero, después de unos cuantos cortes con la navaja, comienza a cantar y nos habla sobre su jefe, un poderoso narco de Bogotá.
—¿Estos cabrones no aprenden nunca? —dice disgustado Diego cuando el discurso del hombre se convierte en llanto y súplicas de piedad—. Pensaba que serían lo suficientemente listos como para no intentar estas mierdas. Enviar a este idiota para encontrar agujeros en nuestra seguridad, ¿pueden ser más estúpidos?
—Pueden. —Me vuelvo hacia el hombre sollozante y le deslizo el cuchillo por la garganta, librándolo del sufrimiento—. Podrían intentar atacarnos aquí.
—Es verdad. —Diego da un paso atrás para esquivar el chorro de sangre—. ¿Quieres que enviemos el cuerpo a su patrón o lo llevamos a la incineradora?
—A la incineradora. —Me limpio la navaja en la camisa, que está tan ensangrentada que una mancha más no importará, y la cierro antes de guardarla—. Dejad que su jefe se lo imagine.
—Vale. —Diego hace señas a los otros dos guardias y sacan el cuerpo fuera del cobertizo. El lugar necesita limpieza, pero eso es tarea para el siguiente turno. Espero a que lleguen los nuevos guardias y les doy las instrucciones antes de dirigirme al coche.
Diego sale a mi lado, así que le pregunto:
—¿Necesitas que te lleve?
—Claro. Iba a ir caminando, pero que, si me llevas, mejor —me sonríe—. Así llegaré más rápido a la cama.
—Vale.
Antes de meternos en el coche, saco una toalla que tengo para estas ocasiones y la pongo en el asiento del piloto. Diego no va tan sucio como yo, así que le dejo subir al asiento del copiloto tal y como está.
El camino es corto, pero Diego no para de hablar, arreglándoselas para sacarme de quicio. Está hiperactivo como les pasa a algunos después de matar. Es como si necesitara reafirmar que está vivo, que no es su cadáver al que están a punto de incinerar. Sé cómo se siente porque una emoción parecida me recorre las venas. No es tan fuerte como con mis primeros asesinatos (te puedes acostumbrar a lo que sea, incluso a quitar vidas), pero sigo sintiéndome extremadamente vivo, con todos los sentidos en guardia debido a la proximidad de la muerte.
—Escucha, tío —dice Diego cuando paro frente a su barracón—. Solo quiero decirte que antes no pretendía nada con esa chica tuya. Tenías razón, no es asunto mío.
—No es mi chica. —Tan pronto como esas palabras salen de mi boca sé que son mentira. Puede que Yulia no sea «mi chica», pero es mía.
Ha sido mía desde el momento en el que le puse los ojos encima en Moscú.
—Sí, claro, lo que tú digas. —Sonriendo, Diego abre la puerta y sale del coche—. Nos vemos mañana.
Cierra la puerta y me marcho. La gravilla sale disparada detrás del coche cuando piso el acelerador lleno de una impaciencia repentina.
Ya he esperado demasiado tiempo.
Es momento de reclamar lo que es mío.
Antes de ir al dormitorio me doy una larga ducha, arrastrando todos los restos de sangre y suciedad. El agua caliente me quita algo de nerviosismo, pero el rastro de esa oscura adrenalina sigue ahí cuando salgo del plato de ducha y me seco, endureciéndoseme la polla con antelación.
No me molesto en vestirme antes de salir del baño. Siento el aire frío sobre la piel todavía húmeda cuando atravieso el pasillo y se me acelera el corazón cuando me imagino a Yulia tumbada, desnuda, atada y totalmente a mi merced. Nunca había deseado a una mujer en esa situación, pero todo acerca de mi prisionera me despierta los instintos más básicos. La quiero atada e indefensa.
Quiero que sepa que no puede huir.
La habitación está a oscuras al entrar, así que presiono el interruptor. Cuando la lámpara junto a la cama se enciende, veo a Yulia tendida sobre la manta frente a mí. Su cuerpo desnudo, largo y estilizado está de lado, dándome la espalda. Incluso después de perder peso, tiene el culo perfectamente curvo y la pálida piel parece de alabastro sobre la manta oscura. No se mueve al acercarme y veo que está dormida, con los ojos cerrados y los labios entreabiertos. Los hinchados y redondos pechos se mueven al ritmo de su respiración calmada, con los pezones suaves y rosados en reposo.
El deseo que he ido generando a lo largo del día ruge de nuevo, más violento que nunca. Me arrodillo junto a ella, pasándole la mano por el costado, acariciándola desde el hombro hasta la mitad del muslo. Aunque está magullada en algunas partes, tiene la piel preciosa, tan suave y lisa que hace que quiera saborearla entera.
Cediendo ante el impulso, me tumbo sobre ella atrapándola entre los brazos y bajo la cabeza para meterme el pezón en la boca. Se contrae inmediatamente, endureciéndose a medida que lo chupo y noto cómo ella se tensa debajo de mí, cambiando el ritmo de la respiración mientras se despierta.
Levanto la cabeza y miro hacia arriba, encontrándome con su mirada. Tiene miedo en los ojos, pero también algo más, algo que me pone cachondo de manera insoportable.
Deseo.
Lentamente, usando toda mi fuerza de voluntad para controlarme, deslizo la mano derecha sobre la cintura y la cadera. No hace ningún ruido, pero veo que se le ensombrecen los ojos a medida que muevo la mano hacia abajo para palpar la firmeza y las curvas del trasero. Tiene la piel fría y suave y se estira al apretarle la nalga. Es agradable al tacto, tan agradable, que la polla ya está lista para explotar y me tiembla la mano de placer mientras la muevo más hacia abajo pasando los dedos por esa curva y entre los muslos.
«Sí, eso es». Me empapa una salvaje sensación de triunfo cuando llego a sus pliegues y siento la humedad en el borde de la abertura. Tiene el coño listo para mí, tal y como lo tenía la primera vez que la toqué. Sosteniéndole aún la mirada, empujo el dedo dentro de la estrecha calidez y siento cómo se estremece al reprimir un gemido.
—Me deseas, ¿a que sí? —digo con voz baja y ronca—. Deseas esto.
Encuentro el clítoris con el pulgar y lo presiono, observando su reacción. Parece que ha dejado de respirar mientras me mira con sus ojos enormes dentro de la delgadez de su cara.
—Dilo. —Curvo el dedo dentro de ella y hago más presión en el clítoris—. Dime que quieres esto, joder.
Traga, moviendo la pálida garganta, y siento su coño apretándome el dedo mientras un estremecimiento le recorre el cuerpo.
—Lucas, por favor...
—Dilo, joder. —Aprieto los dientes, pero cierra los ojos apartando la cara. Ahora respira deprisa y se le expande y contrae el pecho a un ritmo frenético. Siento los músculos apretándose a medida que meto otro dedo dentro de ella, estirando su estrecho canal.
Se está resistiendo, me está rechazando.
Mi hambre se vuelve oscura, la lujuria se entremezcla con la rabia y la frustración. ¿Cómo coño se atreve a hacerme esto? Es mía, su cuerpo es mío para hacer lo que quiera. No tiene elección. Es mi prisionera, mi botín de guerra, y he sido más que paciente con ella.
—Mírame. —Manteniendo la mano en su sexo, me pongo de rodillas y le cojo de la barbilla con la otra mano forzándola a mirarme—. Nada de jueguecitos conmigo —rujo cuando abre los ojos—. Porque perderás, ¿me has entendido?
Ella parpadea y siento sus músculos internos ondulándose alrededor de los dedos. Está chorreando, su cuerpo da la bienvenida a mi tacto.
—Sí.
—¿Sí, qué? —es todo lo que puedo decir en lugar de follármela ahora mismo. Muevo el pulgar sobre el clítoris provocándole un gemido—. ¿Sí, qué?
—Sí, lo… —dice con voz temblorosa antes de tomar aire—. Lo he entendido.
—Bien. Ahora deja de mentir y responde a la maldita pregunta. —Curvo los dedos dentro de ella, arrancándole otro gemido—. ¿Me deseas?
Su asentimiento es leve, casi imperceptible, pero es suficiente.
Le libero la cara y saco los dedos del coño, con los huevos a punto de explotar. Me tienta tirármela sobre la manta, pero he estado imaginándola sobre la cama todas estas semanas y ahí es donde la quiero esta vez.
Demasiado impaciente para molestarme en desatar los nudos, me levanto y voy al cuarto de la lavadora, donde dejé la ropa ensangrentada. Treinta segundos después, regreso con la navaja.
La abro acercándome a las piernas de Yulia. Abre los ojos con un miedo repentino, pero solo corto la cuerda, liberándole los tobillos.
—Quédate tumbada —le ordeno, levantándome para rodearla. Un segundo más tarde le libero los brazos también. No quiero un arma cerca de ella, así que voy al otro lado del cuarto y pongo la navaja en el cajón más alto del vestidor antes de girar el rostro hacia ella.
Yulia está de rodillas a punto de levantarse, pero no le doy la oportunidad. Acortando la distancia entre nosotros, me agacho y la levanto, apoyándola sobre el pecho. Sé que puede llegar sola a la cama, pero necesito tocarla, sentirla. Veo el pulso latirle en la garganta cuando la tiendo sobre las sábanas blancas y mi deseo se intensifica.
«Mía. Es mía».
Las palabras me bombardean la cabeza. Nunca me había sentido tan posesivo con una mujer, nunca había querido dominar a una tanto. El deseo es puramente visceral, una necesidad tan oscura y antigua como el impulso de matar. Ya la poseí esa noche en Moscú, pero no es suficiente.
Está muy lejos de ser suficiente.
Observándola, alcanzo el cajón de la mesilla que hay junto a la cama y saco un envoltorio de aluminio. Rompiéndolo con los dientes, saco el condón y lo desenrollo sobre su palpitante polla. Me sigue los dedos con la mirada y veo cómo se le tensa el cuerpo aún más. ¿Con miedo? ¿Con deseo? No lo sé y ya ha dejado de importarme.
—Ven aquí —ordeno mientras subo a la cama. No sé qué esperar cuando me acerco a ella, pero jamás me hubiera imaginado lo que está sucediendo.
En el momento en el que la toco, Yulia me rodea el cuello con los brazos y presiona los labios contra los míos.