VIII. LA VÍCTIMA EJEMPLAR

El remoto precedente del ataque ateniense a Milo es presentado por Tucídides de un modo bastante oscuro. El historiador intenta sugerir que Atenas no toleraba que Milo, a pesar de ser una isla del Egeo, no se adhiriera a la liga delio-ática, como sí lo hacían las otras islas. Tucídides se refiere en dos ocasiones a este episodio: en el libro tercero (año 426) y al final del quinto (año 416). El status quaestionis es presentado casi con las mismas frases: a) «querían reducir a los melios, que, siendo isleños, no estaban dispuestos a someterse a ellos ni a entrar en su alianza» (III, 91); b) «los melios no querían someterse a los atenienses como los otros isleños» (V, 84, 2). No dice, ni en un caso ni en otro, que, hasta poco tiempo antes, los melios formaban parte de la liga. Se puede observar que hay coherencia entre los dos relatos sumarios del antecedente en lo que respecta al episodio desde el punto de vista del «derecho internacional»:

1) En ambos pasajes, en efecto, Tucídides quiere dar a entender que Atenas intenta conseguir la adhesión de Milo sólo porque no tolera que una isla ose quedarse fuera de la liga delio-ática.

2) Éste es precisamente el concepto que hace expresar repetidamente a los embajadores atenienses (V, 99): «nos preocupan los isleños autónomos [ἄναρκτοι] como lo sois vosotros [ὥσπερ ὑμᾶς]». Véase también V, 97 y 95 («vuestra amistad nos perjudica más que vuestra hostilidad»).

Por tanto estamos frente a una deformación abierta y tendenciosa de la realidad, que será rectificada por Isócrates (Panegírico, 100) con la precisión de que los melios habían desertado (una confirmación indirecta la aportan las listas de los impuestos).

Hay, sin embargo, una divergencia sobre un punto sustancial en el plano militar. De III, 91 se deduce que la de 426 fue una incursión, ineficaz y aislada. De V, 84, 3 se deduce, en cambio, que, desde que habían comenzado las razias atenienses en territorio melio (es decir, desde 426), los melios, «impulsados por la devastación causada por los atenienses en su territorio, decidieron pasar a la guerra abierta contra Atenas (ἐς πόλεμον φανερὸν κατέστησαν)». Por tanto, de acuerdo con esta segunda exposición de los hechos:

a) El conflicto melio-ateniense es antiguo y se remonta a mucho antes de la expedición de 416.

b) Los melios, neutrales (según parece deducirse) desde siempre, son obligados (¡ἠνάγκαζον αὐτούς los atenienses!) a pasar, de la oposición a dejarse englobar en la liga, a oponerse a la «guerra abierta» (ἐς πόλεμον φανερὸν κατέστησαν).

c) La «guerra abierta» ya existe mucho antes de la llegada del cuerpo de expedición de 416 y ha sido precedida, como es evidente, por una fase de guerra no declarada o de facto. Ello parece confirmado sin duda por la recurrencia de la misma expresión en V, 25, 3 a propósito de un conflicto mucho más importante, el abierto entre Atenas y Esparta. Allí se dice, en efecto, que después del establecimiento de la paz de Nicias (421 a. C.) y los numerosos incumplimientos de ésta, ambas potencias «se abstuvieron de marchar contra los respectivos territorios, pero fuera de éstos, en una situación de armisticio inestable, se infligían unos a otros los mayores daños; finalmente empero, obligados (ἀναγκασθέντες) a romper el tratado acordado, se encontraron de nuevo en una situación de guerra declarada (ἐς πόλεμον κατέστησαν)». La expresión es idéntica en su totalidad, salvo en el nexo lógico, al de las incursiones y similares formas de desgaste que «obligan» a volver a la «guerra abierta». En el caso, además, de los melios, la opción de la «guerra abierta» es aún más «obligada» por cuanto las incursiones atenienses no se producen «fuera» de su territorio sino precisamente dentro de él.

Es justo preguntarse acerca del significado concreto de todo esto. Las palabras de Tucídides son muy claras: los atenienses, vista la reticencia melia a entrar en la liga, han optado por la línea «terrorista» de devastar su territorio, lo que, al repetirse de modo insistente, constante, ha obligado a los agredidos (véase la forma en que el relato se decanta hacia los melios) a «pasar a la guerra abierta». Tucídides había olvidado, probablemente, que en otro pasaje (III, 91) contó que Nicias usaba la devastación del territorio melio como arma de presión, aunque inútilmente; los melios permanecen fuera de la liga y la flota ateniense de más de sesenta naves se retira. Entonces la pregunta es: ¿cómo podía concretamente Milo embarcarse en una guerra contra Atenas? En sí misma la expresión puede parecer inverosímil, si se toma literalmente. Sin embargo, es muy probable que esas palabras aludan a una evolución de la situación a la que Tucídides no hace una sola referencia explícita, aunque está registrada en un documento epigráfico (IG, V, 1): el pasaje activo de Milo del lado de Esparta, con ayudas financieras para sostener el esfuerzo bélico espartano. Es esto quizá lo que debe leerse detrás de las palabras «pasaron a la guerra abierta».

Pero decir esto claramente habría significado admitir que el desembarco ateniense de 416 en Milo tenía un sentido y una justificación. (Después de todo, en 416 los atenienses desembarcan en Milo con una pequeña flota que era la mitad de la que fue a Nicias diez años antes, con la pretensión de negociar antes que atacar.) Decir abiertamente que Milo había pasado a apoyar la guerra espartana contra Atenas habría quitado mucho valor y gran parte de efecto emotivo al diálogo melioateniense (imaginado por Tucídides), en el que los roles están muy claramente asignados: el verdugo que sin miramientos teoriza el «derecho del más fuerte» y la víctima inmaculada e intrépida que combate, aun a riesgo de sucumbir, porque sabe y siente que está «del lado justo». Una manipulación elusiva del efectivo estado de cosas, que va a sumarse a otra grave reticencia: la de no haber nunca dicho, ni en III, 91 ni en V, 84, que Milo se había adherido a la liga y había contribuido hasta años recientes con un tributo, pero que en un determinado momento había dejado de cumplir sus compromisos, había en definitiva «desertado». «Desertar» y «apoyo activo en favor del enemigo» eran entonces dos pesadas imputaciones en el origen de la intervención ateniense contra Milo, como Isócrates dice clara y abiertamente, en evidente polémica con Tucídides (Panegírico, 100-102).

El relato de Tucídides es entonces decididamente parcial, e intenta poner la intervención ateniense bajo una luz negativa. No esconde, es verdad, que cuando los atenienses desembarcaron en Milo en 416 existía ya un estatus de guerra entre Atenas y Milo, pero no aclara cómo se explicaba concretamente tal «estado de guerra abierta» (cuya iniciativa –reconoce– fue de los melios). (Calla, en efecto, acerca de la ayuda melia a Esparta.) Para poner a Milo bajo una luz positiva dice que fue «obligada» a tal decisión por las continuas incursiones atenienses: un detalle que parece completamente inventado si se tiene en cuenta el otro informe (III, 91). Pero lo que transforma un episodio de guerra en un injustificable y escandaloso atropello ateniense contra un Estado neutral, ejercido fríamente y reconocido como tal por el mismo autor del abuso, es el diálogo, la completa invención de algo inverosímil: es decir, que los embajadores vinculados a un propósito preciso por sus comandantes tomasen la iniciativa de decir algo completamente distinto de aquello para lo que habían sido comisionados y se pusieran además a adoctrinar con brutal cinismo para «épater» no ya a «le bourgeois» sino a «les Méliens», aceptando que la contraparte presentara de modo completamente falso su posición propia. Este diálogo increíble, destinado abiertamente a la recitación y fundido más tarde en el sutil contexto narrativo del acontecimiento bélico, creó de una vez para siempre, a pesar de las sensatas puntualizaciones de Isócrates, el mito de Milo. Fue una victoria de la propaganda sobre la verdad, por obra del principal historiador ateniense, exaltador como mínimo ególatra del «valor perenne» de la «trabajosa búsqueda de la verdad»:1 en cierto modo, una auténtica obra maestra.

¿Cómo y por qué sucedió tal cosa? Nos orientaríamos mejor si supiéramos con certeza cuándo compuso Tucídides esta obra menor que es el diálogo melio-ateniense. A decir verdad, el hecho mismo de que todo lleve a concluir que se trata de una obra separada, como bien lo apreciaron, por lo demás, intérpretes muy distintos entre sí, tales como George Grote y Karl Julius Beloch, favorece la razonable hipótesis de que el diálogo fue compuesto en caliente, bajo el impacto y la emoción de los acontecimientos. Es difícil imaginar a un Tucídides que, acabada la guerra (así lo creen quienes2 reconocen en el diálogo una serie de profecías ex eventu de la derrota ateniense de 404), abandona el relato –que quedó incompleto– de la guerra y «vuelve atrás» para componer otra obra, un diálogo sobre el acontecimiento de 416, en el que a los melios les toca el papel de profetas de la caída de Atenas.

Por otra parte, algunas de esas presuntas profecías ex eventu no acaban de cuadrar con los hechos que iban a acontecer. Por ejemplo, los atenienses replican a los melios (que habían vaticinado que «podría tocarles a ustedes el día de mañana»): «nosotros tememos menos a los espartanos que a los ex aliados».3 Pero en 404 no fueron los ex aliados quienes pidieron la destrucción de Atenas sino los corintios y los tebanos, enfrentados en eso con Esparta, con el argumento de que «no se puede destruir una ciudad que tiene grandes méritos para toda Grecia».4

En torno al acontecimiento de Milo se produjo cierta corriente de opinión, al menos en los ambientes en los cuales el imperio era objeto de críticas. Aclarada la correcta información acerca de los presupuestos de los acontecimientos (Milo ha desertado y con el tiempo ha pasado a apoyar secretamente el esfuerzo bélico espartano), queda el hecho macroscópico de la decisión ateniense de arreglar las cuentas con Milo precisamente en 416, es decir cinco años después de firmar la paz con Esparta. En este castigo retardado está el motivo del escándalo. Era usual (lo registra Isócrates, Panegírico, 100) reprochar a Atenas la feroz represión de Escione y de Milo: esos dos episodios eran citados a la vez (lo que, entre otras cosas, confirma la semejanza de ambos episodios), pero Escione había desertado poco después de Anfípolis, es decir en plena guerra (424/3), y había sido ejemplarmente castigada por Cleón en cuanto tuvo la oportunidad (422/1). En cambio pasarían años antes de intervenir en Milo. La intervención se desarrolló en tres fases distintas: a) desembarco e intento de negociación; b) fracaso de las negociaciones y asedio; c) rendición y duro castigo a los melios, impulsado por Alcibíades (circunstancia esta última silenciada por Tucídides).

Es evidente que fue este último acto, la matanza de los hombres adultos y el sometimiento de todos los demás, lo que causó escándalo, tratándose después de todo de un ajuste de cuentas tan retardado. La pregunta pertinente, entonces, debería haber sido no ya «por qué Atenas quiso normalizar la situación en Milo» sino «por qué Alcibíades alentó, y después impuso, las más duras represalias». Pero sobre este punto sólo se pueden hacer conjeturas. Se puede pensar, por ejemplo, que la operación nació del convencimiento de que la guerra estaba a punto de volver a empezar (el ataque a Siracusa, fuertemente alentado por Alcibíades, se produjo pocas semanas más tarde), y que por eso mismo el control completo del Egeo era indispensable, y que una dura lección infligida a los obstinados melios habría sido una admonición elocuente para todos. Y así sucesivamente.

Sobre la conmoción de esa masacre a sangre fría se establece el caso melio y se crea el mito de la víctima ejemplar. Si Tucídides compone un diálogo filosófico-político sobre el acontecimiento, simplificando y extremando las respectivas posiciones de los contendientes hasta una completa falsificación de los hechos, Eurípides, en el momento de la puesta en escena de Las troyanas (primavera de 416), introduce alusiones abiertas a la reciente masacre. Es lícito preguntarse, también, si la trama de Andrómaca (drama cuya cronología desconocemos y que los modernos comentaristas han tratado de establecer a tientas) no se resiente del acontecimiento «escandaloso» de Alcibíades. Tal como Neoptólemo pretende, y obtiene, un hijo de Andrómaca, reducida a esclava y concubina, así Alcibíades, promotor de la masacre de los melios, había querido un hijo de una esclava melia que había adquirido.5 Episodio que causó profunda impresión y es evocado con aspereza por el autor, quienquiera que sea, del discurso «Contra Alcibíades», conservado entre las oraciones de Andócides. El orador reprocha al «buen hijo de Clinias» haber querido un hijo de la mujer de la cual, de hecho, había «matado al padre y a la familia» (§ 23).

No es relevante, ahora, determinar si el orador que ataca en este discurso a Alcibíades es en verdad Andócides (cosa que parece altamente improbable) o Féax (el adversario de Alcibíades en el momento del ostracismo de Hipérbolo), o un bien rétor no muy hábil que ha creado este discurso atendiendo a informaciones verídicas.6 Lo que merece atención, en todo caso, es el testimonio del efecto explosivo que la operación cumplida en Milo por voluntad de Alcibíades había provocado. Para el orador de Contra Alcibíades, Milo y Alcibíades forman una unidad. Plutarco disponía de fuentes, quizá documentales, que precisaban el papel de Alcibíades en la asamblea que había decidido proceder a la matanza de los prisioneros («Vida de Alcibíades», 16). Tucídides oculta completamente la responsabilidad de Alcibíades en los acontecimientos,7 en tanto que, inventando las circunstancias y el contenido del célebre diálogo, crea las premisas para la asunción de la masacre de los melios como emblema de la deriva tiránica del imperio ateniense. Éste es uno de los hilos conductores, y quizá el más importante, de toda su obra.

Su informe del final del asedio es extremadamente sumario. La decisión más grave no fue la de llevar a Milo a la liga délico-ática, sino la de infligirle un castigo ejemplar y hasta despiadado. Pero Tucídides evita determinar esa responsabilidad, atribuyéndola genéricamente a los «atenienses», a la vez que enfatiza al máximo, construyendo en torno de ello una reflexión teórica, la decisión de (volver a) someter a Milo a la disciplina imperial. Realiza así una operación que quita importancia a la responsabilidad subjetiva de los comandantes.

Se podría decir que pone en escena una inversión radical de la conducta habitual del «pueblo» en ciudades regidas por democracias. Mientras el pueblo –sostiene el Pseudo-Jenofonte– hacía recaer la responsabilidad, especialmente en lo que respecta a la política extranjera, sobre el político individual que se ha expuesto directamente en una decisión, así como sobre el sujeto colectivo que vota o rechaza en la asamblea esas decisiones (Athenaion Politeia, II, 17), Tucídides atribuye siempre y sólo la responsabilidad a los «atenienses». Para él éste es un punto de constante polémica .8

Así, en el caso de la intervención militar en Milo (además de la decisión de adoptar, en el encuentro con los melios, el tono más realpolítico posible, cerrado a toda posibilidad de mediación), al final resulta que son siempre y sólo «los atenienses» quienes deciden, actúan y se ensañan.