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La Venus de la familia

EN LA OPINIÓN DE TÍA LAKHMÉ un vestido bello era una obra de la imaginación tan auténtica como una escultura o una pintura, y la moda era el arte más valioso de todos precisamente por ser tan perecedero. “Un traje de baile hermoso es como una mariposa”, le decía Lakhmé a abuela Valeria si quería comprarse uno que le gustaba. “Brilla a la luz de la luna por algunas horas, y al amanecer se lo lleva el viento. La mode, c’est la mort”. Y si abuela Valeria se quejaba de que el traje era demasiado caro, y que Lakhmé acababa de comprarse otros tres que todavía no se había estrenado, la besaba y la abrazaba y le decía: “Tenemos la plata, Mamá ¿por qué no gastarla? ¿nos la llevaremos con nosotros a la tumba?”

Tía Lakhmé era tan hermosa que pudo haber sido una estrella de Hollywood, y quizá precisamente por eso fue tan desgraciada. La belleza perfecta puede llegar a esclavizarnos; uno no quiere perturbarla ni exigirle favores, porque gozar de su presencia es ya suficiente privilegio.

Lakhmé era alta y esbelta como un sauce y tenía las pestañas rizadas y la nariz respingada de Rita Hayworth. Sus piernas eran largas y esculturales como las de Marlene Dietrich en The Blue Angel, y sus faldas un remolino de seda en el cual caían presas sus víctimas. Vestía sólo de los diseñadores más exclusivos como Harvey Bering, Cecil Chapman y Christian Dior, y llevaba los zapatos siempre teñidos de rojo rubí, azul zafiro o verde esmeralda —según el color de su vestido de turno.

Abuelo Álvaro murió en el 1936 —Lakhmé tenía sólo trece años, pero abuela Valeria nunca se preocupó porque le faltara un padre. Lakhmé era tan linda que Abuela estaba segura de que se casaría con un millonario. Cuando tía Siglinda y tía Dido se casaron y se fueron de Emajaguas, Valeria le dio a Lakhmé el cuarto de sus hermanas mayores. Lo hizo decorar en satén blanco —las cortinas, la colcha y hasta el edredón bajo el cual Lakhmé zarpaba todas la noches hacia el mundo de los sueños— porque estaba segura de que haría una novia perfecta. El tocador de tía Lakhmé tenía un espejo biselado de tres lunas que repetía su perfil perfecto hasta el infinito.

Todo el mundo en Emajaguas vivía un poco atemorizado de tía Lakhmé. La invitaban a todas las fiestas y los hombres más distinguidos la sacaban a bailar, pero ella era muy remilgada y siempre les encontraba defectos. En la casa nadie se atrevía a criticarla, aunque gracias a su gusto exquisito pocas veces tenían ocasión para ello. Sólo Aurelio de tanto en tanto la puyaba: “No seas tan vanidosa, Lakhmé. Acuérdate que eres la más joven de la familia y por lo tanto eres su rabadilla. Y ya sabes lo que se esconde debajo de la rabadilla”.

Mis primas y yo todas queríamos ser como tía Lakhmé, pero cuando la vimos casarse tantas veces y regresar a Emajaguas después de cada divorcio como una gallina desplumada, se nos quitaron las ganas de parecernos a ella. Lakhmé era la novia perpetua, eternamene varada en las riberas de Emajaguas.

Entrar a la habitación de tía Lakhmé era lo mismo que entrar a una boutique de modas. Las sobrinas nos probábamos sus trajes, y le pedíamos que se deshiciera de éste o de aquél porque ya tenía un año y se veía fané. A mí nunca me gustó ponerme la ropa heredada de mis primas mayores, pero me encantaba ponerme la de tía Lakhmé. Me sentía como Cinderela, vestida con los trajes de su hada madrina.

Lakhmé asistió también a la Universidad de Puerto Rico, donde se graduó en artes liberales. En su habitación había algunos libros, pero nunca la vi leer ninguno. Clarissa siempre estaba estudiando sus textos de agricultura, historia y sociología; tía Dido tenía el cuarto lleno de libros de literatura; y el de tía Artemisa parecía una sacristía, con misales y breviarios de oración por todas partes. Pero en el cuarto de tía Lakhmé los libros servían para un propósito muy diferente.

En cuanto mis primas y yo entrábamos a la habitación de tía Lakhmé, ella nos ponía en fila y nos balanceaba un libro sobre la cabeza. “¡Hay que caminar con la cabeza en alto, queridas!” nos decía. “Si no, el mundo creerá que estamos avergonzadas y nos pasará de largo”. Y cuando nos rizaba las pestañas, nos limaba las uñas y nos depilaba las cejas en arcos perfectos de Cupido con sus pinzas de acero, nos decía: “¡El que quiere azul celeste, que le cueste!” Pero toda su sabiduría y su belleza no le bastaron para salvarse de las injusticias de este mundo.

“Me casé por primera vez”, nos contó un día Lakhmé, “cuando tenía veinte años, y estaba segura de que había encontrado a mi compañero perfecto. Tom Randolph, capitán de la Marina Norteamericana, medía seis pies de alto y era el hombre más guapo que he conocido. Se parecía a Johnny Weismuller, el campeón de natación de las Olimpíadas que luego se metió a estrella de cine. Nos enamoramos en la piscina del Club de Oficiales, en Guayamés.

“Nos conocimos gracias a una casualidad que casi termina en tragedia. Yo no sabía nadar, pero hacía tanto calor y la piscina del Club se veía tan tentadora que decidí meterme a la parte más llana, para refrescarme. No me imaginaba que el piso estaría resbaloso, y antes de que me diera cuenta me deslizaba hacia lo hondo sin poder agarrarme de nada. Pronto el agua me llegaba más arriba de la cabeza y sólo podía sacar las manos fuera. Traté de mantener la calma y de no respirar, mientras intentaba volver sobre mis pasos y regresar a la parte llana, pero seguía resbalándome hacia lo hondo. Entonces me entró el pánico. Giré en redondo con los ojos muy abiertos, y por un instante estaba segura de que me iba a ahogar. Al no poder aguantar más la respiración, empecé a tragar toneladas de agua. De pronto vi una estela de burbujas que se acercaba y alguien me levantó en vilo y me llevó a la superficie en menos de un segundo. Era Thomas Randolph.

“Tom me tendió boca abajo en el suelo y empezó a darme respiración artificial, oprimiéndome el pecho para que vomitara el agua. En cuanto sus manos me tocaron sentí escalofríos, y la corriente positiva del universo empezó a correr por mis venas. Una semana después vino a Emajaguas de visita. ‘Lakhmé y yo nos amamos’, le dijo a Mamá solemnemente. ‘Mi barco zarpa mañana y queremos casarnos antes de que me embarque. Nos gustaría que nos diera su bendición’.

“Valeria nos vio cogidos de la mano y se sintió muy triste. ‘No podemos cambiar nuestro destino; sólo podemos vivirlo’, dijo con resignación. ‘Si este hombre te hace feliz, Lakhmé, cásate con él. Pero al menos espera a que regrese de la guerra. ¿Quieres ser viuda a los veinte años?

“Pero puede que nunca regrese, Mamá’, le supliqué. ‘Y entonces nunca conoceré el amor’. Así que la besé, la abracé, y me fui corriendo del brazo de mi capitán a buscar al juez.

“ ‘Tom se embarcó al día siguiente y durante el próximo año navegó por el Pacífico en un destructor de la Marina. Se batío en el Mar de los Corales y en las Islas Midway; participó en el desembarco de Guadalcanal y regresó a Puerto Rico al finalizar la guerra. Parecía más que nunca un dios cuando entró por la puerta de Emajaguas. Todavía llevaba puesto el uniforme de la Marina, y sobre el pecho le destellaban varias medallas y la cinta púrpura del herido en combate. En cuanto me vio me levantó en el aire como una pluma y me dio un beso en la boca. Ese fue el día más feliz de mi vida.

“Mamá nos dio cincuenta mil dólares de regalo de bodas. El dinero era parte de mi herencia luego de la venta de la Constancia, la finca que Papá me dejó al morir. Con ese dinero Tom y yo compramos un bungalow en una loma cerca de Guayamés, y allí gozamos de nuestro paraíso durante algún tiempo.

“Tom era el marido perfecto, como suelen serlo a menudo los americanos. Era tierno y bueno, nunca tocaba el alcohol ni se fijaba en las demás mujeres. Jamás le importó darme una mano con las tareas de la casa. Escurría los platos y sacaba la basura al patio todas las noches. Pero las heridas que recibió en combate durante la campaña del Pacífico le dejaron los nervios hechos polvo, y a los tres años de casados casi nos habíamos gastado todo el dinero del regalo de boda en tratamientos médicos. Entonces fue el desastre. Tom sufrió un ataque masivo al corazón y se fue de boca mientras trabajaba en la huerta que quedaba detrás de la casa. Era tan pesado que no pude moverlo, y en la casa no había nadie que me ayudara. Corrí al teléfono y llamé a Mamá; Urbano subió la cuesta como un relámpago en el Packard y llegó al bungalow poco después. Pero cuando llegamos al hospital, mi pobre Tom ya estaba muerto.

“Valeria insistió en que la acompañara en un viaje por España para que me distrajera un poco. En Madrid conocí a Rodrigo de Zelaya, un español de tez aceitunada que era embajador de España en Marruecos. Rodrigo era más bien feo, tenía la cara ancha y era muy velludo, pero me pareció un hombre interesante, rodeado por un aura de misterio. Era íntimo amigo de Franco cuando vivió en Marruecos y fue uno de sus generales más aguerridos. Pero en ese entonces eran tiempos de paz, y cuando iba de vacaciones a Madrid le gustaba pavonearse por el Retiro con su hábito de cacería —pantalones de montar, chaqueta de antílope y todo lo demás. La única nota discordante en su presencia era la uña del dedo meñique de la mano derecha, que tenía tres pulgadas de largo. Rodrigo la usaba para revolver el azúcar en su pocillo de café negro al estilo árabe todas las mañanas.

“Conocí a Rodrigo durante una cacería de zorros en Villaviciosa, un cortijo a las afueras de Madrid que pertenecía a un primo de los reyes de España. Yo asistí vestida con la chaqueta roja de rigor en estos casos, el látigo de montar en la mano y mis botas de cuero inglés hasta la rodilla. ‘¿De veras sabes montar?’ me preguntó Rodrigo al verme ataviada tan a la moda. ‘Claro que sí’, le contesté muy segura de mí misma. ‘Aprendí a montar con Papá de niña por los campos de Emajaguas’. Y ágilmente me subí al fornido caballo que Rodrigo me sostenía por la brida.

“Era cierto que sabía montar, pero en caballos de paso fino puertorriqueño. En ellos todo lo que había que hacer era sentarse como en una butaca amplia y disfrutar del paisaje. Los caballos de la isla tenían el paso tan sereno que uno podí beberseuna copa de champán sin derramar una sola gota mientras cruzaba la llanura de renuevos de caña. Yo nunca había montado a la inglesa, en una silla que más parecía sillín de bicicleta y a la que no había manera de afianzarse, mucho menos cuando se corría por terrenos escabrosos como los de Castilla. El jinete tenía que aliar sus movimientos a los de su montura, pero yo no tenía la menor idea de cómo balancear mi cuerpo sobre las rodillas, o de cómo inclinarme hacia adelante para que el corcel emprendiera el trote. En cuanto me senté en aquella silla escasa, el enorme bayo español percibió mi inseguridad y salió galopando a campo traviesa como si se lo llevara el diablo. Me abracé a su cuello para no matarme hasta que Rodrigo finalmente me alcanzó y lo detuvo. Me hizo descender de la montura y me subió a la suya. Me senté sobre las ancas, me abracé a la cintura de Rodrigo, e instantáneamente la corriente poderosa del universo empezó a cursar otra vez por mis venas. Cuando algunas semanas después Rodrigo me pidió que me casara con él, accedí encantada.

“Rodrigo había vivido en Marruecos durante diez años y se había arabizado bastante. Se había hecho musulmán, y me preguntó si me importaba casarme en una ceremonia mahometana. ‘Nos casaremos en Rabat’, me dijo, ‘pues en España las mezquitas están prohibidas’. Yo encontraba todo aquello maravilloso pero Valeria se preocupó bastante. ‘Tu prometido parece buena persona’, me dijo, ‘pero esa garra de águila que tiene en el dedo meñique me da un poco de miedo. ¿Por qué no esperas a conocerlo mejor en Madrid antes de irte a casar con él a Rabat? Una vez en Marruecos, si la cosa no va bien, ya no podrás escaparte’. Pero yo no podía esperar y no le hice caso.

“Mamá regresó a casa llena de oscuros presentimientos. Cuando llegó a Guayamés, vendió otro de mis bonos y me envió cien mil dólares en una transferencia bancaria. Además me envió por barco cuatro baúles de ropa y todas mis joyas por valija diplomática. Yo deposité el dinero en una cuenta conjunta en Rabat, y le di a Rodrigo una libreta de cheques para que los dos pudiéramos girar contra ella.

“Al principio me divertí como loca. Vivíamos en un hermoso palacio de mosaicos azules, con jardines moriscos y fuentes como espejos surcadas de murmullos, exactamente igual a las de Las mil y una noches. Rodrigo era muy buen amante —los árabes son expertos en las artes eróticas— y hacíamos el amor casi todas las noches. Me enseñó muchos secretos: me perfumaba el cabello con pétalos de jazmín y me maceraba el ombligo con hojas de menta, los pechos con Ylang-Ylang y la vagina con ramitos de vainilla. Entonces me olía y me lamía de la cabeza a los pies. Un joven sentado detrás de la masrabella de nuestro cuarto nos deleitaba con la cítara, mientras otro acariciaba nuestros cuerpos con un abanico de suaves plumas que tenían ojos iridiscentes en las puntas. Tenía el pene grande; parecía un minarete de marfil con la cúpula rosada, y yo disfrutaba enormemente oficiando como su muezín. Me subía a su tope por lo menos dos veces al día, y cantaba las alabanzas de Alá.

“Pero Rodrigo tenía un defecto: era muy reconcentrado y casi no me hablaba. La religión mahometana desalentaba la conversación entre marido y mujer y al poco tiempo empecé a aburrirme. Estaba acostumbrada a charlar con mi pobre Tom hasta altas horas de la noche después de hacer el amor. Pero con Rodrigo la conversación consistía estrictamente de gemidos y quejidos orgásmicos.

“Decidí entretenerme por mi cuenta y no dejarme deprimir por aquella situación. En Rabat había un bazar maravilloso que me propuse investigar a fondo; seguramente allí encontraría sedas y damascos exóticos que podría enviar a los modistos de París para hacerme mis vestidos de noche. Pero cuando le dije a Rodrigo que pensaba visitar el bazar se escandalizó y me advirtió que sería imposible —enviaría a un sirviente y los comerciantes me traerían sus rollos de tela a la casa para que los examinara. Cada vez que salíamos a la calle juntos Rodrigo insistía que me cubriera la cabeza y la mitad del rostro. y que llevara puesta una capa de agua hasta los tobillos. Me enfurecí con él. Yo no era mahometana ni pensaba serlo, le dije; no caminaría por la calle tres pasos detrás de él como una tapada.

“Me propuse no hacer caso de los requerimientos de Rodrigo. ‘Eso no quiere decir que no me quiera’, me dije. ‘El hombre es como el oso, mientras más feo, más hermoso’. Empecé a verme con un grupo de mujeres europeas que había conocido en las fiestas de la embajada, y en las tardes nos reuníamos a charlar en el bar del Hilton y nos dábamos unos tragos. Pero tenía que hacer estas visitas con mucha cautela, porque si iba por la calle vestida de un diseñador europeo, con zapatos de tacón alto y enaguas de crinolina, si alguien me reconocía, me lanzaba insultos soeces.

“ ‘Si continúas comportándote así lesionarás mi reputación y perjudicarás mi carrera’, me gritó un día Rodrigo. ‘He vivido en Rabat durante diez años y respeto las costumbres árabes. El Corán lo dice claramente: la mujer debe ir velada. Si va con el rostro desnudo es como darle sal al hombre y negarle el agua. Además, las mujeres veladas son mucho más hermosas’.

“Yo me estaba calentando cada vez más, pero me hice la distraída.

“ ‘¿Y eso por qué?’

“ ‘El rostro de la mujer es como su culo, le pertenece al marido. No debe enseñárselo a nadie’.

“Me eché a reír (mis primas y yo también nos reímos nerviosas cuando tía Lakhmé nos contó esta parte de su historia). Rehusé ponerme aquellos trapos, y se armó una disputa de todos los diablos.

“En otra ocasión Rodrigo invitó a unos jeques árabes millonarios a cenar a la casa. Cenaríamos sentados en cojines de seda sobre el piso, y todo el mundo metería la mano en la misma bandeja, sin usar cubiertos ni nada por el estilo. Antes de que llegaran los invitados Rodrigo me advirtió: ‘Ya sé que eres zurda, Lakhmé, pero cuando nos sentemos a comer por favor usa sólo la mano derecha. Los árabes usan la izquierda para cosas que no pueden mencionarse en público.’

“ ‘¿Y cuáles son?’ le pregunté, haciéndome la inocente.

“ ‘Para limpiarse el culo cuando cagan’, me contestó con ira contenida. ‘Y para zurrar a las mujeres rebeldes’.

“Por segunda vez me eché a reír (y nosotras también, en la alcoba forrada de raso, a mil millas de distancia de Rabat y del terror que la pobre tía Lakhmé debió sentir entonces). Esa noche me divertí de lo lindo comiendo cuscús con la mano izquierda y metiéndola hasta el fondo en la enorme bandeja de bronce que los sirvientes colocaron frente a nosotros.

“A Rodrigo le dio tanta cólera que cuando los invitados se fueron me arrebató el pasaporte y la libreta de cheques y me prohibió salir de la casa. Desde entonces me revisaba todas las cartas y las llamadas telefónicas, y me dejó sin dinero. Le ordenó a uno des sus esbirros que me siguiera a todas partes, y me amenazó con golpearme si le contaba a alguien lo que pasaba.

“El próximo sábado era día de asueto para la sirvienta, así que cuando sonó el teléfono lo contesté yo misma. Era Dido; estaba en Rabat con Antonio desde hacía una semana pero cada vez que llamaba, la empleada le decía que la señora no estaba. No solté prenda porque Rodrigo estaba cerca, pero le rogué que me vinieran a visitar esa misma tarde. Nos sentamos en la sala sobre los cojines del piso, y Rodrigo se sentó cerca de nosotros. Me hice la que no sucedía nada, pero cuando Dido y Antonio estaban por marcharse, les pasé con disimulo una nota: Rodrigo me tenía presa y necesitaba desesperadamente su ayuda. Debían alquilar una Land Rover y esperarme a la mañana siguiente en una calle específica donde yo me encontraría con ellos. Teníamos que ejercer suma cautela; bajo la ley mahometana, si Rodrigo me agarraba tratando de abandonar el país sin su permiso podía hacer que me arrojaran en la cárcel.

“El lunes en la mañana me puse los tenis y el overol de jardinería y oculté mis joyas en los bolsillos de mi pantalón. Cuando Rodrigo salió para la oficina le dije al sirviente que velaba la puerta que iba a podar unos arbustos de rosa al fondo del jardín, me escurrí hasta allí y salté la valla. Dido y Antonio me recogieron en el lugar acordado, en una plaza cerca del centro. Dirigimos la Land Rover a toda velocidad hacia el sur de la ciudad y pronto salimos al desierto del Sáhara. No nos detuvimos hasta que llegamos a Mauritania.

“Llegué a Emajaguas una semana después sin un centavo. pero con mis joyas puestas. Valeria me recibió con los brazos abiertos. Estaba tan contenta de verme que ni se inmutó cuando le dije que no había tenido tiempo de sacar el dinero del banco. ‘El dinero es como una veleta, hija; hoy navega contigo y mañana conmigo. No te preocupes por eso,’ dijo para consolarme. ‘Todo tiene remedio en este mundo menos la muerte’.

“Por mi parte, yo estaba tan feliz de estar de vuelta en Emajaguas que no derramé una sola lágrima por Rodrigo de Zelaya.

“Me casé con Edward Milton, mi tercer marido, en el 1957 en la catedral de Guayamés. Me había casado con Tom Randolph frente a un juez, y mi matrimonio con Rodrigo fue por la religión Mahometana, así que ninguno de ellos era válido ante los ojos de nuestra Santa Madre Iglesia. Ahora podría tener una ceremonia católica con todas las de la ley.

“ ‘Quiero un velo de tul ilusión que llegue del altar a la calle, una corona de azahares frescos y un traje de novia con la cola de diez yardas de largo’, le dije a Mamá cuando Edward Milton me propuso matrimonio. ‘Ésta será una boda de verdad’. Valeria estaba tan contenta que cantaba sola. Fue al banco, sacó los últimos cincuenta mil dólares que me quedaban en la cuenta y nos los obsequió como regalo de bodas.

“Edward Milton era presbiteriano, pero accedió a casarse por el rito católico. Era de ascendencia inglesa y le encantaba echárselas de que, si su padre se hubiese quedado en Londres, él hubiese tenido un asiento asegurado en la Casa de los Lores. Lo conocí durante una recepción que el cónsul inglés celebró en su casa, a la que asistió la alta sociedad de Guayamés. Después de estar casada con un americano que amaba la vida bucólica de la montaña y con un español medio salvaje que me había secuestrado en Rabat, tenía ganas de regresar al mundo civilizado. Las mujeres divorciadas llevaban una vida social muy limitada en Guayamés, pero una vez casada con Edward me invitarían otra vez a las mejores casas y asistiría a todas las fiestas. Y lo que era más importante, podría vestirme de nuevo con ropa bella.

“Lo primero que hizo Edward después de que nos casamos fue comprarse un Bentley Silver Cloud y contratar a un chófer uniformado que nos condujera a todas partes. También alquiló los servicios de un butler inglés vestido con librea —el primero y el último que se vio en Guayamés— y yo tenía doncella y cocinera. Edward hacía que la manicurista visitara la casa todas las mañanas con una canastita colgada del brazo para que le mondara las cutículas y le pintara las uñas con esmalte transparente, algo insólito en la sociedad machista de la isla.

“Edward había estudiado un año en Oxford y hablaba inglés con acento británico. A menudo dábamos fiestas en nuestra casa, pero venía muy poca gente. Edward no le caía bien a mis amistades porque era muy esnob. Había nacido en una plantación de tabaco de Raleigh, North Carolina, y era tan envarado que parecía un cigarro envuelto en una levita. Nunca aprendió a hablar una palabra de español, y en cuanto entraba por la puerta todo el mundo tenía que empezar a hablar inglés porque dejarlo fuera de la conversación era una grosería y de inmediato Edward nos lo hacía saber. Y si alguien se atrevía a seguir chapurreando en el vernáculo Edward inmediatamente empezaba a criticar a los hombres puertorriqueños, que eran tan incultos y bárbaros que maldecían cuando tenían que vestirse de chaquetón y corbata, y se las echaban de llevar la dignidad colgada de las bolas.

“La primera vez que Edward me hizo el amor fue una desilusión. No era tierno como mi amado Tom ni eróticamente ingenioso como Rodrigo. Tenía el pene flaco y seco, como un cigarro de los que se compran en cualquier cafetín por cinco centavos. A veces se ponía tan erizado como un armadillo y no había por donde agarrarlo. No soportaba que le dijera dónde y cuándo debía acariciarme para que yo sintiera placer. Esto lo ponía furioso, porque creía que le estaba dando órdenes.

“Edward había aprendido mucho sobre la industria del tabaco en la plantación de su familia en Raleigh, e invirtió nuestro dinero en una pequeña fábrica de cigarros en Caguana, ‘La Cacica’. Tenía una finca de doscientos acres sembrados de tabaco y un almacén ruinoso donde las hojas de tabaco se colgaban a secar del techo. Edward no dudaba del éxito de la empresa. Se había enterado de que las hojas de tabaco puertorriqueño eran las más sabrosas del mundo. Por eso se exportaban a Cuba, donde los manufactureros las usaban como tripa en los Montecristos y los Partagás, aunque los cubanos nunca confesaban de dónde venía el sabroso sabor de sus cigarros más caros.

“Pero lo que Edward más disfrutaba de su empresa tabacalera eran las bellas jovencitas de Caguana que acudían a trabajar todos los días a la fábrica. Procesar las hojas de tabaco era una tarea difícil que hacían tradicionalmente las mujeres. Primero tenían que despalillar las hojas, extrayéndoles el tallo sin que se rompieran; entonces les deshebraban las venas; y finalmente esparcían las hojas sobre sus muslos desnudos y las estiraban delicadamente con las manos, lo que les ponía las piernas de un mate dorado tan oscuro como las hojas mismas.

“A Edward le encantaba fumar cigarros, y era probablemente por eso que tenía tan poca fuerza de voluntad con las tabaqueras. No resistía la tentación de hacerles el amor, porque cada vez que hundía el rostro en sus muslos perfumados le parecía que se estaba fumando un tabaco puertorriqueño. Como Edward salía al amanecer para Caguana, el pequeño valle del interior donde se encontraba situada la fábrica, y no regresaba hasta el oscurecer, no me enteré de este lado de su negocio hasta mucho más tarde.

“Cuando me casé con Edward yo creí haber llegado a buen puerto, a los brazos de alguien que me protegería para toda la vida. Le creí cuando me juró que era un hombre de medios, y cuando visité la casa de su familia en Raleigh antes de que nos casáramos me quedé impresionada. Vivían en Main Street, en una mansión Victoriana con torrecillas de piedra y una altísima mansarda de cuatro aguas. Pero Edward tenía cuatro hermanos y cinco hermanas, y cuando sus padres murieron la herencia se diluyó y casi no le tocó ningún dinero. Por esta razón, desde que nos casamos tuvimos que depender de mis ingresos.

“Los beneficios que Edward recibía de La Cacica no eran lo suficiente para cubrir sus gastos, y mucho menos los míos. Después de la Revolución Cubana de 1959 se hizo cada vez más difícil exportar el tabaco puertorriqueño a Cuba, que era su mercado principal. Los costos marítimos subieron drásticamente en los Estados Unidos, y todos nuestros productos tenían que transportarse en buques norteamericanos. Cuando Edward me dijo que tendría que cerrar La Cacica yo no lo podía creer. Estábamos arruinados y, aunque ya no fabricábamos puros, tendríamos que vivir literalmente chupando aire.

“Edward vendió su Bentley, despidió al chófer y al mayordomo, y yo tuve que deshacerme de la doncella y hacer la limpieza yo misma. Lo primero que perdí fueron mis uñas, que cuidaba como las niñas de mis ojos, y los dedos se me volvieron tocones. Ya no tenía dinero para acudir a la peluquería y tenía que peinarme yo misma. Y lo peor de todo era que no podía comprarme ropa de última moda. Era imposible sobrevivir así.

“Empaqué mis vestidos más finos en varios baúles, guardé la libreta de cheques y las joyas en la bolsa y me regresé a Emajaguas a vivir con Mamá. Le dejé a Edward el juego de cubiertos Gorham, la vajilla de porcelana Lenox y las copas Val St. Lambert que nos habían regalado para la boda. Y le hubiese dejado mucho más a cambio de mi libertad, porque si no podía vivir para la moda, prefería no seguir viviendo.

“La sociedad de Guayamés es católica, apostólica y romana y el divorcio no se ve con buenos ojos. Yo sabía que, si me divorciaba de Edward, me excluirían por completo de las actividades sociales y jamás me volverían a invitar a un agasajo importante. No me quedaba otro remedio que intentar anular el matrimonio.

“Escribí una carta a Roma, pidiéndole al Vaticano información sobre los anulamientos, pero nunca me contestaron. Fui entonces a visitar al padre Gregorio, el párroco de Guayamés. Le conté lo de las infidelidades de Edward, y sobre como prefería hacer el amor con las tabaqueras de Caguana antes que conmigo. ‘Quiero anular mi matrimonio y no sé cómo hacerlo’, me quejé sollozando en voz baja detrás de la cortinilla de terciopelo rojo del confesionario.

“El padre Gregorio era un español con mucho mundo, al que nunca lo asombraban las locuras de los hombres. Cuando el padre Martínez tronaba desde el púlpito ‘¡Arrepiéntete pecador!’ y ‘Antes entrará por las puertas del Paraíso un camello que un rico’, el padre Gregorio afirmaba que por ella podían entrar hasta los elefantes una vez cumplieran con el diezmo. Era un hombre de labios gruesos y prontos a sonreír. En cuanto reconoció mi voz, empujó hacia un lado la cortinilla y me miró con simpatía. ‘No va a ser fácil ayudarte, hija mía, pero ya nos inventaremos algo’, dijo guiñándome un ojo.

‘Tienes que prometerme que me invitarás a cenar por lo menos una vez al mes a casa de tus padres’. Aquella petición no me sorprendió porque el padre Gregorio era de una familia conocida de Santander. Sabía lo que era el buen vino y la buena mesa, y desde que había salido de España tuvo que vivir una vida espartana, porque la Iglesia Católica en la isla era muy pobre. El padre Gregorio hubiera dado cualquier cosa por asistir a las cenas de mantel y cubierto de Emajaguas.

“ ‘Hay tres maneras de anular un matrimonio’, me aconsejó el padre calladamene. ‘Si el novio es impotente y el matrimonio no se consuma a menos de que intervenga el Espíritu Santo; si el contrato matrimonial es fraudulento —si uno de los contrayentes es menor de edad o le falta un tornillo, como dicen ustedes en la isla; o si se jura el voto matrimonial de la boca para fuera, sin comprometer a fondo la voluntad humana. Esta opción, conocida como ‘cláusula de reserva mental’, es la que más te conviene. Desgraciadamente es también la más cara —su costo es de cuarenta mil dólares—, porque si no lo fuera los divorcios en el mundo harían orilla. Así que te recomiendo que intentes la primera alternativa, que es gratis porque tiene que ver con la voluntad divina; cuando el hombre no puede, no puede. Ustedes no han tenido hijos, así que no hay prueba de nada, y la potencia sólo la comprueba la novia en la noche de bodas.

“El proceso de anulamiento era complicado. El Vicario de Roma enviaría a un nuncio papal para que llevara a cabo una investigación minuciosa, entrevistándose con mis parientes y amigos de la isla. Pero si yo lograba la complicidad de Edward, las posibilidades de éxito eran buenas. Llamé a Edward por teléfono al día siguiente y me dijo que quería regresarse a North Carolina. Uno de sus hermanos le había ofrecido un trabajo en la plantación de la familia pero necesitaba dinero para la mudanza y no tenía un centavo. Me ofrecí a ayudarlo con tal de que hiciéramos un trato. Le conté que tenía intención de anular nuestro matrimonio y que para lograrlo necesitaba que se entrevistara con el nuncio papal, que llegaría en algún momento de Roma. Todo lo que tenía que hacer era decir que era impotente y yo le pagaría veinte mil dólares. ‘Una vez nos anulen el matrimonio podrás regresarte a Raleigh y yo no volveré a importunarte’. Hubo un silencio por el auricular. ‘¿Será todo estrictamente confidencial?’

“Me eché a reír para tranquilizarlo. ‘¿Pues qué crees? Si todavía fuera vírgen, no andaría por ahí confesándoselo a todo el mundo’. Edward estuvo de acuerdo y yo di un respiro de alivio.

“Al día siguiente fui al banco con Valeria, ella vendió uno de sus bonos de veinte mil dólares y me prestó el dinero. Le remití a Edward un giro postal por esa cantidad. El padre Gregorio escribió a Roma con mi petición y le solicitó al Vaticano que enviaran al nuncio a la isla lo antes posible.

“El delegado papal llegó cuatro meses más tarde. Era enclenque y cetrino, con las orejas largas y las mejillas hundidas como las de un hurón, y el oscuro hábito de los Benedictinos le daba un aire de personaje de Caravaggio. Empezó en seguida a meter las narices por todas partes. Visitó a Clarissa, a Dido y a Siglinda, y les hizo unas preguntas que les puso las mejillas como amapolas: que si Lakhmé había tenido amantes, que si era algo ligera de cascos como le habían dado a entender algunos de sus vecinos. Ante el espectáculo de aquella comadreja hurgando en sus asuntos, la familia cerró filas y el nuncio ni siquiera se enteró de que me había casado dos veces antes de conocer a Edward.

“Cuando el nuncio visitó a Edward, éste cumplió su promesa al pie de la letra. Lo invitó a comer y durante el almuerzo le confesó su bochornoso secreto (no sin antes beberse una botella de Chianti, para envalentonarse): nunca había logrado levantar la polla. Desgraciadamente, un día al curita se le ocurrió entrevistar a varias de las tabaqueras de la fábrica de Caguana. Viajó hasta el pueblo y aquello fue Troya. Cuando les preguntó sobre el caballero sureño, le mentaron la madre: Edward empezaba besándoles la punta de los dedos, y terminaba siempre remojando el puro en la espuma de su leche. Cuando la comadreja romana les preguntó si tenían alguna prueba de aquellas acusaciones, las tabaqueras acudieron a la fábrica con sus críos de la mano, y todos tenían cara de tabaco enrollado.

“Después de aquel testimonio, no había forma de acusar a Edward de impotencia. No me quedó más remedio que acudir a la cláusula de reserva mental para lograr el anulamiento, lo que me costó cuarenta mil dólares más, que Mamá también tuvo que prestarme.

“Luego de mi divorcio de Edward Milton decidí quedarme soltera. Me he casado tres veces y no me arrepiento. He vivido mi porción de aventuras y sé muy bien lo que es un pene. Los he probado de todos los tipos —el largo, el grueso, el corto y hasta el chueco y espinoso. Y les aseguro que nada de eso importa, queridas, porque sólo serán felices si viven para la moda. Es lo que yo he hecho desde que me divorcié de Edward. Pero todavía puedo enseñarles a ustedes cómo atrapar un marido, si les interesa saberlo”.