ANTECEDENTE

Al contrario que sus contemporáneos, así como de los historiadores y políticos del siglo siguiente, Tucídides –ya lo hemos recordado– intuyó la sustancial unidad del conflicto abierto en la primavera de 431 a. C. con el ultimátum espartano y cerrado con la capitulación de Atenas, en abril de 404. Tal visión unitaria encuentra un notorio paralelismo con la valoración de las dos guerras mundiales que tuvieron lugar en la primera mitad del siglo XX como fases de un mismo conflicto.1 En ambos casos se trata de dos periodos bélicos prolongados, en cuyo intervalo se producen conflictos menores y tensiones en otras áreas, de modo que la paz misma que concluye el primero de los dos (la paz de Nicias en el primer caso, la paz de Versalles en el segundo) es percibida como algo provisional.

Debe observarse, empero, que la conciencia de tal unidad se forma, necesariamente, a posteriori. Es el desarrollo de los acontecimientos el que va dando cada vez mayor fuerza a la idea de que el primer conflicto haya concluido sólo en apariencia y se haya inevitablemente reabierto y continuado hasta que uno de los grandes sujetos en lucha sucumbe definitivamente. Sigue firme, en todo caso, el hecho de que la persuasión misma de que se ha llegado por fin a un epílogo verdaderamente conclusivo es, con frecuencia, puesto en duda por el desarrollo ulterior de los acontecimientos; como una prueba más del hecho de que cualquier periodización histórica es provisional. No por casualidad Teopompo ha continuado la obra de Tucídides haciéndola llegar hasta 394 a. C., es decir, hasta el renacimiento de las murallas de Atenas abatidas en la capitulación de 404.

En el caso de la reflexión histórico-política de Tucídides sobre la gran guerra de la que fue testigo, vemos aflorar progresivamente en su obra el descubrimiento de la unidad entera del conflicto. Por su parte, Lisias, Platón y Éforo siguieron pensando en términos de tres guerras distintas: la arquidámica (431-421 a. C.), concluida con una paz muy laboriosa como la llamada «de Nicias»; la siciliana (415-413 a. C.), y la decélica (413-404 a. C.). Estos intérpretes tenían muy presente que, en los acontecimientos atenienses, la paz de Nicias había marcado un punto de inflexión y que, tal como Nicias había temido, fue precisamente el ataque de Atenas contra Siracusa en 415 lo que provocó la reapertura del conflicto entre Esparta y Atenas, principales firmantes de la paz de Nicias. Dado que el ataque de Atenas contra Siracusa no era un movimiento inevitable, se deduce que la reapertura del conflicto, que resultó catastrófica para Atenas, era sólo una pero no la única de las posibilidades. La misma gran discusión en asamblea popular entre Nicias, que desaconseja la campaña siciliana, y Alcibíades, que la alienta a la cabeza de una oleada de opiniones públicas inflamadas por la conquista presuntamente fácil de Occidente, significa que dos caminos se abrían y que el giro belicista no era una opción inevitable.2

Tucídides da visible relieve al hecho de que dos caminos se abrían y se siguió el equivocado, con lo que demuestra que no había madurado todavía la visión en cierto sentido determinista de un conflicto unitario, destinado inevitablemente a reabrirse y a concluirse con la anulación de una de las potencias en lucha. Tucídides fue madurando progresivamente esta visión, a medida que pudo constatar que Esparta y Corinto entraban en la guerra entre Atenas y Siracusa, y que volvían a abrir el conflicto con Grecia al cuestionar la paz de Nicias. La visión unitaria, una vez adquirida, produjo integraciones importantes en el primer libro de su obra, como el rápido perfil del medio siglo que corre entre las guerras persas y el estallido del conflicto con Esparta;3 así como el memorable comentario que pone al final del congreso de Esparta, donde declara que los espartanos accedieron a las solicitudes de los corintios en pro de una respuesta militar a la creciente hegemonía ateniense «no porque se hubieran dejado persuadir por los corintios y por los otros aliados sino porque temían el constante crecimiento de la potencia ateniense y veían que la mayor parte de Grecia estaba sujeta a Atenas».4 Descubrimiento de la unidad en la totalidad del conflicto, intuición de la «causa más verdadera»5 (alarmas espartanas frente a la creciente potencia imperial ateniense), necesidad de trazar un rápido perfil de la génesis y crecimiento del imperio ateniense, son entonces fenómenos estrechamente vinculados entre sí y constituyen la traza soterrada para devanar, al menos en las grandes líneas, la estratigrafía de la composición del relato de Tucídides.

Pero los efectos de tal descubrimiento, que reinterpretaba de forma original toda una fase histórica, tuvo como consecuencia –en la mente del historiador– un proceso de devaluación del relieve de algunas etapas del conflicto inicialmente considerado por él mismo como de primera importancia. Por ejemplo, los incidentes (Córcira, Potidea, el embargo contra Megara) que precedieron en algunos años el estallido del conflicto, y que inicialmente le habían parecido a Tucídides causas a tal punto relevantes como para requerir una exposición analítica que ocupa gran parte del primer libro. Del mismo modo se explica el relato minuciosamente analítico de la campaña siciliana, que antes debió concebirse como la narración de otro conflicto, con su propio proemio etnográfico, y se convirtió más tarde en un relato mucho más amplio, cuyos años de guerra quedan inmersos en la única enumeración progresiva de los veintisiete años. Es de por sí evidente que esta modificación sobre la marcha de la visión general del conflicto, en el juicio de Tucídides, ha determinado descompensaciones narrativas, las cuales, por otra parte, parecieron evidentes a un crítico puntilloso, aunque no profundo, como Dionisio de Halicarnaso.6

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Ahora bien, en el cuadro de esta tardía visión unitaria del conflicto es evidente que la paz de Nicias termina siendo presentada como poco más que una tregua. Pero no fue tal la percepción de los contemporáneos y acaso hasta cierto momento del mismo Tucídides, como queda claro en las propias palabras que le hace pronunciar a Nicias al principio del libro VI, allí donde Nicias describe la recuperación económica emprendida gracias a la paz tras diez años de invasiones espartanas en el Ática. Esta devaluación del significado de la paz de Nicias comporta dejar en la sombra, en el relato tucidídeo, el resultado más macroscópico de la paz: el reconocimiento finalmente formalizado del imperio ateniense por parte de Esparta y la aceptación de su consistencia «territorial».7 Si se considera que el nacimiento mismo de la alianza estrecha en torno a Atenas había representado una rotura de la alianza panhelénica encabezada por Esparta, surgida de la invasión de Jerjes (480 a. C.), se comprende la dimensión histórica de la aceptación por parte espartana de la existencia oficial y legítima del imperio ateniense. Esa aceptación queda testificada por el texto de la paz de Nicias, que se ha conservado gracias al propio Tucídides.

Quien piense, entonces, como Maquiavelo, que Atenas había «ganado la guerra», no está del todo desencaminado. La frecuentación de los textos griegos por parte de Maquiavelo fue indirecta pero siempre a la altura de su penetrante capacidad de leer políticamente el pasado. En el libro tercero de los Discursos sobre la primera década de Tito Livio Maquiavelo toca casi por casualidad esta materia y apunta una vez más a una de sus drásticas formulaciones geniales. Parte de un problema exquisitamente político: el mayor peso que las élites adquieren en caso de guerra. En apoyo de esa tesis se refiere al caso de Nicias frente a la campaña siciliana e inserta, cosa bastante inusual en él, una amplia referencia al relato de Tucídides. Es allí donde deja caer, casi per incidens, una declaración que al lector moderno le resulta poco menos que extravagante y que en cambio es profundamente verdadera: que Atenas habría ganado la guerra. Obviamente se refiere a la guerra de diez años, concluida con la paz de Nicias, cuya envergadura política y diplomática le queda perfectamente clara:

Siempre ha ocurrido y sucederá que las repúblicas hagan poco caso de los grandes hombres en tiempo de paz, porque envidiándoles muchos ciudadanos la fama que han logrado adquirir, desean ser sus iguales y aun superiores. De esto refiere un buen ejemplo el historiador griego Tucídides, quien dice que, habiendo quedado victoriosa la república ateniense en la guerra del Peloponeso, enfrenado el orgullo de los espartanos y casi sometida toda Grecia, fue tan grande su ambición, que determinó conquistar Sicilia.

Se discutió el asunto en Atenas. Alcibíades y algunos otros ciudadanos aconsejaban la empresa, porque más que el bien público atendían a su propia gloria, esperando ser los encargados de ejecutarla; pero Nicias, que era el primero entre los ciudadanos más distinguidos, se oponía a ella, y el argumento más fuerte que hacía en sus arengas al pueblo para persuadirle de su opinión, consistía en que, al aconsejar que no se hiciera esta guerra, aconsejaba contra su propio interés, porque bien sabía que en tiempos de paz eran infinitos los ciudadanos deseosos de figurar en primer término; pero también que, en la guerra, ninguno le sería superior ni siquiera igual (cap. 16; trad. de Luis Navarro).