Está convencido de tener razón y no puede tolerar que ponga en riesgo su misión. Su sed de poder proviene de una enorme convicción de que sus principios son justos y quizá de la incapacidad –muy útil para un político– de adoptar el punto de vista del adversario.
LUNACHARSKI sobre Lenin
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Muchos hijos de industriales se convirtieron en abogados (logógrafos) en la Atenas del siglo IV. En los casos que conocemos, la aproximación a tal oficio fue consecuencia de la ruina económica de la familia. Lisias e Isócrates, por efecto de la devastadora guerra civil. Lisias era además un meteco, y las fábricas heredadas de su padre Céfalo fueron destruidas por los esbirros de los Treinta; no pudo, salvo por un breve lapso de tiempo, obtener la ciudadanía ateniense, y se dedicó al oficio de abogado, que en una ciudad hirviente de procesos daba beneficios seguros. Isócrates debió realizar la misma elección pero intentó desvincularse de ese oficio lo antes posible, prefiriendo sacar dividendos de la enseñanza: sus acaudalados alumnos le pagaban bien. Intentó que se olvidara, en la medida de lo posible, ese paréntesis leguleyo de su vida. Demóstenes, nacido mucho después que ellos, hacia el año 384, coetáneo de Aristóteles, algunos años más joven que insignes abogados como Hipérides, era hijo, también él, de un rico industrial, propietario de dos fábricas (de armas y de muebles) que rendían, respectivamente, treinta y doce minas cada año.
Si el padre no hubiera muerto cuando él tenía apenas siete años, y si sus tutores no hubieran saqueado su patrimonio, sólo recuperado en una modesta parte después de largos procesos, la elección de vida de Demóstenes habría sido, probablemente, otra. Adueñarse del instrumento de la oratoria y del conocimiento de las leyes fue una necesidad imperativa, dado que las leyes le imponían afrontar el juicio contra sus tutores en primera persona. La tradición biográfica antigua le atribuye a Iseo como maestro, y sin duda –si las cosas fueron en verdad así– no hubiera podido elegir mejor. A su vez, la vía de la abogacía, que largamente practicó, como lo testimonia la vasta recopilación de sus discursos que se han conservado, desembocaba en la política. El ingreso en la política llegó, precisamente, a través de una serie de grandes procesos de relieve político, los cuales fueron otros tantos escalones en el camino que llevaba gradualmente al papel de líder reconocido y siempre autorizado: «Contra Androción» (355), «Contra la ley de Leptines» (354), este último pronunciado por él directamente en los tribunales, «Contra Timócrates» y «Contra Aristócrates» (352).
Si se tiene en cuenta cuáles eran las vicisitudes que, en el siglo precedente, llevaban a lo más alto de la ciudad –en el contexto de la Atenas imperial dirigida por los exponentes de las grandes familias expertas en la palabra tanto como en el arte de la guerra–, se comprende el espíritu de la época: el cambio estructural, el distinto mecanismo de reclutamiento del personal político y, sobre todo, la clara división de los papeles. La imagen caricaturesca de la «Advokatenrepublik», debida a un gran erudito alemán, Engelbert Drerup (1916), demasiado tolerante con la propaganda de guerra antifrancesa, no está sin embargo infundada. Pero, respecto a la «república de los abogados», Demóstenes se ubica a un nivel mental más profundo: concibe un proyecto político de dimensiones internacionales, basado en una visión de la historia de Atenas no menos que sobre el análisis de la realpolítica, necesariamente desprejuiciada, de las grandes potencias en escena. En los años (351-348) en los que Demóstenes accede a la cumbre de la política ateniense –en concomitancia con la irrupción de Filipo en el área geopolítica hasta entonces bajo influencia ateniense (Amfípolis, Olinto)–, las otras ciudades, en otros tiempos rivales en la lucha por la hegemonía, quedan al margen. Atenas es, incluso después de la infausta guerra «social» que cierra a duras penas la parábola del segundo imperio, la única potencia griega que tiene relieve y que puede interesar o preocupar a las grandes potencias que se asomaban al Egeo. Lo que –con la aquiescencia de sus adversarios– hace de Demóstenes un político de estatura períclea, en una situación material muy distinta, es su capacidad de dar cuerpo a un proyecto, de encajarlo en una estrategia, y de no perderlo nunca de vista, cualquiera sea el compromiso táctico al que lo obligue (incluso ensuciarse las manos tratando con el traidor Hárpalo). Se le adjudica también a él, legítimamente, la célebre fórmula períclea orgullosa y sin matices: «Atenienses, soy siempre del mismo parecer: que no se debe ceder.»1 Tucídides fue, como se puede demostrar de modo analítico, y como la doctrina literaria antigua había comprendido, una de las lecturas en las que se formó Demóstenes.
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En una Atenas ya sin imperio, dirigir una política de miras amplias, una política «de potencia», significaba enfrentarse diariamente con las tensiones internas de la ciudad; la más hiriente era la establecida entre los pobres y los propietarios. La palabra escrita de Demóstenes que se ha conservado testimonia ampliamente su empeño, en ese momento, frente a los conflictos sociales. El panorama de la política interna ateniense era candente y pleno de insidias: un líder no puede quemarse, y por eso vemos formarse a su alrededor un grupo político cuyo corpus de escritos conservados sirve de huella, pero no puede tampoco eludir el choque principal que divide a la ciudad, carente ya de fáciles y constantes recursos externos. Además de los «abogados» están los «perros», perros guardianes de los intereses populares, como ellos mismos se proclamaban; a quienes les resultaba más fácil crear consenso. La asamblea sigue siendo el órgano soberano de decisión: allí se puede maniobrar e incluso manipular, si el líder está bien dispuesto, pero no se puede prescindir de ella; hay que hacer las cuentas con ese mecanismo paralizante y arcaico en una época de política veloz y de continua «guerra sin cuartel», como la instaurada y hábilmente conducida por Filipo de Macedonia. De aquí la actitud dura, nunca demagógica, que Demóstenes imprime a su oratoria, desde que se afirma como líder, a la cabeza de un grupo político influyente. No debe olvidarse que –como se ha esbozado antes– estos políticos destacados de la segunda mitad del siglo IV (de la Atenas sin imperio) no tienen necesidad, para tener poder, de hacerse elegir estrategos, de obtener el consenso de los electores, imprevisible y que debe renovarse cada vez. Para ejercer su influencia, dialogan con la asamblea, o con la Boulé; controlan, con frecuentes embajadas, la política extranjera de la ciudad. Sin embargo, es mucho más importante, para su peso político, conseguir éxitos significativos en la palestra jurídica. Se destinan a la asamblea intervenciones bien recalcadas en el tiempo, más estratégicas que de acción inmediata: ésta, por prudencia, se deja a los gregarios.
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El tono de los discursos asamblearios de Demóstenes –según ha escrito Wilamowitz– muestra que no estaban destinados al «populacho soberano de la Pnyx», sino a un ideal de pueblo ateniense: lo que confirmaría, según tal punto de vista, que no se trataba de discursos verdaderos. El tono admonitorio y de continuo reproche hacia «vosotros que estáis sentados» es un rasgo distintivo de la política de Demóstenes. Incluso puede decirse que donde el tono se hace admonitorio y severo se adensan también los ingredientes patrióticos: de un tal amasijo lingüístico-político nace la impresión de que se le esté hablando a un pueblo «ideal».
Las admoniciones al demo para que haga «lo que debe» son la antítesis, en cierto sentido, del programa popular, que un historiador oligarca resume en la fórmula: «que el pueblo haga lo que le parece»;2 son inherentes al rango mismo de rhetor, separado del demo, por encima del demo. Por lo que se configuran dos actitudes: la admonitoria (Demóstenes, Licurgo y otros rhetores) y la de los «perros», es decir la de quien, por principio y por instinto, está siempre de parte del demo, incluso cuando se trata de secundar explosiones oscurantistas o de egoísmo de casta (como el juicio de Aristogitón contra Hipérides, que había propuesto la ciudadanía para los metecos y la libertad para los esclavos, después de Queronea). Egoísmo de casta, porque el demo –también el demo empobrecido y turbulento de finales del siglo IV–, si ya no es el weberiano «clan que se reparte el botín», dado que con el final del imperio no hay ya «botín», sigue siendo «una clase dominante excepcionalmente vasta y diversa»,3 destinada a vivir de subvenciones.
Demóstenes no esconde su aversión hacia la propaganda y los programas de la democracia radical. Tampoco le entusiasma el gobierno popular, a cuya lentitud y a cuya publicidad no duda en contraponer la libertad de acción y la prontitud de las que goza un Filipo.4
«¡Llegaremos siempre demasiado tarde!», protesta en la «Primera filípica» (32). El compilador de un discurso «demosténico» como la «Respuesta a la carta de Filipo» no descuida este ingrediente: «él (Filipo) afronta los peligros sin dejar escapar ninguna ocasión y en toda estación del año, mientras vosotros estáis aquí sentados, etc.» (XI, 17). Se trata, en definitiva, de la inferioridad de los regímenes democráticos, estorbados por su propio mecanismo.
Para Demóstenes, entonces, se impone la confrontación continua con los éxitos de Filipo. No esconde una suerte de admiración por Filipo, por su fulminante carrera, por el elemento de voluntarismo de su praxis político-militar (I, 14: «mira siempre más allá de lo que ya posee»), por la diligencia de la acción (VIII, 11: la razón de su éxito es que se mueve antes que los demás).
En el discurso «Sobre la paz» (c. 356), Isócrates imagina que dirige a la asamblea este reproche: «sé bien que no es fácil estar en desacuerdo con vosotros y que en un régimen democrático no hay parrhesia sino para los más osados de los que hablan en esta tribuna» (§ 14). También Demóstenes se lamenta de ello, y en el proemio sostiene que el «alboroto» de la asamblea impide tomar las decisiones correctas (proemio IV), con una fraseología antipopular de tipo platónico.5 Demóstenes incluso se lamenta con frecuencia, en los mismos términos que Isócrates, de la falta de parrhesia: de los primeros discursos (XV, 1; XIII, 15; III, 32: «no hay parrhesia acerca de todos los argumentos de esta asamblea y me sorprende que la haya habido en esta ocasión») a los más maduros (VIII, 32; IX, 3). En la «Tercera filípica» el ataque es directamente a los hábitos democráticos: «En todos los demás ámbitos vosotros habéis extendido la parrhesia a todos los que habitan en la ciudad, incluso a los esclavos y a los extranjeros: entre nosotros, tienen más libertad de palabra muchos esclavos que los ciudadanos en otras ciudades.6 ¡Pero habéis expulsado la parrhesia de la asamblea!» (IX, 3).
Demóstenes –que, como parte de la fortuna paterna, había heredado dos fábricas con cincuenta esclavos (XXVII, 9)– conjetura que las persecuciones y la violencia física deben aplicarse a los esclavos, no a los libres (VIII, 51). En cambio, un orador partidario del pueblo, como el autor del discurso «Sobre el tratado con Alejandro», se expresa de manera diversa: «ninguno de nosotros quisiera ver condenado a muerte ni siquiera a un esclavo» (XVII, 3).
Según Plutarco, una característica elemental de la política demosténica es la orientación antipopular (ἀριστοκρατικὸν πολίτευμα: «Vida de Demóstenes», 14, 5); como prueba de ello, Plutarco cita la acusación que le dirige a la sacerdotisa Teórides, culpable de «instigar a los esclavos». Los modernos se preguntan si la acusación contra Teórides fue dirigida por Demóstenes en persona, y observan además que el término «sacerdotisa», adoptado por Plutarco, es, en rigor, impropio.7 En todo caso, es interesante observar que, ya fuera maga o sacerdotisa, Teórides pertenecía al círculo del «perro» Aristogitón; incluso, según Demóstenes, el hermano de Aristogitón se había procurado venenos y sortilegios propios de la esclava de Teórides (XXV, 80). Ambiente servil, «magia» o quizá sólo religión popular, el «perro» andrajoso es huésped habitual de las prisiones de Atenas: un mundo repugnante para un rhetor de buena familia.
Naturalmente, la reivindicación demosténica de parrhesia es tan antiliberal como el «alboroto» de la asamblea: «¡es escandaloso», sostiene en un momento muy favorable, «que en Atenas se pueda hablar impunemente a favor de Filipo!» (VIII, 66). Incluso la feroz petición de violencia física contra los adversarios políticos (VIII, 61) es un rasgo desconcertante de la oratoria demosténica, una mutación de la retórica judiciaria. En los discursos de 341 la amenaza es remachada casi con las mismas palabras: a aquellos que se han vendido a Filipo «hay que golpearlos hasta la muerte» (VIII, 61), no se puede vencer a los enemigos externos antes de haber acabado con los internos (VIII, 61 y IX, 53). Probablemente, en este tipo de política terrorista pensaba Platón cuando equiparaba a los rhetores con los tiranos, porque condenan a muerte, exilian y despojan de los bienes que anhelan (Gorgias, 466d). Eran, en el fondo, los mismos métodos de los odiados «perros»; también Aristogitón –según Demóstenes– era dado a atacar a los adversarios con estas amenazas («gritando a voz en cuello que era necesario someterlos a tortura»).8
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En el primer discurso a la asamblea que se ha conservado, «Sobre Simorias», de 354 –que es quizá su primera intervención en la asamblea–, Demóstenes demuestra desde el principio «a favor de quién habla»:9 «Las riquezas», amonesta, «hay que dejárselas a los ricos; no hay mejor medio de tenerlas a salvo para la ciudad» (XIV, 28). Es un rasgo perdurable de su política, no sólo en el comienzo. En este sentido sus reivindicaciones de coherencia son fundamentales: «permaneció con firmeza de parte de quienes había escogido desde el primer momento», señala Plutarco («Demóstenes», 13, 2), polemizando con Teopompo, quien, quizá en el excursus «Sobre los demagogos atenienses», acusaba a Demóstenes de «inestabilidad».10
Un fragmento de la «Cuarta filípica», tal vez de los más antiguos del texto, es en este sentido significativo. Es una propuesta de «tregua social», evidentemente formulada en un momento de tensión particular: Demóstenes comienza por criticar a los detractores del theorikón, un subsidio –dice– beneficioso para los pobres y que por eso es defendido; pero, como contrapartida, pide mayores garantías para los propietarios; dado que –precisa– no es aceptable la praxis de las confiscaciones sistemáticas con que se aterroriza a los propietarios (X, 35-45). En el epílogo a la «Primera olintíaca», su idea es que los ricos deben pagar «lo poco» que es necesario para «garantizarse a sí mismos el goce de todo lo demás sin preocupaciones» (I, 28). En un discurso de la misma época, «Sobre el ordenamiento del Estado», el blanco es explícito; es un ataque directo a la propaganda popular: es necesario «curar los oídos de los atenienses»; dejar de gritar en cada ocasión, incluso por incidentes modestos, «¡se quiere derrocar la democracia!»; hay que rechazar consignas como «la democracia se defiende en los tribunales» o bien «con el voto [scil. del ciudadano en el papel de juez] se defiende la constitución» (XIII, 1316). Bajo la apariencia de atacar el alarmismo popular –aunque la prevención era completamente injustificada– vuelve sobre el tema habitual: la odiada omnipotencia de los tribunales populares, verdadero terror de los propietarios. La aversión vuelve, idéntica, varios años más tarde: en 341, en el discurso «Sobre el Quersoneso», Demóstenes traza un balance retrospectivo de la propia conducta política o, mejor, lo hace emerger, por contraste, esbozando la figura del «mal ciudadano» y mostrando la propia lejanía respecto de una imagen tal; la característica esencial del «mal ciudadano» es que «emprende juicios, confisca patrimonios y propone la nueva distribución de éstos» (VIII, 69).
En general, Aristóteles observa que, de los cinco temas habituales en los debates populares, el primero son «los recursos» y el segundo «la paz y la guerra» (Retórica, 1359b 19-21). Después de 354, según escribe Rostovtzeff, «el interés de Atenas comenzó a desplazarse hacia las cuestiones puramente económicas».11 Incluso en la asamblea los debates se centraban en este tema.
El colapso financiero del Estado ateniense al día siguiente de la guerra social se refleja en algunas cifras: la renta de la ciudad es de 130 talentos («Cuarta filípica», 37), mientras que, sólo para sustentar la maquinaria estatal, hacían falta como mínimo 300. Por eso, en la última fase de la guerra se había recurrido a procedimientos extremos, aunque no muy eficaces, como la ley de Leptino para la abolición del privilegio de la inmunidad o el intento de recaudar los impuestos atrasados de los últimos veinte años (que sólo reunió 14 talentos).12 Decadencia demográfica, concentración del latifundio (Demóstenes, XIII, 30: «poseen más tierras de lo que nunca hubieran soñado»), decadencia del trabajo libre e incremento del servil, carestías (algunas catastróficas, como la que duró de 331 a 324), dificultad en las reservas de grano, desocupación –inagotable acopio de mercenarios–13 hacen aún más áspero el choque entre el demo y los propietarios. Éstos recurren a toda forma de resistencia contra las confiscaciones, las expropiaciones, los juicios, la antídosis (intercambio de patrimonios en caso de negarse a someterse a una liturgia); por ejemplo esconden los capitales, como se ve claramente –entre otros– en algunos testimonios demosténicos, como la exhortación a dejar los capitales «en custodia» en manos de los ricos (XIV, 28) o la confiada y cómplice declaración, en el mismo discurso, de que –cuando haya verdadera necesidad– los capitales, que son enormes («más que en todas las otras ciudades juntas») saldrán a la luz, y sin necesidad de medios coercitivos (XIV, 25-26). Naturalmente, un fenómeno de este tipo frenaba las inversiones, es decir, que agudizaba la crisis y los conflictos de clase.14
La «tregua social» sólo iba a ser obtenida por los propietarios bajo el dominio macedonio: una de las cláusulas principales de la «paz común» estipulada entre Filipo y los Estados griegos (338), y confirmada en 336 por Alejandro,15 comprometía a todos los Estados y ciudades firmantes a impedir «exilios, confiscaciones de bienes, subdivisiones de tierras, remisión de deudas y liberación de esclavos con fines sediciosos».16 El tratado de 338 fue tomado como base no sólo del de 336 sino incluso del de 319, por iniciativa de Filipo III y Poliperconte; y en 302, con Demetrio Poliorcetes y Antígono Monóftalmos.17 Es interesante observar el tono de gran respeto con el que Filipo, en la «Carta a los atenienses», recogida en la recopilación demosténica, habla de los «ciudadanos más ilustres» (gnorimòtatoi) de las ciudades griegas, perseguidos por los calumniadores que quieren congraciarse con el demo (XII, 19): se puede observar que aquí Filipo adopta términos técnicos propios de la lucha político-social de los Estados griegos.
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La rivalidad fundamental en la época demosténica radicaba entre los partidarios y los adversarios del predominio macedonio: tal es el punto de vista de Demóstenes. Pero precisamente los testimonios demosténicos dejan entrever la indiferencia del demo por ese punto de vista: Demóstenes se esfuerza por probar que Filipo es el «verdadero enemigo» a un público no del todo persuadido; incluso cuando manifiesta su propia hostilidad hacia Filipo, se limita a explosiones de cólera discursiva. Por lo demás, un fiel «perro del pueblo» como Aristogitón atacaba por igual al filomacedonio Démades y a los antimacedonios Demóstenes e Hipérides.18 Es probable que al demo le resultara prioritario el conflicto político y económico con los propietarios: de aquí el éxito de un Aristogitón y la indiferencia lamentada por Demóstenes.19 Por eso se suele tachar de obtuso y provinciano el egoísmo del demo ateniense, centrado en sus intereses (a sus privilegios) pero indiferente hacia la política de gran potencia sugerida por Demóstenes. Se descuida, sin embargo, el hecho de que Demóstenes es un pésimo propagandista cuando da crédito a la imagen de una Macedonia deformada por un Estado bárbaro (IX, 31) y «secundario» (II, 14).
Un pasaje de la «Cuarta filípica», escrito precisamente en la inminencia del conflicto, resulta iluminador: no sólo Demóstenes se muestra muy informado acerca de los asuntos internos de Persia (arresto de Hermias, el «tirano» de Atarneo amigo de Filipo y Aristóteles),20 sino que además ataca abiertamente las consabidas fórmulas políticas antipersas que, años atrás, aunque redimensionándolas, había tratado con respeto:
«tenemos que abandonar esa actitud fatua que tantas veces os ha conducido a la derrota: “el bárbaro”, “el enemigo común” y así sucesivamente. Porque yo, cuando veo a alguien que tiene miedo de este hombre que vive en Susa o Ecbatana y afirma tener malas intenciones a propósito de Atenas, a pesar de habernos ayudado a arreglar nuestra ciudad e incluso os hacía ofrecimientos –y si vosotros no los habéis aceptado, si los habéis rechazado, la culpa no es suya–, y en cambio, hablando de ese que está a nuestras mismas puertas, de ese salteador de griegos, que tan grande está haciéndose en el mismo corazón del país, usa un lenguaje tan diferente, me maravillo; y en lo que a mí se refiere, tengo miedo de él, sea quien fuere, ya que él no lo tiene de Filipo» (X, 33-34). Este discurso político, que data de 340 aproximadamente, parece dicho en la inminencia del envío a Persia de una embajada ateniense, a la que Demóstenes parece estar dando instrucciones (§ 33: «de todo esto deduzco que los embajadores deben tratar con el rey»); y quizá se trata de la embajada propuesta en 341 como conclusión a la «Tercera filípica» (70-71: también aquí contradecía los tradicionales lugares comunes patrióticos).
Desde su primera arenga, Demóstenes muestra ideas muy claras sobre el papel de Persia en la política griega, y rechaza con elegancia los tópicos patrióticos (XIV, 3: «Yo también sé que el rey es el “común enemigo” de todos los griegos, pero, etc.»). Esta lúcida visión, fundada en la experiencia del siglo V percibida como pasado todavía vivo, la compendia Demóstenes en una síntesis que aporta, en cierto sentido, una «clave» de su política: «En cuanto al Rey, todos desconfiábamos de él por igual cuando se aislaba; mas al aliarse con quienes perdían en la guerra, hasta haber restablecido el equilibrio con el vencedor, obtenía su confianza a pesar de que después, quienes habían sido por él salvados, le odiasen más que aquellos que desde el principio eran enemigos suyos» («Cuarta filípica», 51).21 La referencia es, evidentemente, a la política persa de apoyo a Esparta contra Atenas en la guerra de Decelia, y más tarde antiespartana y filoateniense en los tiempos de Conón (Cnido, reconstrucción de las murallas). Precisamente a la luz de estas explícitas sugerencias, la política demosténica se configura como un intento de repetir, contra Filipo, el juego de alianzas puesto de manifiesto en la lucha por la hegemonía, en especial contra Esparta: por eso las referencias constantes de la política demosténica son las mayores potencias; Tebas, al principio aliada de Filipo, pero que no podía serlo por largo tiempo, como Demóstenes había comprendido enseguida; y Persia, tradicional dominadora de la política griega y con la que Filipo iba a chocar tarde o temprano. En este sentido, la política demosténica puede entenderse como filopersa: no a la luz denigradora bajo la que la han querido ver los adversarios, sino en la auténtica tradición de los políticos atenienses, que va de Alcibíades a Conón. En tal sentido, la experiencia del siglo V es determinante y es un constante punto de referencia para la política demosténica: si vuelve con frecuencia sobre los grandes políticos del pasado no es sólo para complacer a la audiencia con los tópicos sobre los «antepasados», sino además para comparar su propia política con modelos y fórmulas accesibles.
En todo caso, precisamente esta impostación exclusivamente histórico-política constituye un límite: sobre todo en lo que respecta a la crisis del imperio persa, las distintas relaciones de fuerza y el éxito de la penetración macedonia en los Estados griegos. Todo eso, en definitiva, se resume en el brutal menosprecio de la historiografía «prusiana» hacia el abogado incapaz de entender la nueva era que estaba surgiendo a su alrededor. Desprecio que resulta, finalmente, de la incapacidad de entender el lúcido tradicionalismo de la política demosténica, de poner y apreciar a Demóstenes dentro de la historia política ateniense (así como Tucídides permaneció «perícleo» hasta el final).
Por tanto, después de Queronea, Demóstenes no «se sobrevivió a sí mismo»; o, mejor dicho, pudo considerar con coherencia el no haber sobrevivido, y pudo intentar tejer nuevamente desde el principio la misma trama, incluso desde antes de la muerte de Filipo (si tienen algún fundamento los datos manejados por Plutarco, «Demóstenes», 20, 4-5) y aún más después de 336 («Demóstenes», 23, 2). Se puede observar además que sólo cuando el imperio persa se desintegró –«inesperadamente», como reconocía el mismo Esquines («Contra Ctesifonte», 132)– se puede percibir una suerte de «cansancio» demosténico, una desconfianza en la posibilidad de un cambio efectivo de los equilibrios.
6
Cuarenta años antes de que Demóstenes pronunciara la «Cuarta filípica», Isócrates, en la parte final del Panegírico (380 a. C.), exponía frente a su audiencia «panhelénica» la debilidad estatal y militar del imperio persa: deducía su vulnerabilidad y, por tanto, la oportunidad para los griegos de promover la guerra de Europa contra Asia. El Panegírico no es, en efecto, un ejercicio de retórica tendiente a caldear un vacuo y genérico programa patriótico. Cuando se entra en el corazón de la argumentación política, superadas las arenas movedizas de los lugares comunes del género epidíctico (de la «autoctonía» ateniense al motivo del inigualable crédito conquistado con la victoria sobre los persas), el Panegírico se nos aparece tal como es: un duro discurso parcial, escrito desde la conciencia de los crímenes «imperiales» cometidos por Atenas y por eso mismo desarrollado en torno al motivo apologético característico en estos casos: nuestros adversarios lo han hecho peor que nosotros. Mediante esa argumentación, Isócrates muestra perfecta conciencia de la política del tardío siglo V y de las primeras décadas del IV: época de la que es testigo y, a su manera, también historiador, no menos que su rival Jenofonte.22 Su polémica defensa del imperio pasado de Atenas es tan áspera que lo induce casi a una palinodia: «he recordado estos acontecimientos con dureza, a pesar de haber anunciado que quería pronunciar un discurso de reconciliación» (§ 129).
Después de lo cual, reequilibrada la balanza propagandística, Isócrates afronta el tema que le parece políticamente relevante: Persia. Un observador externo –dice–, que estuviera entre nosotros, no podría sino considerar insensatos tanto a los espartanos como a los atenienses, quienes, con sus conflictos y rivalidades, dañan la propia patria, en lugar de «explotar Asia» (§ 133). Así, mientras los griegos se disputan unas pequeñas islas de las Cícladas, el rey de Persia domina Chipre, y encima le es reconocido por espartanos y atenienses –lo cual no le fue concedido a ninguno de sus antepasados (§ 137)–23 el dominio sin resistencia sobre las ciudades griegas de Asia. Pero esto –agrega– sucede gracias a la locura de los griegos, no por la fuerza del rey de Persia. Así, evocado el tema de la problemática fuerza del Gran Rey, pasa al tema del que se considera en condiciones de aportar una contribución no ya genéricamente política sino científica, que aporte un mayor conocimiento: Asia –según su tesis– es más débil de lo que imaginan los griegos, y el imperio persa es vulnerable (§§ 138-156).
Antes de entrar en lo esencial de la demostración, Isócrates despeja el campo del argumento que podía contrastar más fuertemente con su convicción de la sustancial debilidad de Asia. Se trata precisamente del argumento que Demóstenes («Cuarta filípica», 51) va a adoptar cuarenta años más tarde para justificar su idea de la centralidad de Persia. Si –objeta–, en los tiempos de nuestra rivalidad, el rey de Persia pudo hacer más fuertes ya a los unos ya a los otros con un simple cambio de alianzas, «esto no constituye una prueba de su fuerza; en situaciones como éstas, de hecho, incluso modestos aportes de fuerzas suelen determinar grandes desequilibrios» (§ 139).
Aquí, al fin, desarrolla su tesis. Declara repetidamente su polémico objetivo: se trata de «aquellos que afirman que el rey de Persia es imbatible» (§ 138), o bien «aquellos que nunca dejan de exaltar el mundo de los bárbaros» (§ 143), o bien «aquellos que tienen la costumbre de exaltar el coraje de los persas» (§ 146). Incluso las iniciativas tan ensalzadas del rey de Persia –el sitio de Evágoras, la victoria naval de Cnido– se revelan, bien miradas, algo muy alejado del éxito fulminante (§§ 141143); pero es sobre todo una iniciativa como la de los mercenarios a sueldo de Ciro (los célebres «Diez Mil» de Jenofonte), quienes hicieron frente a las mejores tropas enemigas y, después de la muerte de Ciro, incluso «a todos los habitantes de Asia» (§ 146), la que sirve para «quitar toda razón a los habituales elogiadores del coraje de los persas». Todo el pasaje es muy estudiado y no está libre de perfidia, si se observa que el juicio arduamente depresivo y casi despreciativo acerca de los mercenarios («gente inepta que, en sus respectivas ciudades, no hubieran tenido de qué vivir»: y el dardo apunta al mismo Jenofonte) es, en los términos en que se expresa, parte esencial del razonamiento: los persas no son temibles, precisamente porque fueron vencidos por una caterva de individuos semejantes.
Es muy probable que la Anábasis jenofóntea sea el blanco colateral de este pasaje, que no casualmente se cierra con una alusión –hace tiempo identificada– a la Anábasis: ἐνικῶμεν τὸν βασιλέα ἐπὶ ταῖς θύραις αὐτοῦ καὶ καταγελάσαντες ἀπήλθομεν de Anábasis, II, 4, 4, retomado de Panegírico, 149: ὑπ᾿αὐτοῖς τοῖς βασιλείοις καταγέλαστοι γεγόνασιν (scil., los soldados persas). La referencia a Jenofonte parece clara si se considera que Isócrates continúa refutando la eficacia del «sistema educativo» persa (§ 150), sobre todo en lo que se refiere a la formación militar (§ 151): exactamente lo contrario de lo que sostiene Jenofonte en el libro I de la Ciropedia.
La Anábasis y la Ciropedia (así como obviamente las Helénicas) fueron obras que se formaron a lo largo del tiempo, y que sin duda gozaron de difusiones provisionales y parciales. De allí la considerable probabilidad de que Isócrates discuta también aquí, polémicamente, con Jenofonte, así como en los §§ 100-114 había rechazado sus «piaginestei»24 sobre el triste destino de los melios (§ 110: τὰς Μηλίων ὀδυρόμενοι συμφοράς).
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La precoz previsión formulada por Isócrates en el «Panegírico» casi medio siglo antes del colapso del imperio persa de Alejandro resulta, entonces, del todo fundada y visionaria. Demóstenes, todavía en 341/340, sigue razonando según un panorama tradicional: como si hiciese política en plena guerra de Decelia. Para él Persia –que, en realidad, iba a caer cinco o seis años más tarde– es sin embargo el árbitro de la política griega, es la indiscutida «gran potencia» de la escena mundial.
Desde este punto de vista, por tanto, Isócrates está mucho más avanzado, cosa que lo revela como un «buen político» por cuanto es capaz de hacer previsiones acertadas (según un criterio de valoración del buen político apreciado por Tucídides, I, 138). Está más avanzado que Demóstenes, quien sin embargo ha leído y en ocasiones explotado su obra escrita, y también de su casi coetáneo Jenofonte, quien había tenido noticia directa y experiencia propia de la debilidad del imperio persa, pero que continuaba idealizando, sin embargo, ese mundo y su paideia. Sólo en el último y tardío capítulo de la Ciropedia Jenofonte mostrará alarma hacia las grietas que afloraban en la cohesión del antiguo imperio asiático. Entonces él también establecerá, como lo habían hecho Isócrates en el Panegírico, un nexo entre la aventura de los «Diez Mil» y la crisis del imperio, aunque en términos políticamente poco incisivos. En efecto, reconocerá en el engaño del que fueron víctima los jefes mercenarios, asesinados a traición por Tisafernes, la prueba de la crisis moral y por tanto de la decadencia de Persia, entendida por él en la fórmula: «a tales gobernantes tales gobernados». Un diagnóstico singular que le permitirá –quizá también bajo la influencia del nuevo clima, del que Isócrates es una parte no despreciable– modificar, años más tarde, su antiguo elogio del modelo persa.
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El juicio de los modernos acerca del anacronismo de la política internacional de Demóstenes se basa sobre todo en este diagnóstico suyo, desmentido por los hechos, en torno a la extensión y a la perdurabilidad del papel del imperio persa. Por eso una de las explosiones de ira de Advokatenrepublik, el libro de guerra de Drerup, dice: «las ideas políticas de Demóstenes contrastaban con las fuerzas reales de la vida política de su tiempo»; y además: «no podemos olvidar que en su naturaleza estaba el abogado que equipara el bien público al interés partidario, y la patria a la ambición de poder personal» (p. 187).
Sería fácil objetar que todo político de rango está completamente persuadido de que su propio predominio coincide con el interés general, en un sentido más profundo del que comúnmente se tiene al pensar en el político medio. El contraste está en todo caso en la clarividencia acerca de las posibilidades futuras, pero incluso la de Pericles se reveló fatal para la grandeza de Atenas.
Una voz más aguda, que se eleva por encima de la banalidad del antidemostenismo de la posteridad, es la de Polibio. Éste se arriesga con un problema que en realidad lo implica y lo inviste directamente: ¿por qué Demóstenes adoptó, sin bajar nunca el tono, la línea de ataque en la que son definidos como «traidores» todos aquellos que se apartaron de su política y le hicieron frente? La respuesta del historiador de Megalópolis es que, vencido por los romanos, eligió a los romanos y justificó con fatalismo historicista el predominio sobre su propio país; lo que es casi una apología de sí mismo: depende –tal es su réplica– del punto de vista del observador. La óptica de Demóstenes, observa, fue exclusivamente ateniense («estaba convencido de que los griegos debían volver la mirada hacia Atenas; en caso contrario se les debía llamar traidores») y desde esta óptica (y aquí la posteridad insistiría sobre la cuestión de la clarividencia) «maltrató la verdad, porque lo que les pasó entonces a los griegos demuestra que Demóstenes no supo prever bien el futuro» (XVIII, 14). Curioso reproche a Demóstenes por no haber advertido la supremacía macedonia, por parte de un historiador que pone sin ninguna vacilación en la lógica inmanente de la historia la supremacía conseguida por los romanos sobre los hasta entonces imbatibles macedonios. Parecería, dentro de esta lógica, que la suprema clarividencia es sumarse cada vez a la estela de la victoria de los más fuertes.
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Se podría cerrar la discusión acerca de estas cuestiones con la escueta réplica de un gran historiador liberal, George Macaulay Trevelyan, a las nunca aplacadas críticas dirigidas contra las Gran Rebelión puritana: «los hombres eran lo que eran, no influidos por la tardía sagacidad de los que vinieron después, y actuaron en consecuencia».25 Juicio tanto más significativo al venir de parte de un convencido admirador de la «gloriosa revolución» de 1688.
Pero lo que sorprende del caso de Demóstenes es la enconada discusión en torno a su acción y su persona, que empieza durante su vida y aún no se ha extinguido. Ni siquiera en torno al controvertido gobierno de Pericles se ha desplegado un encarnizamiento semejante. La razón puede buscarse en factores diversos, entre los cuales no es el menos importante el hecho de que Pericles no asistiera, habiendo desaparecido por un imprevisto factor externo, al fracaso de su política; Demóstenes sí. Pero esto no basta. Es el tipo de sociedad política, tan distinta respecto al siglo anterior y tan especializada en el sentido de la política como profesión, tan densamente poblada de protagonistas y aspirantes a protagonistas en constante rivalidad recíproca, lo que explica el encarnizamiento: la rivalidad ininterrumpida, el riesgo permanente de cambio y de modificaciones en los alineamientos, la obligación de cuidarse de los aliados no menos que de los adversarios, y tantas otras cosas que los textos conservados (de oratoria, historiográficos y eruditos) deja entrever.
Es emblemático el caso del juicio harpálico. Es decir, el hecho de que la ruina política de Demóstenes no se haya producido por haber llevado a la ciudad y a los aliados a la derrota de Queronea sino por la sospecha de haber aceptado una gran suma por parte del tesorero de Alejandro, Hárpalo, «huido con la caja»: ése es el signo más claro del cambio en los fundamentos de la política, de los nuevos parámetros mentales del «profesionalismo político» de la Atenas de finales del siglo IV.
En agosto de 338, en Queronea, colapsa un modelo diplomáticomilitar tejido y preparado durante años. La partida no se había perdido al principio, como demuestra el júbilo desproporcionado de Filipo.26 Pero el veredicto de las armas fue irrevocable: se trataba de la típica guerra en la que una sola batalla lo decidía todo. Porque a las espaldas de los vencidos había un frente interno fracturado, con una parte no despreciable del aparato político dispuesto a aplaudir la victoria macedonia y a arreglar las cuentas con el líder obstinado, que no se había detenido ante nada con tal de llevar a la ciudad a arriesgarse en esa tremenda aventura. Y a perder la partida. Sin embargo, la ciudad confió a Demóstenes el propósito de pronunciar el epitafio para los muertos de Queronea: el propósito, en fin, de decir oficialmente, en nombre de la ciudad, frente a los caídos y a sus deudos, «teníamos razón aunque hayamos perdido». Nunca un líder derrotado ha recibido un reconocimiento tan grande. Ello explica, más que ninguna otra cosa, el tono y el contenido del discurso «Sobre la corona», que culmina en el juramento que remacha, en nombre de los muertos de Maratón, de Platea, de Salamina y de Artemisia, que «nuestra decisión fue acertada».27 La aplastante victoria en ese juicio fue la mayor confirmación, a años de distancia.
Pero en 324, cundo Hárpalo puso proa hacia Atenas con sus tesoros y sus treinta naves, huyendo de un Alejandro cada vez más imprevisible incluso para un viejo camarada como Hárpalo,28 la escena cambia. Explota la sospecha de todos contra todos. No hubo un solo político que no «pusiese los ojos» sobre esas riquezas –así es como se expresa Plutarco– y no aprobase la decisión de acoger al fugitivo en la ciudad, desafiando al lejano Alejandro. En este punto se manifiesta un contraste de las noticias, de fuentes tardías o de contemporáneos hostiles, acerca de la conducta de Demóstenes. Aunque basado en una tradición hostil, el relato de Plutarco deja ver que Demóstenes ha pasado de una oposición inicial a acoger al inesperado fugitivo hacia una posición posibilista. Según la tradición que Plutarco toma por buena sin dudarlo, el cambio se debió a un importante donativo: «Hárpalo fue muy perspicaz en descubrir por la expresión del semblante y de la mirada [de Doméstenes] el carácter de un hombre codicioso del oro.» De ahí el cambio de actitud y la escena penosa de un Demóstenes que se presenta en la asamblea pero no habla, aduciendo el torpe pretexto de una inoportuna afonía. Siguió a ello un juicio humillante, una condena desmesurada (50 talentos),29 la fuga de la prisión, el exilio.
En la vertiente opuesta existe una tradición, conocida por Pausanias Periegeta, según la cual el administrador del dinero procedente de Hárpalo, sometido a tortura, dio numerosos nombres de políticos «comprados» por Hárpalo pero no el de Demóstenes (II, 33, 4-5). No podrá la crítica moderna pronunciar un veredicto definitivo. Pero se puede observar el fuego concéntrico desencadenado sobre Demóstenes: «Este hombre es un asalariado, atenienses, un asalariado desde hace mucho tiempo. No absolváis a quien se le imputan todas las desventuras de la ciudad», grita el cliente para el que Dinarco escribió «Contra Demóstenes» (§§ 28-29). De este apunte sobre las desventuras pasadas, es decir, sobre Queronea, se comprende la orientación del acusador. En la vertiente opuesta es el aliado Hipérides quien no ahorra golpes al ex líder indiscutible de la facción antimacedonia: le reprocha haber dudado en aprovechar inmediatamente la oportunidad ofrecida por el desembarco de Hárpalo en Atenas.30 Imposible no ver en este ataque de Hipérides el deseo de sustituirlo en la cumbre, diríamos en lenguaje moderno, «del partido».31
Hárpalo pudo huir, a escondidas y con todas las garantías necesarias. Poco más tarde su dinero resultaría precioso para pagar a los mercenarios que constituyeron el eje del ejército en la nueva guerra contra Macedonia. Al llegar la noticia de la muerte de Alejandro (323 a. C.), Atenas, guiada ahora por Hipérides, y con Leóstenes en relaciones muy fluidas con el mundo de los mercenarios, suscitó la revuelta antimacedonia conocida como «guerra lamiaca» (323-322 a. C.). Demóstenes dio su apoyo, primero desde el exilio y después en Atenas, adonde regresó poco antes de la derrota. Justo a tiempo para ser entregado al vencedor y salvarse con el suicidio. «Si había para un griego una causa por la que valía la pena luchar ésa era principalmente aquella por la que Demóstenes combatió y murió»: es el veredicto de un erudito británico moderado, expresado en los años en los que Europa decretaba su propio fin.32