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El Zeus de Emajaguas

EMAJAGUAS ERA UN LUGAR donde uno podía sentirse en paz consigo mismo ante la perfección geométrica de una pascua, o ante la belleza de las trinitarias que colgaban como mantos color púrpura de las palmas, a pesar de que los peones de la caña no pasaban por lo general de los cuarenta, ganaban menos de ciento cincuenta dólares al año, y durante el tiempo muerto —entre cosechas— a menudo se morían de hambre. La miseria humana que efervescía fuera de los muros de Emajaguas no tenía allí relevancia. La justicia y la belleza nunca estaban reñidas.

La casa tenía una terraza amplia donde a la familia le gustaba sentarse a conversar en las tardes antes de que cayera el sol, cuando una nube de majes descendía sobre nosotros y nos convertía en alfileteros. El piso era de losa nativa y estaba decorado con alegres arabescos amarillos, verdes y azules, que daban ganas de bailar al pisarlos. Casi podía decirse que la casa entera era una excusa para justificar la existencia de aquel balcón, desde el cual se divisaba, suspendida en el horizonte como una esmeralda misteriosa, la isla de la Iguana. En las noches las luces de la casa se reflejaban en el agua como las de un navío, y el chasquido tranquilo de las olas se adentraba por los dormitorios como la esencia misma del sueño.

El comedor era la habitación más importante de Emajaguas, donde se celebraban los dramas familiares: allí se anunciaban los noviazgos, los decesos y los próximos alumbramientos. La mesa era estilo español colonial, y sentaba hasta catorce comensales. El techo era más alto que el del resto de la casa: parecía un enorme sombrero de copa, con paneles de cristal rosados, azules y amarillos por los cuales se veían pasar las nubes.

La pared del lado derecho del comedor estaba toda cubierta de retratos de boda: las cinco hermanas en traje de novia, de pie junto a sus maridos vestidos de etiqueta. Cada foto era el resultado de arduos años de esfuerzo, dirigidos a alcanzar esa respetabilidad que sólo conferían los votos matrimoniales, y le daba también la oportunidad a cada una de mis tías de fotografiarse junto a su merecido trofeo.

La pared del lado izquierdo estaba igualmente recubierta de fotos. Un semillero de nietos de todas las edades y tamaños, la progenie de las uniones fotografiadas a la derecha, desbordaba el muro y se derramaba sobre los quicios de las puertas. Detenidos en medio de graduaciones, primeras comuniones, bailes de cotillón o partidas de volleyball y baloncesto, sonreíamos ante la cámara sin preocupación alguna en el mundo, compitiendo por la atención del lente.

Varias de las nietas habían heredado la nariz aguileña y el cuello de cisne de las tías, y recibían de abuela Valeria una atención especial. Las que habíamos nacido con la nariz un poco ñata o el pectoral de clavicordio teníamos que ser más inteligentes y aprender a comportarnos con urbanidad mucho más rápido si queríamos evitar los mojicones. El ejemplo que se nos ponía a las menos afortunadas era Cleopatra, quien, a pesar de su nariz de espolón de barco, era tan charming que había logrado conquistar a dos emperadores romanos —a César y a Marco Antonio.

A los nietos nos tenían prohibido sentarnos a la mesa del comedor hasta que hubiésemos cumplido los doce años. Nos exilaban al pantry, donde se podía comer el pollo con las manos, lamer el molde donde se horneaba el flan y meter el dedo meñique hasta el fondo del chayote a la crema con pasas. Una vez cumplíamos los doce, sin embargo, y nos sentábamos con los mayores en el comedor, la disciplina era estricta. Estaba prohibido rehogar la salsa al fondo del plato con un trozo de pan o empujar la comida con el dedo —algo que sólo hacían los americanos. Debíamos perseguir pacientemente el último bocado alrededor del plato, en la esperanza de que la pendiente de porcelana del borde hiciera caer los granos de arroz con habichuela sobre los pinchos del tenedor en lugar de sobre la falda. Si por casualidad la última porción era una patita de cerdo o un guigambó rebelde, era más prudente renunciar a ella de antemano que arriesgarse a recibir el pellizco cárdeno de una de mis tías, que todas tenían las uñas afiladas y pintadas de rojo Elisabeth Arden.

La relación de abuela Valeria con la naturaleza era casi mística. Su alcoba daba a la terraza, y en las noches dormía con las puertas de par en par, porque le gustaba oír el susurro de las olas sobre la arena y el rumor del viento en las palmeras. Una Nochebuena sucedió algo extraordinario. Abuela Valeria consintió a que sus hijos pusieran un árbol de Navidad en la sala de Emajaguas.

Si la familia hubiese tenido presente las excentricidades de abuela Valeria quizá no hubiera insistido en aquel detalle. Desde que los americanos llegaron a la isla los árboles de Navidad se habían vuelto muy populares y la gente los prefería a los Nacimientos de antes. Los pinos llegaban por barco desde el Canadá luego de una travesía de seis días por alta mar. Valeria encontraba aquella costumbre completamente absurda. Nunca había viajado a los Estados Unidos, como casi toda su familia, y los árboles de Navidad no le traían recuerdos nostálgicos de nada. Aquel año, sin embargo, se plegó a los ruegos de sus hijas, que hicieron transportar un abeto de doce pies desde los muelles de Guayamés hasta Emajaguas.

Colocaron el pino en medio de la sala, y su perfume se esparció inmediatamente por toda la casa. Relucía con un fulgor misterioso, como si llevara todavía envuelto el espíritu del bosque en su ramaje. Valeria se sentó frente a él como en un trance. Tenía una imaginación muy fértil y le pareció que el abeto se quejaba. Alto y airoso, había velado como un centinela en medio del bosque antes de perecer a golpes de hacha. El musgo húmedo y blando, el susurro de los ríos, el crujido de los coníferos bajo las patas de los venados y de los conejos, el bosque entero había entrado a la sala conjurado por el perfume que emanaba de sus ramas. Valeria empezó a sentirse triste. Le dieron ganas de cantarle al árbol una canción de Mahler para consolarlo por su muerte inminente.

Mis tíos y tías no se habían dado cuenta de nada, y comenzaron a adornar el árbol entre todos. Muy pronto estuvo decorado con hermosas bolas de vidrio, lágrimas de tinsel, luces de colores y polvo de jabón Lux. Al ver todo aquello Abuela se puso todavía más triste. En unas horas el abeto empezó a mudar las agujas y a desparramarlas por el piso. Las ramas cargadas de adornos se doblaban por la mitad, y le daban un aspecto de pájaro moribundo. Valeria empezó a sollozar y se encerró en su cuarto. A puerta cerrada le anunció a su familia que si querían que saliera para la cena tendrían que sacar el árbol de allí. A mis tíos y tías no les quedó más remedio que telefonear al alcalde de Guayamés y ofrecerle el árbol como obsequio de Navidad. El alcalde inmediatamente envió un camión y sus empleados removieron el abeto, que aquella Nochebuena brilló, con todos nuestros adornos, en medio de la plaza del pueblo.

Una vez resuelto aquel problema los preparativos para la cena continuaron como de costumbre. Abuela volvió a ser la de antes y recobró todo su brío: parecía una misma locomotora, seguida por Urbano, el chófer; Andujar, el jardinero; Gela, la cocinera; y Miña, la sirvienta, que limpiaban, brillaban, barrían, y adornaban la casa con pascuas rojas al ritmo que ella les imponía, hasta que Emajaguas pareció una misma postal navideña.