MAMÁ NACIÓ EN GUAYAMÉS el 6 de enero de 1901. Mi abuelo, Álvaro Rivas de Santillana, estaba convencido de que los Reyes Magos se la habían traído como obsequio, pero abuela Valeria decía que Clarissa había nacido por culpa de las lluvias.
En Guayamés llueve mucho de julio a noviembre. En esos días siempre hay nubes arrimadas a los techos de las casas, que se orinan como perros sobre las azoteas como para demarcar su territorio. Las lluvias fueron determinantes en la vida de Mamá, porque durante esa época la gente de Guayamés casi no sale a la calle y hace vida sedentaria. Afuera puede ocurrir cualquier cataclismo: una súbita ráfaga de viento puede desprender la rama de un árbol sobre la cabeza de los transeúntes, o una ola de fango del cercano Río Emajaguas podría arrollarlos al cruzar la calle.
Durante esos meses abuelo Álvaro y abuela Valeria se quedaban en la casa del pueblo. Guayamés no era como Emajaguas, donde había que estar pendiente del corte y procesamiento de la caña, y abuelo Álvaro se aburría. Quizá por esa razón Valeria salía encinta al final de cada julio y daba a luz a comienzos de cada abril. Clarissa fue la única de sus cinco hijas que nació en enero. De recién nacida la picó un mosquito infectado, de los miles que depositan sus huevos en los charcos de agua de lluvia empozada en tierra, y sufrió una fiebre reumática que le causó un soplo en el corazón. Así que puede decirse que Clarissa nació como resultado de las lluvias de Guayamés, y que también murió a causa de ellas.
Emajaguas quedaba a unas tres millas del pueblo, por el lado de la costa. Allí nació abuelo Álvaro en el 1880. Sus padres murieron jóvenes y fueron sus tías, Alicia y Elisa Rivas de Santillana, las que lo criaron. Dieciocho años más tarde, en el 1898, sus tías compraron la casa del pueblo y se mudaron a vivir allí la mayor parte del año. Con la llegada de los americanos la calidad de vida en Guayamés mejoró mucho: se pavimentaron las calles, se estableció un sistema de desagüe pluvial y otro de agua potable, y se edificaron alcantarillas para toda la población. Por supuesto, las solteronas se divertían mucho más en el pueblo que en el campo, donde no había teatro, casino, ni tiendas.
Las tías de Abuelo siempre lo consintieron y no repararon en gastos a la hora de su educación. A pesar de que les significaba vivir con estrecheces, alquilaron los servicios de un tutor para que le enseñara francés y aritmética. Pero al Abuelo nunca le gustó leer y desconfiaba de las gentes a las que les gustaban los libros, porque se consideraban superiores a los demás.
Aprendió todo lo que sabía sobre la industria de la caña de primera mano, y trabajaba en el campo de sol a sol como cualquier hijo de vecino. Sus tías tenían absoluta confianza en él y a los dieciocho años le entregaron todo lo que poseían para que su sobrino lo administrara. Con sus capitales combinados, Álvaro logró mantener a flote la central Plata por varios años. Para el 1900 se casó con Valeria Boffil —el mismo año que Alicia y Elisa pasaron a mejor vida a causa de una epidemia de tifus que arrasó el oeste de la isla. El novio tenía veinte años y la novia dieciséis cuando se embarcaron hacia Europa en luna de miel. A su regreso se enteraron de la muerte de las tías. Aunque a abuelo Álvaro le entristeció mucho la noticia, como estaba tan consentido, le pareció que era natural que sus tías fallecieran en aquel preciso momento. Eran tan consideradas, que seguramente no querrían interrumpir la privacidad de los novios.
Abuelo fue siempre un hombre de gustos sencillos; estaba acostumbrado a la vida del campo y desconfiaba de las costumbres de la ciudad. Después de casarse con abuela Valeria, la única vez que viajó a Europa fue en el 1920, y entonces sólo porque Abuela lo llevó allá por los pelos. En París se quejaba todo el tiempo porque en el Café Procope no se podía comer mofongo, ropa vieja y tostones, sus manjares predilectos. A abuela Valeria, por el contrario, le encantaba viajar y llevó a sus hijos a Europa varias veces, acompañada por la niñera y su criada personal. Se quedaban un mes en París, un mes en Roma y otro en Barcelona, y en cada ciudad se hospedaban en el mejor hotel. Asistía a la opera y visitaba todos los museos. En la opinión de abuela Valeria, cada viaje a Europa equivalía a un diploma universitario.
Valeria era la hija más joven de Bartolomeo Boffil, un contrabandista apodado “Mano negra”, que en el siglo XIX hizo fortuna con sus viajes a Santo Tomás y a Curazao. Ambas islas le pertenecían entonces a los holandeses y tenían una larga tradición de comercio ilegal con Puerto Rico. Eran lugares muy prósperos, donde se podía comprar perfumes, zapatos, hilos y encajes de Francia, así como todo tipo de implementos agrícolas. En Puerto Rico no se construía entonces la maquinaria para las haciendas. Todo el equipo de las centrales era importado de Inglaterra y Escocia.
Bartolomeo era un hombre brusco, sin educación alguna, pero estaba orgulloso de su negocio y lo consideraba a tono con la personalidad rebelde de sus antepasados. “El origen de la palabra ‘corsario’ viene de ‘corso’ —oriundo de la isla de Córcega”, solía decirle a sus amigos. “Si los corsos no hubiésemos librado a la isla del embargo que los españoles le impusieron por trescientos años, los puertorriqueños serían tan pobres que hoy todos andarían descalzos”. Desde el siglo XIX el comercio con el mundo estaba prohibido y Puerto Rico sólo podía comerciar con España.
Bartolomeo había nacido en Sisco, la península más inhóspita de Córcega —una lengüeta de piedra donde sólo prosperaban las cabras. Era de estatura baja y tenía el mal genio de un alacrán. Vivía con sus dos hijas, Elvira y Valeria, porque su mujer había muerto dando a luz a esta última. Por eso a menudo era cruel con Valeria, como si quisiera hacerle pagar por aquella muerte. Si la niña no hubiese nacido, se repetía en las noches cuando no lograba conciliar el sueño, su mujer todavía estaría viva y él no estaría tan solo.
La finca de Bartolomeo estaba a las afueras de Guayamés. La tenía sembrada de jengibre, tabaco, algodón y cacao, pero la cosecha que más dinero le dejaba era la del contrabando. El terreno tenía varias dársenas protegidas donde las chalupas que llegaban de Curazao y de Santo Tomás podían atracar en las noches. Entonces media docena de barcazas y botes de remo se deslizaban silenciosos sobre la superficie del agua y desembarcaban las masas, las catalinas y las bombas centrífugas por las que los hacendados puertorriqueños pagaban cantidades exhorbitantes.
A Bartolomeo le encantaba ir a cazar mirlos a la montaña con su escopeta, acompañado por su perro, Botafogo. El paté de mirlo era su plato preferido, porque estaba seguro de que tenía características mágicas. Como el emperador chino que obligaba a su hija a comer lenguas de ruiseñor para que cantara más dulcemente, Bartlomeo obligaba a Valeria a comer un poco de paté de mirlo todos los días, porque había oído decir que el mirlo refinaba la voz de quienes lo consumían. A Valeria le daban una pena terrible aquellos pájaros, pero como era una hija obediente se comía todo lo que su padre le ordenaba.
La criaron como una prisionera; nunca podía salir sola de la casa y hasta para visitar a los vecinos tenía que acompañarla una chaperona. Su padre contrató los servicios de una institutriz, que se mudó a vivir con ellos y le enseñó a Valeria las artes del bordado y de la música. Abuela tocaba el piano de maravilla, y sabía cantar en francés, inglés e italiano, pero no aprendió a leer ni a escribir. Su padre le dio órdenes a la institutriz de que no le enseñara el abecedario, y al cumplir los diecinueve años Valeria era completamente analfabeta. Bartolomeo esperaba, de aquella manera, obligarla a quedarse en casa para que lo cuidara en su vejez.
Una Navidad Valeria fue a visitar a su hermana Antonia, que se había casado con un hombre de medios y vivía en una casa bellísima a la salida de Guayamés. Bartolomeo no tuvo reparos en dejar que Antonia, su hija mayor, se casara —era una boca menos que tendría que alimentar. Pero la más joven estaba supuesta a ocuparse del padre viudo.
Abuelo Álvaro conoció a abuela Valeria durante esa visita providencial. Antonia y su marido celebraban una fiesta ese día, durante la cual Valeria se lució cantando y tocando el piano. Cuando Álvaro la escuchó, se enamoró locamente y le pidió que se casara con él. Pero Valeria le dijo con lágrimas en los ojos: “no me puedo casar con usted porque no sé leer ni escribir. ¿Qué hará cuando me vea firmar frente al juez la licencia de matrimonio con una X? Se abochornará tanto de mí que cambiará de parecer”.
Álvaro le respondió riendo: “No me importará en lo absoluto. Si cocinas tan bien como cantas, todo resultará a pedir de boca”. Y aquella misma tarde se escaparon de casa de Antonia y le pidieron a un juez que los casara. Dicen las malas lenguas que no bien Bartolomeo se enteró de la noticia, corrió a casa del yerno y le cayó encima a tiros a la puerta con su escopeta. Cuando Antonia y su marido escucharon los disparos se negaron a abrir, y Bartolomeo empezó a gritar que eran unos canallas y unos alcahuetas, y pasó un mal rato tan grande que sufrió un ataque al corazón y se quedó tieso allí mismo, de pie y con la escopeta en la mano.
Cuando Bartolomeo murió Valeria heredó la mitad de su fortuna, y esto le permitió a Álvaro consolidar su situación económica. Lo primero que Valeria hizo cuando obtuvo los medios fue mandar a buscar al maestro de la escuela pública de Guayamés, y pedirle que le diera clases privadas, porque quería aprender a leer y a escribir. Se convirtió en una lectora insaciable. Devoró las mejores novelas latinoamericanas de su tiempo: María, de Jorge Isaac; Sab, de Gertrudis Gómez de Avellaneda; y Amalia, de José Mármol. A veces las leía en voz alta a la hora de la cena, para beneficio de toda la familia. Abuelo Álvaro, por el contrario, prefería los libros que tenían que ver con la vida real —las biografías y las memorias. Pero como después de la boda Valeria no dejaba que le hiciera el amor a menos de que hubiése leído por lo menos una novela a la semana, abuelo Álvaro adquirió, a pesar suyo, una excelente educación literaria.
Guayamés está asentado sobre unas lomas muy fértiles, que estaban habitadas por los indios taínos antes de la llegada de los españoles en el siglo XVI. Las casas se apiñan unas contra otras sin órden ni lógica, como si buscaran la protección de la cordillera cercana, y las calles de barro rojo y sin pavimentar cruzan el pueblo como venas abiertas cada vez que llueve. Sobre una de estas lomas se asienta la catedral, uno de los edificios más antiguos de Guayamés, construido de argamasa y piedra por los españoles, y que parece una enorme gallina que abre las alas sobre sus polluelos.
El clima es húmedo y lluvioso, y los aguaceros caen en perdigones que se pulverizan antes de llegar al suelo. Las lluvias frecuentes limpian la atmósfera y hacen resaltar los colores tiernos del paisaje: el azul límpido del mar; el verde biselado de los cañaverales. Quizá a causa de esta transparencia del aire los habitantes de Guayamés tienen una aguda sensibilidad estética y sienten un amor profundo por la naturaleza.
Los Rivas de Santillana permanecían en Guayamés durante la temporada de lluvias, cuando los huracanes suelen visitar la isla. El pueblo era un lugar seguro para guarecerse de aquellas tormentas que arrancaban los árboles de cuajo y dejaban los montes sembrados de techos de zinc, hincados en la tierra como navajas. Regresaban a Emajaguas para la época de zafra, que comenzaba en los primeros días de diciembre. Durante los seis meses siguientes había poca lluvia y mucha brisa. Abril era el mes de los aguaceros dispersos: “las lluvias de abril caben en un barril”, embromaba abuelo Álvaro; “las lluvias de mayo se las bebe un caballo; y junio, julio y agosto son marota seca para los cerdos”.
A comienzos de siglo abuelo Álvaro se hizo de una gran fortuna, gracias al alza en el precio del azúcar en el mercado mundial. Los niños empezaron a llegar uno detrás de otro: Clarissa nació en el 1901, Siglinda en el 1902, Artemisa en el 1903, Alejandro en el 1904, Dido en el 1905, y Lakhmé en el 1923, cuando Valeria ya tenía treinta y nueve años. Lakhmé fue la zurrapa de la familia, y Abuela siempre la malcrió por eso.
Según fueron llegando los hijos, Abuelo le fue añadiendo dormitorios a la casa y modernizó la cocina y los baños. En Emajaguas los niños no asistían a la escuela como hacían en Guayamés. Tenían un maestro rural, calvo y delgado, que viajaba todos los días desde el pueblo en su quitrín tirado por un caballo. Pasaban el día descalzos: en la mañana estudiaban y en las tardes corrían a caballo o nadaban en el río cercano. Supongo que por eso, cada vez que Clarissa me contaba de Emajaguas, era como si hablara de un paraíso perdido, un espacio sin tiempo donde los días y las noches se perseguían alegres sobre la esfera pintada del reloj de péndulo que se encontraba de pie contra la pared del comedor.
Emajaguas estaba edificada en zancos, y todo el segundo piso era vivienda —en el primer piso estaban las oficinas de abuelo Álvaro. El suelo estaba cubierto con alfombras de enea que emanaba un olor campestre, a pasto recién cortado. Las ventanas eran de persianas y estaban pintadas color turquesa; cuando uno miraba hacia afuera era como si la bahía se metiera dentro de la casa. Una amplia escalera de granito llevaba de la puerta principal al jardín, y al camino de cascajo que desembocaba en la carretera. Una segunda escalera, estrecha y sombreada por matas de malanga, bajaba de la cocina al huerto y a las cocheras, donde se encontraban las habitaciones de Miña y Urbano.
La propiedad incluía árboles de mangó, de guanábana y de toronja, canchas de tenis y varios estanques llenos de peces, todo rodeado por una muralla de doce pies de alto. Media docena de gansos patrullaba la propiedad, y arremetía feroz contra cualquier incauto que entrase al jardín, corriendo tras él con las fauces anaranjadas abiertas y los serruchos diminutos de sus dientes al aire. Había una biblioteca bien nutrida —el orgullo de abuela Valeria—, un piano de cola en la sala, un tocadiscos en la terraza y todo tipo de juegos de mesa para entretenerse en los días de lluvia. En Emajaguas había tanto que hacer que nadie visitaba el pueblo. Sólo tomaba quince minutos bajar a pie hasta Guayamés por la carretera que bordeaba el mar, pero nadie nunca la tomaba.
La casa tenía dos fronteras que la separaban del mundo de “afuera”: el Río Emajaguas y la carretera municipal que le pasaba por enfrente. Cuatro pies más allá del encintado, el terreno caía abruptamente y uno se topaba con el Mar Caribe. A pesar de las rocas que el alcalde había mandado poner allí para protegerlo, las olas que reventaban cerca se comían constantemente el pavimento, y la carretera daba la impresión de flotar en el vacío.
Cuando mi hermano Álvaro y yo éramos niños íbamos todas las Navidades a Emajaguas con nuestros padres. Nuestro auto tenía que acercarse lo más posible al acantilado, antes de girar abruptamente hacia la izquierda y entrar por el camino privado. Según nos íbamos acercando yo apretaba los párpados lo más que podía, porque me daba terror que nos cayéramos al agua. En las noches soñaba que el mar se acercaba cada vez más a Emajaguas, y que una noche una ola monstruosa agarraría la casa por el techo y la sumergiría en las profundidades del océano.
La casa tenía cuatro dormitorios amplios. La habitación de abuela Valeria y abuelo Álvaro comunicaba con el baño por un estrecho pasillo interior que olía a Agua Mamelis, el astringente con que abuela Valeria empapaba los algodones con los que se limpiaba la cara antes de acostarse. En ese baño todo era blanco, y era tan grande que de pequeña yo confundía “sala de baño” con “sala de baile”; la bañera tenía patas de grifón, un disco de aluminio perforado que le servía de regadera, y un cilindro de anillos de metal que lo fusilaba a uno con agua helada por todos los costados. En una esquina se encontraba el baño de asiento, una tina cuadrada, más bajita por delante que por detrás, que era ideal para leer con el agua tibia hasta la cintura. En este trono acuático abuelo Álvaro escuchó capítulos enteros de María, que Abuela le leía en voz alta para despertarle el apetito antes de hacer el amor.
El dormitorio de tío Alejandro se encontraba contiguo al de mis abuelos, en el ala derecha de la casa. Era amplio y tenía su baño privado. También tenía mucha luz, gracias a un ventanal que daba al jardín. En el ala izquierda se encontraban los dormitorios de Clarissa y de mis tías. Estos compartían un solo baño del tamaño de un armario, que abuelo Álvaro había hecho construir debajo de uno de los aleros. En estas habitaciones dormíamos los nietos cuando veníamos de visita en las Navidades muchos años después. Como dentro del baño sólo cabía una persona a la vez, a menudo había una larga fila de muchachitos y muchachitas parados frente a la puerta, nerviosamente cruzando y descruzando las piernas.
Un detalle arquitectónico que contribuía a la economía de medios en la casa de Emajaguas eran los tragaluces: durante el día uno no tenía que encender la luz y así se ahorraba dinero. Pero los tragaluces también le conferían a las habitaciones una atmósfera especial. Hay algo onírico en los espacios iluminados por una luz vertical. Se eliminan las sombras pasajeras que proyectan las ventanas que abren al mundo de todos los días. Bajo la luz de los tragaluces, lo que sucede es siempre beneficioso e inevitable; no hay que temerle a lo que el futuro nos depare. Dormir en una habitación con tragaluz significa estar expuesto a los humores de la naturaleza de una manera especial. Se sabe, mucho antes de cuando uno duerme junto a una ventana abierta, si el día que se avecina será soleado, o si traerá la vejiga reventada y lloverá a cántaros, como sucedía a menudo en Guayamés.
Los tragaluces estaban siempre localizados en lugares estratégicos: sobre el fogón de la cocina, sobre la mesa del comedor o sobre las bañeras, donde la luz del sol iluminaba sin recato los cuerpos desnudos. En el Sagrado Corazón de La Concordia donde yo estudiaba, las monjas nos enseñaban que mirarse en el espejo sin ropas era pecado mortal y que la modestia era una parte esencial de ser una persona decente. Las niñas no debíamos darnos cuenta de lo que sucedía en nuestros cuerpos —las secreciones, protuberancias y nidos hirsutos de pelos que empezaban a poblarlos. Gracias a Emajaguas, siempre me reí de todo eso. Me encantaba pararme debajo del tragaluz de la bañera completamente desnuda y verme reflejada en el espejo biselado del tocador. Para cuando cumplí los doce años me sabía de memoria todos los secretos de mi cuerpo, y la vergüenza y el pecado no significaban nada para mí.
A los once años resolví el enigma de cómo llegábamos a este mundo. Una mañana María Concepción, una de mis compañeras de clase en el colegio, se me acercó muy agitada a la hora del recreo. “¡Acabo de descubrir de dónde vienen los bebés!” me susurró al oído. “No llegan de París en el pico de una cigüeña, ni en las alas de Jesusito como insisten las monjas”. Y procedió a explicarme con pelos y señales el proceso biológico de la cópula y el nacimiento. Un hombre y una mujer desnudos en una cama, besándose y acariciándose; el hombre le mete el pipí a la mujer por el hoyo número tres “¿Cuál hoyo, dices?” No tenía idea de que existiera un tercer hoyo. “¡Está entre el de cagar y el de mear, so tonta!” me susurró María Concepción al oído, metiéndome un pellizco. “Por ahí nace el bebé nueve meses más tarde.” Yo me escandalicé.
Eso fue un viernes, y esa misma tarde Mamá y yo salimos para Emajaguas, donde pasaríamos el fin de semana. En cuanto llegamos fui al cuarto de Clarissa a preguntarle si lo que María Concepción me había dicho era cierto. Mamá se estaba bañando, y yo toqué a la puerta. No cerró la regadera; por sobre el escándalo del agua me preguntó lo que quería del otro lado de la cortina de baño. Abrí la puerta con cautela y metí a medias la cabeza. Desde donde estaba parada podía ver la sombra de su cuerpo; estaba desnuda debajo del tragaluz, iluminada por un rectángulo de claridad intensa. Una nube de vapor salía por encima de la cortina.
“Mamá ¿es cierto que el hombre le mete el pipí a la mujer y la orina, y nueve meses después el bebé sale por un tercer hoyo que sólo tenemos las mujeres?” grité a todo pulmón. Se hizo un silencio absoluto, y el clamoreo de la regadera se volvió un estruendo. “Sí, es cierto”, me contestó Mamá. “Y por favor cierra la puerta porque me estoy enfriando”.
Algunos meses más tarde me bajó la regla por primera vez. Le mostré a Mamá las bragas manchadas de sangre y no me dijo ni palabra. Fue a su ropero, buscó una caja de Kotex y un cinturoncito de elástico rosado todavía envuelto en su sobrecito de celofán y me los dió. “Toma, ponte uno de estos. Y no te lo cambies demasiado pronto, para que la caja te rinda”. Y esa fue la última vez que Clarissa me habló del sexo, de los bebés y de otros misterios por el estilo.
El único lugar de Emajaguas donde no había tragaluz era el retrete. Uno se sentaba sobre la taza del inodoro en la oscuridad más completa. Cagar era una actividad antiestética, y por lo tanto había que llevarla a cabo en la penumbra más absoluta, oculta a los ojos del mundo y a los propios.