IX. EURÍPIDES EN MILO

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En el verano de 416, cuando acababa de decidirse el envío de una flota contra Milo, o bien la flota recién había desembarcado en la isla, Eurípides solicitó el coro para una tetralogía dedicada al ciclo troyano: Alejandro, Palamedes, Las troyanas y el drama satírico Sísifo. Fue representada en las Dionisias de 415 (marzo), cuando Milo ya había sido conquistada, estableciendo en ella una cleruquía ateniense; los habitantes fueron exterminados, las mujeres reducidas a esclavitud. Hasta ese momento la gran expedición contra Siracusa no había sido sometida a discusión en la asamblea.

El hecho de que la tetralogía cuya cumbre es el drama (Las troyanas) consagrado al duro destino de las prisioneras troyanas se haya concebido en la estela de la campaña contra Milo –como se ha intentado demostrar en alguna ocasión– es una hipótesis más que legítima. Puede parecer problemática la conexión que alguien ha establecido entre Las troyanas y el surgimiento en Atenas de una psicosis de masa favorable a la expedición contra Siracusa: Tucídides data, de manera demasiado sumaria por otra parte, tal «voluntad difusa» en el invierno de 416/5 (VI, 1, 1), cuando la tetralogía ya había sido representada.

La conexión entre Las troyanas y la sorprendente campaña ateniense contra Milo ha aparecido siempre como una evidente posibilidad a grandes conocedores del corpus conservado de Eurípides, tales como Gilbert Murray1 y Gilbert Norwood;2 éste escribió, con gran sensatez: «No spectator could doubt that “Troy” is Milo» (p. 244). Objetar que los espectadores, en las Dionisias de 415, es decir, algunas semanas más tarde de la caída de Milo, encontraban las conexiones, pero el autor en cambio no había pensado3 en ellas, resulta pueril. O, mejor, se puede vincular con el fenómeno más general de la fabricación de una tesis a contracorriente, con el fin de imponerse a la atención del público erudito.

En realidad, el razonamiento adoptado para poner en tela de juicio el nexo entre Las troyanas y el sometimiento de Milo se basó en una cronología dilatada por los sucesos derivados del asedio y de la capitulación de Milo, además de asentarse sobre una interpretación incorrecta del capítulo de Tucídides (V, 116) que narra la conclusión del episodio. La cronología dilatada consiste en prolongar los tiempos del acontecimiento llenando el «vacío» (que no es tal) del relato tucidídeo. Se trata, para ser exactos, del supuesto vacío narrativo ente «los melios tomaron de nuevo, por otro punto, una parte del muro de asedio ateniense, donde no había mucha guardia» y el inmediato «cuando, a causa de estos hechos, llegó de Atenas un nuevo cuerpo expedicionario» (116, 2-3). La imaginación de Van Erp Taalman se ha regodeado en la postulación (p. 415) de embajadas, deliberaciones, alistamiento de una nueva flota, un nuevo viaje, nuevo desembarco en Milo, etc., a fin de postergar lo máximo posible la caída de Milo y permitir a Eurípides la conclusión de la escritura de Las troyanas antes de la caída de Milo y de la consiguiente masacre y sometimiento de sus habitantes. Para completar su empeño dilatorio, la estudiosa se libera, a escondidas por así decir, de las palabras que vienen justo después, ὡς ταῦτα ἐγίγνετο, con el argumento de que muchos editores, a partir de Ernst Friedrich Poppo, las han considerado sospechosas (a causa del imperfecto ἐγίγνετο). Pero el sentido de ellas no es «apenas sucedió esto» (en cuyo caso se necesitaría el aoristo ἐγένετο), sino, más probablemente, «mientras sucedía esto». Los ejemplos de ὡς con ese sentido están en Juan y en la Epístola a los gálatas (Liddell-Scott, s.v. ὡς, A.d.). Nada excluye a priori que se trate de una glosa, pero el sentido sería entonces (y en tal caso se trataría de la observación de un lector antiguo): «mientras sucedía esto». Cosa que señalaría –o bien como anotación del mismo Tucídides o bien como observación de un lector cuyas palabras han tenido la posibilidad de penetrar en el texto en el lugar preciso– que la llegada de los refuerzos, destinados evidentemente a cerrar enseguida la incómoda prolongación del asedio, sucede mientras los atenienses sufrían por parte melia el chasco de una exitosa salida de los sitiados. Para decirlo brevemente: la razón por la que los refuerzos (ἄλλη στρατιά) partieron de Atenas no debe necesariamente vincularse con un denso (y lento, por añadidura) trajín de embajadores y una serie de asambleas que se integran en una fantasiosa lectura del texto de Tucídides, sino más simplemente con la necesidad de cerrar rápidamente una campaña que de simple «expedición punitiva» de éxito seguro se estaba transformando en un embarazoso asedio sin fin. Para una decisión de ese tipo no era necesario ese trajín encaminado, sobre todo, a dejar que Eurípides trabajara sin molestias... Después de todo, la idea de que las comunicaciones navales entre Atenas y Milo se produjeran con una lentitud exasperante es fruto de la mera desinformación. Basta con mirar la carta geográfica del Egeo: si entre Taso y la desembocadura del Estrimón hay media jornada de navegación,4 desde El Pireo a Milo hay poco más de una jornada. Por otra parte, quien haya leído la crónica del ir y venir entre Atenas y Milo en los días de las dramáticas decisiones dirigidas a castigar o bien a ahorrar las responsabilidades de la deserción,5 o de la solicitud a Atenas del envío de nuevas naves en el curso de la batalla naval de las Arginusas,6 puede tener una idea mucho más concreta y precisa de los tiempos de las operaciones de ese tipo.

En definitiva, los argumentos pseudotécnicos de este tipo carecen de valor, o bien conducen a conclusiones opuestas. El problema serio, y que merece atención, es el hecho mismo del ataque a Milo en pleno periodo de paz (primavera de 416). Volveremos más abajo sobre los efectos de esta decisión político-militar de Atenas. Aquí diremos enseguida que, en todo caso, el drama de Eurípides rebela de forma evidente una puesta al día de último momento influida por la brutal conclusión del sitio de Milo.7 Hay, en efecto, una escena, al principio de Las troyanas –el diálogo entre Poseidón y Atenea (vv. 48-97), inmediatamente después de las palabras prologales de Poseidón (vv. 1-47)– que puede con razón considerarse un añadido de último momento: extraño al desarrollo del drama y a sus alternativas, superflua y casi obstaculizadora entre el anuncio de la presencia en escena de Hécuba (v. 37: πάρεστιν Ἑκάβη), es decir, del personaje con el que la acción toma impulso, y las palabras de ésta. El diálogo entre Poseidón y Atenea es completamente superfluo respecto del posterior desarrollo del drama; éste versa sobre la futura venganza que se abatirá sobre los aqueos vencedores, sobre su trabajoso y trágico «regreso». Por él sabemos que Atenea está airada contra sus propios protegidos (los aqueos), y que Poseidón, ya rival, se complace en secundar a Atenea en su nueva orientación. Pero nada de lo que está preanunciado en tal diálogo sucederá en el curso del drama: la escena sirve únicamente –al parecer– para que Poseidón pronuncie la sentencia más general según la cual «necio es cualquier mortal que conquista una ciudad» ya que inevitablemente prepara «su propia ruina», «él mismo es obligado a morir» (vv. 95-97). Una «profecía» que los melios pronuncian, en las primeras réplicas del diálogo con los generales atenienses que Tucídides relata, cuando prevén, después de la eventual derrota de los atenienses, que su gran castigo sería tomado como modelo y admonición para todos (V, 90). Lo más probable es que circulara un discurso semejante; que, por ejemplo, aquellos que no aprobaron el ataque contra Milo y la posterior represión de los vencidos crearan este tipo de consideraciones: que en un futuro Atenas pagaría duramente ese acto de fuerza desproporcionada. Es difícil descartar la hipótesis de que fuera precisamente el tratamiento despiadado infligido a los melios lo que indujo a Eurípides a insertar, al principio de un drama que sin duda se prestaba a ello por el tema, la inequívoca referencia y admonición.

2

El ataque contra la isla de Milo se desencadenó, como apuntábamos antes, en tiempos de paz, en tanto estaba en vigor la paz estipulada en 421, que se suele definir como «paz de Nicias», ya que fue éste quien la impulsó y la rubricó. Este elemento suele quedar en la sombra en las consideraciones modernas sobre aquel episodio, gracias a la andadura misma del relato de Tucídides, que enumera como «años de guerra» incluso los que son de paz. Añádase a ello la tendencia del relato tucidídeo a redimensionar esa paz como «tregua poco fiable» y también que de la posición de Tucídides, originalmente suya, según la cual entre 431 y 404 no hubo más que una sola guerra principal, se derivó la idea de una ininterrumpida guerra de veintisiete años de duración, que se convirtió en idea establecida. Ello llevó a ver el acontecimiento de Milo como un episodio de la guerra, lo que ha restado mucha importancia a la gravedad de la iniciativa ateniense, que en cambio recibe nueva luz y se confirma además en el tenaz y prolongado debate acerca de las responsabilidades atenienses en aquel acontecimiento, que reaparece cíclicamente en la reflexión política ateniense (dentro de los límites en que la conocemos) hasta la vigilia de Queronea, casi a finales del siglo siguiente.

La visión unitaria de la guerra espartano-ateniense considerada un conflicto único, aunque legítima y audaz al mismo tiempo, no fue hecha ni por los contemporáneos a los acontecimientos ni en el siglo siguiente, por pensadores o por oradores políticos atenienses. Esto ha sido observado en diversas ocasiones, pero no está de más repetirlo aquí. El hecho de que los contemporáneos (o por lo menos una parte de ellos) sintieran, después de 421, que habían vuelto a una condición de paz y a las ventajas que de ella se derivaban se deduce por ejemplo de las argumentaciones, en absoluto ineficaces sobre el público de la asamblea, desarrolladas por Nicias en el debate asambleario en torno a la propuesta de Alcibíades acerca de una intervención a gran escala en Sicilia.8 El reflorecimiento de Atenas «como consecuencia de la paz de Nicias» es descrito con tonos muy nítidos y con todo lujo de detalles por Andócides, cuando evoca aquellos años en su discurso Sobre la paz con Esparta (§ 8) de 392/391. Un agudo lector renacentista de este emblemático acontecimiento –Maquiavelo– había llegado, sin equivocarse, a la conclusión de que Atenas habría ganado la guerra que duró diez años (431-421).9 En consecuencia, en aquel momento, y durante mucho tiempo después, había otra visión de la historia de la guerra, que llevaba a colocar la intervención contra Milo bajo una luz –si es posible– todavía más negativa y, por lo menos para los contemporáneos, también más verídica.

Como se ha mostrado en el capítulo anterior, Tucídides escamotea varios datos: a) que Milo había desertado de la alianza con Atenas, de la que formaba parte desde el principio (y todavía en 425), dejando de pagar el tributo mientras la guerra aún estaba en curso; b) que muy probablemente había ayudado a Esparta (véase IG, V, 1); c) que la propuesta de infligir a los vencidos melios el más feroz tratamiento había sido apoyada por Alcibíades.10 Tucídides, cuya actitud respecto a Alcibíades es tan favorable como para esconder todo lo posible su responsabilidad en los escándalos de 415, «transfigura» el episodio de Milo; lo transforma en el ataque de la gran potencia al pequeño Estado que quiere mantenerse neutral mientras está en curso la guerra (V, 98: «reforzáis a vuestros enemigos actuales e incitáis a convertirse en enemigos a los que ni siquiera tenían intención de serlo»): un Estado neutral que ofrece en vano a los agresores la propuesta de compromiso de quedar fuera de ambas alianzas enfrentadas (V, 94).

Pero para los contemporáneos la agresión aparece bajo una luz bien distinta: como un arreglo de cuentas, en un periodo de paz, por parte de Atenas hacia un antiguo aliado que se había desligado de la alianza aprovechando el compromiso bélico de la gran potencia, y que ahora, en frío, era obligado a retomar sus compromisos, bajo la amenaza de un castigo ejemplar. Castigo que, después de un asedio más largo de lo previsto, efectivamente no dejó de abatirse sobre los melios, y de la forma más dura. Este «escándalo» fue el primum movens que impulsó a Tucídides a componer una obra insólita, el diálogo melio-ateniense, es decir, el diálogo entre el verdugo y la víctima; y que impulsó a Eurípides a insertar, justo al principio de Las troyanas, estrenado poco después de la masacre de los melios y el sometimiento de sus mujeres, ese breve diálogo entre Atenea y Poseidón acerca del castigo que se abatirá sobre los aqueos vencedores, que culmina con la sentencia de Posidón: μῶρος δὲ θνητῶν ὅστις ἐκπορθεῖ πόλεις / [...] / αὐτὸς ὤλεθ᾿ ὕστερον (vv. 95-97). Sobre todo, cuando se piensa en el enorme eco que el episodio tuvo en Atenas, no puede descuidarse el hecho de que el hombre más destacado y más influyente en aquel momento, Alcibíades, había querido, en su ostentoso e irritante inmoralismo, comprar una mujer de Milo recién esclavizada y tener un hijo de ella.11 Es exactamente lo mismo que sucede en Las troyanas, entre Neoptólemo, hijo de Aquiles y destructor de Troya, y Andrómaca, viuda de Héctor y sometida a esclavitud por el joven conquistador: «porque después de cautivarme ha querido casarse conmigo el hijo de Aquiles, y así serviré en el palacio de los que mataron a mi marido» (vv. 658-660).

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El drama de las prisioneras troyanas sometidas a esclavitud y subyugadas, por el derecho del vencedor, a nuevos vínculos es un motivo recurrente en la dramaturgia de Eurípides (Hécuba, Andrómaca). En Andrómaca, de la que no conocemos la fecha de estreno, Hermíone, celosa de la fortuna sexual de Andrómaca, esclava y rival respecto de Neoptólemo, acusa crudamente: «Has llegado a tal punto de inconsciencia, desdichada de ti, que te atreves a acostarte con el hijo de quien mató a tu esposo y a parir hijos de su asesino» (170-173). En Las troyanas, Andrómaca –después de haber lamentado que «ha querido casarse conmigo el hijo de Aquiles, y así serviré en el palacio de los que mataron a mi marido»– reflexiona, en un cruce de curiosidad y repulsión, en torno a «lo que dicen» (a fin de inducir a la sumisión): «Dicen que una sola noche hace ceder la aversión de una mujer hacia el lecho de un hombre» (vv. 665-666). En una sociedad esclavista, empeñada en una guerra destructiva y productora de esclavos a gran escala, el problema está a la orden del día: Eurípides fija la mirada, sin dilaciones, en la ambigüedad de la condición de la esclavitud cuando ésta es a la vez subordinación entre los sexos. El público reaccionaba. Lo sabemos por el Contra Alcibíades –de autor desconocido, pero transmitido como de Andócides–, que denuncia la enormidad de la prevaricación cometida por Alcibíades (Contra Alcibíades, 22-23) y relaciona este comportamiento con «las tragedias» que el público conoce bien (piénsese, obviamente, en el ciclo troyano, y en particular en el de Eurípides). «Vosotros», dice, dirigiéndose a los jueces y más en general al público, «al ver estas cosas en las tragedias, las estimáis terribles, pero al verlas verificarse en la realidad, en una ciudad, ni siquiera les prestáis atención.»

El comportamiento de Alcibíades es definido como temerario. Quiso tener un hijo de una mujer a la que ha privado de la libertad, a cuyo padre y familiares ha matado y cuya ciudad ha destruido. Así, ha hecho de modo que el hijo nacido de ella sea enemigo de él y de la ciudad: ya que –tal como prosigue la invectiva– todo impulsaba al odio a este hijo. El parlamento culmina en la descripción de Alcibíades como aspirante a la tiranía (§ 24). Plutarco, que evoca el acontecimiento, deja entrever una discusión acerca de la dimensión del compromiso de Alcibíades en la represión en Milo y dice que «tuvo la máxima responsabilidad en la masacre de los melios», precisando que se expuso en primera persona al hablar a la asamblea para apoyar el decreto que había establecido el más feroz de los tratamientos hacia Milo.12

Es sintomático que, a ojos de los acusadores de Alcibíades, el crimen (moral) cometido por él, consistiese no en el haber infligido un tratamiento tan severo a los vencidos, sino en el haber obrado después, en el plano privado, de ese modo reprobable. La represión contra Milo está por tanto fuera de discusión: precisamente porque se configura –para el acusador de Alcibíades, como después para Isócrates en el Panegíricocomo «castigo». También esta fuente contemporánea considera obvio que a los melios les estaba reservado el tratamiento habitualmente infligido a los aliados «desertores». Así se considera a los melios también en la tradición, con toda probabilidad atidográfica, conocida por los antiguos comentaristas de Aristófanes (véase el escolio a Los pájaros, 186). Destacan, en cambio, aislados respecto de las restantes tradiciones, Tucídides y Jenofonte (Helénicas, II, 2, 3: «los atenienses temían sufrir lo mismo que habían infligido a los melios»), artífices –sobre todo Tucídides con la creación del «terrible diálogo», como lo define Nietzsche– del «mito» de Milo, y Eurípides con Las troyanas.

4

No parece equivocado, ahora que se ha generalizado una datación más alta de la tragedia, la evocación, en este contexto, de Andrómaca, como ya hemos señalado sumariamente. Los elementos sobre la base de los cuales se adoptan, para Andrómaca, fechas que oscilan entre 432 y 424 son frágiles: de la conexión con Argos (a la que hizo justicia Wilamowitz)13 a la identificación de Δημοκράτης, que Calímaco (fr. 451 Pfeiffer) creía encontrar en las didascalias atribuidas a la tragedia, con el poeta argivo Timócrates (hipótesis rechazada por P. Tebt. 695, col. II, que propone en cambio al tragediógrafo Demócrates de Sición). El hecho mismo de que el escolio a Andrómaca, 445 registrase con prudencia (φαίνεται) una datación genérica («en los primeros tiempos de la guerra peloponésica»: ἐν ἀρχαῖς τοῦ Πελοποννησιακοῦ πολέμου) demuestra sólo que no se disponía14 de ninguna datación en los documentos relativos al teatro ático. En esta materia –didascalias de las representaciones teatrales– o existe una fecha exacta o no hay más que conjeturas incontrolables (y con frecuencia formuladas sobre la base de criterios y razonamientos demasiado hipotéticos). El único dato cierto lo aportaba Calímaco en los Pinakes (fr. 451): la tragedia figuraba bajo el nombre de Demócrates (ἐπιγραφῆναί φησι τῇ τραγῳδίᾳ Δημοκράτην). Eso sólo puede significar –como observó Wilamowitz– «que Eurípides había entregado el drama, para ser puesto en escena, a un tal Demócrates».15 Cosa no insólita para él.16 August Boeckh17 había pensado en 418/417. No ha faltado quien ha sugerido 411.18

Por su parte Méridier no descartaría la posibilidad de relacionar el arduo parlamento de Andrómaca contra la pérfida e hipócrita deslealtad espartana (vv. 445 ss.) con el incumplimiento por parte de Esparta de la cláusula de la paz de Nicias, relativa a la restitución de Anfípolis (421/420).19

Merece atención, por otra parte, un dato macroscópico. Mientras la incumplida restitución de Anfípolis sólo encaja hasta cierto punto, dado que fueron los anfipolitanos in primis quienes se negaron a volver a ponerse bajo control ateniense, es la falta de ayuda a los melios –que en el diálogo tucidídeo se declaran en cambio completamente persuadidos de la intervención de Esparta en su ayuda– la gran traición espartana: justificada hipócritamente (es fácil suponerlo) con el argumento de que el estatus de guerra con Atenas concluyó en 421, y que desde ese año Atenas y Esparta son aliadas. Si, en Andrómaca, la situación escénica de Andrómaca respecto a Neoptólemo es la de la mujer melia reducida a esclavitud y, convertida en propiedad de Alcibíades, obligada a darle un hijo, el parlamento de ella (troyana y «melia» al mismo tiempo) contra la hipócrita deslealtad se convierte en una alusión pertinente y acuciante. «¡Oh los más odiosos de los mortales para todos los hombres, habitantes de Esparta, consejeros falsos, señores de mentiras, urdidores de males, que pensáis de modo tortuoso y dándole la vuelta a todo! Injustamente tenéis fortuna en toda Grecia (ἀδίκως εὐτυχεῖτ᾿ ἀν᾿ Ἑλλάδα)» (vv. 445-449). Éste es el desahogo de Andrómaca. La pertinencia se trasluce abiertamente allí, como lo demuestra el último verso: «Injustamente tenéis fortuna en toda Grecia.» ¿Por qué Andrómaca, en la situación en la que se encuentra en el drama homónimo, es decir, años después de la guerra troyana y tras los desastrosos nostoi de los vencedores (Agamenón in premis) hablaría de una posición hegemónica de Esparta sobre Grecia, y por añadidura usurpada con el engaño y la hipocresía? Está claro que Andrómaca habla del presente.

Quien considere el sarcasmo con el que los atenienses, en el diálogo de Tucídides, hacen pedazos la fe de los melios en una salvífica intervención espartana (V, 105), no puede no reconocer una coherencia en la situación, la motivación y las emociones. Los melios habían afirmado: «confiamos en la alianza con Esparta, que no puede dejar de manifestarse». Replican los atenienses: «En cuanto a vuestra opinión acerca de los espartanos, es decir que ellos, esquivando la vergüenza,20 correrían a ayudaros, nos congratulamos por vuestra ingenuidad, pero no os envidiamos la locura.» Aquí se añade un detalle y un juicio letal sobre la hipocresía espartana: «En general los espartanos practican la virtud sólo en su casa; acerca de su modo de comportarse respecto de los otros habría mucho que decir. En dos palabras nos limitaremos a decir esto: los espartanos son quienes, según nuestro conocimiento, de manera más descarada que nadie, estiman bello aquello que les gusta a ellos y justo lo que mejor les conviene.» Concluyen el largo y áspero parlamento, que ocupa el corazón del diálogo, definiendo como «puro desvarío» la fe nutrida por los melios de ser salvados por los espartanos, en el nombre de una afinidad de estirpe.

Esparta, obviamente, no intervino, cosa que por otra parte hubiera sido muy sorprendente en un momento en el que, a pesar de todo, Esparta y Atenas estaban vinculadas por el tratado de alianza estipulado en 421, inmediatamente después de la firma de la paz.21

Para los melios fue fatal la decisión de confiar en la gran potencia espartana. Pero en 404 Lisandro, por orden de los éforos, llevó a los supervivientes melios (muy pocos, por otra parte) hacia su isla,22 quizá todavía ocupada por los quinientos clerucos atenienses instalados allí después de la masacre.23 Así Esparta, lugar privilegiado de la eunomia, pudo cuadrar una vez más las cuentas del poder y de la virtud. Andrómaca no estaba equivocada.